La chica culpable - Patricia Gibney - E-Book

La chica culpable E-Book

Patricia Gibney

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Beschreibung

Un trepidante caso que pondrá a prueba las habilidades de la inspectora Parker Lucy es una joven de diecisiete años y, aprovechando que sus padres están de viaje, celebra una fiesta multitudinaria en su casa. A la mañana siguiente, la mujer de la limpieza acude a primera hora y descubre el cuerpo de Lucy. La inspectora Lottie Parker llega a la escena y debe abrirse paso entre los cristales rotos y las salpicaduras de sangre. Pronto descubre que, horas antes de su muerte, Lucy había revelado un terrible secreto sobre Hannah, una compañera de instituto con la que no se llevaba bien. Y cuando Lottie encuentra una toalla manchada de sangre escondida en la mochila de Hannah, no tiene más remedio que detener a la tímida y asustada joven. Pero pronto otro adolescente que también había asistido ala fiesta aparece muerto, y entonces Lottie descubre que su propio hijo, Sean, también estuvo allí. ¿Es inocente, culpable o, peor aún, la próxima víctima? El nuevo fenómeno del thriller internacional Más de dos millones de ejemplares vendidos Best seller del Wall Street Journal y del USA Today

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La chica culpable

Patricia Gibney

Libro 11 de la inspectora Lottie Parker

Traducción de Luz Achával para Principal Noir

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Carta de la autora

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos

La chica culpable

V.1: octubre de 2023

Título original: The Guilty Girl

© Patricia Gibney, 2022

© de la traducción, Luz Achával Barral, 2023

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2023

Todos los derechos reservados.

Publicado mediante acuerdo con Rights People, Londres.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Marijs Jan | ViChizh | Shutterstock

Corrección: Lola Ortiz

Publicado por Principal de los Libros

C/ Roger de Flor, n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10

08013, Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-18216-71-8

THEMA: FFP

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

La chica culpable

Un trepidante caso que pondrá a prueba las habilidades de la inspectora Parker

Lucy es una joven de diecisiete años y, aprovechando que sus padres están de viaje, celebra una fiesta multitudinaria en su casa. A la mañana siguiente, la mujer de la limpieza acude a primera hora y descubre el cuerpo de Lucy.

La inspectora Lottie Parker llega a la escena y debe abrirse paso entre los cristales rotos y las salpicaduras de sangre. Pronto descubre que, horas antes de su muerte, Lucy había revelado un terrible secreto sobre Hannah, una compañera de instituto con la que no se llevaba bien. Y cuando Lottie encuentra una toalla manchada de sangre escondida en la mochila de Hannah, no tiene más remedio que detener a la tímida y asustada joven. Pero pronto otro adolescente que también había asistido a la fiesta aparece muerto, y entonces Lottie descubre que su propio hijo, Sean, también estuvo allí. ¿Es inocente, culpable o, peor aún, la próxima víctima?

«Con más de dos millones de ejemplares vendidos, Gibney es uno de los mayores fenómenos literarios del año.»

The Times

El nuevo fenómeno del thriller internacional

Más de dos millones de ejemplares vendidos

Best seller del Wall Street Journal y del USA Today

Para Jo Kelly y Antoinette Hegarty

Prólogo

Cada vez que un puñetazo caía sobre la piel de él, ella se encogía y trataba de no mirar. Pero no podía evitar espiar entre los dedos. Gruesas líneas rojas dejaban constancia de la paliza que estaba recibiendo. Parecía especialmente violenta, y ella no estaba segura de poder aguantarlo mucho más.

No era una pelea callejera. Era un combate de boxeo, con sus reglas, tiempos, técnicos y su entrenador; sin embargo, era brutal. Si así eran los entrenamientos, ¿hasta dónde estaría dispuesto a llegar en un combate real en el que se jugara el título de campeón?

Rodeó despacio el perímetro del elevado ring. Fijó los ojos en el suelo y, en lugar de mirar, escuchó. El sonido del juego de pies podría haber rivalizado con cualquier coreografía de Riverdance. El sudor flotaba en el aire como una suave neblina matutina. Bufidos y jadeos creaban un idioma sin palabras, como si los contrincantes estuvieran enfrascados en una conversación silenciosa. Y luego estaban los golpes y puñetazos intermitentes. Los gemidos y el sonido de pies resbalando, intentando no caer, tratando de evitar golpearse contra el suelo porque si lo hacían, quizá ya no volverían a levantarse. Era fundamental no caer o empezaría la cuenta. Eso sería desastroso. Lo sabía.

Aunque ella era joven, sentía como si llevara toda la vida alrededor de aquel deporte, aunque nunca había entendido qué atractivo tenía. Pero si a él le hacía feliz, no se lo discutiría.

Al llegar al fondo de la sala, se dejó caer con pesadez en un banco y esperó, echando alguna que otra mirada a los boxeadores en el ring.

Hacían piruetas, se tambaleaban, se agachaban y se lanzaban sin que ninguno de los dos se rindiera o se diera por vencido. Uno estaba destinado a morir en cuestión de semanas, pero ella, mientras esperaba, todavía no lo sabía. Ignoraba que sus acciones ya habían puesto en marcha los trágicos eventos y que aún le quedaba un inocente error por cometer, un error que acabaría en muerte.

Tal vez, si hubiera estado más atenta a los peligros del pequeño rincón del mundo en el que vivía, habría podido detener la serie de acontecimientos que estaban a punto de desencadenarse. Pero no estaba al tanto de ellos, así que no podría cambiar el destino.

El precario equilibrio que sostenía el mazo de cartas se quebraría y, al desmoronarse, pocas podrían escapar de los efectos colaterales, y mucho menos ella.

Así que siguió allí, sentada, ajena a todo, observando y esperando.

Capítulo 1

Faltaba poco para las cuatro de la madrugada y Sean Parker no había dormido nada. Quizá era la sidra caliente que había bebido en la fiesta. Las dudas le asaltaron la cabeza, no recordaba haber traído de vuelta a casa su nueva chaqueta de cuero. ¿Era ese el motivo por el que no conseguía dormir?

Dio un par de vueltas por el dormitorio buscándola; la ansiedad se apoderó de su estómago cuando se puso de rodillas y miró bajo la cama. Un par de calcetines sucios enrollados y una zapatilla. También polvo. Nada más. Recorrió la habitación con la mirada. Sobre su silla de gamer estaba el mando nuevo y la segunda zapatilla. El escritorio estaba abarrotado, pero la chaqueta no estaba allí. 

Tendría que volver.

Después de ponerse unos vaqueros y una sudadera limpia, se calzó las zapatillas en los pies desnudos y bajó deprisa las escaleras. En la cocina se sirvió un vaso de agua fría y se quedó frente a la ventana observando la oscuridad del exterior. La chaqueta había sido un regalo de su madre, «uno bien caro, así que no vuelvas a casa sin ella», le recordaba a menudo. Pero ahora había vuelto sin ella. Ni siquiera había pensado en la chaqueta durante la fiesta, por el calor que había hecho.

No salía a menudo y para una vez que lo hacía, había perdido la chaqueta. No, perdido no, se la había olvidado. Tenía que estar en casa de Lucy.

Le esperaba una caminata de más de un kilómetro y medio por la carretera rural, una vez recorrido el camino que llegaba a su casa. La casa que, por ahora, llamaban hogar. Al parecer, Farranstown House había sido propiedad de la familia de su madre desde hacía décadas y, ahora, ellos básicamente se encargaban de cuidar el viejo edificio lleno de corrientes de aire hasta que el tío Leo tomara una decisión sobre este. Si su madre montaba en cólera por lo de la chaqueta, Sean la podría amenazar con irse a vivir con Leo a Nueva York. Eso aplacaría su ira.

Encendió la linterna del móvil y se puso en marcha. Quizá Lucy seguía de fiesta, y si no, llamaría a la puerta hasta echarla abajo. Prefería mil veces enfrentarse a Lucy cabreada que a su madre furiosa.

Las luces de un coche aparecieron sobre la cresta de una estrecha colina y Sean se apartó a la cuneta para evitar que lo atropellara. El conductor iba tan rápido que ni siquiera lo había visto. Sean se quedó mirando las luces rojas traseras mientras el coche desaparecía. Creyó reconocerlo. Un Fiat pequeño. ¿No había llegado un chico a la fiesta en él? El mismo chico que había estado sirviendo el alcohol. Quizá la fiesta acababa de terminar y la puerta aún estaría abierta, ni siquiera tendría que molestar a Lucy. ¡Sí!

Siguió caminando y pensó en cómo la distancia parecía mucho mayor en la oscuridad. Tenía que subir la colina, bajarla, caminar unos cientos de metros y llegaría. Escuchó el suave zumbido de unas ruedas y vio que una bicicleta con una luz débil se acercaba. Solo era un crío, nadie que él conociera.

—¿Y tú qué miras? —le gritó el niño al pasar y desapareció de su vista antes de que Sean pudiera replicarle.

Al fin vio la luz que se derramaba de la casa de Lucy McAllister. Pese a que la casa estaba tan iluminada como un árbol de Navidad, todo estaba en silencio. La fiesta había terminado.

Subió con esfuerzo por el camino de grava, pateando guijarros mientras decidía cuál era la mejor manera de abordar la situación. No quería quedar como un crío diciéndole a Lucy que se había olvidado su chaqueta de cuero buena y que su madre iba a matarlo. Tenía que pensar en una mentira apropiada.

La puerta principal estaba abierta y la luz del interior destacaba en la oscuridad. Pronto el cielo reluciría con los tonos rosados del amanecer, pero aún faltaban unas cuantas horas. Sopesó qué hacer. Entraría corriendo, encontraría la chaqueta y se marcharía antes de que nadie lo viera. Era el mejor plan. Animado por su decisión, se adentró en la casa.

Se detuvo y observó los restos de la fiesta que cubrían la alfombra. Aquel no era su problema, sin embargo, tampoco veía ningún abrigo en el recibidor. Echó un vistazo rápido en la cocina al final del pasillo. Vasos y botellas se amontonaban sobre las encimeras de mármol. Ni rastro de su chaqueta. Retrocedió y entró en el salón.

Boquiabierto, contempló la escena. Pese a haber visto el desorden de la cocina, no estaba preparado para la destrucción del salón. Las puertas del patio colgaban abiertas, una de ellas tenía el cristal roto. Sillas volcadas y…

Unos escalofríos sacudieron su cuerpo y fue incapaz de detener los espasmos. Era como si todo su esqueleto quisiera liberarse de la barrera de músculo y carne. Frente a él, la pared y el suelo estaban salpicados de sangre. ¿Qué demonios había ocurrido allí?

Un sonido que provenía del piso de arriba rompió el silencio mortal. Sean apartó los ojos de la sangre y levantó la vista al techo. Unos pasos descendían por las escaleras. ¿Era la persona herida o la causante de la sangre derramada? Se puso en movimiento y huyó por la puerta, la más cercana a donde había estado pinchando el DJ. Se movió tan deprisa que casi se cayó de cabeza al tropezar con un cable enredado en el suelo.

De regreso a la cocina, escuchó voces amortiguadas en el salón. Alguien dejó escapar un grito. Luego, silencio. Esperó un minuto entero antes de atreverse a mirar. El salón estaba vacío.

Miró las botellas y los vasos desechables desperdigados por la cocina, las bolsas negras de basura llenas a reventar, y se dio cuenta de que allí el suelo también estaba manchado de sangre. ¿Qué había pasado? Quizá debería largarse, pero había heredado el olfato de su madre para los problemas, así que se obligó a cruzar otra puerta y subir por las escaleras de cemento que llevaban del lavadero al piso superior.

Con cuidado de no pisar las manchas de sangre (estaba asustado, pero no era estúpido), se encontró en un descansillo enmoquetado. El olor a sangre era tan fuerte como palpable era el silencio.

Avanzó sin hacer ruido por el descansillo siguiendo el rastro hasta el dormitorio. Las sábanas de la cama estaban revueltas, como si alguien hubiera tirado de ellas, arrastrándolas hacia el suelo. Al otro lado, se encontró cara a cara con el horror que esperaba no ver, aunque inconscientemente sabía que sería terrible.

El cuerpo yacía en el suelo, con los brazos estirados, las piernas cruzadas y la ropa hecha jirones. Tenía muchas heridas, pero la del cuello era sin duda la más perturbadora en medio de aquel mar de sangre.

Se le revolvió el estómago. Una arcada le subió por la garganta. Se cubrió la boca con la mano y sacudió la cabeza sin poder creerlo, como si ese gesto pudiera librarlo de la visión del cuerpo roto en el suelo. Aquello no podía estar pasando. Retrocedió hasta salir de la habitación antes de darse cuenta de que tal vez debería comprobar si seguía con vida.

Se preparó inspirando con profundidad fuera de la habitación antes de volver a entrar y, aunque era consciente de que las zapatillas podían dejar huellas sobre la suave moqueta si no iba con cuidado, tenía que saber si necesitaba una ambulancia. Le invadió una arcada mientras apoyaba vacilante los dedos sobre la muñeca, buscando el pulso, sabiendo que no lo encontraría, pero esperanzado a la vez.

No había pulso. No había esperanza.

El miedo le atenazó el corazón y se le erizó el vello de la piel. Aquello no era un juego de la PlayStation. Estaba delante de sus ojos y no había nada que pudiera hacer. No había forma de reiniciar la partida. Ninguna opción de volver a empezar. Ninguna vida extra. Aquello era la realidad.

Recordó las voces que había oído hacía unos minutos. ¿Y si los asesinos seguían aquí?

No pensaba quedarse para averiguarlo. Tomó una decisión, acertada o no (probablemente no), y salió de nuevo al rellano. Se dio la vuelta y bajó corriendo las escaleras. Antes de marcharse, echó un vistazo al salón profanado, como si esperara ver aparecer de repente su chaqueta. Pero no la vio. Un saco de dormir y unos cuantos cojines era todo lo que había alrededor del sofá. No podía volver a entrar allí. El terror era demasiado real.

Huyó por la puerta principal. Podía llamar a la policía de forma anónima, ¿verdad? Pero primero tenía que alejarse, antes de que el asesino viniera a por él.

Capítulo 2

Nueve horas antes

Esa noche, la noche fatídica, Jake Flood, de quince años, estaba convencido de que iba a superar todas sus dificultades y convertirse en alguien, en alguien importante. Alguien a quien tener en cuenta. Un héroe. Sí, quería ser el héroe de todos, pero, sobre todo, quería ganar dinero.

Lo primero en su lista era convertirse en campeón olímpico. Se veía sobre un podio, con una reluciente medalla de oro al cuello y, tras él, la bandera irlandesa ondeando por la brisa. Todos decían que se le daba bien correr, y él sabía que tenía resistencia. Sin ir más lejos, la semana pasada había escapado corriendo de la policía, ¡y eso que ellos iban en bici! Qué divertido había sido aquello. Nada podía evitar que Jake Flood se convirtiera en cualquier cosa que quisiera ser. ¡Era el mejor! O eso pensaba.

Se levantó la camiseta negra, la que había pertenecido a su padre, esa con la foto de los Blizzards que estaba agrietada de tanto usarla, esa misma, y se echó desodorante en los sobacos. Se asombró de los resultados que estaba consiguiendo en los abdominales. Para Jake, las noches en el gimnasio no eran en vano. Los campeonatos de boxeo de Leinster eran la semana que viene, y, aunque le daban igual, no quería cabrear a su entrenador, Barney. Barney lo había animado a entrar en la competición de pesos ligeros para menores de dieciséis años. Jake sabía que no le costaría ganar; cuando se proponía algo, podía hacer lo que fuera. La pregunta era: ¿iba a tomarse la molestia? Quizá una vez, pero no más. Cierto, quería ser boxeador olímpico, pero también quería ganar dinero. 

Se metió la camiseta por dentro de los vaqueros negros desteñidos con las rodillas rotas (había utilizado un cuchillo de cocina para cortarlos, aunque este estaba desafilado que te cagas) y decidió que prefería dejarla caer sobre el cinturón. Unas Converse negras con cordones de un blanco impecable completaban su outfit. Aquel era el look al que aspiraba: es decir, el de tío guay, como la peña de YouTube. La peña que ganaba un montón de pasta.

Se pasó la mano por el pelo negro y alisó algunos mechones sueltos alrededor de la oreja izquierda que se le habían escapado al echarse la gomina. También se había afeitado el pelo sobre la oreja derecha. Allí, frente al espejo, se lanzó un guiño con uno de los ojos verdes.—Listo para petarlo.

—Jake, pareces un gótico —dijo una voz desde la puerta.

—Pírate, Shaz. —Sacudió la cabeza despacio. ¿Por qué tenía que romper el hechizo que había conjurado para sí mismo? Sharon era la realidad de la que constantemente trataba de escapar. Reprimió el impulso de decirle a su hermana de diez años, la persona más molesta del mundo, que cerrara la boca y se largara, porque la verdad es que no podía verla llorar.

Con un suspiro, dio la espalda al espejo y la pilló colgada y columpiándose del picaporte.

—Vas a romperlo, Shaz.

—No es verdad.

—Te digo que sí.

—Me da igual. ¿A dónde vas?

—Por ahí.

—¿Puedo ir contigo?

—Por el amor de Dios, enana, deberías estar en la cama.

—Bah. —Sharon puso los ojos en blanco, como le había visto hacer miles de veces a él, y se tiró de las perneras del pijama de Disney demasiado corto que le habían regalado la Navidad pasada. Había crecido como mínimo quince centímetros desde entonces. Su hermanita crecía demasiado deprisa, y eso le daba miedo.

—Jake, sabes que a mamá le va a dar un patatús si no estás en casa cuando vuelva.

Se suponía que tenía que hacer de canguro. ¿Cómo iba a convertirse en alguien con Shaz y mamá reteniéndolo? «Basta». Nada de aquello era culpa de Shaz. Realmente, debería quedarse en casa, pero no podía perderse la aventura de esa noche. Era el momento de ser amable con la persona más irritante del mundo.

—Tengo una idea, Shaz, te traeré una bolsa de patatas fritas, pero con la condición de que te vayas a la cama y te quedes ahí. No puedes decirle a mamá que he salido. ¿Lo prometes?

Con un mechón de pelo negro en la boca, lo miró entrecerrando los ojos.

—Quizá no se lo diga si también me traes unos nuggets de pollo.

—Hecho.

—¡Sí! —Se acercó corriendo y lo abrazó antes de salir por la puerta y meterse en su habitación.

En la cocina, Jake vio sobre la mesa la llave del viejo Fiat Punto de su madre. Aquella tarde había ido caminando al trabajo, quejándose de que no podía gastar dinero en aparcamiento.

El chico alargó la mano y se detuvo.

«No, Jake, no lo hagas».

Pero ¿por qué no?

Se imaginó la cara de asombro de sus amigos si aparecía en el cochecito azul. No importaba que fuera una cafetera, todavía andaba.

Se mordió el labio y echó un vistazo sobre su espalda. Shaz estaba en su cuarto. Devolvería el coche antes de que su madre volviera a casa. Nadie lo sabría, ¡y sería muy emocionante ir motorizado!

—No le abras la puerta a nadie, Shaz. Hasta luego.

Cogió la llave y cerró el puño a su alrededor. Aquella noche sería el rey de su mundo. El hecho de que solo hubiera conducido el coche una vez, junto al lago, cuando su madre se lo había prestado, no lo perturbaba. Aprendía rápido. Aun así, esperaba ser capaz de recordar qué pedales pisar.

—No te olvides de los nuggets —le llegó el grito de Sharon amortiguado por la puerta.

—No me olvidaré —gritó el chico y cerró de un portazo al salir.

Capítulo 3

Las había pasado canutas para engancharse la última extensión en el pelo, pero Hannah Byrne quería añadirle un toque extra de volumen. No necesitaba longitud, ya que su melena rubia le acariciaba la curva de la espalda, justo por encima del cinturón de su ajustada minifalda negra.

Lucy daba una fiesta para celebrar el final de los exámenes, y Hannah sabía que tenía suerte de que la hubiera invitado. Las fiestas de Lucy McAllister eran legendarias en Ragmullin. Conseguir una invitación significaba que eras alguien. Eso preocupaba a Hannah, puesto que sentía que no era nadie.

Había llegado a casa de Lucy muy emocionada y hecha un flan. Lucy la había recibido con un abrazo, aunque sin rozarse las mejillas. Hannah sintió una oleada de felicidad al instante. Estaba siendo aceptada en un mundo nuevo.

Ivy, la mejor amiga de Lucy, había imitado el abrazo.

—Puaj, ¿qué perfume llevas? —Hizo un sonido de asco.

—Es el de mi madre. Una botellita blanca, no sé cómo se llama. —Era barato, y Hannah sintió que se le encogía el estómago cuando le recordaron lo mal que olía. Miró a Lucy, que le devolvió una sonrisa dulce.

—Probablemente, Anaïs no sé qué —dijo.

—Es superantiguo. —Ivy se enroscó un mechón de pelo negro en el dedo.

—Estamos en el piso de arriba —dijo Lucy, echándose el largo cabello oscuro sobre el hombro mientras guiaba la marcha—. No te preocupes por no llevar la ropa adecuada para la fiesta. Puedo dejarte algo.

—No hace falta, he traído algo para cambiarme —dijo Hannah mirando sus vaqueros mugrientos y la camiseta vieja. Hasta sus zapatillas eran un asco.

—Si lo que has traído se parece al perfume, cariño, vas a tener que ponerte algo mío. Venga, puedes cambiarte en una de las habitaciones de invitados.

Mientras Hannah se desvestía, Lucy e Ivy entraron de golpe.

Ivy arrugó la nariz.

—¿No llevas la ropa interior conjuntada? Qué cutre. ¿Tienes un sostén que le quede bien, Lucy?

—¿Estás loca? No pienso dejar que esa tabla de planchar se acerque a mis sujetadores —resopló Lucy a la vez que reprimía una carcajada.

—No hace falta. —Hannah estaba a punto de llorar—. Nadie me va a ver la ropa interior. —¿Cómo podían ser tan crueles?

—Si tú lo dices —comentó Lucy y le pasó una falda y una camiseta—. Puedes quedártelas, no las quiero. Se me han quedado pequeñas, pero puedes embutirte en ellas. Seguro que la camiseta acaba entrando. —Dicho eso, Ivy y ella se echaron a reír y salieron corriendo de la habitación.

Hannah se quedó mirando con tristeza su reflejo en el espejo de cuerpo entero, trataba de no preguntarse por qué Lucy estaba siendo tan cruel con ella después de haberla invitado. ¿Era ese su propósito? ¿No era demasiado tarde ya para una amistad, ahora que todos irían a diferentes universidades en otoño? Pese a sentirse humillada, era demasiado blanda; así que juró no dejar que el comportamiento de Lucy e Ivy le aguara el entusiasmo por la fiesta. No por ahora, al menos.

Se había desnudado para probarse la ropa de Lucy y habría jurado que había alguien riéndose en el pasillo. Se volvió, en bragas, con los brazos cruzados sobre su desnudez y vio que la puerta estaba entreabierta. Cogió su camiseta con rapidez y, sujetándosela contra el pecho, se acercó sigilosamente y miró hacia fuera, justo cuando la puerta del dormitorio de Lucy se cerraba de golpe y las risitas aumentaban hasta convertirse en estrepitosas carcajadas.

«No puedo llorar», se advirtió a sí misma. Había tardado siglos en maquillarse, así que se tragó las lágrimas y se vistió.

Giró sobre sí misma para asegurarse de que la minifalda le cubriera las bragas. Tal vez Lucy le había dado ropa demasiado pequeña a propósito. Esperaba que no, pero tenía la sensación de que las otras chicas se reían a su costa.

Se acomodó sus tetas planas en la camiseta negra con cuello halter, adornada con una hilera de lentejuelas brillantes en el dobladillo, y tuvo que admitir que era demasiado ajustada. ¡Debía de ser de cuando Lucy tenía diez años! Pese a todo, la minifalda hacía resaltar su punto fuerte: sus piernas. Las piernas que la convertían en la atleta más rápida del instituto.

Resultaba extraño prepararse en casa de Lucy, pero era la única forma de poder llevar tanto maquillaje y de poder vestirse tan ligera. Si su madre la viera, le daría un patatús. «No cometas los mismos errores que yo», le diría, y Hannah haría una mueca al escuchar la puya en las palabras que no había dicho. Lo que en realidad quería decir era «no te quedes preñada a los diecisiete, como yo». Eso hacía que Hannah se sintiera aún menos deseada de lo que ya se sentía.

Notó una presión en el pecho. Las notas. Los exámenes habían sido difíciles, pero esperaba haber conseguido suficientes puntos para la carrera que había escogido, ciencias del deporte. La ambición la motivaba, no quería pasar ni un solo día más de lo necesario en el piso de una habitación que compartía con su madre y su hermano pequeño. Iba a escapar de Ragmullin.

Una pizca de inquietud la hizo detenerse. Oyó más risitas provenientes de la habitación contigua. Las otras chicas bebían con pajita vodka que habían mezclado en botellas de cristal de Coca-Cola. Hannah tenía experiencia de sobra en lidiar con gente que bebía, concretamente con su madre. Quizá esa era la razón por la que ella misma no bebía.

Espantó la sensación de que no la querían allí, se sacudió el pelo y admiró su volumen. Estaba estupendo, ¡así que a la mierda Lucy e Ivy!

Enderezó los hombros y salió del dormitorio emocionada.

Aunque su confianza se estuviera desmoronando, Hannah Byrne estaba decidida a interpretar su papel.

* * *

Lucy McAllister, de diecisiete años, supo que estaba muy borracha antes de que su pie tocara siquiera el último escalón de las escaleras. Era popular, pero esa noche tenía que estar alerta, ya que iba a ser una fiesta apoteósica. La mejor que había dado jamás. Sus fiestas eran las más comentadas antes y, lo más importante, después de que se hubieran celebrado. Todo el mundo hablaría de esta como poco hasta Navidad. Soltó una risita, pisó el suelo con sus sandalias plateadas de tacón alto y se subió un poco el vestido blanco con brillos para mostrar un muslo esbelto. Sabía cómo hacer una entrada triunfal.

—¡Ja! Has conseguido bajar las escaleras de una pieza, Lucy.

—¡Cormac O’Flaherty! Creía que el zoo estaba cerrado. ¿Quién te ha dejado entrar?

Lucy no había invitado al pelirrojo y pecoso de Cormac. Giró la cabeza hacia la puerta. Noel Glennon, su profesor de Educación Física, estaba allí. Había accedido a vigilar la entrada esa noche, ya que a menudo trabajaba de portero en las discotecas del pueblo. Lucy lo interrogó con la mirada y él se encogió de hombros. Por supuesto que había pensado que Cormac era uno de sus amigos, puesto que no aparentaba más de veinte años.

—La puerta estaba abierta. —Cormac se encogió de hombros y derramó un poco de la bebida que contenía el vaso de plástico en la mano. Una mancha transparente apareció en la moqueta color crema y el chico la limpió con la punta de su zapatilla negra.

—Eres un capullo. Considérate afortunado de que no sea tinto, o me aseguraría de que te arrodillaras para limpiarlo.

No podía asegurarlo, pero le pareció que la llamaba puta entre dientes. Aquello estaba yendo demasiado lejos. Debería decirle que se marchara, pero le gustaba tener a alguien a quien ridiculizar.

—Mira quién habla —dijo apartándose de Cormac, que estaba boquiabierto, mientras sus amigas la seguían como una procesión de vírgenes vestales. Sonrió con malicia. No había vírgenes en su grupo. A menos que contaras a Hannah Byrne, pero nadie contaba a la penosa de Hannah. Pese a ello, Hannah era parte de su brillante plan para aquella noche. ¡La noche de la fiesta inolvidable!

Hizo su gran aparición en el amplio salón al son de los hurras de los chicos y las exclamaciones celosas de las chicas; Lucy se asombró del poder que poseía. Debía de haber ya veinticinco adolescentes allí, dando vueltas, riendo y bebiendo. Y más tarde llegarían más. Cuanta más gente para presenciar su gran demostración, mejor. No importaba si estaban invitados o no. Solo necesitaba hacerlo bien.

—¿No debería haber música? —dijo Hannah.

—Pues claro. Richie acaba de prepararlo todo —dijo Lucy. Miró a Richie Harrison, el DJ que había contratado por recomendación de Noel Glennon. Estaba de pie detrás de su equipo en el rincón opuesto de la habitación. Lucy le hizo un gesto de saludo con la cabeza, lo que obligó al DJ a devolverle la sonrisa mientras ponía a todo volumen un tema viejo de Avicii. La fiesta había empezado.

—Creo que está demasiado fuerte —dijo Hannah.

—Oh, por el amor de Dios. —Lucy puso su expresión más feroz y se volvió hacia la chica—. Si vuelves a quejarte, Hannah Byrne, yo misma te acompañaré a la puerta. —Al ver el dolor en los ojos de Hannah, suspiró—. Es una fiesta, la música tiene que estar alta. Sé una buena chica y sírvete una copa, una bien cargadita. Y trae una para mí también. Después búscate un novio.

Observó a Hannah abrirse camino a codazos a través de la multitud y por un instante sintió envidia de sus piernas largas y esbeltas. Piernas de atleta. ¿Por qué no tenía las pantorrillas gordas y musculosas si era tan buena corredora? Tal vez haberle dado la minifalda ajustada había sido un error, la hacía parecer incluso más alta. Lucy se consoló pensando que el plan de la noche acabaría con la inocencia de su rostro.

—¿Por qué la has invitado? —le gritó Ivy al oído. Su mejor amiga de siempre.

Lucy se encogió de hombros. Ivy no estaba al tanto de todo, por mucho que creyera que sí.

—Vamos al jardín. Tengo una mesa preparada con copas. Si tenemos suerte, tardará horas en encontrarnos.

Echó hacia atrás su reluciente melena color ébano y cruzó la sala contoneándose como Kim Kardashian, luciendo ante sus invitados su sonrisa perfecta de cinco mil euros. Todo era tan emocionante, pensó, mareada por todo el vodka puro que ya había tomado.

Aquella sería la noche de su vida.

Capítulo 4

Una burbuja de rabia subió por el estómago de Hannah, creció hacia arriba y se acomodó en su pecho como un remolino. No era estúpida, sabía que la estaban menospreciando, excluyendo y riéndose a su costa. En ese breve intercambio, Lucy había mostrado un desprecio absoluto hacia ella. Era evidente que no la querían allí.

Reprimió el dolor y se abrió paso como pudo hasta la mesa donde un chaval con cara de aburrimiento y vestido con una camiseta negra desteñida servía el alcohol. Le tendió una botella de sidra. Parecía demasiado joven para tener edad de beber, menos aún de servir alcohol.

Hannah negó con la cabeza.

—¿Me pones una Coca-Cola?

—¿Qué has dicho? —El chico se acercó y Hannah notó el olor a desodorante barato de la tienda de todo a una libra. Era falso, tan repugnante como su propio perfume.

Le ofreció una sonrisa al darse cuenta de que estaba tan fuera de lugar entre esa gente como ella.

Un poco más alto, dijo:

—Una Coca-Cola o un agua, por favor.

El chico sonrió. Era mono, a pesar de tener los incisivos montados y llevar demasiada gomina en el pelo negro. Apenas le llegaba al hombro.

—Solo hay alcohol. Ni siquiera hay tónica para la ginebra. Supongo que Lucy quiere que todo el mundo pille un coma etílico.

—Quiere que todos digan que esta ha sido la mejor fiesta del mundo, y ni siquiera es una suposición, es la verdad.

—No creo que la gente vaya a recordar gran cosa.

Había algo en los ojos del chico. Algo hipnótico, concluyó Hannah. En aquel momento, se sentía sola y a la vez no.

—¿Cómo te llamas?

—No importa. Solo estoy aquí para repartir las bebidas y las pastis.

—¿El qué? —Le costaba entenderlo con la música tan alta.

—Qué pringada —dijo él y metió la mano en el bolsillo. Le mostró la parte superior de una bolsa de plástico que estaba repleta de pastillas.

—¡Oh! —Hannah retrocedió.

—Vuelve más tarde si quieres una. —El chico guardó la bolsa de nuevo y se volvió para darle una botella de sidra al siguiente de la fila.

Hannah se alegró de que no le hubiera insistido porque estaba lo suficientemente malhumorada como para tomarse una. Se apartó y se apoyó contra la pared, se preguntó si podría marcharse ahora sin que nadie se diera cuenta. Coger la mochila del piso de arriba y pedir un taxi. Podría desaparecer en la noche y rezar para no volver a ver a Lucy McAllister jamás. La chica era una falsa. ¿Por qué había confiado en ella? Ahora se alegraba de haber acabado el instituto y de que le esperara la universidad. Si obtenía la nota suficiente, iría al Instituto de Tecnología de Athlone. Por supuesto, Lucy había escogido Trinity. «Solo la flor y nata consigue entrar a Trinity», le encantaba recordarle a todo el mundo cuando tenía la oportunidad.

¿En qué estaba pensando Hannah yendo a su fiesta?

Mala idea.

* * *

Cormac O’Flaherty todavía se sentía dolido por los insultos que Lucy le había lanzado. Necesitaba hablar con ella. La encontró fuera con su grupito, junto a una silla de huevo colgante y una gran mesa de mimbre repleta de botellas. El jardín estaba rodeado de farolillos con velitas, que acentuaban el ambiente festivo.

—Cormac, eres como una sanguijuela —dijo Lucy—. ¿Te lo han dicho alguna vez?

Él le dedicó una sonrisa torcida.

—Solo tú, Lucy.

Sus amigas rieron y dieron unos sorbos a sus cervezas light.

—Esta te la voy a regalar, Cormac: no me gustan las sanguijuelas —escupió Lucy en la calurosa noche—. Son viscosas, se te pegan a la piel y te chupan la sangre. Así que hazme un favor y vete a tomar por culo. Que le cortes el césped a mi padre no te da derecho a estar aquí. ¿Me oyes? No te quiero aquí.

Cormac retrocedió ante las palabras de Lucy y se rascó el supurante acné de la frente. Lucy no lo había tratado así la última vez que habían hablado, así que ¿por qué era tan capulla ahora? Probablemente, porque tenía público.

Observó cómo la chica se volvía hacia el aquelarre que se apiñaba a su alrededor, mientras sus hombros se sacudían por la risa. Apretó los puños con tanta fuerza que rompió el vaso de plástico y pensó en cuánto le gustaría golpearla.

Al regresar al interior de la casa vio a una de las amigas de Lucy apoyada contra la pared. Era diferente al grupo. La había visto bajar las escaleras detrás de Lucy, pero nunca habría adivinado que Hannah Byrne era una grupi. Aunque, ¿qué sabía él?

—Eres Hannah Byrne, ¿verdad? —Todavía cabreado por el ataque de Lucy, se apoyó contra la pared junto a ella.

—Diría que nunca hemos hablado, Cormac —contestó la chica—, así que ¿cómo sabes mi nombre?

Cormac tuvo que acercarse para hablar por encima del ruido disfrazado de música. La chica no se apartó de él. Le gustaba su olor, suave y aromático.

—Conozco a mucha gente —dijo—. Tú también sabes cómo me llamo. ¿A qué se debe?

—Lucy te gritó en el recibidor, pero ya sabía quién eras. No tu nombre, solo de vista.

—¿Y dónde me has visto?

—Te encargas del jardín del instituto. También te he visto paseando por la ciudad.

Cormac sintió que se le encendía la cara.

—Ya, mucha gente me dice que me vaya a paseo. Incluida tu amiga Lucy.

—No es realmente mi amiga. Antes le ha faltado poco para decirme lo mismo, así que supongo que estamos en igualdad de condiciones.

—Tal vez podríamos «irnos a paseo» juntos. —Hizo comillas con los dedos y sonrió cuando Hannah se volvió a mirarlo. Dios, era preciosa.

—No creo que sea una buena idea —dijo ella en voz baja y él se acercó aún más.

—Dame una buena razón.

—Porque… me voy a casa. No bebo, y aquí solo hay alcohol y drogas.

—¿Drogas?

—Sí. Ese chaval que reparte las bebidas me ha enseñado una bolsa llena de pastillas.

—Ah, pasa de Jake Flood. Solo tiene quince años y es un capullo. ¿Quieres que llamemos a la poli para que hagan una redada? —Le dio un pequeño codazo y esbozó la que consideraba su mejor sonrisa.

Los suaves labios de Hannah se curvaron hacia arriba e iluminaron su rostro. El corazón le dio un vuelco en el pecho.

—Se me había pasado por la cabeza —rio ella—, pero supongo que sería la primera de la que sospecharía Lucy si llegara la policía. Paso de darle otro motivo para que me odie.

—Supongo que es una razón tan buena como cualquier otra. —Cormac señaló con la cabeza la mesa de las bebidas—. Como te he dicho, conozco a Jake.

—¿Eso es algo bueno o malo?

—No pensaba que fuera a vender drogas.

—Tal vez Lucy quiere que anime la fiesta.

—Oye, escucha, ¿quieres probar una? —le preguntó, e hizo una mueca cuando vio cómo Hannah abría los ojos, horrorizada. «Mierda», se arrepintió.

—Ni de coña —contestó ella.

La chica se apartó y Cormac sintió que el espacio entre ellos se expandía como si un ente físico se hubiera metido entre ellos.

—Lo siento, Hannah. No pretendía ofenderte. —Quería acercarse más, pero decidió cambiar de tema—. ¿Sabes?, también conozco a ese tío de ahí.

—¿El rubio alto y friki?

—Sí. Sean Parker. Su madre es poli.

—¿Poli? ¿En plan poli de verdad?

—Es inspectora. No sabía que a Sean le fuera este rollo.

—¿De qué lo conoces?

—Jugamos a videojuegos online.

—¿Qué tipo de juegos?

—Antes al FIFA, pero ahora lo que está de moda es la F1. También se le da bien, podría ser profesional. Hace streams en directo, puedes suscribirte en YouTube. Oye, ¿por qué no nos largamos de aquí y te cuento más? Podríamos pillar un café. Estoy seguro de que la cafetería Bean está abierta hasta tarde los viernes por la noche.

La observó mientras ella ojeaba su teléfono. ¿Miraba la hora o buscaba una manera de escapar?

—Hace unos minutos pensaba en pedir un taxi e irme a casa, pero ahora no creo que sea tan buena idea.

—En otras palabras, no quieres darle a Lucy McAllister la satisfacción de saber que te ha hecho daño.

Hannah sonrió.

—Algo así.

—Pues yo me voy a «paseo» contigo un rato, si te apetece.

—No veo por qué no.

Cormac se acercó más y una amplia sonrisa se iba extendiendo por su rostro. Quizá colarse en la fiesta de Lucy había sido un gran acierto.

Capítulo 5

La verdad es que la fiesta no era del estilo de Sean Parker; sin embargo, algunos de los chicos de su curso habían ido, con la intención de pillarse un pedo y ligarse a una chica. A Sean no le interesaban ninguna de las dos cosas, pero había cumplido diecisiete en abril y ni siquiera lo había celebrado. Cuando había mencionado el tema de la fiesta en casa de Lucy, había notado que su madre tenía la esperanza de que no fuera, por eso no le sorprendería que estuviera aparcada frente a la casa de Lucy esperando a verlo salir o llamar a la puerta a la una de la madrugada y llevárselo a casa.

Se abrió paso entre la multitud hacia la barra improvisada y vio a Cormac ligando con una chica.

—Hola, Sean —dijo Cormac—. No pensaba que te iría este rollo.

—Preferiría estar en mi cuarto jugando a la F1.

—Yo también.

«Gran error», pensó Sean mientras la rubia guapa se apartaba de Cormac.

—Hola, soy Sean. —Se presentó en un intento de salvar la situación.

—Hannah —respondió sin mover la cabeza.

—Encantado.

La chica lo miró y puso los ojos en blanco. Sean sintió que el rubor le subía por las mejillas. Se le daba tan mal como a Cormac, era torpe de remate.

—Os dejo hablando de videojuegos, par de frikis —dijo la chica—. Quiero ver quién más hay por aquí.

Sean no podía apartar los ojos de sus largas piernas mientras ella se abría paso a codazos a través de la multitud que bailaba. Era despampanante.

—Gracias, colega —dijo Cormac.

—¿Por qué?

—Por estropearme la noche. No sabía que vendrías.

—Estoy tratando de ganarle ventaja a mi madre.

—¿Sigue jodiendo como de costumbre?

—Algo así.

—¿Quieres una copa?

—Estoy bien así. —Sean se llevó la botella a los labios y sintió una arcada cuando la sidra le quemó la garganta—. Qué calor hace aquí.

—¿Qué?

Se estaba inclinando hacia Cormac para repetir sus palabras cuando se fijó en que el chico de la mesa de las bebidas los miraba.

—¿Quién es ese chaval?

—Jake. Hannah cree que es un camello.

Sean dio un paso atrás, chocó con alguien y sintió un chorro de líquido tibio empaparle la camiseta.

—¿Un camello? Eso no mola nada. Me piro antes de que alguien llame a la poli. Si mi madre se entera de que hay drogas en la fiesta, me hará picadillo.

—Espabila, Sean. Tiene que saber que cuando alguien da una fiesta en casa siempre hay drogas.

Sean se sintió avergonzado.

—Dudo que piense que Lucy McAllister es el tipo de chica que tendría drogas en su fiesta.

—Lucy es precisamente ese tipo de chica. Sus padres están en España, así que, si no hay moros en la costa… pues, ya me entiendes.

—¿Cómo sabes eso? —Sean sintió una punzada de pánico. Si su madre descubría que los padres de Lucy no estaban en casa, era hombre muerto. Castigado en su cuarto durante un mes, quizá todo el verano.

Cormac se dio unos golpecitos a un lado de la nariz. Sean bebió un sorbo de sidra tibia y valoró los daños causados en la preciosa casa de los McAllister.

—Mañana habrá mucho que limpiar —dijo. ¿Por qué había dicho eso? Sin duda, había llegado la hora de marcharse.

Cormac rio.

—¿Te imaginas a Lucy recorriendo la casa con la fregona y el cubo? Pagaría por verlo. No se rompería ni una uña por salvarle la vida a alguien, menos aún para levantar una fregona.

—Eso es cierto.

—Esto es un rollo. Guárdame el sitio, quiero ver qué me ofrece Jake.

Sean observó cómo Cormac regateaba con el chico de pelo oscuro detrás de la mesa. Apartó la mirada con rapidez mientras cerraban el trato. Quizá debería echar un vistazo fuera para ver si realmente su madre estaba esperándolo y lo llevaba a casa. El santuario de su habitación con sus cosas de gamer resultaba más tentador que una noche aguantando que le tiraran bebidas calientes encima y viendo a sus amigos colocarse.

Antes de que pudiera moverse, Cormac ya estaba de nuevo a su lado con una sonrisa nerviosa.

—Espero que sea de la buena, porque esta fiesta es una mierda.

Sean suspiró. ¿Cuándo iba a poder escaparse?

Más tarde, cuando iba hacia la puerta, vio a Hannah acercándose a él. Puede que fuera guapa, pero realmente necesitaba largarse de ahí. Aunque, por otro lado, ¡era muy guapa!

* * *

Lottie bostezó y cerró los ojos un momento antes de sacudirse para espabilarse. Era casi medianoche y esperaba que Sean se fuera pronto de la fiesta. La música era ensordecedora incluso con las ventanillas del coche cerradas. Los McAllister tenían suerte de no tener vecinos cerca, o las quejas habrían inundado la comisaría.

Dejó que los párpados se le volvieran a cerrar.

Un golpe en la ventanilla la hizo saltar y golpearse la rodilla contra el volante.

—¿Qué demonios? —Se relajó al ver el rostro sonriente de su hijo.

El chico rodeó el coche y se sentó en el asiento del copiloto.

—Sabía que estarías aquí. Gracias, mamá.

—¿No estás enfadado?

—Por una vez, me alegro. Habría sido imposible conseguir un taxi.

Lottie arrancó el motor, encendió las luces y dio marcha atrás hasta la carretera.

—¿Una fiesta aburrida?

—No es mi rollo.

La inspectora se alejó de la ruidosa casa.

—Se han pasado un poco con la música. Parece que hay un montón de gente dentro. Estoy segura de que la señora McAllister no se alegrará demasiado si la casa queda hecha pedazos. Diría que debe de estar dando vueltas limpiándolo todo con un plumero.

—No está en casa. Mierda. —Sean se tapó la boca con la mano.

—¿Qué? ¿Los adultos no están en casa?

—No voy a decir nada. Estoy cansado. ¿Puedes ir más rápido?

—No te habría dejado ir si hubiera sabido que iba a ser un desmadre.

—No pasa nada. Solo hay música y bebidas, gente celebrando que se han acabado los exámenes antes de que todo el mundo se vaya a la universidad. Sé que todavía me falta un año, pero a veces me gusta divertirme un poco, ¿sabes? Quizá deberías probarlo.

Las palabras de Sean le dolieron. Lottie se mordió la lengua para no responder. Sean tenía razón. Era una aburrida y no era capaz de recordar la última vez que se había divertido. Pero en aquel momento de su vida, camino de los cincuenta, imaginaba que era lo que cabía esperar.

—Solo espero que se estén comportando —dijo—, y que nadie salga herido.

—¿Por qué iba alguien a salir herido?

—He visto los resultados de fiestas locas. Créeme, Sean, las cosas pueden irse al traste demasiado rápido. ¿Hay drogas en la fiesta?

Su hijo permaneció callado.

Capítulo 6

Hannah vio a Cormac guardándose las pastillas en el bolsillo. Se acercó de forma apresurada a él.

—Es una hija de puta —dijo apretando los dientes—. Simple y llanamente.

—¿Qué te ha dicho?

La chica tecleó rabiosa en el móvil.

—Ha… No importa. He intentado hablar con ella sobre algo, pero me ha ignorado por completo.

—¿Qué quieres decir?

Hannah se tragó la rabia y dijo:

—¿Has visto al tío que está en la entrada haciendo de portero? Es mi entrenador de atletismo, Noel Glennon. También es el profesor de Educación Física en nuestro colegio. Solo quería saber qué hacía aquí.

—¿Te lo ha dicho?

—No, pero me parece raro y siniestro que un profe esté en una fiesta de adolescentes.

—Supongo que sí. ¿Y no te ha dicho por qué?

—No. A veces Lucy es insoportable.

—Pregúntaselo a él directamente, ya que lo conoces.

—Me da demasiada vergüenza. Debe de tener treinta o incluso cuarenta años. Está mal. Me da mal rollo. Me voy a casa.

—Espera, no te vayas todavía. Tengo un regalo para ti.

Hannah se quedó boquiabierta cuando abrió el puño y le mostró dos pastillas rosas.

—Tienes que relajarte un poco —le dijo—. Diviértete. Tómate una, solo una. No te arrepentirás.

Hannah no parecía convencida.

—Podrían tener matarratas.

—Ah, venga ya —insistió Cormac—. Eso solo pasa en las películas. Hay que vivir.

Hannah miró cómo cogía una de las pastillas y se la tragaba.

—Mira, no me sale espuma por la boca ni se me han saltado los ojos.

—No puedo —dijo ella, dudosa—. Necesito agua o algo.

—Pues ve a buscarla.

Se acercó a Jake.

—Eh, la chica que no bebe —dijo él—. He encontrado una botella de Coca-Cola en la cocina. —Sacó la botella de debajo de la mesa, la abrió y sirvió el refresco en un vaso de plástico.

Hannah lo cogió y volvió junto a Cormac.

—Esta noche es una mierda total.

—Prueba una. Hará que mejore.

¿De verdad iba a hacer eso? ¿Tomar drogas cuando estaba en contra de cualquier cosa que le hiciera perder el control?

—¿Estás seguro de que una no me hará daño?

—Que me caiga muerto aquí mismo. —Esbozó una gran sonrisa y abrió el puño.

Hannah miró la pastilla un momento y la cogió.

—Me la guardo para luego.

—Entonces, ¿te quedas?

—Un rato, quizá.

Se metió la pastilla en el bolsillo secreto de la falda. Vio que tenía una notificación en el móvil, tocó para abrirla y casi se le cayó el vaso de la otra mano.

—La voy a matar. Juro por Dios que voy a matar a esa hija de puta.

* * *

Lucy observaba a Hannah y Cormac al otro lado de las puertas del jardín y una sonrisa se formó despacio en su cara. Miró hacia Jake en el rincón y el chico levantó el pulgar. Richie, el DJ, le sonreía como el gato de Cheshire. Su largo pelo oscuro estaba recogido en un moño a la altura del cuello de su brillante camisa roja. Un collar de bolas de colores colgaba sobre su pecho. Parecía un hippy entrado en años, aunque suponía que no tenía más de treinta. Él le lanzó una mirada seductora, luego se lamió el dedo y lo sostuvo en alto. Ella soltó una risita y una sensación cálida le inundó el abdomen.

—Luego —gesticuló y se volvió para mirar a Hannah, que tenía la vista clavada en el móvil. La noche mejoraba por momentos, y estaba a punto de hacer que fuera espectacular. Revisó sus fotos recientes y se preparó para darle a «enviar».

Ivy se le acercó, tambaleándose.

—¿Puedes prestarme el móvil un segundo? Necesito sacarme un selfi. No encuentro el mío.

—Claro. —Lucy dio un sorbo a su bebida y observó cómo Hannah y ese chucho de Cormac se acercaban más.

Lo que estaba haciendo era cruel, pero era la única manera que conocía para llamar la atención.

Alguien tenía que sufrir para que se fijaran en ella.

* * *

El chaval de la bicicleta se apoyó contra un árbol. Había visto a Jake llegar antes en el coche azul y feo. Ahora Jake era el encargado principal de vender las pastillas y, aunque al principio le había costado decidirse, ahora estaba comprometido al cien por cien. A Jake Flood le gustaba el dinero.

¿Qué pensaría Sharon de su hermano mayor si supiera lo que hacía? El chico ahogó una risita con la mano. Todo el mundo suponía que Jake era puro como la nieve recién caída, pero él sabía la verdad.

Se acomodó bajo las ramas cargadas de hojas, donde estaba seguro de que nadie podría verlo. Iba a ser una noche larga. No quería meter la pata y tenía que asegurarse de que Jake tampoco. Ese era su trabajo: observar y pasar el informe. Y se le daba bien.

* * *

Observo a todos; tomo nota de todo a mi alrededor.

Nadie se fija nunca en mí por quien realmente soy cuando estoy transformado. Siempre ha sido así.

Podría encontrarme en medio de una habitación iluminada y nunca se fijarían en mí. Hubo un tiempo en que no me molestaba. Pero ahora, la falta de reconocimiento me resulta un ataque personal. Yo soy la razón de que ellos cumplan sus sueños de juventud. Me considero a mí mismo una urraca.

La urraca es una de las criaturas más inteligentes de la tierra. Dicen que se cuelan en las casas y roban objetos brillantes para forrar sus nidos. Verdad o no, se me da bien robar cosas. Como la inocencia de las jóvenes. La fiesta de esta noche está repleta de carne joven esperando ser violada.

Pero, primero, necesito saber qué está planeando Lucy McAllister.

Capítulo 7

Sharon estuvo dando vueltas en la cama hasta las 03:35 y, entonces, se levantó a buscar algo para beber. Frente a la habitación de su hermano, se fijó en que no salía luz por debajo de la puerta. Jake debía de estar dormido, y se sintió triste porque no le había traído los nuggets de pollo ni las patatas fritas.

Avanzó en silencio por el diminuto descansillo hasta el dormitorio principal. La puerta estaba entreabierta. Apretó la nariz contra la rendija en el marco, tratando de ver en la oscuridad. Las cortinas estaban descorridas y la cama sin deshacer. Su madre no había llegado a casa.

En el piso de abajo, la cocina estaba limpia y ordenada. Se sirvió un vaso de leche y se lo bebió junto al fregadero. Olía a algo podrido que provenía del desagüe. Dejó la leche, buscó en la alacena y encontró una botella de desinfectante sin abrir. Echó un buen chorro en el fregadero y aspiró el aroma floral, esperando que no fuera tóxico. Así es como su hermano llamaba a cualquiera que no le cayera bien.

«No hables con él, es tóxico». O a veces decía: «Aléjate corriendo de ella, es tóxica. No quieres tener gente tóxica en tu vida, Shaz».

No creía que su hermano lo supiera (esperaba que así fuera), pero ya había tenido contacto directo con gente muy desagradable. ¿La convertía eso en tóxica? ¿Era algo contagioso?

Se terminó la leche, enjuagó el vaso bajo el grifo y lo dejó en el fregadero. Se sentía un poco grogui por el olor a lavanda que subía del fregadero. Tal vez la ayudaría a dormir o eso esperaba, porque temblaba solo de pensar que su madre todavía no estaba en casa y que quizá la gente tóxica sabía dónde vivía.

Capítulo 8

Sábado

A Sarah Robson le gustaba limpiar casas a primera hora de la mañana, sobre todo en verano. Levantarse temprano significaba que podía disfrutar del aire fresco de la mañana y maravillarse al contemplar la neblina baja que flotaba sobre la ciudad a medida que salía el sol. El buen tiempo aliviaba su depresión.

Levantó la vista al cielo y supo que sería un buen día, aunque el pronóstico meteorológico prometía lluvia en la región central al anochecer.

Salió de casa con la radio del coche sonando a todo trapo con una canción de Niall Horan. Conocía a alguien que le había dado clase en el instituto y una vez había visto a su padre. Ese dato inútil la hizo sonreír mientras conducía.

Después de aparcar frente a la casa de los McAllister, que llevaba el pomposo nombre de Beaumont Court (qué aires de grandeza tenían algunos), sacó su cesta de limpieza y la aspiradora. Siempre llevaba su propia aspiradora a casa de los McAllister, porque la que tenían era una porquería inalámbrica que había que cargar a la media hora de usarla. La suya era una Nilfisk anticuada y un poco maltrecha. La había comprado de segunda mano, pero fueron los cincuenta euros mejor empleados de su vida.

Se enroscó el incómodo tubo en el brazo y se agachó a coger la cesta antes de detenerse. Sintió una corazonada, había algo fuera de lugar.

¿Era el silencio?

Beaumont Court se encontraba a más de dos kilómetros en las afueras de Ragmullin, sin vecinos cerca, y aquella mañana flotaba en el aire neblinoso un silencio sepulcral. Inexplicablemente, sintió que algo no iba bien.

Abandonó su equipo y avanzó hacia la gran puerta principal bajo el pórtico. En el escalón de la entrada encontró una caja llena de botellas de cerveza vacías. Los alféizares estaban repletos de vasos y más botellas también vacías. ¿Había dado Lucy una fiesta aprovechando que sus padres no estaban?

Empujó la pesada puerta de madera y se sorprendió al descubrir que no estaba cerrada; asomó la cabeza. Las luces seguían encendidas.

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? ¿Lucy?

No hubo respuesta, lo cual no era extraño, ya que apenas eran las siete de la mañana. Entró.

¡Madre mía, cómo estaba la alfombra!

Se le cayó el alma a los pies al pensar en lo que le costaría limpiarla. Veía una multitud de manchas y… ¿eso eran trozos de pizza pisoteados? De todos modos, ¿a quién se le ocurría poner una alfombra de pelo largo color crema en un recibidor, con pies todo el día pisándola? A veces la gente más rica tenía el cerebro más pobre.

—¿Lucy? ¿Dónde estás? —gritó desde el pie de la escalera, que se alzaba majestuosa en medio del amplio recibidor.

Sacudió la cabeza al ver los vidrios rotos esparcidos a sus pies, cristales hechos añicos reluciendo bajo la luz de la mañana que entraba a su espalda. Al avanzar, reconoció el pie de una copa de vino rota. Esperaba que no fuera el cristal de Waterford que ella se encargaba de limpiar y pulir una vez al mes, y que ahora le fueran a echar la culpa a ella de que estuviera roto. Avanzó hasta la puerta abierta a su derecha y entró en el gigantesco salón.

—Dios santísimo —gritó al ver la destrucción frente a sus ojos.

Lo primero que pensó fue: ¿qué diablos ha pasado aquí? Lo segundo, la cantidad de tiempo que tardaría en limpiar en profundidad y devolver la sala a su estado anterior. Y lo tercero que le vino a la mente se vio eclipsado en un instante, cuando sus ojos se posaron sobre lo que sospechosamente parecía sangre, en la pared del fondo y sobre la moqueta.

Se quedó petrificada donde estaba. ¿Quién había resultado herido? Los McAllister regresaban hoy de sus vacaciones. No obstante, Lucy debía de estar cerca, ¿verdad? El cristal de una de las puertas del patio estaba roto, y echó un vistazo al jardín. Botellas tiradas por todas partes y el césped estaba incluso más profanado.

Abrió la puerta de la cocina y vio las gotas de sangre que conducían a la escalera trasera. ¿Debería marcharse ahora y llamar a la policía o echar un vistazo? Si había alguien herido, tenía que comprobar si necesitaba ayuda. Pero ¿y si alguien había sido atacado y el agresor seguía en la casa?

—Cálmate y ve a mirar —se reprendió, y subió por la escalera de cemento.

Más gotitas rojas.

En el amplio rellano, abarrotado de puertas que conducían en todas las direcciones, siguió el rastro de sangre hacia uno de los dormitorios de invitados. Respiró con profundidad y entró.

La chica yacía en el suelo al otro lado de la cama. Tenía los brazos estirados y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Sarah no podía distinguir de qué color había sido el vestido que llevaba, porque ahora era rojo sangre. Con los ojos clavados en el corte abierto en el cuello, supo que no había nadie a quien salvar. La chica había sido brutalmente asesinada.

Fue entonces cuando, al fin, dejó salir el grito que había tratado de contener con todas sus fuerzas.

Gritó y gritó hasta tener la garganta en carne viva.

* * *

Sean estaba acurrucado en su cama, le dolían los ojos por la falta de sueño. ¿Por qué no había llamado a los servicios de emergencia cuando había visto el cuerpo? Porque era un cobarde, por eso. Además, no quería que su madre supiera que había vuelto a la casa en mitad de la noche.

Pero sabía por qué su miedo era real. Años atrás, ya había sufrido a manos de un demente. Ese bastardo asesino había matado al novio de su hermana Katie, y ella, entonces, ni siquiera sabía que estaba embarazada de Louis.

Ahora, imágenes de esa época terrible se proyectaban en su cerebro y temblaba de manera incontrolada. No, no podía decírselo a su madre. Aún no. Tenía que asimilar lo que había visto. Esperaba no haber dejado ninguna prueba, aunque sin duda lo había hecho. Pisadas en la alfombra, huellas en el cuerpo al comprobar si tenía pulso. Pruebas que no podían explicarse con el hecho de que hubiera asistido a la fiesta.

Estaba de mierda hasta el cuello.

Necesitaba tiempo para pensar, pero su cerebro estaba plagado con imágenes de la chica muerta y de su propia experiencia traumática en las garras de un asesino desquiciado.