El Pueblo del Hielo 18 - Detrás de la máscara - Margit Sandemo - E-Book

El Pueblo del Hielo 18 - Detrás de la máscara E-Book

Margit Sandemo

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Beschreibung

Por primera vez en español. La serie La Leyenda del Pueblo del Hielo ya ha cautivado a 40 millones de lectores en todo el mundo. Elisabet Paladin tiene el valor de sus convicciones y no se deja influir por las constantes conversaciones de su madre sobre familias influyentes y un marido rico. Ningún hombre es capaz de despertar su interés, hasta que conoce a Vemund Tark. Sin embargo, cuando Vemund llega a hablar con sus padres sobre matrimonio, la propuesta en realidad es para su hermano menor. El Pueblo del Hielo es una conmovedora leyenda de amor y poderes sobrenaturales, un relato de la lucha esencial entre el bien y el mal.

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Detrás de la máscara

La leyenda del Pueblo del hielo 18 – Detrás de la máscara

Título original: Bak fasaden

© 1984 Margit Sandemo. Reservados todos los derechos.

© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción Daniela Rocío Taboada,

© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1029-3

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Agradecimientos

La leyenda del Pueblo del hielo está dedicada con amor y gratitud al recuerdo de mi querido esposo fallecido Asbjorn Sandemo, quien convirtió mi vida en un cuento de hadas.

Margit Sandemo

Reseñas del Pueblo del hielo

Margit Sandemo es simplemente maravillosa.

— The Guardian

Una historia llena de personajes convincentes, bien planteada en la línea temporal, y reveladora: hará que los lectores abran los ojos de par en par y que probablemente sientan cierto cosquilleo en la ingle... Es una novela gráfica sin imágenes; no puedo esperar a leer que sucederá a continuación.

— The Times

Una mezcla de mito y leyenda entrelazada con eventos históricos: esta creación imaginativa atrapa al lector desde la primera página hasta la última.

— Historical Novels Review

Aclamada por las masas, la prolífera Margit Sandemo ha escrito más de 172 novelas hasta la fecha y es la autora más leída de Escandinavia...

— Scanorama magazine

La leyenda del Pueblo del hielo

La leyenda del Pueblo del hielo comienza muchos siglos atrás con Tengel, el Maligno. Él era despiadado y codicioso, y solo había un modo de obtener todo lo que él deseaba: hacer un pacto con el diablo. Viajó hasta las profundidades del bosque e invocó al diablo con una poción mágica que había cocinado en un caldero. Tengel, el Maligno obtuvo riquezas y poder ilimitado, pero a cambio maldijo a su propia familia. Uno de sus descendientes en cada generación serviría al diablo realizando hazañas infames. Cuando terminó, Tengel enterró el caldero. Si alguien lo encontraba, la maldición terminaría.

Así que la maldición fue transmitida entre los descendientes de Tengel, el Pueblo del hielo. Una persona en cada generación nació con ojos de gato amarillos, una señal de la maldición, y con poderes mágicos que usaron para servirle al diablo. Un día nacería el más poderoso del Pueblo del hielo.

Eso cuenta la leyenda. Nadie sabe si es verdad, pero en el siglo XVI, nació un niño maldito entre el Pueblo del hielo. Él intentó transformar el mal en bondad, y por eso lo llamaban Tengel, el Bueno. Esta leyenda es sobre su familia. De hecho, es más que nada sobre las mujeres de su familia; las mujeres que tuvieron el destino del Pueblo del hielo en sus propias manos.

Capítulo uno

—Dios mío —suspiró la madre de Elisabet, sujetando una peluca cubierta de polvo blanco frente a ella—. Quizás está bien que uses tu cabello así cuando estás en casa. Tu padre es demasiado permisivo y cede constantemente a tus caprichos. Pero ahora iremos a Cristiania, la capital de Noruega, y estaremos en un mundo de rangos y moda donde ¡no puedes ir con ese aspecto! ¡No puedes exhibir tu propio cabello sin talco! ¡Parecerás una zorra!

Elisabet Paladin del Pueblo del hielo sacudió la cabeza de lado a lado y sus rizos de castaño rojizo brillaron como castañas al atardecer.

—¿Qué tiene de malo mi pelo? No soporto esas horribles pelucas: ¡me sofocan! Además, ¿no has visto cómo esas chicas adorables se rascan el cuello todo el rato para que la peluca caiga hacia atrás? ¡Y esas monstruosidades están llenas de piojos!

Tora, su madre, cedió ante su hija testaruda de diecinueve años.

—De acuerdo, puedes mostrar tu melena natural. Tiene suficiente volumen para recogerlo en un chignon. Podemos pedirle a la señora Sørensen que te lo decore: tal vez podría darle altura con almohadillas para el cabello, añadirle algunas flores y plumas y luego lo cubriremos de talco para que se vea lo más blanco posible. Estoy segura de que al final parecerá muy bonito.

—¡No! —gritó Elisabet—. ¡Te he dicho que soy alérgica al talco!

—¡Tonterías! —La madre de Elisabet colocó talco sobre el cabello de su hija usando una borla y la chica prácticamente desapareció en una inmensa nube blanca.

Elisabet tosió, intentando respirar.

—No exageres —dijo su madre. Sin embargo, Tora se sorprendió cuando vio que los ojos de su hija se volvían rojos y se llenaban de lágrimas. Apartó rápido el polvo y le dio un poco de agua. Era un manojo de nervios. La nariz de Elisabet estaba tan congestionada que tardó un rato en pronunciar palabra. Su madre aprovechó la oportunidad para darle a su hija un sermón sobre que padre e hija no tenían remedio.

—¡Tu padre aún no ha venido y nos vamos a las cuatro! ¿Qué haré con vosotros dos? Él está junto al río vigilando una balsa con el inaguantable de Vemund Tark. ¿Es que nunca os acordáis de que pertenecéis a la alta nobleza? La familia Paladin era margrave: tenía títulos nobiliarios alemanes; pero ¡tú te paseas con el cabello al natural y tu padre custodia una balsa! ¡No debe hacer eso! ¡A veces, no puedo evitar sentirme muy avergonzada de los dos! ¡Y eso me enloquece!

La señora Tora provenía de una respetable buena familia y opinaba que había conseguido un buen marido al casarse con un Paladin. Ella era la única que hablaba sin parar sobre el título de margrave. Quería que Ulf lo conservara, pero él no quería hacerlo porque Noruega había abolido su nobleza. Tora era muy eficiente como señora de Elistrand: era amable y de buen corazón a su manera y la respetaban mucho en la aldea. Sin embargo, a veces, Ulf y Elisabet pensaban que Tora era bastante difícil de tratar.

Era 1770 y Elisabet pronto cumpliría veinte años. No cabía duda de que todos sabían que la señora Tora planeaba casar a su hija con un buen partido, cuanto antes . Por esa razón la madre de Elisabet estaba tan atenta al viaje a Cristiania, donde podrían conocer a las personas importantes de la ciudad. Al menos, los verían de cerca.

Elisabet había recuperado la capacidad de hablar.

—¿Quién es Vebudd Talk?

—¿Qué dices?

Elisabet se limpió la nariz.

—¿Quién es Vemund Tark?

—Es un bárbaro, en mi opinión. Los Tark son dueños de una mansión idílica en las afueras de la ciudad fronteriza con Cristiania; la casa está en lo alto, sobre la multitud, y protegida por un jardín bien cuidado. ¡Son encantadores! Si yo tuviera un hogar como ese, no viviría en ninguna otra parte por nada del mundo. Sin embargo, el hijo mayor, Vemund, insiste en vivir en una cabaña primitiva en lo profundo del bosque que pertenece a las posesiones de la mansión.

—¿Tark? ¿No son esos los propietarios de muchas tierras?

—Poseen una cantidad increíble de propiedades. Bosques, aserraderos, almacenes de madera y quién sabe qué más. Nosotros podríamos haber hecho lo mismo; tendríamos una fortuna si Liv, tu ancestro, no hubiera sido tan estúpida de vender el almacén de madera que heredó de su primer esposo. Vosotros, los del Pueblo del hielo nunca habéis sido capaces de hacer negocios. ¡Mira a tu padre! Está satisfecho con Elistrand. Hubiéramos tenido Graastensholm y Lindealléen si él no hubiera sido un estúpido y hubiera insistido en que pertenecían a parientes lejanos de Suecia. ¡Personas que nunca están aquí!

Tora miró con ojos soñadores por la ventana, hacia Graastensholm, que era un poco más magnífica que Elistrand.

—La tía Ingrid aún vive allí —respondió Elisabet, aprovechando la oportunidad para esconder la peluca horrible detrás de la cesta de leña.

—Esa vieja bruja —susurró Tora, sin prestar atención. Esa era una verdad que Elisabet no podía negar.

—Su hijo, el tío Daniel, planea vivir allí cuando se retire y ya no trabaje más.

—Nunca se mudará aquí; está mucho mejor en Suecia —dijo su madre, confiada—. Graastensholm estará vacío cuando Ingrid muera. Si es que alguna vez lo hace. Porque parece que se aferrará a la vida con tenacidad como el abuelo de Ulf, Ulvhedin.

Elisabet miró con tristeza en dirección a Graastensholm. Parecía que ya podía oír el viento silbando a través de las ventanas sin cristales, y con las torres derrumbadas. Sería terrible, pero eso no podía estar pasando; ya era bastante malo que personas ajenas a la familia pudieran alquilar Lindealléen.

—El tío Daniel terminará aquí, en Noruega. Si él no se muda aquí, sus hijos lo harán.

Tora solo resopló.

—¡Vosotros los del Pueblo del hielo nunca habéis sido prudentes! No importa, gracias a Dios tú no eres como Ingrid o Ulvhedin.

—¿Quieres decir que no soy una de las malditas? —Elisabet sonrió—. ¡Habría sido divertido!

—Por suerte, esa abominación parece haber quedado en el pasado. Nadie en la familia ha estado maldito, ni en la generación de tu padre ni en la tuya.

—Olvidas que hubo uno en la generación de papá. El que llamaban Mar, a quien nunca hemos visto. Y también la joven Shira era una elegida, ¿verdad?

—No creo en esas cosas —respondió Tora, obstinada—. ¡En Siberia y en Dios solo sabe qué más!

—Shira vino aquí una vez cuando papá era niño —protestó Elisabet—. Y el medio hermano de Shira, Örjan, visitó luego a Mar y a Shira cuando viajó a Siberia. —Elisabet reflexionó un instante—. Tienes razón, mamá. No hay ninguno afectado por la maldición en mi generación. Ni yo, ni el hijo de Örjan, ni los dos hijos de Daniel. ¡Ninguno! Papá y la tía Ingrid creen que Shira puede llevarse el crédito de ello, porque es probable que anulara la maldición de la familia cuando encontró el agua limpia de la fuente.

—La verdad, espero que tengas razón —balbuceó Tora. Ya había olvidado que no creía en la historia alocada sobre la caminata mágica de Shira.

Aunque solía quejarse con frecuencia de su familia, de que fueran parte del Pueblo del hielo, Tora idolatraba a Ulf y a Elisabet. Le resultaba muy difícil demostrar su amor como correspondía porque era una persona muy diferente y la habían criado de modo distinto.

Los pensamientos de Tora llegaron a un área de horror y vergüenza. Acusaba a el Pueblo del hielo de no tener los pies en la tierra, pero ella vivía con el miedo constante de que descubrieran que permitía que la llamaran por el título «margravina» en su propia comarca. Moriría de vergüenza si su esposo y su hija lo supieran.

Elisabet se sobresaltó.

—¡Mira, mamá! ¡El viejo labriego viene corriendo desde el río!

Tora abrió de inmediato la ventana.

—¿Qué ocurre, Nils?

El campesino se detuvo, tambaleándose por el agotamiento. Pasaron unos segundos antes de que pudiera responder con voz débil.

—¡Mi hijo se ha caído al río! Lograron... sacarlo del agua, pero está muy herido. El señor me ha dicho que le pidiera a usted que le llevara aguja e hilo.

—Enseguida voy —respondió Elisabet sin vacilar—. Busca un caballo y sígueme para que podamos trasladarlo a casa. Yo ensillaré mi caballo y llevaré el botiquín.

—Usarás una montura lateral —advirtió Tora—. Y cubre con algo tu cabello enmarañado. ¡Allí hay hombres! ¡Brutos y rudos balseros!

—¡Tonterías! —gritó Elisabet mientras iba hacia la puerta—. Esto es de vida o muerte.

La mayor parte del famoso tesoro de hierbas y medicinas del Pueblo del hielo estaba con Ingrid en Graastensholm. Pero Elistrand tenía su propia colección, que Elisabet buscó de inmediato.

El labriego ya había desaparecido en el establo y ella corrió tras él. Un segundo después, Tora vio que su hija cabalgaba a toda velocidad.

La madre abrió de nuevo la ventana.

—¡Elisabet! —gritó, atónita—. ¡No montes a horcajadas! ¡Y sin montura! ¡Elisabet! Elisa...

Su voz resignada desapareció.

—La fiesta —murmuró Tora, hablando sola—. ¡Por fin teníamos la oportunidad de casarla con un siervo civil! ¡Quizás incluso con un miembro del clero!

Y ahora, ¡un miserable leñador podría estropearlo!

***

El padre de Elisabet, Ulf Paladin —hijo de Jon y nieto de Ulvhedin— era confiado, robusto, con callos en las manos y de un rostro amplio y jovial. Había estado junto al río todo el día, impartiendo orden en la madera del río que se había atascado como un corcho. Estaba con Vemund Tark, quien le había llevado la madera y estaba más interesado en ese tipo de trabajo en el exterior que en estar sentado en una oficina de la ciudad recaudando dinero. Todos los jornaleros luchaban contra los troncos que atascaban la corriente. El río que fluía a través de la comarca de Graastensholm no era grande, pero cumplía su función y les regalaba un espacio para la pesca, la silvicultura y los aserraderos. Los leñadores intercambiaban gritos por encima del ruidoso chapoteo; la lengua que usaban contenía algunos tacos, pero sabían lo que hacían. Bueno, al menos la mayoría lo sabía...

—El hijo de Nil es un tonto atrevido —dijo Ulf—. Si sigue así, va a pasar algo malo.

Vemund asintió. Era una joya de hombre que se movía rápido con cierta inquietud. Tenía perfil noble y su personalidad reflejaba algo reprimido, herido y vulnerable. Su boca era fuerte y sensible a la vez; su cabello rubio oscuro, grueso y rizado, así como su tez revelaban que era un hombre de campo.

Estaban sentados en un saliente, vigilando la madera mientras se secaban al sol sus prendas y botas mojadas, porque ellos también habían participado del trabajo en el río.

—Cuando ayer conocí a tu hermano, me sorprendí mucho —dijo Ulf con su habitual buen carácter—. No son nada parecidos.

—No —dijo Vemund, pensativo—. Mi hermano menor está en una situación difícil. Una vida como esta lo intimida, pero él sabe que no heredará ni el negocio ni la propiedad. Todo será para mí, como indica la ley. He sugerido que se haga cargo de al menos alguna parte, pero se niega. ¡Nada de caridad, gracias! ¡Mi hermano menor es tan orgulloso y testarudo!

Ulf observó pensativo a Vemund Tark por el rabillo del ojo.

—Oh, bueno. Tú también tienes particularidades. No quieres vivir en Leknes.

—Eso es diferente —dijo Vemund con firmeza—. No pertenezco a los círculos aristocráticos.

—Hubiera pensado que encajarías a la perfección —respondió Ulf mirando el perfil del noble—. Con prendas diferentes a las que luces ahora, claro, y con el cabello empolvado. Por cierto, ¿tu hermano se llama Lillebror? Es como si se llamara «hermanito», ¿no?

—No, se llama Arnold, que también es el nombre de mi padre; por eso siempre le han llamado Lillebror. Creo que todos, incluso él mismo, han olvidado que tiene otro nombre.

Ulf sonrió.

—Pues no es precisamente pequeño, como indica ese apodo. ¡Es todo un hombre atractivo!

—Creo que las chicas van a estar de acuerdo contigo. Ahora tiene veintitrés, dos menos que yo, y está desperdiciando su vida; lo único que hace es estar en casa con nuestros padres. Suelo pensar que una propiedad o un negocio que le permita casarse sería su salvación. Algo de lo que ser responsable. Verás, es inteligente, pero ahora mismo, está estancado. No, ¡no toquéis esos troncos! —gritó Vemund Tark hacia el río—. ¡La vais a liar!

Los leñadores se dieron cuenta de que la advertencia tenía sentido y comenzaron a aflojar el atasco de troncos desde el otro lado.

—Tenemos un problema similar en casa —dijo Ulf, sonriendo con astucia—. Tenemos una sola hija y ¡no debe casarse con el heredero de una propiedad o de un terreno porque sería un desastre! Ella heredará Elistrand, nuestro hogar, y probablemente también dos granjas más de la comarca.

—¿Te refieres a Graastensholm? —preguntó Vemund con discreción. Ulf asintió.

—La solución es que ella encuentre el hijo de un granjero, que sea buena persona y que no sea heredero.

—Ya veo. Hay muchos de esos. Los hermanos menores... A veces, desearía ser uno de ellos. Pueden escoger su profesión, su curso de vida. Trabajar arduamente para convertirse en alguien. No como ahora, que estoy obligado a hacerme cargo de un negocio ya establecido y una propiedad que no quiero tener.

Ahora Ulf Paladin comprendía por qué Vemund Tark prefería estar fuera, trabajando con sus manos. Por la sensación de haber logrado algo.

—Es imposible hallar un buen partido en las granjas de Leknes —protestó—. Y con semejante herencia ...

—No es una herencia —lo interrumpió Vemund—. La compraron hace quince años.

—¿Tus padres? ¡Vaya, no lo sabía! Con razón pensaba que tenías un poco de acento extranjero al hablar. ¿De dónde vienes?

Vemund Tark se puso de pie.

—¡Cuidado con lo que hacéis! —gritó—. ¡Cielos!

—Ese era el hijo de Nils, Edvin —dijo Ulf, poniéndose de pie rápido—. ¡Vamos!

Corrieron hasta la orilla. Sin vacilar, Vemund saltó al agua helada. Con ayuda de sus amigos, el joven Edvin, que había quedado atascado entre los troncos al caer, había logrado liberarse y ahora flotaba inconsciente en la corriente, lejos del alcance de los ganchos largos de la balsa.

El viejo Nils apenas gimió como respuesta a los gritos.

—No te preocupes, Nils. Tark lo ha sujetado bien —dijo Ulf Paladin.

—¡Qué de sangre! ¡El río entero está rojo!

—Todo va a salir bien. Corre a casa y busca el botiquín. Pídeselo a mi esposa.

—¿Y si él ya está...?

—No está muerto. ¡Mira! Acaba de extender el brazo. El agua helada lo ha reanimado. Por favor, date prisa; los demás ya vienen; lo van a traer a la orilla.

El anciano salió corriendo tan rápido como pudo.

Un poco más lejos, en la orilla, fueron ayudando a salir del agua a todos los hombres, empapados. Era prioritario ayudarlos; el atasco de troncos tendría que esperar.

Edvin, el joven arrogante que había jurado que era tan buen leñador como los más experimentados, ahora se le veía bastante patético. Le sangraba un corte profundo en su muslo y parecía que tenía un brazo roto.

—Su padre ha ido corriendo en busca del botiquín —explicó Ulf—. Mientras tanto, debemos intentar detener la hemorragia. ¿Qué hacías allí, Edvin? Te lo dije, ¿no? Te dije que esto no era un juego para principiantes.

—¡Me muero! —gritó Edvin—. ¡Me muero!

—No es cierto. Pero es probable que te duela un tiempo.

Por suerte, era un día caluroso y los hombres se secaron al sol mientras intentaban ayudar al herido, lo cual no era nada fácil porque Edvin gritaba y no soportaba que nadie lo tocara.

Vemund Tark alzó la vista.

—Al fin, allí viene una criada. Cabalga como alma que lleva el diablo.

Ulf miró el sendero.

—No es una criada, es mi hija —dijo, cortante. Vemund abrió los ojos de par en par al ver a la chica que avanzaba a toda velocidad por el sendero. Tenía una melena sin empolvar que ondeaba a sus espaldas, estaba montada a horcajadas y sus muslos quedaban expuestos cuando el viento alzaba su falda. ¿De verdad era la señorita de la casa?

—Lo siento —susurró—. Me equivoqué.

—Elisabet hace lo que le da la gana —respondió Ulf, sonriendo—, por mucho que desespere a su madre. Pero es una chica honesta y decente con moral impecable.

—Sin duda es buena jinete para cabalgar sin montura o arnés —dijo Vemund.

Elisabet desmontó de un salto antes siquiera de haber llegado a donde estaban Ulf y Vemund y corrió el último trecho. Cayó de rodillas frente a Edvin, que estaba pálido, e inspeccionó las heridas.

—Parece que también se ha roto el brazo —informó su padre.

Elisabet observó el brazo y dijo:

—No, solo se ha dislocado el hombro. Un segundo... ¡Sujétalo aquí fuerte, papá! —Ella colocó el hombro en su sitio de una sola sacudida. Edvin gritó como un loco y luego se desmayó.

—¡Vaya! —exclamó Vemund, conmocionado. Nunca había visto a una mujer actuar con tanta determinación—. Pareces muy capaz —le dijo a Elisabet.

Ella ni siquiera se molestó en mirarlo.

—Mi bisabuelo, Ulvhedin, me enseñó y luego mi tía Ingrid. Cuando ella muera me convertiré en la heredera del tesoro sagrado del Pueblo del hielo, porque no hay parientes malditos ni elegidos tras ellos dos.

Vemund miró con curiosidad a Ulf, pero él no tenía tiempo de explicárselo.

—Quitadle los pantalones —ordenó Elisabet.

El grupo de hombres que estaba de pie formando un círculo alrededor de ellos resoplaron, perplejos: ninguno se atrevía a obedecer la orden.

—Tal vez no es una buena idea que una dama... —comenzó a decir Vemund.

—No seas estúpido —siseó Elisabet con impaciencia—. ¿Se trata de la vida del chico o de mi virtud? Te aseguro que está bajo mi control.

—Elisabet ha presenciado muchas cosas peores que esta —explicó Ulf, casi arrepentido, mientras le quitaba los pantalones a Edvin—. Su gran sueño es convertirse en doctora, lo cual es imposible, claro, porque un día heredará la propiedad. Mientras tanto, se aburre mucho. ¿No es así, Elisabet?

—Solo quiero hacer algo que merezca la pena —respondió ella sin alzar la vista del largo corte en el muslo de Edvin—. Ser una hija en casa, en una propiedad con dos padres muy eficientes y con tantos sirvientes es aburrido e inútil. Coloca una mano aquí y aprieta —le ordenó a Vemund—. ¡Presiona los bordes de la herida y júntalos! —Él obedeció sin decir ni una palabra.

Elisabet observó con más detenimiento las manos del joven. Eran bonitas a simple vista. Grandes, fuertes, con callos causados por el trabajo al sol y el duro clima, pero también tenía dedos largos, fibrosos y delicados.

Finalmente, Elisabet se permitió alzar la vista hacia el dueño de esas manos. De inmediato, supo que no era un leñador o uno de los jornaleros de la zona. Los intensos ojos azules que miraban con atención los suyos le indicaron que pertenecían a una persona culta de buena crianza. Esa boca era muy atractiva. Elisabet se quedó fascinada por las firme y masculinas líneas del muchacho. Observaba un rostro claramente aristocrático. Debía ser el famoso Vemund Tark que su madre mencionó.

¿Qué escondían esos ojos? ¿Qué clase de abismo intimidante existía en la consciencia de ese hombre? ¿Cómo era posible que hubiera tanta amargura en un rostro tan joven?

Elisabet no era una de los malditos ni de los elegidos. Era una chica normal, pero sin duda alguna, era una del Pueblo del hielo. Quizás se parecía más a Cecilie y Villemo, o tal vez a Ingrid en su juventud. Pero Elisabet poseía una timidez inesperada, algo que no ocurría en las demás.

Estaba confundida porque Vemund Tark la observaba con tanta intensidad que tuvo que apartar la vista. Sin darse cuenta, había bajado la camisa de Edvin que apenas cubrían las partes más íntimas del chico.

—Tengo que coser la herida —susurró ella—. Está inconsciente.

Un médico moderno hubiera llorado al ver el primitivo cosido de Elisabet y la falta de higiene, pero los hombres estaban muy impresionados. Varios tuvieron que apartar la mirada cuando ella clavó la aguja en la piel de Edvin.

Vemund no dijo ni una palabra, pero la expresión con la que miró a Ulf Paladin decía mucho.

El dolor despertó a Edvin, por lo que tres hombres tuvieron que sujetarlo hasta que Elisabet terminó el trabajo. El viejo Nils lloraba y le suplicaba perdón a Dios porque estaban lastimando a su creación. Él creía que Elisabet era muy insensible y despiadada. Por fin, ella se puso de pie y quitó el polvo de su falda. Llevaron a Edvin y a sus gemidos hasta un carro que su padre había traído; Elisabet asintió y esbozó una sonrisa nerviosa. No montó de nuevo su caballo sin montura, sino que subió al carro con Edvin. Vemund avanzó, vacilante, para ayudarla a subir al carro y a colocarse en un lateral. Elisabet no se atrevió a mirarlo de nuevo a los ojos porque sería pedirle demasiado a su franqueza. El caballo suelto siguió al carro.

Ulf observaba la escena con gran desconcierto. Había visto un lado completamente nuevo de su alegre e intrépida hija.

Vemund Tark se detuvo de pie a su lado.

—Iré un momento a tu casa cuando termines aquí. ¿Te parece bien?

—Claro —respondió Ulf, sin pensar.

***

Como siempre hacía cuando llegaba a casa, Ulf subió las escaleras. Llamó a la puerta y lo hicieron pasar. Ulvhedin, su abuelo, estaba sentado en una silla, erguido, mirando a través de la ventana. Los padres de Ulf, Jon y Bronja, habían fallecido y su abuela Elisa también, pero Ulvhedin aún vivía. Tenía noventa y seis años, pero no se le veía frágil.

—¿Qué ha pasado con el atasco de troncos? —preguntó el anciano. Siempre estaba al tanto de lo que sucedía.

—Al final, pudimos resolverlo —suspiró Ulf. Estaba satisfecho con lo que habían logrado.

—¿Quién se ha herido?

Ulf no estaba nada sorprendido de que su abuelo ya lo supiera.

—El hijo de Nils, Edvin. Elisabet fue muy eficiente. —Narró los sucesos y luego tomó asiento en una banco después de haber encendido su larga pipa.

—Sí, es una chica estupenda —respondió Ulvhedin.

Ulf no habló sobre la nueva Elisabet, delicada y femenina. Solo dijo:

—Al final, ella es una mezcla. Una chica normal con todo lo bueno de los malditos.

—Es verdad. Me alegra que la llamaras así, en honor a mi Elisa.

El nieto suspiró profundo y se puso de pie.

—Estamos muy felices de que Shira lograra terminar con la pesadilla que ha perturbado a nuestra familia durante tanto tiempo. Es bueno saber que no nacerán más niños malditos, y que no habrá ninguna otra criatura como yo en la próxima generación.

Ulvhedin miró por la ventana. Luego, dijo en voz baja:

—Dientes de dragón.

—¿Qué dices, abuelo?

Ulvhedin volvió su rostro horrible, pero querido por todos, hacia Ulf.

—Dan, el padre de Daniel, que sabe mucho, me contó sobre un héroe griego legendario que mató a un dragón y sembró sus dientes...

—Sí. Y luego unos guerreros armados brotaron de la tierra, ¿verdad?

—Exacto. Lo mismo sucede con la maldición del Pueblo del hielo. Destrúyela... y aparecerán nuevos miembros afectados por ella.

—¿Crees que la hazaña de Shira no fue suficiente?

El anciano no respondió.

—Pero Elisabet seguro que es...

—No hay nada malo con Elisabet.

Ulf frunció las cejas.

—Örjan tiene un hijo, el joven Arv, de quien están inmensamente orgullosos en Escania. Es un chico de ojos azules, muy agradable. Daniel tiene dos hijos: un varón, Sölve, y una niña, Ingela. Los hemos visto a los dos. Tienen ojos castaños y son muy alegres, no hay rastro de una maldición terrible en ellos.

—Es cierto. No hay nada malo en esos cuatro. Sin embargo, Ulf... ya han sembrado los dientes del dragón.

Ulf miró con curiosidad a su abuelo. Luego, respiró despacio por la nariz y salió de la habitación. Estaba preocupado por Ulvhedin. Sería mejor para el anciano poder quedarse con Ingrid en Graastensholm, pero Tora no lo permitiría. Consideraba que era su deber cuidar al abuelo de su esposo: si parecía que ella no lo cuidaba, ¿qué pensarían los vecinos?

Tora molestaba al anciano con su actitud de sabelotodo mientras que, a su vez, protestaba sobre el martirio que era para ella tener que lidiar con él. Con razón el vivaz Ulvhedin solía estar en su cuarto, donde no entorpecía el camino de nadie.

***

Vemund Tark llegó al atardecer vestido con las mismas prendas húmedas que había llevado al río. Saludó a las damas con educación. Tora no estaba muy impresionada. La mayoría de los Tark eran encantadores, pero ese muchacho fornido, Vemund, no era uno de ellos.

Elisabet lo observó con admiración poco disimulada. Era un hombre que encajaba con sus gustos: caballero, elegante, pero con un aura salvaje y cruda a su alrededor.

Se preguntaban cuál sería el motivo de su visita. Vemund fue rápido al punto.

—Señora Paladin... Ulf. Durante una semana, he buscado a una mujer que pueda ayudarme con mi doble y desquiciado dilema. Tengo una pariente que necesita cuidado constante. No puede estar sola. La mujer que la ha cuidado hasta ahora ha muerto y no sé qué hacer. La joven señorita Elisabet aquí presente quiere una ocupación más significativa que pasar el rato en esta propiedad. Además, sabe mucho de medicina. En cuanto al otro asunto...

Elisabet contuvo el aliento. ¿A qué rayos iba?

—Ulf, dijiste que tu hija necesitaba casarse con el hermano menor de una familia; alguien que no estuviera atado a una casa o a un negocio familiar; alguien que pueda vivir aquí con ella en este pueblo —prosiguió Vemund Tark—. Si tu hija acepta este puesto con mi... pariente hasta que encuentre otra persona que la asista, tendrá tiempo de conocer a su futuro esposo de un modo natural y quizás llegaría a gustarle. La señorita Elisabet parece una mujer tenaz, capaz de lidiar con situaciones inesperadas.

Respiró hondo y luego añadió:

—Señora Paladin... Ulf... En nombre de mi hermano, le pido la mano de su hija...

Capítulo dos

Todos los presentes en la sala quedaron mudos después de la sorprendente petición de Vemund Tark. El ruido del exterior interrumpía la quietud: las respuestas descaradas de las criadas a los jornaleros; el mugido de un ternero desde una dependencia; el crujido de las ruedas de un carruaje en el patio.

Elisabet sabía que no tenía permitido decir ni una palabra. Hacerlo no solo insultaría a Vemund Tark, quien había hecho la propuesta, sino también a sus padres, quienes siempre decidían respecto al matrimonio de una hija. Antes, había tenido más libertades, pero su madre siempre había rechazado a los pretendientes que no eran muy serios.

Por fin, Ulf murmuró:

—Bueno, vaya.

La señora Tora había pasado la tarde quejándose de que no llegarían a tiempo para la primera gala de noche en Cristiania y se negaba a la sugerencia de su esposo de que lo mejor sería partir la mañana siguiente y luego disfrutar del resto de la temporada. Ella insistía en sentirse ofendida y rechazada. Ahora, sin embargo, había olvidado por completo la velada en Cristiania. Miró a su hija con una sonrisa radiante.

—Elisabet —susurró—. Imagínate ser miembro de la familia Tark, una de las familias más prominentes de la congregación.

Elisabet ya no podía callar por más tiempo. Miró a Vemund y con voz clara y fría preguntó:

—¿Qué opina su hermano de todo esto?

—¿Mi hermano menor? Creo que le gustará mucho. Es precisamente la clase de mujer que él necesita y él sería de gran ayuda en su futuro, en particular en lo económico. Entiendo que ahora mismo los terratenientes como ustedes pagan impuestos altos. Es más, creo que él no tendrá objeción alguna ante la apariencia de su futura esposa.

—Gracias —fue la respuesta cortante de Elisabet—. Dijiste que me darán tiempo para conocerlo y para que me guste. Eso es muy magnánimo de su parte. Así él también podrá conocerme a mí, para bien o para mal, ¿verdad? Porque la opinión de él también cuenta, ¿no?

—¡Ya, ya, Elisabet! No uses ese tono —la reprendió su madre.

—Me parece justo —dijo Vemund Tark con calma.

Al oír el tono subyacente en su voz, todos se dieron cuenta de lo dolida que estaba Elisabet.

—Admito que me encantaría cuidar de su pariente enferma. Suena como una ocupación significativa para una hija inútil. Aunque tenemos un hombre de noventa y seis años en la granja, mi bisabuelo Ulvhedin se cuida solo. Sin embargo, ¡no aceptaré un regateo! Sugiero que mis padres me den permiso de cuidar a su pariente. Y después tendremos que esperar y ver qué pasa. Si su hermano y yo nos gustamos, hablaremos sobre la otra oferta más adelante. Por ahora, no la aceptaré ni la rechazaré.

—¡Elisabet! —exclamó su madre, atónita—. ¡Una jovencita no pone condiciones! ¡Podrías hacer una reverencia y decir gracias, por favor!

Finalmente, Ulf recobró la compostura.

—La sugerencia de Elisabet es muy prudente. ¿Qué opinas, Vemund?

Él asintió antes de responder.

—Parece una buena solución. Imaginaba que sería un matrimonio por conveniencia, que es lo más usual. Sin embargo, debería haber sabido que Elisabet es demasiado individualista para que la muevan como si fuera una pieza de ajedrez.

La sonrisa de Vemund era alegre y sarcástica a la vez, pero luego continuó hablando en un tono más serio:

—Debe entender que no cualquiera puede cuidar de mi pariente; debo tener extrema cautela al escoger a la persona adecuada. Requerirá tacto, inteligencia, compasión, discreción y destreza medicinal. La mujer que la cuidó algunos años no era particularmente apropiada para el trabajo, pero no encontré a nadie mejor. Ahora mismo, la cuida alguien que es inútil. Señorita Elisabet: nunca la ofendería ofreciéndole un trabajo ordinario que pueda realizar cualquier enfermera. De hecho, la tarea es bastante complicada.

—En otras palabras, ¿la oferta de trabajo es un halago?

—¡Sin duda!

—Entonces lo aceptaré como tal.

—Elisabet, estoy atónita —dijo la señora Tora—. Creí que te había criado para ser más humilde. ¡Ve de inmediato a tu habitación!

Elisabet buscó apoyo moral en su padre, pero él no quería contradecir a su esposa en presencia de una visita. Ulf estaba confundido y preocupado porque su única hija estaría a punto de irse de casa.

Elisabet protestó porque la habían enviado a su cuarto.

—Le prometí a la tía Ingrid que iría lo antes posible. ¿Es que tengo que romper mi promesa?

—Claro que no —dijo Tora, irritada—. Pero sabes que no me gusta que la visites. Ingrid puede enseñarte muchas cosas que no necesitas aprender.

Vemund Tark parecía bastante sorprendido. Ulf sonrió con ironía.

—Nuestra tía Ingrid es una vieja bruja.

—Es exactamente eso —replicó Tora, nerviosa—. ¿Quién fue la que logró que dos de nuestras vacas perdieran a sus terneros?

—Sin duda ella no —murmuró Ulf. Ya había discutido sobre el tema muchas veces, pero él no quería volver a discutirlo con su esposa.

—Ahora despídete y dale las gracias al señor Tark —ordenó Tora, como si hablara con una niña de ocho años—. Dile gracias por su oferta maravillosa. Puedes retirarte. Hablaremos sobre tu futuro cuando no estés presente.

Elisabet se aproximó con educación a Vemund y extendió la mano.

—Gracias —susurró mientras hacia una reverencia. La timidez irritante que aparecía cuando menos lo deseaba evitó que ella lo mirara apenas un instante, pero el tiempo le alcanzó para notar la expresión inescrutable en el rostro fascinante del chico. Luego, Elisabet salió de la habitación.

***