El peso de la gloria. Lucha, esfuerzo y pasión: memorias de una campeona - Lydia Valentín - E-Book
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El peso de la gloria. Lucha, esfuerzo y pasión: memorias de una campeona E-Book

Lydia Valentín

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Beschreibung

Empezó a soñar a lo grande durante el verano de las Olimpiadas de Barcelona. Sentada frente al televisor, se vio a sí misma participando en unos Juegos. Desde entonces, Lydia Valentín ha tenido que hacer frente a los contratiempos de un deporte minoritario y desconocido en España. Con una fuerza de voluntad inquebrantable y altas dosis de estoicismo, ha conseguido triunfar en una disciplina mayoritariamente masculina sin olvidar nunca sus orígenes ni los principios fundacionales del olimpismo. Lo ha ganado todo a su paso: tres medallas olímpicas, dos campeonatos mundiales y doce metales europeos. Convertida ya en leyenda viva de la halterofilia y referente indiscutible del deporte limpio, en estas memorias a corazón abierto nos descubre las claves de una vida consagrada al deporte, la intrahistoria de los escándalos de dopaje, el infierno de una lesión cuya gravedad mantuvo siempre en secreto y algunos consejos (lucha, confianza y pasión) para recorrer el camino del éxito. Desde que el mundo es mundo, las pruebas de fuerza han estado vinculadas a las virtudes del alma. Tres mil años antes de que el atletismo empezara a practicarse en la Antigua Grecia, la fascinación por el levantamiento de pesas ya era una práctica habitual entre los soldados de las antiguas dinastías chinas, lo que convierte a la halterofilia en uno de los deportes de más larga tradición. Todas las religiones y mitologías se han servido de las competiciones de fuerza para medir la capacidad física y mental de los mortales más valientes y sabios. Ya entonces las aspiraciones de estas primeras prácticas iban más allá de la mera exhibición de músculo. El cuerpo, al fin y al cabo, no era más que un medio limitado para alcanzar un estado superior de conciencia.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El peso de la gloria. Lucha, confianza y pasión. Memorias de una campeona

© 2022, Lydia Valentín Pérez

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Redacción: Manuel Dallo

Diseño de cubierta: Rudesindo de la Fuente – DiseñoGráfico

Imagen de cubierta: Nat Hookgrip

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-692-5

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

1. Houston, tengo un problema

2. Jugar a ser olímpica

3. De Madrid al cielo de Austria

4. Hackea tu mente

5. Dormir en un gimnasio y despertar en China

6. Halter ego

7. La armadura del estoico

8. Tu cara me suena

9. Fundido a negro

10. Ríos de felicidad

11. Hablemos claro: no a las drogas

12. Bajo las estrellas

Agradecimientos

 

 

 

 

 

A mis padres, por enseñarme el valor del esfuerzo y la constancia.

A mis hermanas, por acompañarme en mis sueños.

Y a Nacho, por abrirme los ojos a un mundo más allá del deporte.

1 Houston, tengo un problema

 

 

 

 

 

Llevo tanto tiempo mirando al techo que el dolor ha terminado adquiriendo la forma de una grieta. La observo como si fuera una obra de arte expuesta en algún museo importante mientras un hilo invisible conecta todos los músculos de mi cuello con esa pequeña falla abierta en lo alto de la habitación. Una cosa está clara y es que algo acabará saliendo de esa herida abierta en el yeso, pero aún es pronto para calibrar la magnitud de la lesión.

Me he despertado hace dos horas, quizá más, pero no me atrevo a incorporarme de la cama y coger el teléfono de la mesilla. Las veces que lo he intentado he sentido un latigazo en la base de la nuca. La descarga eléctrica se ha expandido también por los brazos, así que permanezco como una estatua de mármol esperando a que algo ocurra. Sin embargo, pasan los minutos y nadie acude a mi rescate. Estoy paralizada por un dolor intenso e indescriptible. Nunca antes había sentido nada parecido. Sé de lo que hablo. A lo largo de mi carrera he sufrido todo tipo de tendinitis, contracturas y lesiones. Se podría decir que mi cuerpo es un prontuario de cicatrices invisibles. Cada marca equivale a un capítulo en el diario de mi vida deportiva. Cada palabra es la prueba indeleble del esfuerzo que precede a una victoria. Pero la punzada que ahora me oprime el cuello tiene una grafía distinta que no logro reconocer. Es un dolor extraño, diferente a cualquier otro que haya experimentado.

Recorro mentalmente cada hora de los últimos dos días tratando de encontrar una explicación, un origen, un desencadenante. Con los ojos cerrados me veo a mí misma haciendo las maletas en Madrid, sentada en el taxi camino del aeropuerto y en el avión que me ha traído hasta este resort frente a una playa paradisiaca de República Dominicana.

Revuelvo con desesperación en el cajón de mis recuerdos, pero no logro encontrar una sola mala postura, tampoco un golpe, ni siquiera un movimiento en falso. Mis pensamientos se dispersan a toda velocidad hasta que mi cabeza empieza a elaborar teorías disparatadas. ¿Existirá algún tipo de lesión dorsal asociada a las turbulencias de un largo viaje en avión? De ser así, no tendría de qué preocuparme. La botica de internet está llena de remedios para la más disparatada variedad de dolencias. «El síndrome de la almohada de avión», fantasea mi voz interior. Pero tampoco esta idea me consuela. Sigo pensando, dándole vueltas a todo. En algún momento, empiezo a dudar de mí misma. ¿Y si estoy soñando y la grieta del techo no es más que el mensaje cifrado de una pesadilla? No sería la primera vez que el estrés recurre a uno de sus elaborados disfraces para recordarme el límite exacto de mis fuerzas. «Hasta aquí puedes llegar, ni un paso más allá».

Reflexiono un rato más en silencio.

Lo lógico habría sido citarse en Houston con el resto de delegaciones de los mundiales, pero por limitaciones presupuestarias la Real Federación Española de Halterofilia eligió un destino intermedio. Puedo sentir la presión. Nadie lo ha dicho con palabras, pero lo he podido leer en sus miradas: «Lydia, confiamos en ti». Ahora más que nunca necesitamos una buena participación para la soñada clasificación olímpica. Sé perfectamente que el equipo femenino depende de mí.

Aunque nos encontremos en las playas del Caribe, esto no tiene nada que ver con unas vacaciones pagadas, desde luego que no. Hemos venido a trabajar duro, a dejarnos la piel en cada entreno. La federación ha puesto toda la carne en el asador antes de la gran cita del año, que comenzará el 21 de noviembre en la ciudad donde despegan los módulos de las misiones espaciales.

«Houston, tengo un problema», digo para mis adentros mientras siento todo el peso de mi cuerpo gravitar en alguna lejana galaxia, a años luz de la casa de mis padres en Camponaraya, de mi habitación en la residencia Blume de Madrid, de mi zona de confort en el Centro de Alto Rendimiento, lejos de todo lo que considero hogar. «Houston, ¿hay alguien ahí?», repito y se me acelera el corazón.

«Houston, Houston, ¿me reciben?».

Silencio.

La elección de República Dominicana como destino para la concentración es un buen síntoma. Significa que la federación se ha tomado en serio la clasificación de los Juegos Olímpicos y ha diseñado una estrategia de aclimatación para minimizar el efecto del cambio horario y la distancia geográfica. En la alta competición, el más mínimo detalle puede marcar la diferencia: la dieta, el descanso, saber mantener el foco en los objetivos, las rutinas de fisioterapia y los lazos de unión con las personas que comparten contigo ambiciones e ilusiones. Todo cuenta. Pero, sobre todo, la cabeza. El factor psicológico no se puede medir en metros, tampoco en gramos ni en segundos, pero desempeña un papel fundamental en la ecuación del éxito.

Con el tiempo he aprendido a visualizar la confianza como si fuera un objeto. En mi imaginación se parece a una gema preciosa escondida en las profundidades de una gruta oculta en lo alto de una montaña. Hay que emprender el ascenso por una colina escarpada, adentrarse en la cueva, caminar a ciegas por la fría galería y picar con fuerza en la roca hasta reconocer el brillo indescriptible de una piedra preciosa. Solo hay un problema: no puedes llevarla contigo. Ha de permanecer siempre allí, medio enterrada en un lugar inhóspito y secreto. Lo único que te pertenece es el recuerdo del camino recorrido. No existen atajos al laberinto de la confianza, tan solo la certeza de haber transitado por él otras veces: tres pasos al frente, uno a la izquierda, todo recto, giro a la derecha… Si te equivocas en una de las indicaciones, la gema desaparece y has de empezar la caminata desde el principio.

Me resulta imposible visualizarla ahora, tumbada boca arriba en la cama del hotel. La gema se ha convertido en una ilusión lejana, casi remota. En un último y desesperado intento me consuelo otra vez con la posibilidad de que todo sea obra de un mal sueño, una suerte de delirio en duermevela provocado por el jet lag.

Abro y cierro con fuerza los ojos varias veces, me pellizco las mejillas y estiro las piernas sin cambiar de posición. No hay duda: estoy despierta y lo que estoy viviendo es real. Difícil de creer, pero real. Si la vida fuera un videoclub en el que pudiéramos ordenar cada experiencia por secciones, esta pertenecería sin duda al género de terror.

Vengo de renovar en Tiflis el título de campeona continental con ciento dieciocho kilos en arrancada, ciento cuarenta y cinco kilos en dos tiempos y un total de doscientos sesenta y tres kilos, una proeza que ha revalidado mi condición de referencia internacional de la halterofilia.

Allí, en la exuberante capital de Georgia, reedité mi triple corona en Europa con una marca muy por debajo de mi récord español. Toda una declaración de principios que ha intimidado a mis rivales en las tres categorías.

Antes de embarcar en Madrid con destino a Santo Domingo, un torrente de fuerza recorría las venas de mis brazos y mis piernas, la señal inequívoca de que estaba preparada para dar lo mejor de mí misma de cara a la clasificación de los Juegos Olímpicos de Río, que se resolvería en Houston.

Hace tres años volví de los Juegos de Londres con un cuarto puesto histórico para la halterofilia española, pero insuficiente para las expectativas que yo me había marcado. Había visto de cerca a mis contrincantes y tenía claro cuáles eran mis posibilidades. Solo un pequeño error por mi parte en alguno de los movimientos y el empeño de algunas de mis rivales por jugar al margen de la legalidad —una práctica permitida durante años por la Federación Internacional de Halterofilia— impidió que subiera al podio. Estaba convencida de que el tiempo pondría a cada una en su lugar. Por eso, mientras escuchaba por los altavoces el himno nacional ruso, me prometí a mí misma ayudar a luchar contra la lacra del dopaje. No volvería a dejar que me arrebataran lo que tanto esfuerzo me había costado conseguir. Canalizaría toda la rabia y la frustración con un único objetivo: demostrar al mundo que la halterofilia no se gana en los laboratorios, sino sobre la tarima.

Ahora todo eso tendrá que esperar. Fani, mi compañera de habitación, se acaba de despertar. Con su característico buen humor, se ofrece a despegarme las sábanas con un gesto lleno de comicidad.

—Pues sí que te ha sentado bien el calor —me sermonea con exquisita ternura—. Hay que ponerse en marcha, Lydia. Nos espera un largo entrenamiento por delante. Y hace un día precioso.

Yo no sé qué responder. Así que no digo nada.

Estefanía Juan Tello no es solo una de las mejores halteras de España, también mi mejor amiga y mi confidente desde que entré en la residencia con quince años. Pero, por alguna razón, esta vez no me atrevo a contarle la verdad. Me limito a decirle que me he levantado con unas leves molestias en el cuello mientras me incorporo tratando de disimular el gesto de dolor que me provoca el latigazo en el cuello.

Cada paso hasta el cuarto de baño es un campo minado. Algunas baldosas de la habitación estallan al rozarlas con el talón y propagan ondas expansivas de dolor desde la punta del pie hasta la coronilla. De alguna forma consigo llegar a la ducha, y el chorro de agua caliente proyectado en el cuello me alivia momentáneamente. No recuerdo la última vez que lloré. Ni siquiera estoy segura de estar llorando ahora.

Con el rostro empapado de agua no hay manera de distinguir el regusto salado de la desesperación.

«¿Y si nada vuelve a ser como antes? —pienso en la soledad de los cristales empañados—. ¿Y si esto supone el fin de mi carrera?».

Me hago tantas preguntas que pierdo la noción del tiempo. El agua sigue su curso, el mundo gira a mi alrededor, y yo apenas puedo moverme.

En algún momento, Fani aparece entre las fumarolas de vapor del baño para informarme de que baja a desayunar y me guarda sitio en una de las mesas. Mejor así. Necesito estar sola un rato, vestirme con movimientos ortopédicos sin que nadie se lleve las manos a la cabeza, seguir negociando cada gesto con mi cuerpo para no desatar la furia de la lesión que me ha hecho presa.

Envuelta en toallas, experimento algo parecido al miedo. Puedo notar el resabio metálico en el paladar, como si hubiera pasado la lengua por una barra de acero galvanizado cargada de discos. Solo el tiempo dirá cuánto me costará levantarla.

El entrenador nos ha citado a las diez en el lobby del hotel y yo aparezco puntual con la mejor cara que puedo permitirme.

He desayunado sin hambre unas cuantas piezas de fruta, pero solo para proteger el estómago de la ingesta de ibuprofenos con los que pretendo aguantar la jornada de entrenos sin levantar demasiadas sospechas.

En la mochila llevo la toalla, las botas, las vendas y una sonrisa falsa para cuando alguien me pregunte qué tal me encuentro.

Fani ya lo ha hecho una vez, en el comedor, y no ha necesitado respuesta. Me conoce tan bien que durante el viaje en furgoneta al pabellón de entrenamiento me coge de la mano con fuerza y me insufla ánimos con su mirada. Intuye que algo me pasa y que ni yo misma soy capaz de explicarlo. Así que aguarda a mi lado a que se dicte sentencia. Me conoce como si fuera mi hermana. Sabe que no me rindo tan fácilmente como para montar un escándalo el primer día de concentración.

Por fortuna, el estado del pabellón es tan deplorable —barras deformadas, discos desgastados y una tarima irregular carcomida por la humedad— que el equipo achaca mi falta de entusiasmo a las lamentables condiciones del recinto. Finjo indignación para justificar mi semblante serio, pero sin mantenerle la mirada a nadie. No quiero que hurguen dentro de mí.

Entre nerviosa y preocupada, abro la libreta de entrenamientos con los ejercicios de la mañana y doy gracias al cielo. El nivel de exigencia de los ejercicios está muy por debajo de mis rutinas habituales en la residencia de Madrid. «Venga, Lydia, son solo unos tirones y sentadillas, tú puedes con esto».

A regañadientes, cumplo con la tabla, no me salto una sola repetición. Trato de no pensar en el dolor del cuello, que no solo se ha agudizado, sino que campa a sus anchas por todo mi cuerpo. Siento molestias en las extremidades, pero ninguno de los ejercicios requiere que extienda por completo los brazos, por lo que logro salvar el primer entreno sin que nadie se dé cuenta de lo que me ocurre.

En el trayecto de vuelta al hotel, las conversaciones giran en torno al edificio en ruinas donde habremos de entrenar las próximas tres semanas.

Ya en la habitación, Fani me convence para que ponga al corriente de la situación a Matías Fernández, nuestro entrenador. No quiero transmitirle pesimismo, así que le hablo sin dramatismos.

Tras una primera valoración, avisa al fisio, Roberto Galán, para que me eche un vistazo más a fondo. Nada más tocarme el cuello se da cuenta de la gravedad de la lesión. Pero tampoco él se atreve a hacer sonar la alarma de incendios que, en cuestión de minutos, podría aguar la fiesta a todos mis compañeros. De modo que nos damos una tregua.

—No veo que el tratamiento manual te esté descargando la tensión, así que, llegado el momento, te puedo pinchar algún medicamento —resuelve Roberto tras examinarme la zona—. Tómate la tarde libre, descansa, duerme la siesta, trata de desconectar…

Roberto concluye su diagnóstico con tres puntos suspensivos como los agujeros de un desagüe por el que, ahora sí, empiezan a escaparse las últimas reservas de optimismo.

Después de comer me dirijo a la habitación de Matías por el caminito de piedras que rodea la piscina del bar, donde varios turistas, con la mitad del cuerpo sumergido en agua, beben festivamente de sus enormes copas de piña colada y mojito.

Cuando por fin le digo a Matías que no iré al pabellón por la tarde, se le transforma la cara. Es la primera vez que cancelo una sesión de entrenamiento. Nunca he incumplido el guion de los preparatorios de una gran cita. Incluso cuando he notado molestias en una rodilla o un codo, he hecho de tripas corazón y llevado a término todas las repeticiones con menos peso. El cuerpo es sabio, pero se deja engañar: prefiere cumplir con los objetivos, aunque sean menos exigentes, que enfrentarse a la incertidumbre de una decisión inesperada.

—No te preocupes, Lydia —me dice mientras trata de creerse sus propias palabras—. Ya verás cómo en un par de días volverás a ser la misma.

Mi sentido de la responsabilidad, o mi tendencia natural a no rendirme ante las adversidades, me impide quedarme en el hotel mientras mis compañeros cumplen con el horario vespertino de entrenos.

De nuevo en la furgoneta, el silencio es tan intenso que se puede cortar en raciones. Cada miembro del equipo olímpico digiere la suya con la mirada perdida en el paisaje que nos separa del desvencijado pabellón, cuyas goteras sirven ahora de metáfora al desconsuelo. También allí hay grietas en el techo que esconden una sustancia viscosa y densa. Ahora lo veo con más nitidez: el dolor se parece a una medusa que se aferra a mí con terca persistencia.

Mientras contemplo cómo mis compañeros calientan y hacen estiramientos, me invade un mal presagio. Siempre he sido sumamente reservada y discreta con mis problemas, pero ahora no hace falta que hable. Cada gesto me delata, incluso si me esfuerzo en permanecer inmóvil. La medusa no se apiada y aprovecha el ritmo de la respiración para inyectarme una nueva dosis de veneno.

Me mantengo a una distancia prudencial de la tarima, agazapada en una esquina del recinto, pero cada minuto que pasa me cuesta más disimular la expresión de pánico. Tengo ganas de gritar, pero me muerdo la lengua. Ya ni siquiera me proyecto en mis marcas personales, las que podrían garantizar mi presencia en los Juegos de Río. El aquí y ahora se impone con toda su crudeza: solo quiero que acabe de una vez este sufrimiento.

«Houston, Houston… —se afana con desesperación la voz en mi interior—. ¿Por qué nadie me contesta?».

Silencio.

Al día siguiente la grieta de mi habitación se ha hecho un poco más grande. O al menos eso me parece. Cuando me pongo en pie, ni siquiera puedo levantar el brazo derecho por encima de la cabeza. «Esto es el fin», me digo.

Matías y Roberto ya no se esfuerzan en disimular su preocupación. Mientras hacen gestiones para trasladarme a un hospital cercano donde puedan realizarme algunas pruebas, me acuerdo de un cuento de mitos antiguos que leí en el colegio cuando era pequeña. En una de las páginas aparecía una ilustración a todo color de Medusa, una mujer poderosa capaz de convertir en piedra a aquellos que se atrevieran a mirarla. Pienso ahora que quizá la medusa de mi cuello esté surtiendo un hechizo parecido en mí. De momento, tengo el tren superior prácticamente paralizado. Es solo cuestión de tiempo que el busto parlante en el que me he convertido acabe transformándose en una estatua completa.

No es fácil encontrar en República Dominicana un médico con nociones básicas en lesiones de halterofilia. Ya en la consulta del especialista, me llama la atención el contraste entre la impecable bata blanca del médico que me atiende con la pared desconchada donde tiene colgados los títulos en varias especialidades. Lo cierto es que no me transmite ninguna confianza. Tampoco las instalaciones del centro dan para mucho.

Después de insistir, consigo los volantes para una resonancia magnética. El veredicto no se hace esperar:

—No tienes nada roto —resuelve mientras echa mano de una de las radiografías.

Es algo que yo ya sabía, pero semejante afirmación pronunciada por un médico siembra una duda razonable en el jurado. Equivale a decir: no hay lesión a la vista, por lo que quizá Lydia esté sufriendo un episodio de estrés agudo. O lo que es lo mismo: el origen de lo que le pasa no está en el cuello, sino un poco más arriba, dentro de su cabeza. También Medusa, la enfurecida sacerdotisa del templo de Atenea, fue tachada de loca e histérica antes de esculpir su venganza en piedra.

En la vorágine de la alta competición deportiva este tipo de silogismos clínicos pueden resultar muy peligrosos, pues añade a la enorme carga de responsabilidad que ha de soportar el atleta el peso insoportable de la culpa. Así que, de vuelta a la soledad de mi habitación, tengo dos motivos por los que llorar: el aguijonazo del cuello y la punzada en el pecho.

A Gonzalo Moneva, nuestro médico de la federación con el que me pongo en contacto por teléfono, no le cuadra el diagnóstico. El informe del hospital dominicano habla de una protusión discal, algo poco habitual, más en mi caso.

El doctor Google tampoco ayuda mucho en estos casos: basta con deletrear tu dolencia en el cajetín del buscador para que se abra ante ti un abanico tan amplio como inverosímil de desenlaces, a cual más truculento y funesto. Y lo peor: el cóctel de inseguridad y desesperación hace que te aferres a cualquier remedio alternativo, véase una descabellada receta homeopática o una peregrinación al monte de la superchería.

En mi caso, el fisio local que me examina el cuello acaba por recetarme un baño curativo en las aguas apacibles y cálidas del Caribe. Aunque no acostumbro a esos actos de fe irracionales, tampoco conozco a ningún deportista que sea completamente inmune a la superstición. En lo que a mí respecta, estos pequeños rituales, que suelen realizarse antes y después de una competición, están más relacionados con la repetición de rutinas para mantener la concentración que con la invocación de poderes sobrenaturales. Pero ahí estoy yo, siguiendo a rajatabla los consejos del especialista dominicano y adentrándome en el mar a última hora de la tarde para purificar mis pecados. La desesperación te puede llevar a hacer cosas que jamás imaginaste. Me habría cubierto el cuerpo entero de polvos de sándalo si alguien me hubiera asegurado que al día siguiente me levantaría de una pieza.

Por supuesto, nada de eso sucede. Es más, con el paso de las horas y los días, la lesión se torna tan sumamente ingobernable que, tras una nueva visita al hospital donde me recetaron el baño sanador, me prescriben unas inyecciones intramusculares de Voltaren. No para competir, ni siquiera para asistir a los entrenamientos —la última vez que he intentado levantar setenta kilos, el brazo se me ha aflojado de manera involuntaria—, simplemente para poder dar tres pasos seguidos sin estremecerme de dolor.

Hay quien piensa que todo lo que me ocurre es obra del estrés. Los deportistas de alta competición estamos acostumbrados a sacrificar parte de nuestra salud por los objetivos. Pero ahora mis prioridades son otras. El estrés está ahí, por supuesto, pero surte efecto en paralelo, lo que me obliga a recurrir a otro tipo de medicación para no pasar las noches en vela.

Quién me lo iba a decir a mí: quince años luchando contra el dopaje en el mundo de la halterofilia y ahora dependo de la química para poder mantenerme a flote. No solo no puedo dormir, sino que siento que he perdido la capacidad para soñar. Sé que no me recuperaré a tiempo para Houston y la incertidumbre de saber si podré o no acudir a Río me corroe por dentro.

Pasan los días, las semanas y los meses. Entonces, cuando creo que no puedo caer más bajo, una mañana me despierto en mi habitación de la residencia asustada, sollozando, cubierta de sudor, presa del pánico. No he podido competir en Houston y sigo arrastrando mi lesión por las instalaciones del Centro de Alto Rendimiento. Quedan unos meses para el comienzo de los Juegos de Río, donde todo el mundo espera que se materialice el gran triunfo de mi carrera, pero frente a mí cae otro telón pesado. No sé cómo ha podido suceder, pero vuelvo a la casilla de salida. Algo dentro de mí se ha roto y no consigo volver a unir las piezas. Me levanto aterrorizada, me miro en el espejo del baño de mi habitación en la residencia y me llevo la mano a la boca para tratar de contener el grito de desesperación. No sé cómo ha podido pasar, pero no veo nada por el ojo derecho. Siento el abrazo gélido de la más temible e inescrutable oscuridad. «Así acaba todo», me digo. Con un triste e inesperado fundido a negro. Ahora sí que sí.

Solo el tiempo demostraría que me equivocaba. Aquello no solo no era el final, sino que acabaría revelándose como el principio de una historia en forma de libro.

Mi historia.

2 Jugar a ser olímpica

 

 

 

 

 

Desde que el mundo es mundo, las pruebas de fuerza han estado vinculadas a las virtudes del alma. Tres mil años antes de que el atletismo empezara a practicarse en la Antigua Grecia, la fascinación por el levantamiento de pesas ya era una práctica habitual entre los soldados de las antiguas dinastías chinas, lo que convierte a la halterofilia en uno de los deportes de más larga tradición.

Todas las religiones y mitologías se han servido de las competiciones de fuerza para medir la capacidad física y mental de los mortales más valientes y sabios. Ya entonces las aspiraciones de estas primeras prácticas iban más allá de la mera exhibición de músculo. El cuerpo, al fin y al cabo, no era más que un medio limitado para alcanzar un estado superior de conciencia. Solo hay que fijarse en la propia raíz de la palabra, «haltera», que hace referencia tanto al verbo 'saltar' como a las piedras que los griegos utilizaban a modo de balancines para darse impulso en los saltos de longitud. Podría parecer una contradicción que estas pesas esculpidas en mármol les permitieran dar saltos más largos. Pero no lo era, pues todo dependía del modo en que se emplearan para distraer por un instante a la diosa gravedad. Hasta los filósofos más primerizos saben que la evidencia cae por su propio peso, pero solo a través de la técnica y el esfuerzo podemos levantar la pesada losa bajo la que se ocultan las auténticas certezas.

La primera vez que escuché la palabra halterofilia fue a través del televisor de casa de mis padres. Asomada a mi pequeña ventana catódica vi desfilar durante el verano más importante de mi vida a Alexandr Kurlóvich, Chun Byung-Kwan, Fiódor Kasapu, Israyel Militosián, Ivan Ivanov, Kaji Kajiashvili, Naim Süleymanoğlu y a otros nombres tan fundamentales como impronunciables del arte de elevar barras de discos. Todos ellos estaban de visita en España para batirse el cobre ante una audiencia de millones de espectadores.

Los Juegos Olímpicos de Barcelona marcaron una época de mi infancia e imprimieron carácter en los jóvenes de mi generación. En Camponaraya no se hablaba de otra cosa. Una ola de merchandising invadió los productos de los supermercados con banderas y logos que, en cuestión de unos días, elevaron el orgullo español a la máxima potencia.

En las terrazas de los bares las mesas se llenaron de improvisados tertulianos deportivos que desplazaron provisionalmente su interés por las timbas de mus para debatir sobre la eficacia de ese polémico invento llamado photo finish.

Recuerdo que la gente dejó de saludarse por la calle con un sencillo «hasta la vista» o el clásico movimiento de mentón. De pronto, los desconocidos intercambiaban desde aceras opuestas el símbolo de Cobi con los dedos, lo que desesperó a algunos metaleros que consideraban la mano cornuta un distintivo de la subcultura heavy. Incluso en las tardes mansas de la canícula estival a los pies de la piscina se instaló entre mi pandilla de amigos un saludable espíritu de competición. No había largo que no fuera susceptible de ser cronometrado con un Casio y luego anotado en una libreta para comparar resultados. A falta de himnos diferenciables para la entrega de premios sobre tres sillas de plástico de distinto tamaño, utilizábamos la balada de Freddie Mercury grabada en un casete. A pesar de que el inglés aún no se había convertido en idioma universal, coreábamos el We Are the Champions con una pronunciación más que meritoria. Teníamos la vida entera por delante para demostrar que nosotros también podíamos hacer historia. Y, a nuestra manera ingenua y soñadora, nos sentíamos ganadores de las medallas y títulos que otros conseguían.

A mis siete años, el espectáculo deportivo, social y político de las Olimpiadas del 92 despertó en mí el anhelo de una vocación que tardaría tiempo en dar sus primeros frutos. Era como si pudiera distinguir el olor inconfundible de mi propio destino en las hazañas de las leyendas del deporte de aquellos años. Si cierro los ojos, me veo a mí misma con el rostro perlado de lágrimas después de que el arquero paralímpico Antonio Rebollo encendiera el pebetero, rebosante de felicidad con las imágenes del entonces príncipe Felipe recorriendo bandera en mano el estadio de Montjuïc y dando saltos de alegría cuando Kiko marcó el gol de la victoria contra Polonia en el minuto noventa, consiguiendo así el oro olímpico.

Muchos se preguntaron entonces por qué Fermín Cacho no paraba de mirar atrás durante el agónico esprint final de seiscientos metros que le condujo al podio. Aunque los sesenta mil espectadores congregados en el estadio Lluís Campanys corearan su nombre al unísono, en su cabeza solo se escuchaban las palabras de ánimo de un hombre que trataba de lidiar con la soledad del campeón. Incluso después de cruzar la meta, siguió mirando atrás. No se lo creyó hasta que vio su nombre en lo más alto de la pantalla.

En algún momento de aquel verano milagroso e insólito, bajo el hechizo del maratón televisivo de gestas deportivas, también yo pude escuchar una voz dentro de mi cabeza que dictó sentencia con la fuerza espontánea de tres sencillos versos. «Yo también quiero. Sé que puedo. Y lo conseguiré». Para entonces ya intuía que la poesía no era mi fuerte, pero a capacidad de síntesis no me ganaba nadie. Ahora solo tenía que elegir el camino que me llevaría a convertir mi sueño en realidad.

Faltaban aún cinco años para que el Comité Olímpico Internacional aprobara la participación de las mujeres en la disciplina de levantamiento de pesas, cuya categoría no entraría en el programa hasta los Juegos Olímpicos de Sídney 2000. «Por los pelos, pero aún en el siglo xx», debieron de jactarse los organizadores, tratando de justificar así el incomprensible y descomunal retraso. Lo cierto es que, desde principios de los años ochenta, la halterofilia gozaba de una muy buena acogida entre profesionales y amateurs españoles de ambos sexos. Nada comparable a la devoción, ya centenaria, que profesaban los canadienses o los austriacos, que fundaron la primera escuela en Viena en el siglo XIX.

En 1880 Alfred Palavicini consiguió levantar cien kilos en dos tiempos, lo que sin duda ayudó a popularizar la disciplina en el viejo continente. Dieciséis años después se organizó el primer Campeonato Europeo en Róterdam como antesala del primer mundial de 1896, en el que la halterofilia concurrió bajo el auspicio de la Federación Internacional de Lucha Libre.

Durante las dos décadas siguientes, hasta la fundación en 1920 de la Federación Internacional de Halterofilia —IWF, por sus siglas en inglés—, se trabajó con ahínco para desterrar el estereotipo de un deporte asociado injustamente a las acrobacias circenses.