La chica polaca - Malka Adler - E-Book

La chica polaca E-Book

Malka Adler

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Beschreibung

En mitad de la guerra que desgarró al mundo, una madre quiere un hijo y una hija necesita a una madre.  Invierno de 1939. Danusha y su familia se ven obligados a huir de su hogar cuando los nazis invaden Polonia. La madre de Danusha, Anna, se cambia el nombre y consigue un puesto como ama de llaves en la mansión de un médico alemán en Cracovia, en cuya cocina se reúnen altos cargos de la Gestapo. Su secreto es su salvación, pero lo que más recuerda Danusha es la soledad, con la única compañía de su hermanito y la niña del espejo. Todo lo que Anna siempre quiso fue un primogénito. Lo único que Danusha quería era una madre que la quisiera como a un primogénito. En lugar de eso, tuvo a una que podía mirar a un nazi directamente a los ojos, pero no a los ojos de su propia hija. Solo años más tarde, cuando sus vecinos se reúnen en el salón para escuchar las historias de Anna, Danusha se da cuenta por fin de que su madre nunca fue un frío mar desconocido, sino un cielo azotado por la tormenta, a veces brillante, a veces oscuro, y siempre velando por ella.  La chica polaca es una desgarradora e inolvidable novela histórica de la autora best seller internacional Malka Adler, perfecta para los seguidores de Antonio Iturbe y Edith Eger.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

La chica polaca

Título original: The Polish Girl

© 2022 Malka Adler

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por One More Chapter, una división de HarperCollinsPublishers Ltd., UK

© De la traducción del inglés, HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock

 

I.S.B.N.: 9788410021716

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Epílogo

Preguntas y respuestas a la autora

Agradecimientos

Preguntas para el grupo de lectura

Notas

 

 

 

 

 

 

Este libro está dedicado a mi marido, Dror,que siempre está ahí para mí

Prólogo

 

 

 

 

 

Lo más difícil de todo fue cuando los rusos entraron en Cracovia. Nos ocurrió al final de la guerra, después de que el doctor Helmutt Sopp se fuera de la casa. Se fue a vivir donde trabajaba, en el hospital en Cracovia. Mamá dijo que eso le convenía al profesor y que los antiguos tiempos de los nazis ya habían terminado, justo como una mala película. Mamá decía que Helmutt Sopp era profesor, pero, según su título, era solamente médico. Psiquiatra y oficial nazi en el ejército de Hitler, pero no profesor. Eso lo vi en las cartas que le envió a mamá después de la guerra, cuando vivíamos en Haifa. En los sobres que enviaba, se leía:

 

DOCTOR MED. HELMUTT SOPP

 

Aparte de eso, yo oí que la gente le decía «Herr Doktor» cuando todavía vivíamos con él. Fue nuestro gran salvador. Para mamá era el director y el responsable en Cracovia. Para mí era un buen hombre, alto y apuesto.

Mamá fue ama de llaves de la familia Sopp durante dos años. La contrataron con papeles especiales gestionados por Lydia, su hermana mayor. Conservó el nombre de Anna y solo cambió el apellido familiar a Kwiatkowski, un apellido polaco que podía salvar a los judíos de la muerte. Gracias a los papeles de Lydia y a que mamá trabajaba para la familia Sopp nos dieron una pequeña habitación donde podíamos vivir sin miedo al cruel destino que podría caer sobre nosotros cualquier día, a cualquier hora, año tras año.

Cuando nos enteramos de que los rusos de verdad se acercaban a Cracovia, comenzaron a llegar nuevas instrucciones al hogar de la familia Sopp en la ciudad. Toni, la mujer de Helmutt, y sus hijos, Peter y Ammon, partieron para Alemania, como se les indicó. Nosotros permanecimos en la casa con Helmutt Sopp durante otra semana o dos, y después, debido a la nueva situación, como decía mamá, Helmutt también dejó la casa y se fue a vivir al hospital.

Nos dejaron solos en la enorme y lujosa mansión, sin las fiestas habituales y sin la protección de Helmutt y Toni Sopp. Entonces, la radio anunció que la guerra había terminado.

Un día, era el mes de febrero, llegaron los dueños polacos. Esto ocurrió después de la liberación, cuando los rusos ya estaban en las calles de Cracovia, tumbados por ahí borrachos o bailando como locos el kazachok. Los dueños le dijeron a mamá que esa era su casa y que había papeles. Nos permitieron quedarnos hasta que pudiera hacer algunos arreglos. Mamá les dio las gracias y con los ojos nos hizo señas para que nos metiéramos en la habitación y permaneciéramos callados. Los nuevos dueños, un hombre, su mujer y una hija mayor que yo, enseguida ocuparon el ala de los propietarios; mamá, yo y mi hermano, que era poco más de un año menor que yo, desaparecimos en el cuarto de los sirvientes, pegado a la cocina.

Yo tenía ocho años, alcanzaba la manija de la puerta, era alta y delgada. Yashu tenía alrededor de siete años; mamá tenía cuarenta y era tan hermosa como siempre.

Un día, oí a la chica polaca preguntar a su padre:

—¿Cómo escribes «alemán»? ¿Con mayúscula o con minúscula?

—Escribimos los nombres de todas las naciones con mayúscula, hija —explicó él—, con excepción de los judíos. La palabra «judío» se escribe con minúsculas.

—Gracias, padre —dijo la chica educadamente, y continuó escribiendo en su cuaderno.

Recuerdo que en ese momento me di cuenta de que todas las naciones, absolutamente todas, eran mis enemigas, y que no importaba que la guerra hubiese terminado, como se decía por todas partes. Me dije a mí misma: «Bien, Danusha, otra vez no vales nada».

También me di cuenta de que había un mundo de muchas naciones y de que yo estaba del otro lado y tenía que permanecer escondida. Y, por encima de todo, entendí que a mi madre y a mí nos escribían con minúscula, que no contábamos.

Eso me hizo sentir mal. Esa vez me sentí desvalorizada a un nivel universal, y eso me llenó la nariz y me quemó la garganta. Ni siquiera el espejo que tanto me gustaba me ayudó a sentirme mejor. Yo era una niña muy callada y educada, de ojos azules y con el pelo del color del bronce; «qué adorable», decía la gente, con admiración. Seguía sintiéndome mal al lado de la nueva niña de la casa y no ayudaba que, a los seis años, yo ya pudiera leer en dos idiomas, y tampoco que Frau Von Dort, la maestra de piano en Bad Pyrmont, dijera que yo era muy musical.

Según recuerdo, todo comenzó en nuestra pequeña familia. Solo papá se alegró cuando nací, pero él desapareció cuando cumplí cinco años, y si mamá decidió que una niña no contaba, entonces eso era lo que nos importaba.

Una buena madre sueña con que su primogénito sea un hijo, no una hija. La mía creía que tendría un hijo primogénito que se vería como un oficial polaco privilegiado, como su familia antes de la guerra. Les decía a sus hermanas que su primer hijo sería muy alto y apuesto, no un Hassid, un estudioso, como su abuelo. Mamá quería un hijo que montara un caballo noble, como el que había visto en su sueño, aquel sobre el cual había susurrado a sus cuatro hermanas en la sala de estar. Aharon, su hermano menor, había desaparecido en la guerra. Pero ¿quién era el sexo fuerte en esos días?, ¿quién? Los hombres se ocultaban o se desvanecían en el humo o el viento, y las mujeres sobrevivían. ¿Quién había derrotado a mi madre? Nadie, ni a sus cuatro hermanas, que eran tan fuertes como el peñón de Gibraltar.

Yo fui la primogénita de un padre que era comerciante de Galitzia del Este[1], y no un abogado de Lodz, como el que se había casado con mi tía Franca, nieta de la abuela Rosa, que estaba mucho más feliz con el abogado de Lodz. La abuela Rosa en realidad no estaba muy contenta conmigo. Así es como me sentía cuando la visitaba en Cracovia y jugaba con mis primos. Sentía que ellos, los hijos del abogado de Lodz, eran los verdaderamente exitosos.

Cuando el dueño polaco le dijo a su hija que solo żyd se escribía con minúsculas, y todas las otras naciones recibían una hermosa letra mayúscula, entendí de inmediato que la guerra no terminaría para mí cuando los rusos entraran en Cracovia.

Y eso fue lo que sucedió.

 

 

No todo fue malo en la guerra.

Quizá porque todavía era pequeña, apenas dos años, cuando todo comenzó.

Cuando tenía tres, cuatro, cinco, y más adelante también, hubo momentos dulces. Mamá solía cantar arias y partes de óperas desde muy temprano por la mañana, y yo le suplicaba, por favor, más y más. No quería que detuviera las melodías. Hicimos viajes de un pueblo a otro, conocimos buenas personas y también el jardín tirolés que había dibujado en los sillones en medio de la sala de estar de ese monstruo, Josef Wirt.

Estaba el guapo Helmutt Sopp, la divertida Toni, vestidos limpios para usar con lazos a juego en el cabello. En la gran casa de la familia Sopp había buena comida, olía a especias en la cocina y «frau Anna, es schmeckt gut — sabe bien». Estaban Peter y Ammon, dos chicos agradables, y había un tocadiscos en la sala de estar, con un montón de discos; había panecillos frescos, maravillosos pasteles y helado, justo como en las películas. También se compraba el periódico, Die Zeitung. Aprendí a leer por mí misma y había hermosos libros e invitados importantes sentados ante mesas elegantes. Había bebidas y exquisiteces, y muchas risas. También había un licor poco conocido, el favorito de mamá, y el maravilloso canto de los hombres, «Oh, Wisła, Wisła». Las mejillas de mamá eran rojas.

—¿Sabías que el nombre Kwiatkowski significa «flores» en alemán? —decían, y ella estaba orgullosa de su nuevo apellido.

En el pequeño cuarto contiguo a la cocina había una ventana que daba al jardín, había un árbol de lilas con las ramas cargadas de flores y la fragancia me mantenía en la ventana durante largos ratos.

1

 

 

 

 

 

Mi primer recuerdo es más o menos a los dos, tal vez tres años. Estoy sentada en una cama y, frente a mí, hay una mujer joven, con la boca entreabierta, mostrando unos dientes grandes y saltones. La mujer está haciéndome el lazo y enseñándome a decir palabras en ruso.

—Boot Gatob —ordena, dándome golpecitos en la cara con sus dedos gordos.

Miré la uña cerca de mis ojos y vi que era pequeña y estaba hinchada y roja alrededor. Otra ojeada y vi que todos sus dedos estaban así, y me ordenó decir «Vsegda Gatob. V-se-gda G-at-ob. Vse. Vse. Danusha. Vse. Gda. Gaaa-tob. ¿Has entendido?».

Me costaba repetir las palabras en ruso, pero ella no se rendía. Me mantuvo ahí, en la cama, hasta que ambos estábamos cansados: el perro que ladraba fuera y yo. La mujer se puso en pie y dijo:

—Descansemos un poco. —Y algunos minutos después me levantó de la cama y me sentó en la mesa de la cocina.

—No te muevas —indicó, luego cogió una gran hogaza de pan.

Arrancó un pedazo, lo sumergió en una jarra de leche, cortó un gran trozo y comenzó a masticar. Parte del trozo dentro y parte fuera de su boca. Yo nunca había visto a mamá comer así. Y entonces la mujer dijo:

—Nu, otra vez. Di Vse. Vse. Gda. Gaaa-tob.

Al final logré decir sus palabras y ella aplaudió y se dio la vuelta hacia la mujer más mayor, que tenía hoyos en la cara y estaba sentada a un lado. La anciana cogió varios vestidos de un saco lleno que estaba junto a ella, los sacudió y se los puso en el regazo; se veía complacida. Sonrió, y su sonrisa era tan amplia que se le cerraron los ojos. El hombre delgado que estaba de pie junto a ella, abriendo cajas de cartón, se mantuvo serio.

Mamá estaba junto a la pared, llevaba en brazos al nuevo bebé.

—Este es tu hermano.

Trató una y otra vez de explicarme tal maravilla, y yo quería meter los dedos en los ojos del bebé para hacer que dejaran de moverse de un lado a otro.

Mamá me empujó.

—Eso no se hace —me regañó.

—Je, je —chilló la anciana con alegría mientras sacaba un jersey grueso y colorido del saco y lo ondeaba de atrás hacia delante en dirección a mamá, quien me miró fijamente, con su cara silenciosa, y después se dirigió a papá, que estaba de pie cerca de la puerta, y él negó ligeramente con la cabeza.

Vi los ojos de papá desviarse hacia mí; me dijo adiós con la mano, con un pequeño ademán casi invisible, y salió de la casa.

—Vamos —indicó la mujer joven, luego me levantó de la mesa de la cocina y me llevó a la habitación grande.

Enseguida sentí el comienzo de una celebración. Había desconocidos ya sentados a la mesa, hundiendo las manos en grandes tazones de comida, y un olor que no me era familiar. Cada vez que alzaban las copas, eructaban y hablaban entre sí con palabras que yo no entendía. Por sus caras, supe que estaban felices.

Entonces la joven mujer se sentó, me puso en su regazo y dijo:

—Shhh. Shhh.

De pronto se hizo el silencio. Una mujer de grandes ojos marrones se me acercó, me tocó la cara con el dedo y exclamó:

—Boot Gatob!

Y, como un relámpago, me enderecé y grité «Vsegda Gatob», y toda la gente se rio y se rio, e hizo mucho ruido. Me pellizcaron las mejillas y me dieron un caramelo cuando me las agarré para que no me dolieran. Hasta la robusta mujer con hoyos en la cara se rio con el ruido.

Esa mujer a veces le decía cosas a mi madre, y mamá, enseguida, miraba al suelo como si la oscuridad estuviera cayendo. Pero, después de que yo gritara las palabras en ruso, la mujer me dio un caramelo y rio. Yo apreté mi caramelo con la mano y, desde ese día, comencé a decir Vsegda Gatob por la mañana, Vsegda Gatob por la tarde y Vsegda Gatob por la noche, y muchos otros Vsegda Gatobs similares, sobre todo cuando veía a la anciana con hoyos en la cara acercándose al oído de mamá, y a mamá inmóvil.

 

 

Cuando tenía doce o quizá trece años, oí por primera vez a mamá hablar acerca de la anciana mujer rusa de Tarnopol a los vecinos y admiradores que se reunían en nuestra sala de estar en Haifa. De inmediato me di cuenta de que estaba hablando de la mujer robusta con hoyos en la cara.

Mamá habló de ella muchas veces, durante muchos años, y en varios idiomas. Hablaba en yidis, alemán, polaco y hebreo, y pasaba de un idioma a otro dependiendo de la gente que estaba en la sala y de cómo ella se sentía. Además de todos estos idiomas, agregaba palabras en francés y en inglés. Y yo siempre me sentaba a un lado y observaba a mi madre.

Erguida en su silla, se sentaba con las manos entrelazadas en el regazo, hablando como si fuera una actriz importante. Tenía el pelo recogido y una frente alta, ojos azules y una nariz recta y perfecta. Vestía un largo vestido azul, que hacía juego con sus ojos, y era tan hermosa como una pintura. El señor Bogusławski, un vecino que vivía en el mismo piso y era ingeniero con conexiones en la Municipalidad, era un monarca importante en nuestra sala de estar. Decía que mamá era tan hermosa como Marlene Dietrich. Nuestro amigo Bernard Cohen, que vivía en el edificio de al lado y trabajaba para Egged Cooperative, decía: «No digas tonterías, es tan hermosa como Audrey Hepburn», y entonces mamá pedía que se callaran: «Ya empezamos…».

La única discusión en la sala de estar en Haifa era si mamá era tan hermosa como ¿quién? Aparte de eso, en realidad nadie interrumpía sus historias. Ni uno solo de los vecinos o conocidos que mamá invitaba a la sala de estar se perdía una invitación a visitarnos. La miraban y saboreaban cada palabra que salía de su boca; incluso aunque se interrumpiera para sonarse la nariz, ellos no bajaban la vista a la mesa de refrigerios, pero yo sí lo hacía.

En nuestra sala de estar, los sitios solían ser fijos y eran sobre todo hombres quienes asistían. Tres de los ellos eran habituales: el señor Bogusławski, cuya mujer no asistía porque tenía problemas de migraña, Bernard Cohen y Yozek Meltzer, un soltero bastante joven que admiraba a mamá. Se peinaba hacia atrás el cabello negro y tenía dedos largos.

—Como los de un pianista; definitivamente, tiene aspecto bohemio —decía mamá, pero yo sabía que él no tenía ninguna oportunidad, porque ella era tan alta como él.

Mi sitio fijo era una silla de madera que estaba a un lado, cerca del pasillo y la cocina. El de mi hermano Yashu era fuera, con sus amigos, o en las casas de estos. A veces me sentaba en el suelo, para variar, y nunca me molestó escuchar la misma historia una y otra vez. Había ocasiones en que mamá contaba una historia al menos dos veces, porque uno de los invitados se había ido a descansar a un Histadrut Sanatorium, lo cual ocurrió con Bertha Ketzelboim y su marido, Jacob, que había sido atleta. Ellos hablaban de ella diciendo que tenía problemas con los nervios, que de repente se había puesto mal y había necesitado descansar. Había algunos que estaban enfermos y precisaban una cama en un hospital, y mamá no se rendía: todos escuchaban la historia una y otra vez. Yo también, porque mis compañeras de clase no me invitaban a salir. Los amigos de Yashu lo invitaban al menos dos veces por semana, hasta donde yo sabía, pero estoy segura de que recibía más invitaciones y no decía nada.

«Valya le enseñó a nuestra Danusha a decir Vsegda Gatob», decía mamá, y contaba la historia de la mujer rusa de Tarnopol cuya familia se había quedado con nuestro hogar.

«Valya tenía dieciocho años y, en cuanto a belleza, pues más o menos», decía.

En ese tiempo, los vecinos no sabían que mamá venía de una familia donde la belleza era un asunto serio, a menudo decisivo.

Mamá contaba que Valya estaba encantada con su niñita, que me subía a su regazo, me daba una pequeña bandera y repetía el eslogan de la Liga Juvenil Comunista, «Boot Gatob», que significa «vive preparado», y los amables tenían que responder «Vsegda Gatob», que significa «siempre preparado».

Mi madre contaba que Valya encabezaba la rama local del Komsomol, la Liga Juvenil Comunista, y que a partir de ese día presionaba a mamá para que me llevara a las fiestas nocturnas que sus padres, Yevdutya y Sasha Tarasova, organizaban en nuestra sala de estar en Tarnopol.

Fue en 1939 cuando el Ejército Rojo entró en Polonia. Las autoridades rusas se apoderaron de nuestro apartamento en Tarnopol, en Galicia del Este. Era un edificio nuevo, de tres pisos, en un vecindario muy codiciado de la ciudad, decía mamá, y ahí vivían la abuela Leah, del lado de papá; Gustav, el hermano de papá, y su familia, y mi familia. Según mamá, no nos faltaba nada y la vida era muy buena. Mamá no dijo que papá iba con su madre, la abuela Leah, a comer antes de venir a casa, y que ella se enfadaba; yo me enteré de todo eso después, cuando mamá se lo contó a sus hermanas.

Por mamá, los invitados a la sala de estar en Haifa supieron que nuestra familia tenía una gran mercería en Tarnopol, donde vendían camisas para caballero, cuellos para las camisas y cosas de costura. Todos conocían la tienda. Los rusos también se apoderaron de ella a comienzos de la guerra, pero papá logró salvar parte de la mercancía y la usaba para cambiarla por comida.

Yevdutya, la madre de Valya, era miembro activo del Partido Comunista.

—Tenía un alto rango, era comisaria —explicó mamá—, y los militares rusos le dieron nuestro hogar en reconocimiento. Yevdutya, con su hija Valya y su marido Sasha, ocuparon nuestro apartamento, en el tercer piso. Ella se apropió de la gran sala de estar y del cuarto contiguo, y a nosotros nos dejaron un dormitorio y una habitación para los niños. La cocina, el baño y el aseo eran áreas comunes. Sí, eso fue lo que pasó cuando los rusos entraron en Polonia —siguió mamá en la sala de estar en Haifa, y, como un relámpago, vinieron a mí imágenes de los rusos en ese primer día.

Es una mañana gris y nublada. Mamá está con sus ollas en la cocina. Papá se va a la tienda vestido de traje. Yashu duerme en su cuna. Yo juego tranquilamente en la alfombra con una gran muñeca y algunas sartenes y cucharas, tratando de pensar qué cocinar ese día. Le digo a la muñeca: «Abre la boca, come, come», y ella no abre la boca y yo no puedo meterle nada. Vuelvo a empujarle la cuchara y entonces oigo fuertes golpes en la puerta. «Bum. Bum».

Y a partir de ese momento, vienen extraños a vivir en nuestro hogar. Deambulan por la casa todo el día, hablando en voz alta; no entiendo nada de lo que dicen. Vienen mucho a la cocina y comen en nuestra mesa. Cada noche duermen en nuestras camas y entonces vienen otros extraños que entran y salen, de día y de noche, y comen y beben; son felices y usan mucho nuestro aseo. Todo el tiempo, la puerta se abre y se cierra, se abre y se cierra. Mamá comienza a limpiar el aseo cada vez que ella o yo queremos sentarnos en él.

—Danusha —murmuraba—. Danusha —y levantaba el cepillo para que yo viera lo que estaba haciendo—, nunca te sientes en el váter sin limpiarlo con este cepillo, ¿vale?

Al principio, yo tenía miedo de que me permitieran o me prohibieran algo a cada momento en nuestra casa, pero sobre todo me asustaba el enorme ruido en la sala de estar, y la gente. Después me acostumbré. Papá y mamá no hablaban con los extraños, se quedaban en el cuarto con nosotros.

Mientras tanto, oía a mamá contar historias en la sala de estar: cómo Yevdutya, la mujer con cicatrices en la cara, debía de haber cogido viruela y probablemente se había rascado y se había arruinado el rostro para siempre. Esta mujer venía y le hablaba de que las vidas de nuestra familia estaban en peligro. Le dijo que las redadas comenzaban por la noche, que se llevaban a los niños y a los hombres y que no convenía que papá durmiera en la casa; que debería irse y encontrar un lugar seguro. «Es peligroso —le dijo a mamá—, hacen redadas sorpresa buscando capitalistas; demasiado peligroso».

Los huéspedes de la sala de estar se reían de la forma en que mamá imitaba la voz de la comisaria rusa y se movía en su silla como un enorme campesino gordo.

—Esperen, esperen. —Mamá les pidió a los huéspedes que se callaran, y añadió con tristeza que, después de una seria conversación con su pequeño y menudo marido Sasha, la comisaria le dijo a mamá—: Tú y tus pequeños también debéis iros de la casa.

Entonces, los invitados de la sala de estar se tensaron.

Mamá hizo un gesto con la mano y contó:

—La comisaria me dijo que, mientras tanto, tendría consideración. Solo mientras tanto, porque era invierno y los niños eran pequeños… Por aquel entonces, Yashu tenía menos de un año. Pero en cada ocasión que tenía, ella me recordaba que a los capitalistas como mi marido y yo, que vivíamos a expensas de los ciudadanos, deberían deportarnos a Siberia.

Nadie se rio en la sala de estar cuando mamá imitó la voz de la comisaria o de su marido.

Y esto fue lo que mamá les contó a sus invitados:

—Sasha, el marido de Yevdutya, que era varios años más joven que ella y tenía las mejillas hundidas y unos ojos negros que saltaban en pánico de un lado a otro, desaparecía por la noche y regresaba por la mañana cargado con paquetes de artículos caros. Nadie vio nunca cosas como esas en el mercado, traía verdaderas delicias. Una mañana, me llevé un susto, Ich war Entsetzt. Sí. Había medio cerdo grande en nuestra mesa de la cocina. ¿Pueden imaginarse lo que fue eso para gente que practica el kosher? Le pregunté a Sasha de dónde había sacado el cerdo, y me dijo que él y sus amigos del Partido hacían redadas nocturnas en los hogares de granjeros ricos en Tarnopol, esos que se habían enriquecido a expensas del proletariado, y les vaciaban las despensas.

Mamá se detuvo y abrió el abanico. Sus altas mejillas se tiñeron de rubor.

La gente soltó risitas en la sala de estar. El señor Bernard Cohen, partidario de la guerra, que tenía unos dedos gordos como salchichas, estaba enfadado con Sasha y sus amigos del Partido.

—Los conozco —dijo él en voz alta—. Conozco muy bien a esos comunistas. ¡Malditos ladrones del proletariado, Yobtbiomat! Los conozco mejor que muchos.

Klara Cohen, su mujer, que estaba sentada cerca de él, protestó:

—Basta, Bernard, ya basta. Estás interrumpiendo a Anna.

—¿Y por qué ha venido? —murmuró Bertha Ketzelboim, retorciéndose los dedos.

—Porque solo puede hablar de su vida aquí, en casa de Anna —respondió su marido Jacob, un electricista certificado con el cuerpo de un atleta.

Mamá le sonrió a Klara, como si consintiera la ira de su marido, y a mí me sorprendió que Klara no se untara aceite de pescado en el cabello tan seco que tenía en la cabeza. Incluso en la casa Sopp, mamá se salpicaba algunas gotas de aceite en el cabello, para que brillara.

Mientras tanto, me enteré de que mamá no había olvidado al irritante Sasha. Dijo:

—Ese tal Sasha, que cuidaba del proletariado, no se sentía muy avergonzado que digamos de usar el elegante traje de mi marido y salir a la calle con el mejor abrigo de pieles que encontró en nuestro armario. Incluso su mujer, la modesta comisaria, se enamoró de uno de mis vestidos de noche, un hermoso traje de seda blanca, nu. Ciertamente, no habría podido encontrar un vestido como ese en el pueblo de donde venía, ni por casualidad. Yo le vi las manos, habían pelado muchas patatas; no tenía oportunidad ni siquiera de que le regalaran un vestido o de comprarlo.

»Yo había comprado el vestido en la mejor tienda de Cracovia y, de repente, la vi paseándose por la casa todo el día con mi vestido de noche de seda puesto, como si estuviera esperando una gran fiesta, ein großer Ball. No evité que se me acercara y me dijera en voz baja: “Prepárate para irte, prepárate. Os iréis en primavera”.

Mamá hizo una pausa momentánea, mientras pensaba si seguir hablando, llevándose la mano al pecho.

—Valor, Anna, valor. —El señor Bogusławski, nuestro vecino del edificio, se levantó de su silla—. No tienes nada que temer, Anna. La vida se mueve, sigue, o como sea que lo digas. —Y volvió a sentarse mientras los demás aprobaban sus palabras.

Mamá lo miró; como yo, ella probablemente vio que tenía una gran cantidad de pelo rojo en los oídos, «como un bosque», la oí decir una vez para sí misma, y supe que se refería a sus oídos, porque él casi no tenía pelo en la cabeza.

—Valor, Anna, valor. —Se inclinó hacia ella, y esta no pestañeó.

Mamá continuó:

—Por entonces era invierno. Pasaron muchos días y no lavé la ropa blanca. Lo posponía cada día, temerosa de que la comisaria se encaprichara de ella. Esperé hasta el día en que dijo: «Hoy estaré fuera todo el día». Solo entonces saqué la ropa de donde la tenía escondida y con Stefa, mi ayudante, comenzamos a lavarla.

»Y entonces apareció la comisaria, con las manos en las caderas. Se paró junto a la pila de lavado, arrojando una sombra negra sobre la ropa blanca. Enseguida agarré la ropa como si la estuviera lavando. Mientras tanto, trataba de esconder al fondo de la pila los pañuelos y las toallas que mi madre había bordado con las iniciales de nuestros nombres, así como los manteles que había bordado en petit point, una forma concreta y delicada de bordado, especialmente para mi ajuar. Me tomé mi tiempo con la colada: los pijamas, las batas. Volví las mangas al revés, las froté, les di la vuelta otra vez, restregándolas desde el cuello hasta el dobladillo, poniéndolas al revés y al derecho de nuevo. ¿Y ella? No decía una palabra. Estaba de pie junto a mí, con sus ojos negros, moviendo los labios como si ya estuviera dividiendo la pila de blancos: muchos para ella, un poco para los demás.

Mamá respiraba pesadamente cuando dijo en voz baja:

—Esa noche, sucedió. Toda la hermosa ropa blanca que había colgado en el ático desapareció. No quedó ni un solo pañuelo bordado. Lo más doloroso es que no nos dejó ni un recuerdo del hogar de mamá y papá.

Un pájaro voló hacia las persianas del balcón, chocó contra ellas y los invitados se sobresaltaron. La tristeza quedó flotando y ellos miraron al suelo, avergonzados de lo que le había pasado a la ropa blanca de mamá. El aire frío anunciaba el otoño y mamá sacó un pañuelo bordado del bolsillo de su vestido, se dio palmaditas en el cuello delicadamente y después arrugó el pañuelo en la palma de su mano.

Entonces respiró hondo, como si estuviera preparándose para sumergirse, y dijo suavemente:

—Por favor, os invito a un vaso de té.

Los invitados se levantaron y fueron a la mesa de los refrigerios sin hacer el alboroto habitual. Había platos de cacahuetes y pretzels, también una bandeja con pastelitos de coco. Yo no me levanté para ir a la mesa. Miré a mamá. Se la veía muy distante, como estaba durante la guerra.

2

 

 

 

 

 

Una mañana, dejamos nuestro hogar en Tarnopol. Papá y Stefa, la criada, bajaron primero con varias maletas. Regresaron al apartamento. Stefa cogió otra maleta, papá me levantó en brazos, me dijo que me sujetara con fuerza, recogió una maleta, y yo lo abracé con fuerza cuando comenzó a bajar las escaleras. Mamá, con Yashu en brazos, bajó lentamente delante de nosotros. El edificio ahora estaba vacío. Toda la familia de papá del primer y el segundo piso ya se había ido.

Stefa esperó junto a un caballo y una carreta. Papá miró el edificio, vacío ya de toda su familia. Yo me quedé junto a él mientras él paseaba la vista por cada ventana de la fachada. Se restregó los ojos con la mano, uno a uno. Yo me agarré del borde de su abrigo, esperando con paciencia, como mamá, a que terminara de mirar las ventanas.

Stefa se enjugó las lágrimas con las mangas de su abrigo. Sin hablar, papá colocó el conjunto de maletas en la carreta. Por fin nos llamó; todo estaba listo para que subiéramos. Mamá lo hizo primero con el bebé Yashu; yo la seguí. Stefa corrió hacia papá y lloró sobre su abrigo de lana. Él le dio una palmada en la espalda y se mordió los labios. Mamá observaba, la espalda erguida, la mirada distante. Entonces papá separó suavemente a Stefa y le dijo:

—Cuídate; vendrán días mejores, Stefa. —Y se despidió agitando la mano.

Los cuatro estábamos muy apretados en la carreta, pese a que el bebé Yashu iba en brazos de mamá. Pedí sentarme en el regazo de papá, pero él no me oyó. Miraba nuestra casa sin separar la vista incluso cuando el caballo comenzó a alejarse. Yo me di la vuelta y ondeé mi pequeña bandera hacia Stefa. Cuando salimos de la calle, mamá me quitó la bandera y la guardó en su bolso.

 

 

Aquella tarde llegamos al hogar de una familia polaca. Nos dieron una nueva habitación, muy espaciosa. Estaba en Brzeżany. En el gran cuarto donde yo dormía con mamá, papá y el bebé, nadie me pidió que dijera nuevas palabras como Vsegda Gatob, así que no dije nada. Había un amplio escritorio de madera, sillas y un espejo en la pared. Dos pequeños pájaros que parecían ser buenos amigos se asomaban desde las esquinas del marco. Yo temía que sus trinos despertaran al bebé de mamá, porque ella siempre estaba diciéndome:

—Cállate, cállate, ¿no ves que Yashu está durmiendo?

Por suerte, aquellos pajaritos nunca trinaron, aun cuando yo quería que lo hicieran y esperaba paciente. Tenía mucho tiempo para esperar los trinos. Podía esperar días enteros; el exterior era peligroso para los niños y nuestra vida transcurría dentro de la casa, en la gran habitación, con toda la familia y con el espejo y los pájaros inmóviles en los ángulos del marco.

Después de unos días, estar en aquel gran cuarto se volvió algo aburrido. Echaba de menos a Valya y sus dientes, y la forma en que me sentaba en su regazo y me enseñaba palabras en ruso. No dije que echaba de menos jugar con Valya en Tarnopol; no dije nada, solo esperé sorpresas que nunca llegaron. Papá nunca estaba en casa y el regazo de mamá estaba lleno de ese bebé que o lloraba o dormía todo el tiempo. A veces, cuando mamá salía del cuarto, yo iba junto a él y le pasaba la mano por el pelo hasta atrapar algunos cabellos con los dedos. Él tenía muy poco pelo, pero, cuando sentía que yo le agarraba algunos, se ponía a gritar como un loco. Yo lo soltaba enseguida y me alejaba de él. Cuando mamá entraba corriendo a la habitación, yo ya estaba lejos.

—¿Qué pasa, qué pasa, mi niño? —preguntaba ella al bebé gritón, y yo estaba muy lejos de ellos, disfrutando de los pájaros del espejo.

A veces trataba de pensar en alguna pregunta rápida que hacerle para que se quedara en el cuarto, pero ella se iba en el instante en que el bebé dejaba de llorar; de todas formas, nunca fui capaz de pensar preguntas lo bastante rápido.

Una vez, cuando ella salió del cuarto, me subí a la mesa, estiré la mano y acaricié los pajaritos. Tenían el cuerpo frío como el hielo, y ahí fue cuando descubrí una gran cara en el espejo.

Miré por encima de mi hombro. No había nadie ahí. Volví a mirar el espejo y vi unos ojos grandes, azules como los de mamá, mejillas rosadas y el cabello recogido arriba y atado con un ancho lazo, como si llevara una mariposa en la cabeza. Lentamente alcé la mano y me toqué la cabeza; ¿era la mía? Puse los dedos en el cristal, estaba igual de frío que los pájaros. Recorrí la nariz, los labios; ¿podría ser yo?

Me reí por lo bajo y levanté la barbilla. La cara se movió hacia atrás diagonalmente, y yo pensé que era adorable. Luego apoyé la barbilla en el pecho, alzando ligeramente la cabeza, y la volví hacia la derecha, la izquierda, me miré a mí misma de lado hasta que me dolió el cuello, y entonces oí al bebé balbuceando en su cuna. Me bajé de la mesa y fui con él, que me miró y balbuceó: «Gru, gru, grum». Le toqué la mejilla con el dedo y él se rio diciendo: «Ba, ba, ba», y extendió la manita hacia mí. Yo respondí: «Ba, ba, ba» y volví al espejo.

Después de eso, cada vez que mamá salía del cuarto, me subía a una silla y después a la mesa. Levantaba la barbilla y miraba al espejo con una media sonrisa, como mamá. Entendí de inmediato que eso era especial. Sentí amor por la cara que vi. Yo ya había visto una cara similar en todo tipo de hermosas imágenes de niñas entre el bosque y el cielo. Sabía que la niña del espejo era yo y quería saber cómo habían hecho para meterme ahí. ¿Cómo había conseguido llegar de donde estaba, en medio de la mesa, al espejo de la pared? Di dos pasos hacia delante y miré por detrás. No entendía. A veces miraba durante media hora, a veces una hora, a veces tenía tan solo un minuto para mirar, pero no renuncié a nuestros encuentros. Ella era mi primera y única amiga. Una amiga de buen corazón que siempre estaba ahí cuando yo iba, y que se quedaba hasta que me iba; ella nunca iba a ninguna parte. Teníamos mucho tiempo y jamás nos molestaron; papá se iba temprano por la mañana, mamá salía para tender la ropa o comprar algo; mi hermano Yashu estaba dormido y nosotras dos jugábamos muy bien juntas.

A veces no quería ir al espejo.

Como cuando mamá podría entrar en el cuarto. A lo mejor volvía de lavar o de algún recado en el pueblo; a veces era a mediodía, o por la mañana, cuando acabábamos de levantarnos mi hermano y yo, y ella entraba en el cuarto y se iba directa a la cama de Yashu y lo acariciaba diciendo:

—Buenos días, mi dulce niño, ¿has dormido bien?

En esos momentos me acercaba enseguida a mamá, me agarraba a su pierna y no importaba si ella me empujaba para que la soltara. Mecía a Yashu en brazos y me empujaba. Yo no me soltaba hasta que ella decía:

—¿Qué te pasa? Déjame en paz.

A veces entraba papá, y mamá, que casi todo el tiempo tenía a Yashu en los brazos, decía:

—Papá Moshe, mira qué hombrecito tenemos. ¿No es grande?

Yashu ya entendía algunas cosas y se agitaba en sus brazos, y gritaba excitado: «Tata, tata»; entonces papá extendía los brazos y cogía a Yashu, lo besaba en la mejilla y me miraba. Empujaba rápidamente una silla hacia mí con el pie, se sentaba en ella con Yashu en su regazo y me rodeaba con el brazo. Yo quería quedarme así hasta el día siguiente, pero siempre terminaba rápido. Papá se iba de la casa, seguido por mamá. Yo me quedaba en mi silla, sin ganas de subirme a la mesa y mirar el espejo.

A veces me llevaba todo el día tener ganas, a veces dos días, incluso una semana. Por ejemplo, si mamá me había dado una bofetada, y yo sabía, sin mirarme al espejo, que tenía una marca o una inflamación, entonces quería estar sola, sin mi amiga del espejo. Lo que quería, más que nada, era estar junto a la pierna de mamá y abrazarme a ella para que no se apartara de mí.

Recuerdo que una vez cogí una muñeca enorme. Sentía curiosidad por saber lo que había en su cuerpo; ¿a lo mejor tenía un bebé varón en la barriga? ¿O una niña bebé? Le abrí la barriga y no encontré más que paja. La saqué y nada, la tripa estaba vacía. No sabía cómo volver a cerrarla.

Mamá vio la muñeca rota y me pegó. Me pegó en la cara, en los brazos y en la espalda, hasta que se le hinchó la mano, y entonces me dijo:

—¿Has visto? Has hecho que te pegue y ahora me duele la mano por tu culpa.

Recuerdo que lloré. Lloré porque me dolía la cara, me dolían los brazos y la espalda, y porque había hecho que mamá me pegara fuerte y era culpa mía que se hubiera hecho daño en la mano.

Cuando mamá salió a lavar la ropa, fui a sentarme en silencio en mi silla y decidí ser una niña buena, la mejor del mundo, una que jamás en la vida haría que su mamá le pegara.

Unos días más tarde, mamá entró en la habitación llevando una cortina. Se subió a una silla para colgarla en la ventana, y ¡BUM! Un golpe en el suelo. Mi madre se había caído de la silla y se había roto el brazo. Asustado, papá corrió hacia ella, gritaba:

—¡Anna, Anna! ¿Qué ha pasado?

Yo tenía los ojos llenos de lágrimas de miedo y preocupación. Durante las semanas siguientes, mamá iba con la mano atada con una sábana.

Un día, cuando yo tenía cuatro años, quizá menos, mamá estaba de pie junto a la ventana, con la mano atada al pecho. Miraba hacia fuera como si estuviera dándoles vueltas a cosas serias, y yo peleaba con Yashu por los juguetes. Mamá dijo:

—Danusha, tú eres la mayor, tienes que ceder.

Eso era lo que oía de ella cada vez que peleaba con mi hermano, incluso cuando él ya había crecido y era más fuerte que yo: «Danusha, tú eres la mayor, tienes que ceder, tienes que ceder, tienes que ceder».

Dejé a mi hermano y fui con ella. Sus ojos seguían en la ventana cuando le dije:

—¿Cómo sé que mamá es realmente mi mamá?

Desde el día en que empecé a hablar, usaba la tercera persona en polaco cuando hablaba con mamá. Ella se mantuvo en silencio. Me miró y después se fue con Yashu. Él todavía no hablaba y cuando quería algo gritaba como un loco. Mamá lo acarició y lo besó en ambas mejillas.

Fui a sentarme en mi silla y me pregunté cómo puede un niño estar seguro de que la mamá que está en su casa es de verdad su mamá. Tal vez el niño necesita que ella le dé una señal, pero yo no tenía ni idea de cuál sería esa señal.

 

 

Los polacos tenían una casa con una porqueriza. Cada vez que sacrificaban un cerdo, oíamos los terribles chillidos, y así fue como supe de la muerte. También había ratones que hacían ruido en la pared.

A menudo comíamos pan rancio y mamá usaba el horno para hacer el pan u hornear patatas. Mamá, que sabía cómo actuar en cualquier situación, hacía tortitas con los restos del café y les agregaba un huevo; yo a veces quería ayudarla, pero ella no me dejaba.

A las dos hijas de la mujer polaca con la que vivíamos les gustaba jugar con Yashu. Le decían: «Yashu yest chisti», que significa «Yashu está limpio», y querían que él lo repitiera. Elegían palabras difíciles a propósito y las repetían una y otra vez. Yashu no podía decir las palabras en polaco.

Yo sabía decir Yashu yest chisti y lo repetía en voz baja para mí misma. Las dos hijas de la mujer polaca me enseñaron que las cigüeñas traían a los bebés al mundo. Un día me dijeron:

—¿Por qué el sol brilla los sábados?

Yo no sabía.

—Porque el sábado lavan los pañales de Jesús y los cuelgan a secar en el tendedero en honor del domingo, y desde entonces el sol brilla los sábados, ¿entiendes?

Yo no veía ningún sol, ni en sábado ni durante la semana. Solo veía cielos grises, casi negros.

Solo en Haifa pude ver cielos enormes como agua de mar, de camino a nuestra casa. A veces miraba el mar desde el porche y veía cómo el agua y el cielo se mantenían juntos, con nubes aquí y allá como un montón de plumas mullidas. La vista más despejada la tenía desde mi asiento, en la puerta que daba a la sala de estar. Mamá dejaba abierta la puerta del porche las noches de verano en honor de los invitados que venían especialmente a escuchar sus historias sobre la guerra.

El señor Bogusławski solía abrir la noche con su voz festiva: «Hoy dejamos Tarnopol», o bien «Hoy hablaremos de Brzeżany, por favor, Anna», y se inclinaba y se sentaba como si fuera un oficial importante. Había veces en que no recordaba por dónde íbamos en la historia, y entonces, en cuanto entraba, se detenía a mi lado con un fuerte olor a colonia y me preguntaba en voz baja:

—Danusha, ¿por dónde nos quedamos? ¿Tú te acuerdas?

—Comience con el caballo y la carreta —respondía yo, susurrando—, porque eso fue al final de Tarnopol.

El señor Bogusławski comenzó desde el final, pero mamá dijo, en un acto de reflexión:

—Dejamos la nueva casa en nuestra exclusiva calle; dejamos tres pisos amueblados, platos y sábanas, manteles y un caballo y una carreta. —Habló especialmente bajo y eso sorprendió a los invitados, pude vérselo en la cara—. Y entonces sucedió —añadió mamá—. Sucedió justo después de que oyera a la comisaria Yevdutya Tarasova gritarle a su marido Sasha: «Tú no eres solo Sasha, eres un judío, Żyd. Isaac, Żyd. Żyd». Y Sasha el Żyd se puso pálido y guardó silencio. Me miró sin palabras, a mí y a mis hijos, y yo tenía tanto miedo…

»Pasó una hora, tal vez un día, y Sasha me llevó a un lado y susurró que sería mejor que buscáramos otra casa, muy lejos, quizá en un pueblo pequeño. Nos pidió que nos diéramos prisa antes de que algo terrible ocurriese, y de hecho mi marido no esperó. Fue a Brzeżany y logró encontrar una gran habitación en la planta baja de la casa de una devota familia católica. Se puso de acuerdo en la renta, siempre alta, y nos mudamos a la casa de la familia Moskova, los padres y dos niñas ya grandes, que hacían salchichas y varios productos de carne. Gustav, el hermano de mi marido, y su familia, junto con mi suegra Leah, también se habían ido de Tarnopol a Brzeżany, y al mismo tiempo otras familias judías también fueron deportadas por los rusos, que se apoderaron de sus hogares.

 

 

Cuando mamá hablaba de la familia Moskova, yo observaba cómo contaba, de una manera tan hermosa, lo que le había ocurrido a nuestra familia. Callada, sin hacer un solo sonido, yo comía fruta y observaba lo bella que era madre, con ese cabello recogido en un pequeño moño sujeto en la coronilla con horquillas. Con su espalda erguida, su cabeza en alto y sus manos unidas en el regazo de su vestido azul parecía una reina.

Mamá contó que solo pasamos algunos días en ese cuarto; ni siquiera habíamos tenido tiempo de abrir todas las maletas cuando le dijeron que fuera a la cocina, mirara por la ventana y lo viera por sí misma.

—¿Qué ves? —preguntó la señora Moskova, y, a través de la ventana abierta, mamá vio soldados alemanes que marchaban con rifles y, en dirección opuesta, a poca distancia, soldados soviéticos en hileras, gritando: «¡Hurra! ¡Hurra!». Volaban balas desde ambos lados y en ambos bandos las personas caían como moscas.

De pronto aparecieron los aviones y cada pocos minutos había aterradoras explosiones. Muchos edificios se derrumbaron.

—Las paredes de la casa donde vivíamos estaban llenas de agujeros, había tanta destrucción… —contó mamá, e inmediatamente añadió, de manera casi inaudible—: Y entonces los ucranianos comenzaron a buscar judíos…

Cuando mamá dijo la palabra «ucranianos», observé que los invitados comenzaban a removerse en las sillas de formica que, para el fin de la historia, habían quedado brillantes por el roce.

El pelirrojo señor Bogusławski se movía más que nadie en su silla. Seguía diciendo:

—¡Valor, Anna, valor!

Mamá entonces le hacía un pequeño gesto, pero él solo bajaba la voz:

—¡Valor, Anna, valor!

Este señor Bogusławski estaba loco por las historias de mamá. Sus mejillas adquirían un color rojo-morado, como si acabara de comer el cholent del sabbat. Así fueron las cosas el primer y el segundo año de historias. Al tercer año, él comenzó a sentarse de una forma normal, pero incluso en los años siguientes, cuando los invitados empezaron a cambiar, no renunció a su silla habitual junto a la ventana ni a su entusiasmo. «¡Valor, Anna, valor!», exclamaba, como si aquella fuese la primera vez que oía hablar de la casa polaca en Brzeżany, y oía a la costurera de mamá decir:

—Bueno, ¿qué puede hacer él en casa con una mujer que tiene migrañas? Por supuesto que quiere venir a ver a Anna, ella es hermosa y los refrigerios son buenos.

Mamá contó que los propietarios polacos en Brzeżany nos habían ayudado y habían dicho que, si había una redada, papá podía subir al ático por la escalera y ocultarse allí.

Un día, la señorita Žilinská, la hija menor de la dueña, entró y les dijo que quería saber si los judíos que ellos se llevaban a los bosques a las afueras de la ciudad realmente iban a trabajos forzados, como decían en el pueblo. Por casualidad los había seguido y se había escondido a cierta distancia, tras unos grandes árboles, cuando entraron en el bosque. ¿Y qué vio?

Vio a los judíos cavando profundos agujeros. Les dijeron después que saltaran a los agujeros, después hubo disparos y, callada, los judíos desaparecían dentro de los hoyos. Unos minutos después, ¿qué fue lo que vio? Vio a otros judíos llegar y llenar los agujeros con tierra, y juró por todo lo que le era sagrado como católica que cuando los alemanes se fueron, ella regresó y vio lo que vio, ya saben.

Mamá guardó silencio. Movió los dedos como buscando algo a lo que aferrarse.

El obeso Bernard Cohen, que había empezado a morderse las uñas desde el momento en que había entrado en la sala de estar, estaba entretenido con la uña del pulgar. Había tres o cuatro mujeres, pero la mayoría eran hombres, y todas sacaban un pañuelo del bolso y se enjugaban los ojos; yo miraba a mamá. En su cara no se movió ni un solo músculo. Estaba sentada muy tiesa con su favorecedor vestido azul. La señora Zelikowitz, la costurera, lo había diseñado especialmente para ella. Esta señora Zelikowitz venía con frecuencia y ella y mamá hablaban mucho acerca de las mujeres que habían conocido en la vida.

Entonces, mamá dijo:

—Una mañana, muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, la señora Žilinská llamó a nuestra puerta como un ángel bueno y me dijo que despertara a los niños y corriéramos de inmediato a la iglesia durante unas horas. Dijo que los alemanes y los ucranianos estaban llevándose a los niños, mujeres y hombres judíos de las casas. Le dijo a mi marido que se ocultara en el ático. Yo enseguida saqué a Danusha y a Yashu de sus tibias camas y solo pude ponerles los abrigos antes de salir corriendo hacia la iglesia.

»Nos sentamos en silencio en un rincón. El frío se nos metía en los huesos. Me temblaba todo el cuerpo; los niños se apretaban contra mí. La gente se estaba reuniendo para las oraciones matinales. Entonces el sacerdote se me acercó y me exigió que me fuera de la iglesia con los niños. Sí, sí, me pidió que me fuera de allí, que saliera al frío, a los alemanes y los ucranianos que estaban llamando a las puertas y buscando judíos, y él sabía esto, todo el pueblo lo sabía. Las noticias como esa se propagaban como fuego por las calles. Un gran dolor me llenó el corazón. Respiré hondo, lo miré directo a los ojos y le dije en voz baja: “¿Por qué el sacerdote finge que no me ve? Después de todo, cualquiera puede venir a la iglesia a rezar. Nosotros también somos criaturas de Dios”. Y el sacerdote se alejó y comenzó la ceremonia de los rezos.

Mamá se detuvo y se humedeció los labios.

Las personas se miraron entre sí con asombro y, entonces, ¡puf!, como si un globo estallara, comenzaron a aplaudir y a gritar:

—¿Has oído, has oído? Ella salvó a los niños. Bien por ti, Anna, bien por ti.

—Debemos rendir tributo a los pocos que nos ayudaron cuando nuestra vida no valía ni la piel de un ajo —dijo Bernard Cohen—, como esa tal señorita Žilinská.

—Muy cierto —secundaron todos los invitados.

El señor Bogusławski se levantó de su silla, sonrió y fue al baño. De camino me miró y me dijo:

—Una verdadera heroína tu mamá; no hay nadie como ella. Ten siempre eso en mente, ¿sí? —Y desapareció detrás de la puerta.

Yo no recordaba la iglesia ni al sacerdote, pero era muy de mamá decirle eso a un padre. Ella no le tenía miedo a nada, ni al sacerdote ni a los ucranianos ni a los oficiales nazis. Solo una cosa la asustaba más que nada: el pozo bajo la cocina de la familia Moskova. Estaba aterrada por este pozo y pude ver su miedo cuando el dueño le sugirió a papá que lo agrandara por si se presentaba algún nuevo peligro. Él ya sabía que los ucranianos y los alemanes no nos dejarían en paz, y era importante que nosotros cuatro pudiéramos meternos allí y escondernos.

A papá le alegró la sugerencia y cavó y cavó, después movió cosas de aquí para allá y forró el suelo con cobertores, y cuando todo estuvo listo, llamó a mamá diciendo:

—Ven, Anna, métete y asegúrate de que haya suficiente aire para respirar.

Mamá se puso en pie apoyándose en una silla al fondo de la cocina. Su cara era del color de una pared recién pintada. Sacudió la cabeza de un lado al otro, diciendo débilmente:

—Yo no me voy a meter ahí, no, no, no hay forma de que me entierren viva. —Y se dio la vuelta y desapareció.

Yo miré a papá y vi que lo lamentaba. Me acerqué a él, que extendió la mano y dijo:

—Ven, Danusha, cariño; ven a ver el pozo.

Cogí la mano de papá y entré en el pozo. No estaba asustada. Me senté en su regazo y tarareé nuestra canción.

3

 

 

 

 

 

—Ahora canta tú sola, Danusha, una, dos, tres.

No entendí una palabra. Sujeté un lado de mi falda y canté: «Qué maravilloso, qué maravilloso que haya oches… oches como esta», papá se rio y repitió la canción que me había enseñado en hebreo: «Qué maravilloso, qué maravilloso que haya noches como esta».

Él se sentó a la mesa y yo me mantuve cerca de su rodilla. Los pájaros del espejo nos miraron cuando papá dijo:

—Otra vez, Danusha, ahora los dos juntos. —Y me cogió de las manos.

Él tenía unas manos grandes y cálidas, y seguía el ritmo con nuestras manos sobre sus rodillas. «Qué maravilloso, qué maravilloso». Cantamos en voz alta. Los ojos de papá nunca se apartaron de mí, ni por un momento. Sus ojos eran como el cielo con sol y lluvia al mismo tiempo. A veces papá cerraba los ojos y después de «qué maravilloso», aparecía una gran arruga en su frente, como si los malos pensamientos estuvieran cavando un lugar para sí mismos. Yo no entendí por qué fruncía el ceño justo cuando estábamos tan felices. Mamá también interrumpía y decía algo si le veía una arruga en la frente o preocupación en los ojos. Mamá regañaba por todo lo que tuviera que ver con las apariencias, incluso aunque no hubiera invitados en casa.

—Siéntate derecha, la espalda erguida. El cuello derecho. No frunzas el ceño. Solo una pequeña risa —decía, y yo siempre la obedecía.

Cuando papá fruncía el ceño, yo trataba de cantar tan bellamente como podía, y él me abrazaba y luego se iba a la sinagoga. A veces regresaba con un invitado para la comida del sabbat. Siempre traía a alguien, incluso aunque no hubiera suficiente comida para todos.

Recuerdo a uno de los invitados, un enano; cuando trepó a la silla, ambos éramos casi de la misma altura. El invitado me miró y sonrió, y yo miré a papá, que estaba dando las gracias. Mamá también miró a papá. Así fue como supe que mamá amaba a papá y papá amaba a mamá, y rezaba en mi corazón para que no nos pasara nada malo, aunque estuviéramos lejos de nuestro hogar en Tarnopol, aunque las casas de los polacos en Brzeżany estuvieran siendo bombardeadas, como el día en que salí a caminar con papá por los campos de Brzeżany. Frente a nosotros todo era verde y se movía con el viento; papá tarareaba. El olor de la hierba verde me hacía cosquillas en la nariz y me humedecía los ojos. Y dije, en el fondo de mi corazón: «Gracias, Dios, por haber podido dejar el gran cuarto; gracias, Dios, por sacarnos de la oscuridad del pozo día y noche. Gracias, Dios, por poder caminar con papá por los campos. Gracias, Dios, por los sonoros trinos de los pájaros, como si estuvieran hablándose entre sí». Un pájaro dijo: pío, pío, píío, «¿dónde has estado y qué has hecho?»; otro pájaro respondió: pío, pío, píío, pííío, «he estado aquí y allá, no me preguntes qué me ha pasado», y cosas así. La conversación me divertía. Miré a papá y él me apretó la mano con la suya y dijo:

—Sí, por supuesto, mi niña; los pájaros tienen su lenguaje privado.

Yo quería volar como un pájaro y levanté los brazos a ambos lados de mi cuerpo, y di vueltas, después corrí hacia delante, con papá detrás de mí, sin atraparme. Me apetecía hundir mi cabeza en la hierba húmeda y respirar ese olor agudo y poco familiar, y después sentí un fuerte golpe a mitad de la espalda y la mano de papá me derribó, y se oyó el sonido de una explosión en mis oídos. ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Y un enorme fuego se precipitó desde el cielo y pedazos de árboles volaron en el aire y papá gritó: «¡Bomba, bomba!», me cubrió con su abrigo y se puso encima de mí.

La hierba me picaba en la cara y en las manos, pero no tenía miedo, ni siquiera cuando los dedos de papá temblaban constante e incansablemente en mi cabeza. Y entonces vino el silencio. Un estrepitoso, peligroso silencio. Yo tenía cinco años y ya sabía que ese estrepitoso silencio era peligroso. Mi madre también pronunció esa frase, al igual que los tíos en Tarnopol. Levanté la cabeza; la cara de papá estaba arrugada, incluso sus grandes ojos. Se puso de pie de inmediato, tendiéndome la mano para ayudar a levantarme.

—Vamos a regresar, Danusha. Es peligroso andar fuera —dijo, sacudiendo la tierra mojada de nuestra ropa.

—Pero ¿dónde están los pájaros? No puedo oír los pájaros, papá.

—Pronto volverán —respondió suavemente—. Vamos.

No volví a oír a los pájaros hasta el final de la guerra, pero bombas sí, y en Yom Kippur escuché que papá le susurraba a mamá:

—Están buscando a los hombres judíos. Tengo que encontrar un lugar seguro, tengo que hacerlo. El pozo de la cocina no es suficiente. Ellos van casa por casa y no se marchan hasta haber estado en el ático y en el sótano. Tengo que irme, Anna.

Yo quería decirle a papá: «Mamá no debe entrar en el pozo bajo el suelo de la cocina, no debe hacerlo. Es peligroso para ella estar encerrada en el pozo». Pero no dije una palabra. Recordaba la rapidez de su respiración cuando papá se mostró tan satisfecho con el pozo y ella no había querido ni oír hablar de ello.

Ese Yom Kippur en Brzeżany entendí que era peligroso ser un hombre judío.

También entendí que un hombre judío era un hombre débil. Desde la ventana de nuestro cuarto vi a los hombres correr y no regresaron después del bombardeo o la redada. Vi hombres haciendo sus necesidades en el río; me sentí disgustada cuando vi que se bajaban un poco los pantalones y lo hacían.

Mi papá también salió y no regresó. Antes de eso, me cogió de los hombros, se inclinó y dijo:

—Pronto estarás yéndote en un tren con mamá y Yashu. Iréis a otro pueblo, Danusha. Yo tengo que estar en otro sitio. Recuerda que estarás más segura con mamá.

Me acerqué a él.

—¿Papá vendrá también?

—No por ahora, Danusha. Papá va a buscar un lugar donde esconderse. Para mí es peligroso viajar en tren. Y para vosotros es peligroso estar conmigo.

Me aferré a su pierna.

—¿Cuándo vendrá papá?

—Lo hará… Mientras tanto, es mejor que mamá te cuide. ¿Beso?