La Niña de Fuego: Fénix y la Caverna de Luz (Libro 3) - Aisling Fowler - E-Book

La Niña de Fuego: Fénix y la Caverna de Luz (Libro 3) E-Book

Aisling Fowler

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Beschreibung

COMIENZA LA BATALLA FINAL  Tras los impactantes sucesos de la Tierra del Hielo, Fénix y sus amigos se reúnen con los Cazadores, desesperados por unir a los clanes enfrentados antes de que su enemigo, el Maestro, lance su ataque contra Ascua. La Caverna de Luz ofrece una esperanza en forma de arma legendaria, pero los amigos deberán enfrentarse a lo desconocido en busca del artefacto que podría salvar su mundo. A medida que se acerca un épico enfrentamiento final, Fénix está decidida a no volver a perder a un ser querido. Pero el Maestro es más brutal y poderoso de lo que jamás podría imaginar y, cuando el pasado y presente de Fénix entran en conflicto, será necesario hacer sacrificios inimaginables para derrotarlo. Críticas sobre La niña de fuego: Doce y el bosque de hielo (Libro 1): «Ambientada en un mundo prehistórico imaginario, este excelente debut en la literatura fantástica combina a la perfección escenas de alto riesgo y monstruos espeluznantes con amistad, humor y una heroína inolvidable».  The Bookseller «Épica, arrolladora y apasionada, esta trilogía es verdaderamente especial». Hannah Gold, autora de El último oso «Atmosférica, de ritmo acelerada.» The Guardian «Una historia apasionante, con monstruos terroríficos y una aventura épica que nos deja suspirando por más. Catherine Doyle, autora de El guardián de las tormentas «Fresca, ágil y muy entretenida, recomendada para los jóvenes lectores que se estén empezando a aficionar a la fantasía». @lidia.escritora «Sin duda, es una de mis mejores lecturas en lo que va de año y mi reconciliación con la fantasía». @losmundosdebella «Una narrativa muy cuidada nos va envolviendo en un aura de misterio. Las ilustraciones como grabados, en su justa medida, potencian aún más nuestra imaginación. Con protagonista femenina, de una fortaleza y valentía (aunque ella no las perciba así) dignas de alabanza». @123eraseunavez «Os recomiendo mucho este libro, lleno de giros inesperados en una obra que calificaría como magistral e inquietante». @profe_actividadsensorial «Me ha sorprendido muchísimo, me ha hecho reflexionar sobre muchísimas cosas y me ha encantado de principio a fin». @saragbooks «Te da todos los detalles necesarios para que puedas imaginarte cada escena en tu cabeza poniéndole un poco de imaginación. A parte de traer ilustraciones, que por cierto son preciosas, que eso nos ayudará todavía más». @booksbymaria_

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Título original: Fireborn. Starling and the Cavern of Light

 

Publicado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B – Planta 18

28036 Madrid

harpercollinsiberica.com

 

Primera edición: mayo de 2024

 

© del texto: Aisling Fowler, 2024

© de las ilustraciones de cubierta e interiores: Sophie Medvedeva, 2024

© del mapa: Virginia Allyn, 2024

© de la traducción: Sonia Fernández-Ordás, 2024

© HarperCollins Children’s Books, editorial de HarperCollinsPublishers Macken House, 39/40 Mayor Street Upper Dublin 1, D01 C9W8, Ireland

 

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

Maquetación: Vicente Gómez

 

Conversión digital: MT Color & Diseño, S.L.

mtcolor.es

 

ISBN: 9788419802491

Índice

 

 

Portada

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para mis padres, por su apoyo incansable y por hacer posible tantas cosas maravillosas.

 

 

 

 

 

Fénix hundió sus pies doloridos en las frías aguas del lago Ilara. Era el primer rato que tenía para ella en varios días y, siempre y cuando siguiera de espaldas a la algarabía del mercado flotante, la escena era de lo más apacible. El agua mansa reflejaba el azul del cielo invernal y los Grandes Bosques se alzaban vigilantes en la orilla más cercana.

La paz no reflejaba las emociones de Fénix.

—No deberíamos estar aquí, Chispa —murmuró expresando con palabras los pensamientos de toda una semana. Su ardilla se le acurrucó contra la mejilla, medio escondida entre su pelo oscuro enmarañado. De repente, el agua que le acariciaba los pies doloridos le pareció mucho más fría y los sacó rápidamente abrazándose las rodillas—. Deberíamos habernos dirigido hacia el norte para rescatar a Seis de las garras de Victoria y el Maestro. También para encontrar a Siete. El Anciano Escarcha se equivocó.

Fénix apretó los puños para aplacar el fuego que su furia había despertado. ¿Por qué no se había enfrentado al Anciano? ¿Por qué no había insistido en que enviaran Cazadores a la Tierra del Hielo?

—Ese viejo chocho de Escarcha —dijo una voz ronca.

Fénix se volvió y se quedó horrorizada al ver a Escarcha a su espalda; el sonido de sus pasos había quedado amortiguado por los juncos cortados y esparcidos por todas partes.

—Yo…

Escarcha hizo un gesto con la mano y cortó lo que Fénix hubiera querido decir. Ante su sorpresa, se sentó a su lado haciendo crujir las pacas de juncos. El mercado flotante no era una isla natural, sino que se levantaba sobre una enorme balsa de madera en la cual se apilaban juncos nuevos sobre juncos viejos. El resultado era una ancha extensión de tierra mullida del color del trigo con un fuerte olor a paja húmeda. Era el único territorio neutral de Ascua y el lugar donde los distintos clanes se congregaban para comerciar entre ellos. Carecía de anclajes y flotaba libremente sobre el lago a merced del viento.

Los ojos negros de Escarcha se fijaron en los talones cubiertos de ampollas de Fénix.

—Yo me aplicaría un poco de ortiga hedionda. La marcha forzada es dura para los pies jóvenes.

Fénix contuvo un bufido. Los Cazadores acababan de trasladarse desde la aldea de La Cornisa, perteneciente al Clan de las Montañas. Lo de «dura» se quedaba muy corto: en una semana, habían recorrido una distancia para la cual en circunstancias normales habrían necesitado tres. Le dolía cada centímetro de su cuerpo.

—Bueno —empezó Escarcha—, entonces, ¿crees que he actuado mal?

Fénix se mordió el labio y a continuación se obligó a erguir la espalda y hacer un gesto afirmativo.

—¿Qué habrías hecho tú?

—Dirigirnos hacia el norte —respondió sin dudarlo.

El Anciano Escarcha asintió en silencio mientras observaba los cuerpos centelleantes de un banco de pececillos justo bajo la superficie.

—¿Habrías llevado a los Cazadores hacia ese Maestro del que escapaste por los pelos? ¿Hacia la criatura que había destruido la Tierra del Hielo, a todas las brujas excepto Zénit y a su propio duende hechicero? ¿Los habrías hecho cruzar los Páramos de Hielo sin provisiones ni equipamiento y habrías esperado que se enfrentaran a un ejército de criaturas como no se veía desde la Guerra Oscura?

Fénix se vio invadida por la rabia y la culpa.

—Sí.

—¡Chingolos impertinentes! —Las palabras de Escarcha sonaron como un latigazo y Chispa se apresuró a esconderse bajo las pieles de Fénix con un chillido de alarma—. Si estás dispuesta a sacrificar tanto para rescatar a Seis y Siete, quizá lo primero que tenías que haber hecho era no dejarlos allí.

Fénix asintió con rigidez, conteniendo la respiración para evitar el llanto. Últimamente lo hacía con mucha frecuencia.

A su lado, el Anciano Escarcha se pasó la mano por la frente con gesto de agotamiento.

—Ambos sabemos que Siete no habría sobrevivido a…

—¡No está muerta! —La voz de Fénix era casi un grito—. ¿Cómo va a estarlo? Estaba allí justo antes de que se abriera el portal para regresar a La Cornisa. Estaba… —Fénix se interrumpió cuando su respiración entrecortada delató sus emociones.

Apretó los puños con tanta fuerza que notó cómo las uñas se le clavaban en las palmas. Chispa se arrebujó contra ella y Fénix encontró consuelo en su calor.

—No logró atravesar el portal, Fénix. ¿Crees que sobreviviría sola en los Páramos de Hielo? ¿Sin comida? ¿Sin armas? —El Anciano meneó la cabeza con expresión adusta—. Y tampoco me gustan las posibilidades de Seis. Sé que dijiste que el Maestro lo necesitaba, pero no parece precisamente el tipo de persona que trate bien a sus prisioneros.

Fénix hizo una mueca de dolor, pero el Anciano continuó hablando, ahora él también con los puños bien apretados.

—Tienes que dejarlos ir, Fénix. No es lo que diría en circunstancias normales; no es la forma de actuar de los Cazadores. Pero las noticias que trajisteis de la Tierra del Hielo lo cambian todo. El Maestro ha reunido un ejército y la guerra se cierne sobre Ascua. Y llegará pronto, por lo que parece. Al preparar a los clanes, los Cazadores determinaremos si sobreviven o no. Y si sobreviviremos nosotros.

Fénix se aferró a sus rodillas con más fuerza.

—Tuvimos que venir aquí —continuó el Anciano—. El mercado flotante es el único lugar neutral de Ascua, el único sitio donde podría reunir a los clanes, advertirlos de lo que se avecina, intentar organizarnos y formar algo parecido a una fuerza de combate. —Clavó la mirada en Fénix y la apartó rápidamente—. Estarán aquí esta noche. Has realizado un trabajo excelente manteniendo a raya ese poder tuyo. Sigue así. No queremos espantarlos.

—No hay problema. —Levantó la vista cuando Escarcha se puso en pie dispuesto a marcharse—. ¿Puede hacerlo? —preguntó en voz baja—. ¿Puede convencer a los clanes para que unan sus fuerzas por una vez?

«Por una vez». La expresión no hacía justicia a la ingente tarea que Escarcha tenía por delante: las tribus no se habían unido desde hacía siglos, el odio entre clanes era casi un entretenimiento.

El Anciano dejó que su mirada se perdiera al otro lado del lago.

—Tengo que hacerlo. Si no permanecemos unidos, el Maestro y ese ejército suyo pueden acabar con los clanes uno a uno. Solos no tienen ninguna posibilidad. Sin ellos, nosotros tampoco.

Fénix nunca lo había visto tan pálido y tenso. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y se le erizó la piel.

Y con estas palabras el Anciano se marchó. Con la tensión bullendo en su interior, Fénix lo observó desaparecer entre la aglomeración de edificios de juncos trenzados y el bullicio del gentío. En el mismo lugar en que lo perdió de vista aparecieron dos figuras muy diferentes: un muchacho alto con pelo oscuro y ojos marrones y un enorme perro de piedra de color rojizo, ambos acercándose con rapidez.

—Por fin te encontramos —dijo Perro moviendo la cola al aproximarse—. Te estábamos buscando.

—¿Te has enterado? —preguntó Espina y se dejó caer junto a ella—. ¡Los jefes llegan esta noche!

—Acaba de decírmelo Escarcha. —Fénix reprimió una sonrisa al ver la sutil indignación en el rostro de Cinco; no: de Espina. Todavía no se había acostumbrado a su nuevo nombre de Cazador.

Perro emitió un sonido de sorpresa.

—Por supuesto, te lo ha dicho Escarcha en persona —dijo Espina—. Cuando te canses de tanto tratamiento especial, pásame un poco con total confianza.

Fénix sonrió a su pesar.

—Lo tendré en cuenta.

Los amigos permanecieron sentados acompañándose en silencio y observando cómo la brisa rizaba la superficie del lago durante un minuto.

—¿Dónde crees que estarán? —preguntó Espina de pronto.

En su voz no quedaba ni rastro de despreocupación. Era obvio a quiénes se refería. A Seis. A Siete. Uno de sus amigos retenido por el Maestro, la otra desaparecida misteriosamente. Casi era más de lo que podían soportar.

Fénix tragó saliva antes de responder.

—Supongo que Seis estará donde esté el Maestro. Con Victoria y el Croke…, y su ejército. Probablemente avanzando hacia Ascua.

—No se le ocurrirá hacer nada tan aburrido como morirse, ¿no? —dijo Espina con voz temblorosa—. Sabe que no se lo perdonaría.

—El Maestro dijo que lo necesitaba —comentó Perro en tono suave—. Debemos suponer que eso significa mantenerlo con vida.

Fénix enlazó su brazo con el de Espina, deseando poder tranquilizarlo…, y tranquilizarse a sí misma.

—¿Y Siete? —preguntó Espina.

Fénix se puso a juguetear con los juncos aplastados a sus pies. Habían mantenido aquella conversación más de cien veces durante la última semana.

 

 

—Escarcha cree que está muerta.

—Vaya, por lo visto hoy Escarcha es la alegría personificada —murmuró Espina.

—Existen tres posibilidades —dijo Perro con voz firme—. Una: Siete traspasó el portal, pero no llegó a La Cornisa…

—Dice Zénit que eso es imposible —interrumpió Fénix.

—Dos: algo la impidió seguirnos —continuó Perro. En aquel momento hizo una pausa con expresión preocupada—. Sin embargo, no vi nada en las inmediaciones del campamento que se lo hubiera imposibilitado.

—Pero ¿y si había algo? —susurró Fénix—. Una luminaria o… o… —Se interrumpió tragándose el miedo.

Si una criatura de la oscuridad se hubiera encontrado cerca del portal y Siete hubiera tenido que enfrentarse a ella sola… Desterró aquel pensamiento inmediatamente. Siete no era buena luchadora.

—Opción tres: no quiso seguirnos. Se quedó a propósito.

Ahí era donde siempre terminaba la conversación, demasiado amarga para continuar. ¿Habría decidido quedarse en los Páramos? ¿Para rescatar a su hermano Seis? ¿O para quedarse a su lado como prisionera en lugar de abandonarlo?

El sentimiento de culpa se agitó en el interior de Fénix y el rostro de Espina se volvió blanco como la nieve. Perro estaba abatido como nunca lo habían visto. ¿Habría hecho Siete lo que todos deberían haber hecho aquel día? La regla era simple: un Cazador jamás abandona a un miembro de su patrulla. Pero lo habían hecho; habían abandonado a Seis. Cuando Victoria lo atrapó, parecía que no había alternativa. Pero quizá…

Fénix cerró los ojos; de pronto el dolor se había vuelto insoportable.

—Lo siento —susurró.

Se levantó una brisa fría que rizó el agua que la rodeaba y se llevó sus palabras.

 

 

 

 

 

Siete estaba exhausta, con un agotamiento que no sabía se podía llegar a sentir. Era como si se le estuvieran aflojando las articulaciones y su espíritu se alejara flotando.

Las últimas semanas habían sido las más duras de su vida; tantas mentiras, tanto fingir, la culpa terrible de saber lo que ocurriría a continuación y guardar silencio. Ya debería estar acostumbrada, pero nada la había preparado para la desolación de ver la destrucción de la Tierra del Hielo, perder a un hermano y abandonar a sus amigos. Siempre había llevado una vida solitaria, pero jamás se había sentido tan sola como ahora.

Regresó a la Tierra del Hielo durante tres días. Tres días del vacío inmenso de la muerte en los Páramos de Hielo; hielo infinito bajo un cielo plomizo. Tres días de terror, preguntándose si el ejército de la oscuridad continuaría frente a las puertas destrozadas del palacio de escarcha…, y si volvería a ver a su hermano. Le había dado demasiado miedo mirar sus caminos para averiguarlo.

Cobarde.

Cuando por fin llegó a la Tierra del Hielo, con las puertas del palacio astilladas y colgando de las bisagras, el lugar estaba sumido en un silencio espectral y un inmenso vacío. El lago seguía helado, con sus peces de colores sepultados bajo la superficie. El árbol de los banquetes se mantenía en pie en el centro, pero sus hojas estaban marrones y marchitas. El palacio de escarcha había muerto. Los monstruos se habían ido, pero Seis también. La invadió una oleada de dolor y alivio.

Mira sus caminos. ¡Míralos!

Pero Siete no era capaz de hacerlo. Ya sabía que la única manera de recuperarlo era derrotar al Maestro. Y para eso estaba allí.

Dejó caer el Velo cautelosamente con una palabra defensiva de habla silenciosa en la punta de la lengua por si el palacio de escarcha no estaba tan vacío como aparentaba.

No ocurrió nada y, tras un único instante de vacilación, atravesó el lago helado hacia el árbol de los banquetes y empezó a subir su escalera de caracol. Pocos días antes, los pasadizos de hielo resplandecían con luz propia. Ahora necesitaba luz de bruja. Subió, subió y siguió subiendo hasta llegar al cuarto que había compartido con Fénix. Entró con sigilo, intentando no mirar las pertenencias abandonadas de su amiga, intentando no ser consciente de lo cargado que estaba el aire con todas las mentiras que había contado.

Los tres libros estaban exactamente en el mismo lugar donde los había dejado y los alcanzó al tiempo que dejaba escapar un suspiro de alivio. Había un volumen delgado llamado La bruja nómada. Hechizos prácticos de supervivencia, un tomo de un tamaño similar al de un adoquín titulado Magia de combate y una preciosa colección de mapas, uno de ellos de Ascua. Siete recogió sus tesoros y salió del cuarto lo más deprisa que pudo. El silencio era angustioso. Cómo echaba de menos a su hermano y sus amigos. El mundo era demasiado grande y silencioso sin ellos.

Al pie del árbol de los banquetes, buscó la trampilla que apenas se usaba escondida entre las raíces. Haciendo un enorme esfuerzo, tiró de ella hasta abrirla y descubrir los escalones que bajaban en espiral hacia la oscuridad. Se detuvo en el umbral y respiró hondo.

Puedes hacerlo.

Los escalones eran inestables, estrechos y resbaladizos a causa del hielo. Comenzó a bajar despacio mientras el estruendo distante del océano se hacía cada vez más fuerte hasta llegar a una gruta excavada en el acantilado helado sobre el cual se encontraba la Tierra del Hielo. Tres de sus paredes eran de hielo, pero la cuarta se abría al océano ávido y gris. Una rampa empinada descendía hasta desaparecer bajo las olas. Puntualmente, la lengua hambrienta de un oleaje especialmente fiero ascendía por la rampa y lamía el suelo de la caverna. Sin embargo, el agua nunca llegaba a acercarse al revoltijo de barcos, jarcias y sedales apilados contra la pared del fondo.

A pesar de todo, Siete sintió la excitación bullir en su interior. Fuera, el sol ya había comenzado su descenso. Era demasiado tarde para partir ahora, pero lo dispondría todo para estar preparada y poder zarpar al amanecer. Las primeras tres embarcaciones que desamarró estaban intactas…, pero no eran lo que buscaba. No fue hasta que el sol besaba el horizonte y la luz se inundó de oro cuando encontró aquello que había visto en sueños.

Parecía como si aquel barco llevara más de mil años descansando sobre su costado. En algún momento, el hielo que lo rodeaba se había derretido y se había vuelto a congelar, así que estaba férreamente ceñido por el abrazo helado de la Tierra del Hielo. Pero no había duda de lo que era. El corazón de Siete saltó de alegría mientras apartaba los cabos medio podridos y los cubos rotos que lo rodeaban para después empezar a liberarlo de la maraña de redes.

Bajo el hielo, los tablones se habían deformado y encogido, y el paso del tiempo había desfigurado el rostro del mascarón de proa. Ojos con largas pestañas y nariz orgullosa. Labios contraídos en una mueca.

Le dio un vuelco el corazón y pasaron unos instantes hasta que logró controlar el temblor de sus manos lo suficiente para empezar la laboriosa tarea de retirar el hielo.

Cuando Siete terminó de liberar la nave, su grado de excitación había alcanzado el paroxismo y el cielo estaba cuajado de estrellas. Todo su dolor, todos sus sufrimientos y dudas se desvanecieron cuando examinó su trabajo. Desde luego, el barco se encontraba en un estado lamentable, pero lo que había visto en los caminos la llenó de esperanza.

Siete presionó la punta de su puñal contra el pulgar hasta que afloró una brillante gotita de sangre. Después respiró hondo para aplacar los latidos de su corazón, lo colocó sobre la boca del mascarón y apretó con fuerza.

—M-M-Me llamo Siete —susurró con voz entrecortada.

Cuando se abrieron los ojos del barco, eran plateados como la luna; sus dientes, blancos y puntiagudos como huesos rotos. Retiró la mano a toda prisa.

Siete y el barco se miraron.

—¿Puedes oírme? —preguntó la niña, deseando aparentar más seguridad.

El barco parpadeó.

—Bien —repuso Siete con un suspiro. Sintió un alivio inmenso al poder hablar con alguien que no fuera ella misma—. ¿Y puedes hab-b-blar?

Una descarga de palabras e imágenes centelleó en la mente de Siete.

 

GRASA PESCADO SEBO DE BALLENA DESGARRAR DESPEDAZAR MASTICAR SANGRE CALIENTE SALADO

 

Siete apoyó su peso sobre los talones y contuvo el aliento ante el batiburrillo de palabras e imágenes. No lo esperaba. El barco la observó.

Siete pensó con calma lo que había visto.

—Tienes hambre —concluyó por fin.

El barco parpadeó.

Siete asintió y recorrió con la vista el revoltijo de redes y aparejos de pesca iluminados por la luz de la luna.

—Veamos qué p-p-podemos hacer para remediarlo.

 

 

 

 

 

Bandadas de alas destellantes volaban en círculo bajo el cielo negro en medio de un inquietante silencio. En tierra, un ejército de monstruos se extendía hasta donde alcanzaba la vista; kilómetros y kilómetros de hielo bajo los pasos fuertes e implacables de pies, garras y espolones. Cien mil criaturas marchaban en perfecta sincronía con sombras cambiantes en los ojos.

Y en medio de todas ellas caminaba un muchacho fornido, con los ojos verdes y el pelo color arena, completamente solo y más aterrorizado de lo que había estado en su vida.

Seis se encogió sintiendo la fuerza física del hambre de las criaturas que lo rodeaban. Lo único que podía hacer era rogar que la voluntad del Maestro fuese lo bastante fuerte para mantenerlas a raya: su vida dependía de ello.

Habían transcurrido varios días desde que se separó de sus amigos. Al menos, eso creía. Había intentado conservar la noción del tiempo, pero de alguna manera su mente no era capaz de llevar la cuenta.

¿Habrían escapado sus amigos de la Tierra del Hielo? ¿Y su hermana? ¿Estarían a salvo?

Después llegaba la pregunta que más lo atemorizaba: ¿por qué lo retenía el Maestro?

—Pero sí necesitaré a uno de ellos…

¿Qué significaba aquello? ¿Por qué lo necesitaba el Maestro? La mente de Seis hacía rodar la pregunta como una piedra hasta formar un surco tan profundo que le resultaba difícil pensar en otra cosa.

A su lado, rugió un ygrex. Dos cabezas más alto que él, sus cuernos resplandecían bajo la luz invernal, con los dientes también brillando. Al otro lado, gruñó un carpincho escorpión con un crujido de púas que eran a la vez proyectiles. Seis percibió que una oleada de alguna emoción inidentificable recorría las filas del ejército del Maestro.

Siguió la dirección de sus miradas y se quedó petrificado. Hasta entonces, solo habían visto a su alrededor el hielo erosionado por el viento de los Páramos de Hielo. Pero ahora, en el horizonte, un pico con la cumbre nevada se elevaba hacia el cielo. Y tras él, otro y otro más: las Montañas Colmillo. La esperanza retumbó en su corazón. Estaban acercándose a sus amigos y a los Cazadores, acercándose a la seguridad.

Pero su esperanza murió engullida por el horror.

Aunque se acercara a su hogar, llevaba con él un ejército de oscuridad.

 

 

 

 

 

Al atardecer, el mercado flotante echó el ancla en las aguas resplandecientes que reflejaban un cielo encendido. Fénix estaba al borde de la isla con Espina, Perro y Zénit, la joven bruja. Juntos contemplaron cómo los dueños de los puestos desplegaban las pasarelas de juncos, haciéndolas rodar sobre el agua desde la isla hasta la costa como si estuvieran desenrollando bobinas gigantes. Quedarían instaladas durante el tiempo que durase la estancia de los clanes.

—Pues sí que era cierto que venían los jefes —dijo Espina señalando un pequeño grupo vestido de colores vistosos a la orilla del lago—. El Clan de los Desiertos. —Volvió la vista hacia un grupo más pequeño y apagado—. Y el Clan de las Ciénagas.

—Fuera lo que fuera lo que Escarcha escribió en sus cartas, ha funcionado —dijo Perro mientras movía la cola.

—¿Por dónde cruza el Clan de las Cavernas? —preguntó Zénit.

De la misma altura que Fénix, piel oscura y cabello trenzado, miraba a uno y otro lado, intentando empaparse a la vez de todo lo que veía. Nunca había salido de la Tierra del Hielo hasta la semana anterior y todo le parecía fascinante.

Perro señaló con la cabeza el último puente que estaban desplegando. Era más estrecho que los otros, con juncos grises y deshilachados, y apenas se mantenía a flote sobre la tranquila superficie del lago.

—¿Esa cosa es segura? —La duda de Zénit era obvia.

—Los demás jefes estarán encantados si no lo es —respondió Espina en tono sombrío.

—¿Qué quieres decir?

Era una pregunta totalmente lógica, pero a Fénix le costó trabajo encontrar una respuesta atinada.

—Las demás tribus…

—En realidad, todo el mundo —interrumpió Espina.

—… tienen miedo del Clan de las Cavernas.

—Los odian —la corrigió Espina.

—Viven bajo tierra como los duendes —explicó Fénix al ver el desconcierto de Zénit—. Pero nadie sabe cómo sobreviven. Apenas necesitan comerciar con los otros clanes. Supongo que la mayoría de la gente piensa que se parecen demasiado a los duendes como para confiar en ellos…, o algo así.

Fénix se quedó callada y notó que se estaba ruborizando. Hasta hacía poco tiempo, había tenido tantos prejuicios hacia el Clan de las Cavernas como cualquiera. O quizá más: los había creído responsables de la muerte de su familia. Pero eso había sido antes de averiguar que los verdaderos culpables eran sirvientes del Maestro, incluida Victoria, la antigua maestra de armas del Fuerte de los Cazadores. Y antes de conocer a Seis y a Siete y de descubrir que pertenecían al Clan de las Cavernas. Tragó saliva y se obligó a centrarse en la conversación.

Zénit parecía pensativa.

—No había mucha información sobre el Clan de las Cavernas en la biblioteca de la Tierra del Hielo. —Le tembló la voz al pronunciar el nombre de su antiguo hogar, recientemente destruido por el Maestro. Se apresuró a continuar—: Es el clan que más ganas tengo de conocer.

—No estoy seguro de que tengas oportunidad. —Espina hizo un gesto con la cabeza en dirección a la zona de la orilla vacía donde terminaba el puente del Clan de las Cavernas.

—Espero que te equivoques —dijo Perro—. Los guerreros del jefe Karst son muy necesarios. —Recorrió la orilla con la vista—. Incluso a mí me interesa mucho ver cómo se comportan entre ellos los jefes del Clan de los Ríos y del Clan de los Bosques.

Fénix asintió en silencio. Hacía dos semanas que Victoria había asesinado a una lutra, la criatura sagrada del Clan de los Ríos. También había destruido uno de sus preciados árboles-hogar y les tendió una trampa para que cada uno de los clanes incriminara al otro. Había logrado enfrentarlos con una eficiencia aterradora y solo la intervención de Perro había evitado una batalla masiva a orillas del río Ilara. Pero quedaba por ver si de verdad habían hecho las paces.

—Bueno, una cosa es segura —murmuró Zénit entornando los ojos con decisión—. Tenemos que escuchar todo lo que se hable en esa reunión.

Perro levantó las cejas sorprendido.

—Eeeeh…, obviamente no, Zénit —se apresuró a decir Espina—. Escuchar a escondidas reuniones importantes donde se acuerdan estrategias está muy mal. —Bajó la voz—. Y hablar de ello delante de Perro es de idiotas.

Zénit hizo una mueca mirando al Guardián.

—Yo estaré en el debate —dijo Perro, incapaz de ocultar lo mucho que le estaba divirtiendo aquella conversación—. Y no tendré forma de saber qué andaréis tramando.

Fénix y sus amigos contemplaron al grupo del Clan de la Ciénagas subir a su pasarela y avanzar hacia la isla en fila india con rapidez. Un instante después quedó instalado el puente del Clan del Desierto y su delegación se apresuró a cruzarlo, aparentemente decididos a llegar a la isla antes del Clan de las Ciénagas.

—Tengo que encontrar a Escarcha —murmuró Perro—. Quiere que reciba a los jefes con él. —El Guardián titubeó al volverse y empezó a mover la cola—. El único edificio lo suficientemente grande para celebrar la reunión es bastante viejo. —Dejó la mirada perdida sobre las cabezas de los tres muchachos como si hablara consigo mismo—. La pared trasera está llena de agujeros. Agujeros del tamaño de un ojo. Quizá incluso del tamaño de una oreja. —Acto seguido, se marchó.

Espina sonrió.

—Que comience la escucha a escondidas.

 

 

 

 

 

—Este «pero» no es nada conveniente para nuestra reunión, Escarcha —dijo una voz masculina muy contrariada.

Fénix pegó el ojo a un pequeño hueco entre los viejos juncos; sus amigos la imitaron, uno a cada lado. En el interior, la luz cálida de las velas alumbraba la estancia e iluminaba a los jefes de los clanes y a Escarcha sentados en círculo, con Perro a un lado del Anciano. El hombre que había hablado estaba de espaldas a Fénix, pero esta vio que era alto y de piel aceitunada, envuelto en un manto rojo espectacular.

—¿Sabéis quién es quién? —murmuró Zénit.

—El hombre que está hablando es Índigo —susurró Fénix—. Jefe del Clan de los Desiertos.

—Es horrible —añadió Espina—. Siempre tiene que ser el centro de atención.

Fénix continuó hablando.

—¿Ves a la mujer de tez oscura sentada junto a él con plumas verdes en el pelo? Es la jefa Torrente del Clan de los Ríos. Una lutra la tocó y…

—Dicen que tiene más de cien años —interrumpió Espina bullendo de excitación.

—Está estupenda para su edad, si es que es cierto —susurró Zénit—. ¿Quién es esa mujer tan pálida sentada frente a ella?

Dirigieron la vista hacia una anciana vestida de gris que se mantenía erguida con la inmovilidad extraordinaria de un picodaga, esas aves serenas y letales que esperan acechantes a los peces incautos con una paciencia asombrosa.

—Esa es la Hechicera Rocío de la Mañana —respondió Espina—, jefa del Clan de las Ciénagas.

Zénit contuvo un grito.

—¿Hechicera? ¿Es una curandera o una asesina?

—Ellos dicen que son todos curanderos.

—Y allí está la jefa Juncia del Territorio de las Praderas —dijo Fénix procurando disimular la ilusión que le hacía ver a la jefa de su antiguo clan.

La jefa Juncia era una mujer mayor de tez clara y rostro tan dulce y arrugado como una manzana de cosecha tardía.

—El hombre del manto de corteza pulida debe de ser el jefe Llantén del Clan de los Bosques —dijo Zénit.

A su lado, Fénix asintió.

—Por lo visto es el hombre que mejor se comunica con los árboles desde hace generaciones.

—Ya, eso resultará muy útil cuando nos enfrentemos al Maestro —dijo Espina con un bufido.

Fénix le dio un codazo y su gemido ahogado provocó una mirada furibunda de Perro, pero nadie más pareció oírlo.

—Y ya conoces al jefe Remonte —murmuró a Zénit.

La bruja sonrió. El jefe del Clan de las Montañas se había desviado de su ruta para darles la bienvenida a ella, Thea y Libbet, las dos jóvenes brujas Implumes, y hacerlas sentirse como en casa cuando llegaron a La Cornisa la semana anterior. Como los integrantes del Clan de las Montañas apreciaban el cielo y la posibilidad de volar sobre todas las cosas, las brujas y sus águilas de hielo siempre se encontraban muy a gusto entre ellos.

—Pero solo hay seis jefes —dijo Espina—. Karst no ha venido. El Clan de las Cavernas no asiste.

Intercambió una mirada de preocupación con Fénix. Iban a necesitar a todos los guerreros que pudieran reunir para derrotar al Maestro. Que el Clan de las Cavernas no hubiera aceptado la invitación de Escarcha suponía un duro golpe.

En el interior de la cabaña, el Anciano estaba informando a los jefes de todo lo que había descubierto en la Tierra del Hielo, el poder del Maestro para dominar a las criaturas de la oscuridad y cómo las brujas habían perdido la vida a manos de su ejército. Fénix y Zénit se echaron a temblar.

—¿Por qué tiene que contarlo así? —susurró la bruja—. Como si supiera que están muertas. No visteis a ninguna. Es posible que escaparan, igual que hicimos nosotros.

Fénix apretó la mano de su amiga. No albergaba las mismas esperanzas que Zénit; no era capaz. Había visto la devastación causada por el Maestro en el palacio de escarcha, había visto a las águilas de hielo de las brujas desintegrarse en el cielo, había visto a muchas criaturas de la oscuridad llevando sus mantos como trofeos. Desterró aquellos pensamientos de la memoria, pero no antes de que otro recuerdo la atravesara como una lanza. Había una bruja en concreto en la que intentaba no pensar: Nara. Nara había ayudado a Fénix a controlar su fuego elemental. Si ahora sabía dominar su poder, era porque Nara se lo había enseñado con paciencia y maestría.

El jefe Índigo del Clan de los Desiertos estaba hablando de nuevo y Espina gruñó irritado.

—Las noticias que nos traes son terribles, desde luego —declaró Índigo arrastrando las palabras—. Terribles para las brujas. A quienes ninguno de nosotros ha visto desde hace décadas…

Pese a estar fuera, Fénix percibió el desafío. Todas las miradas se volvieron hacia Escarcha para ver su reacción. Se aventuró a mirar a Zénit y no pudo precisar si la muchacha respiraba.

—Correremos la misma suerte que las brujas si no actuamos.

—Es posible —dijo Índigo pensativo—. Pero ninguna de las criaturas que mencionas se ha atrevido jamás a internarse en Ascua. —Aunque le estaba dando la espalda, Fénix percibió el poder de su sonrisa lobuna—. Y, si llegaran a hacerlo, me temo que les parecería un lugar… poco hospitalario.

—¿Es que no has escuchado? —El jefe Remonte hizo un gesto de impaciencia tras las palabras del jefe del Clan de los Desiertos—. Las viejas normas ya no sirven. En la Tierra del Hielo había carpinchos escorpión y devoradores de las corrientes. Y si estas criaturas meridionales pueden desplazarse hacia el norte a las órdenes de ese Maestro suyo, ¿qué puede impedir que traiga criaturas del norte al sur?

Escarcha hizo un signo afirmativo.

—Eso es exactamente lo que está planeando. No hay duda de que tienes tus propios problemas en tu Erial, Índigo, pero ninguna de las criaturas tiene punto de comparación con una luminaria, un skryll o un grim.

Se hizo un silencio terrible entre los jefes. Las criaturas del norte eran las más peligrosas, las más temidas. Eran el motivo por el que se había creado el Fuerte de los Cazadores.

La jefa Rocío de la Mañana se puso en pie.

—Las palabras de Escarcha concuerdan con los augurios que he observado en el Territorio de las Ciénagas —dijo con voz clara y concluyente—. Un huevo de picodaga eclosionó y de su interior surgió una serpiente. Un cometa fue visto a plena luz del día y todos los octópodos cantores entonan al unísono el canto de nuestra destrucción. —Recorrió la sala con su mirada glacial—. Algo ha cambiado en Ascua, existe una gran amenaza que trae consigo un peligro aún mayor. Me comprometo a enviar seiscientos guerreros a luchar…

—¿Solo seiscientos? —preguntó Índigo desdeñoso—. Entonces no puedes creer que el peligro sea tan grande.

—Nuestro clan es el más pequeño —dijo con dignidad imperturbable—. Pero defenderemos Ascua con todo lo que tenemos a nuestro alcance. No como otros.

—¡Esto es ridículo! —Índigo se puso en pie de un salto, presa de un súbito ataque de ira—. ¿Dónde están las pruebas de esa amenaza? No tenemos evidencias, solo la palabra del Fuerte de los Cazadores y el augurio de una hechicera. Un huevo…

Si Índigo esperaba ganarse la aprobación de los demás jefes, se equivocó. La sala se llenó de confidencias expresadas en susurros y murmullos de rumores de fenómenos extraños. Una cosa quedó clara rápidamente: todos los clanes habían sufrido menos ataques de criaturas de lo normal durante las últimas semanas.

—Es como si se hubieran marchado —dijo la jefe Juncia con gesto de preocupación—. Parece como si en el Territorio de las Praderas ya no hubiera carpinchos escorpión ni sierpes babosas.

—Se han unido al Maestro —gruñó Perro—. Pero volverán.

—Hay un maldito ejército de criaturas de la oscuridad allí arriba —dijo Escarcha—. Duendes, grims y lobos invernales, todo lo que siempre hemos temido, trabajando juntos. Para él.

Un escalofrío recorrió la estancia. El Anciano estaba describiendo una pesadilla que se había hecho real.

—¡Palabras! —Índigo seguía de pie—. ¡No tienes pruebas!

—Índigo, por favor. —Escarcha hizo un gesto con las manos pidiéndole que se aplacara.

El jefe movió la cabeza y se envolvió en su manto para marcharse.

—Nos has hecho perder el tiempo, Escarcha.

En el exterior de la cabaña, Espina temblaba y Fénix se alarmó por la expresión de rabia de su amigo. A continuación, el muchacho se levantó y de pronto se alejó en dirección al otro lado del edificio.

—¿Qué hace? —susurró Zénit.

—¡No tengo ni idea!

Fénix volvió a pegar el ojo y vio a Espina irrumpir en la asamblea jadeando de furia.

Índigo se había acercado a la puerta. Se quedó petrificado al ver a Espina; en su rostro se sucedió una serie de emociones demasiado rápidas para poder identificarlas. Al final se decidió por una mueca de desprecio.

—Tú.

Espina se irguió con decisión.

—Hola, padre.

 

 

 

 

 

La llegada de Espina fue recibida con un clamor general y los jefes sacaron distintas armas que llevaban ocultas bajo la ropa. Perro saltó y se situó a un lado de Espina para protegerlo de cualquier arma arrojada precipitadamente, pero el chico parecía ajeno a todo excepto al jefe Índigo. Fénix vio que estaba aterrorizado y furioso a la vez.

—¿El jefe Índigo es el padre de Espina? —susurró Zénit desconcertada—. ¿Lo sabías?

Fénix estaba a punto de responder negativamente, pero se detuvo cuando le vino un recuerdo a la memoria. De repente se vio de nuevo en el Bosque de Hielo observando a Martillo de Roble amenazar a Seis para obligar a Espina a revelar sus secretos.

—Mi padre me desterró —había dicho Espina—. Por lo visto, no tengo madera de jefe, pero mi hermano pequeño sí. Me dijo que, si no desaparecía, encontraría el modo de hacer que mi muerte pareciera un accidente…

—Sabía que era hijo de un jefe, pero no de cuál —respondió Fénix asqueada con el recuerdo.

Una oleada de emoción la embargó por sorpresa. Espina pertenecía al Clan de los Desiertos. En cierto modo, saberlo ayudaba a entenderlo mejor. Su clan valoraba mucho el ingenio, el color y la valentía; Espina poseía aquellas cualidades en abundancia. Su padre era un idiota.

—¿Quieres pruebas? —le espetó Espina—. ¿Pruebas de que el Maestro es real? Yo estuve allí. Yo vi el ejército de la oscuridad con mis propios ojos.

La mueca de desprecio se borró del rostro de Índigo y fue reemplazada por una expresión gélida.

—Más palabras. Y para mí las tuyas significan menos que nada. Lo sabes.

Fénix apretó los puños, pero Espina no movió ni un músculo.

—Lo juro por todas las arenas. Lo juro por las estrellas del desierto. Lo juro por el aliento de quimera.

—Ya no perteneces al Clan de los Desiertos —dijo Índigo entre dientes—. No puedes jurar por nada de eso.

Hizo ademán de dirigirse a la puerta, pero el chico lo agarró del brazo.

—Entonces lo juro por la vida de Zorro del Desierto —dijo Espina con voz temblorosa—. Y por la memoria de mi madre.

Silencio.

Índigo no se movió. Todos los presentes parecían contener la respiración.

—Todo lo que dice es cierto —gruñó Perro—. Estaba a mi lado. Lo vio todo.

Índigo liberó su brazo con brusquedad y alisó su vistoso manto.

—La amenaza no puede ser tan grave si este chico logró escapar.

Sin tiempo para pensar lo que estaba a punto de hacer, Fénix cruzó a zancadas el umbral de la puerta de la cabaña, con la rabia por lo que estaba sufriendo Espina palpitando en su interior. El aire de la sala estaba cargado de cera e intriga. Se dirigió derecha hacia su amigo; Chispa saltó de su hombro al de Espina.

—Usted no sabe de qué está hablando —dijo a Índigo sin prestar atención al resto—. No escapamos del Maestro, fue él quien nos liberó y nos envió a Escarcha con un mensaje…

—¿Os liberó? —Índigo sonrió con suficiencia—. En todo caso, eso sería una prueba de debilidad, no de valentía.

Todos los jefes escuchaban con atención. Fénix observó horrorizada que la jefa Juncia del Clan de las Praderas hacía un gesto de aprobación.

—No lo entiende —dijo Fénix intentando mantener la calma—. El Maestro quiere que la batalla entre su ejército y el nuestro sea lo más cruenta posible. Quiere…

—Estoy algo confusa. —Era la voz de la jefa Torrente; la luz de las velas arrancaba destellos a las espinas bruñidas como el oro que llevaba en el pelo—. ¿Qué tiene que ver que el Maestro os liberara con la batalla que se avecina?

—Quería que hiciéramos correr la voz —respondió Fénix—. Quiere que luchemos contra él. Se alimenta de dolor y miedo. Una batalla sería todo un festín para él… —Su voz se fue apagando.

—En ese caso, todavía lo entiendo menos —dijo la mujer en tono cortante—. ¿Por qué íbamos a darle lo que quiere?

Los demás jefes hicieron gestos de aprobación.

Índigo se inclinó hacia Fénix con una sonrisa sarcástica y perversa.

—Disculpa. Al fin y al cabo, veo que eres una aliada.

Espina se estremeció. Fénix apretó los puños y exclamó ante la asamblea:

—Si no luchamos juntos, el Maestro acabará con los clanes uno a uno…

El clamor de las voces de los jefes ahogó la de Fénix.

Escarcha hizo un mohín, la miró haciendo un gesto de reprobación y Fénix se mordió el labio, maldiciendo lo que acababa de hacer. Había irrumpido en la sala para ayudar a Espina, pero había terminado estropeando toda la negociación del Anciano.

Perro tenía una expresión feroz.

—Se están convenciendo unos a otros de que la amenaza no es tan grave.

—Es que no lo es. —Índigo volvió a arroparse en el manto—. Y, ahora, si me disculpáis…

Se disponía a salir cuando Perro lanzó un ladrido que hizo temblar el suelo.

Fue Escarcha quien rompió el repentino silencio con la mirada clavada en Fénix:

—Te pedí que lo mantuvieras en secreto, pero los clanes tienen que entender la magnitud de la amenaza que se cierne sobre Ascua. Fénix, tú eres la prueba viviente.

Fénix lo entendió al instante y asintió, con la boca demasiado seca para hablar. El fuego comenzaba a abrirse paso en su interior, consciente de que estaba a punto de invocarlo. Su corazón se aceleró y notó un hormigueo en los dedos al mirar a su alrededor.

Índigo la miró fijamente y luego alzó los brazos indignado.

—Esto es…

El resto de su protesta se perdió entre el rugido de las llamas cuando Fénix soltó un torrente dorado de fuego sobre su silla vacía. En un instante quedó reducida a un montón de cenizas humeantes.

Sofocó las llamas y por un instante reinó un completo silencio. Después, el terror invadió la sala. Los jefes retrocedieron apresuradamente y se apretaron contra las paredes de la cabaña.

—¡Imposible! —exclamó Índigo atónito, abriendo como platos sus ojos oscuros. Retrocedió y chocó con la hechicera Rocío de la Mañana y sus ojos como el hielo—. ¿Has visto eso? —preguntó con voz entrecortada—. Es…, es…

Rocío de la Mañana recobró la compostura y lo apartó de un empujón.

—La palabra que buscas, Índigo, es «elemental».

Los jefes la miraron horrorizados. Fénix se irguió con gesto decidido.

—¿Es prueba suficiente para ti, Índigo? —refunfuñó Escarcha—. Es la primera bruja elemental que aparece desde la Guerra Oscura. Ya sabes lo que eso significa.

—Un presagio —susurró Índigo.

Un escalofrío recorrió la estancia mientras sus palabras se convertían en un silencio marchito.

Espina dio la mano a su amiga y la sacó de la cabaña. Fénix tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para no echar a correr.

 

 

 

 

 

Zénit los esperaba fuera.

—¿Estás bien?

Fénix negó con la cabeza. La manera en que la habían mirado los jefes… Chispa abandonó el hombro de Espina para saltar al de su ama y acariciarle la mejilla con el hocico.

Espina exhaló un suspiro agitado y revivió todos los recuerdos que habían asaltado a Fénix. Tenía un aspecto fantasmagórico a la luz de la luna y Fénix observó que le temblaban las manos. De repente, no le pareció importante lo que le había ocurrido a ella; unos extraños la habían mirado con miedo y desprecio, pero a Espina lo había mirado así su propio padre.

Fénix le tendió la mano.

—No —dijo el chico con voz temblorosa—. No intentes ser amable. Solo lograrás empeorar las cosas.

A su espalda, la discusión de los jefes subió de tono.

—Vámonos de aquí —dijo Zénit llevándose a Fénix y a Espina.

Dejaron atrás cabañas de juncos llenas de gente, luz y risas. Después atravesaron el espacio abierto y vacío del mercado hasta llegar a la orilla. Aquella parte de la isla era mucho más tranquila. Se sentaron juntos en silencio.

Fénix intentó que se le ocurriera algo adecuado que decir a su amigo.

—Enfrentarte así a Índigo…

—¡Te he dicho que no intentes ser amable! —la interrumpió Espina con expresión sombría e iracunda en su rostro iluminado por la luna. Chispa abandonó el hombro de Fénix para trepar al de Espina. El chico no se lo impidió, pero siguió con los puños apretados.

Zénit contempló la luna unos instantes y suspiró.

—¿Sabíais que fueron las brujas quienes inventaron el mercado flotante? —preguntó. Habría aparentado total naturalidad si no hubiera sido por la forma en que miró a Espina.

Silencio.

—Fue unos diez años después de la Guerra Oscura —continuó entrando de lleno en el tema—. La confianza de los clanes empezaba a flaquear y volvían a aflorar viejos rencores. Pero durante aquellos años de alianza habían logrado muchas cosas. El comercio entre clanes los había beneficiado a todos: el Clan de las Montañas ya no se moría de hambre en invierno gracias a las cosechas del Clan de las Praderas; el Clan de los Ríos ya no se moría de frío gracias al ymbre del Clan de los Bosques.

Espina se sosegó un poco mientras Zénit hablaba. Sus manos se relajaron; un dedo solitario acarició el pelaje de Chispa. Fénix hizo a Zénit un gesto casi imperceptible para animarla a seguir hablando.

—El Fuerte de los Cazadores preguntó a la Tierra del Hielo si había alguna forma de crear un espacio neutral donde ninguno de los clanes ostentara el control y pudieran estar en igualdad de condiciones. —Hizo una pausa y miró a su alrededor—. Las brujas consultaron a los jefes y así nació el mercado flotante. Al no tratarse de agua ni tierra firme, es un lugar que ningún clan puede reivindicar como propio. También creamos las rutas seguras y las dotamos de protecciones para evitar la violencia. Aunque… —Zénit hizo una pausa y tragó saliva— esa magia debía renovarse cada pocos años. Así que ahora…

—Hace mucho tiempo que las rutas seguras dejaron de serlo —dijo Fénix, apenada por el gesto que hizo Zénit al oírlo—. Pero… ¿sería posible que hicieras algo al respecto?

Zénit asintió.

—Supondría un cambio drástico en las relaciones entre clanes —dijo Espina mirando a la bruja.

Fénix contuvo un suspiro de alivio al ver que las mejillas de su amigo recuperaban el color.

—¡Ah, estáis aquí! —Perro apareció a su espalda—. Espina, tu enfrentamiento con Índigo fue muy atinado. Y también muy valiente.

—¿Escarcha está…?

No hizo falta que Espina terminara de formular la pregunta. Estaba terminantemente prohibido que los Cazadores hablaran de su pasado. Había infringido la regla en presencia de un Anciano.

—No está satisfecho —reconoció Perro—. Pero estabas intentando actuar al servicio de los intereses del Fuerte y de todo Ascua. Índigo es el que tiene el carácter más complicado … —añadió con un gruñido—, pero la eficacia de sus guerreros está fuera de toda duda y los necesitamos. Y Escarcha lo sabe.

Espina asintió en silencio. Fénix le dio un apretón en el brazo y él respondió con una sonrisa débil.

—Y Fénix —dijo Perro volviéndose hacia ella—, ¿estás bien?

—No recibiste la más calurosa de las bienvenidas —dijo Espina—. Lo lógico sería pensar que se alegrarían de tener a alguien tan poderoso de su lado.

Chispa regresó al regazo de Fénix y esta hundió los dedos en el pelaje de la ardilla.

—Soy un presagio de destrucción, ¿recuerdas? —Intentó aparentar indiferencia, pero le tembló la voz. El miedo que había visto en los rostros de los jefes la había impresionado más de lo que le gustaría reconocer.

—No me creo ninguna de esas patrañas de que seas un mal presagio y, si las crees tú, es que eres boba —sentenció Zénit.

Fénix puso cara de sorpresa, liberándose del torbellino de sus pensamientos.

—O sea que soy un presagio de destrucción y, además, boba —dijo—. Genial. Me siento mucho mejor. Gracias, Zénit.

—¿Qué? —Zénit hizo una pausa—. No, no quería decir… —Se quedó mirando a Fénix unos instantes y se echó a reír—. Me estás tomando el pelo.

—Más o menos. —Fénix suspiró, se abrazó las rodillas y se quedó mirando el lago teñido de plata por la luz de la luna—. Pero no me pilló del todo desprevenida. Cuando descubrí mi poder, hasta Perro dijo que las elementales son precursoras de malas noticias.

Perro emitió un leve gemido.

—No dije eso. Solo que las brujas elementales aparecen en tiempos de dificultad e indican que se aproxima un peligro inminente.

Zénit se encogió de hombros.

—No es eso lo que estudiamos en la Tierra del Hielo.

Fénix la miró excitada.

—Nara nos enseñó que las elementales aparecen en tiempos de peligro, pero para traer el equilibrio, no para presagiar destrucción.

Fénix asimiló sus palabras en silencio, dándoles vueltas y más vueltas.

—Significa que eres una fuerza del bien, Fénix —dijo Zénit—. Eres lo que contrarresta el mal del Maestro.

Fénix sacudió la cabeza.

—No quiero contrarrestarlo. Quiero acabar con él.

Sin moverse, el cuerpo de Zénit pareció enroscarse junto al suyo. Fénix supo que estaba pensando en la Tierra del Hielo, en todos los que conocía allí.

—Yo también.

—Y yo —murmuró Espina—. Acabar con él y rescatar a Seis.

Perro corroboró sus palabras con un gruñido.

—Puede que haya una forma de conseguirlo —dijo con un repentino entusiasmo en su voz—. Escarcha ha recibido un mensaje del jefe Karst. Asegura que el Clan de las Cavernas sabe algo del Maestro. Escarcha me ha enviado a buscaros.

 

 

 

 

 

Cuando la luz iridiscente del amanecer acarició el Océano Infinito, Siete y el barco ya estaban preparados para zarpar.

Se había pasado la noche pescando, pero sin apenas suerte hasta que se acordó de La bruja nómada. El libro se había abierto por una página que contenía unas palabras muy sencillas de habla silenciosa que prometían éxito en las capturas.

La mirada del barco se hizo más intensa cuando Siete se acercó con el primer pez.

 

FOCAS SABOREAR DULCE PECES DELIFINS MASTICAR HUESOS SANGRE SANGRE SANGRE

 

A continuación —por si no había captado el mensaje— y con una voz tan fuerte que la estremeció:

 

¡¡¡DAME DE COMER!!!

 

—N-n-no hace falta que grites cuando ya tengo tus pensamientos en mi mente —dijo frotándose una sien.

El barco hizo caso omiso con la mirada fija en el pez. Abrió la boca como si estuviera bostezando y Siete se encontró cara a cara con tres filas de dientes afilados como espadas. Lanzó el pez manteniendo las manos lo más alejadas que pudo. El pez desapareció en un momento y el barco volvió a clavarle la mirada.

—P-p-puedo pescar más —se apresuró a decir Siete.

El barco parpadeó.

No fue hasta después del octavo pez cuando Siete empezó a apreciar los cambios. Los tablones combados y torcidos del barco empezaron a… ¿reactivarse? La embarcación fue perdiendo su aspecto reseco y la madera cobró un nuevo brillo. Con el undécimo pez, el mástil partido se enderezó con un chasquido como el de un látigo. El sobresalto de Siete fue tal que a punto estuvo de resbalar por la rampa.

—P-p-podías haberme avisado —dijo jadeante—. Casi me caigo al agua.

Las comisuras de la boca del barco se curvaron hacia arriba.

 

AGUA RESPLANDECIENTE SOL OLAS ESPUMOSAS BURBUJAS COSQUILLEANTES NAVEGAR

 

—¿Me estás… tomando el pelo?

El barco parpadeó.

—Bueno, pues me parece…

Se interrumpió incapaz de seguir enfadada. Para su sorpresa, sintió que también a ella le estaba dando la risa. Las imágenes del océano que el barco proyectaba en su mente eran alegres. Pero le pareció detectar algo más entre ellas.

—¿Te d-d-duele?

El barco parpadeó.

 

TABLONES ASTILLADOS HUESOS PARTIDOS UNA HERIDA CERRADA SUTURADA

 

—Las curas duelen —susurró Siete—. Lo siento. Me daré más prisa.

Corrió de nuevo hacia los sedales que había echado al agua y añadió algunos más.

Diez peces después, el barco estaba irreconocible. La madera resplandecía y el casco había recuperado su esplendor y su forma aerodinámica. Una vela de un vivo color amarillo estaba cuidadosamente aferrada al mástil. A Siete le pareció extraordinariamente hermoso.

—Creo que ya est-t-tamos… ¿preparados?

No pretendía formular una pregunta, pero lo parecía.

El barco parpadeó.

—No s-s-sé navegar —confesó Siete.

Se sonrojó cuando las carcajadas espumeantes del barco inundaron su mente.

 

MAR CRISTALINO MAR ENFURECIDO REMOLINOS ISLAS ARRECIFES ROCAS PLATIJAS DE LAS TORMENTAS

 

Siete comprendió.

—Tú conoces el océano. Conoces el peligro. No necesitas que yo haga nada.

El barco parpadeó.

Siete sonrió.

—¿Puedo empujarte hacia la rampa?

El barco volvió a parpadear.

Era sorprendentemente ligero y se deslizó con facilidad sobre el hielo hasta la boca de la caverna. En el exterior, con las primeras luces del día, el mar estaba liso como un cristal del desierto.

El barco volvió a dirigirle una mirada fugaz. El campo de visión de Siete se llenó de imágenes del océano y, entre ellas, algo inquisitivo.

 

¿ADÓNDE?

 

—Ah, ¿quieres saber adónde vamos? —Siete alcanzó el atlas y se inclinó ansiosa junto al rostro del barco, pasando las páginas hasta llegar a Ascua—. Estamos aq-q-quí —explicó señalando el punto más septentrional—, pero tenemos que ir aquí. —Trazó una línea con el dedo hasta llegar a una isla apartada de la costa del Territorio de los Ríos—. La Isla de los Duendes. Está… muy lejos. Creo que no ha ido nadie desde hace siglos.

La mirada inquisitiva se intensificó y el barco miró el mapa con los ojos entornados.

 

¿POR QUÉ?

 

—¿Que por qué vamos? —preguntó Siete.

El barco parpadeó.

La niña inspiró hondo.

—Existe un hechizo q-q-que crea una cosa que se llama Veta Oscura. Lo inventaron los duendes hechiceros hace mucho tiempo para d-d-derrotar un terrible mal. Y ahora ese mal (el Maestro) ha vuelto, pero el hechizo se ha perdido. —Se estremeció—. Los hechiceros vivían ahí. —Volvió a tocar la isla con el dedo—. Espero que s-s-siga habiendo algún registro donde aparezca el hechizo. —Tragó saliva—. Tiene que haberlo. Es m-m-muy importante. Creo que salvará a mi hermano y m-m-mis amigos. Creo que podría salvar… todo.

 

 

 

 

 

Un murciélago enorme colgaba de una de las vigas de la austera cabaña de Escarcha. Espina dejó escapar un agudo grito de sorpresa. Su cuerpo envuelto en unas alas que parecían de cuero era por lo menos cuatro veces más grande que Chispa, y los observó con curiosidad con sus ojos negros y penetrantes. Sobre el hombro de Fénix, Chispa se irguió fascinado con los bigotes enhiestos.

—No os quedéis ahí mirando —dijo Escarcha haciéndoles un gesto para que se acercaran al fuego.

Fénix se quedó de pie junto a Perro, mientras las llamas le calentaban las mejillas y Espina y Zénit se sentaban en las únicas sillas que había. Ninguno apartó la vista del rostro peludo que tenían delante.

—¿Qué es eso? —preguntó Espina sin poder contenerse cuando el murciélago emitió un chirrido suave.

—El mensajero de Karst —respondió Escarcha en tono cortante.

Parecía distraído y Fénix vio que estaba reflexionando sobre el contenido de un pequeño pergamino que inclinó hacia el fuego para leerlo mejor.

—¿Karst sabe cómo destruir al Maestro? —preguntó Fénix bruscamente. Tuvo que apretar los puños para evitar que le temblaran los dedos. Cada partícula de su ser anheló que Escarcha dijera que sí.

Cerró los ojos recordando el momento en que el Maestro apareció ante ellos en la Tierra del Hielo, el poder terrible que había demostrado. No había observado ninguna debilidad, nada que pudiera ayudar a los Cazadores o a los clanes a combatirlo. Si Karst tuviera el mínimo vestigio de información útil…

—No lo sé. —El Anciano frunció el ceño y por fin se volvió hacia ellos—. Karst es un viejo granuja. Su mensaje oculta más de lo que revela. —Meneó la cabeza y le entregó la nota con brusquedad—. Será mejor que leas esto, Fénix.

Perro, Zénit y Espina la rodearon como una piña mientras desenrollaba el pergamino.

 

Escarcha:

 

Esa criatura a la que llamas el Maestro es conocida en las tierras subterráneas. Aquí hay algo que puede resultar útil para enfrentarse a él, aunque serán necesarios un coraje extraordinario y una enorme habilidad para conseguirlo. La niña a la que llamáis Siete dijo que tenía que ser una elemental quien lo intentara. Enviadla a la Fosa del Infierno. La esperaré hasta la luna nueva y la guiaré lo mejor que pueda.

En cuanto al otro asunto, puedes contar con la presencia de novecientos de mis guerreros cuando lo necesites.

 

Karst

 

Fénix aferró el pergamino y buscó la mirada de Escarcha.

—¿Siete está con Karst? —preguntó sintiendo renacer la esperanza.

—Eso parece. —El surco de la frente de Escarcha se hizo más profundo—. Sabe que eres una elemental, lo que parece indicar que al menos esa parte es cierta.

—Karst no pensará en serio que vamos a enviarle a Fénix —protestó Perro con un gruñido mientras empezaba a pasear de un lado a otro—. Será muy extravagante, pero no es idiota.

Fénix lo miró; ya estaba decidida.

—Voy a ir. Si Siete está con él y existe la más mínima posibilidad de descubrir cómo derrotar al Maestro…, no puedo dejar que se me escape. —Inspiró hondo—. Todos sabemos que se avecina una batalla. Descubrir el punto débil del Maestro podría suponer la diferencia entre ganar y perder.

—Sí, eso sí —corroboró Escarcha—, pero ¿sabes qué otra cosa supondría la diferencia? —La miró a directamente a los ojos—. Tú. No he olvidado lo que ocurrió en el Fuerte de los Cazadores, Fénix. ¿Y esa demostración que hiciste antes a los jefes? Veo que tienes mucho más control sobre tu fuego desde que estuviste en la Tierra del Hielo. Tienes un poder que es muy a tener en cuenta. —Frunció el ceño—. No, no puedes ir. Eres demasiado valiosa.

Fénix intentó no perder la calma.

—Si tiene tanta fe en mis habilidades, ¿de qué debemos preocuparnos? Puedo arreglármelas…

—También quiero respuestas —interrumpió Escarcha—. Pero si es cierto que Karst las tiene, ¿por qué no nos las da sin más? ¿A qué viene todo ese misterio? —Movió la cabeza—. Esto no me gusta nada.

—No estará sola —dijo Espina de pronto—. Yo iré con ella.

—Yo también la acompañaré —dijo Perro.

—Y yo —dijo Zénit. La bruja se irguió—. Un Guardián, una bruja y un guerrero; ni tres patrullas enteras de Cazadores serían más eficientes.