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La orden E-Book

Daniel Silva

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Beschreibung

Gabriel Allon está con su familia en unas discretas y muy necesarias vacaciones en Venecia. La tranquilidad acaba cuando el Papa Pablo VII muere de improviso y el leal secretario privado del Santo Padre, el arzobispo Luigi Donati, convoca a Gabriel a Roma. Mil millones de católicos han sido informados que el papa ha muerto de un ataque al corazón. Sin embargo, Donati tiene dos buenas razones para pensar que ha sido asesinado. La primera que el guardia suizo que guardaba las estancias pontificias esa noche ha desaparecido. La segunda la carta que el Santo Padre estaba escribiendo esa noche durante las últimas horas de su vida… dirigida a Gabriel. «Mientras investigaba en los archivos secretos del Vaticano, encontré un libro más que sorprendente…» El libro es un Testamento suprimido hace mucho, un Testamento que cuestiona la precisión de la imagen que el Nuevo Testamento da de uno de los eventos más portentosos de la historia de la humanidad. Solo por esa razón, la Orden de Santa Elena -una oscura sociedad católica con lazos con la extrema derecha europea- no se detendrá ante nada para evitar que caiga en las manos de Gabriel mientras conspiran para hacerse con las riendas del trono de San Pedro. Y esto solo es el principio. Mientras los cardenales se van reuniendo en Roma para el Cónclave, Gabriel empieza una desesperada investigación para recabar pruebas de la conspiración de la Orden y para encontrar un largo tiempo perdido Testamento que podría poner fin a dos mil años de odio mortal. Su búsqueda le llevara desde el Puente Vecchio en Florencia a un monasterio en Asis pasando por las profundidades de los Archivos Secretos del Vaticano y finalmente la capilla Sixtina, donde será testigo del sagrado traspaso de las llaves de San Pedro a un nuevo pontífice, algo que nunca antes nadie había visto fuera del colegio cardenalicio. «En parte thriller de espionaje y en parte novela policiaca, esta nueva aventura de Allon es una historia de espías inteligente y llena de acción. Además, tiene un trasfondo de historia de las escrituras fascinante y muy bien documentado. Un misterio de hace siglos y una conspiración que podría desestabilizar medio mundo. La Orden es el encuentro entre Jason Bourne y El código Da Vinci». Apple Books «Una novela con ritmo trepidante, de las que no puedes dejar, La Orde deja absolutamente clara una cosa: si no estás leyendo a Daniel Silva te estás perdiendo a uno de los mejores y más prolíficos novelistas que el género ha conocido». The Real Book Spy «Silva deja claro que los fantasmas de la Guerra Fría y de Kim Philby, el mayor agente doble del KGB en el MI6, siguen vivos, a pesar del cambio de siglo y de virus informáticos capaces de acabar con el programa nuclear iraní. Eso sí, en lugar de un control militar en una frontera o un puente atiborrado de espías, el escenario del momento decisivo de La otra mujer es un Starbucks. Un espresso macchiato con doble de polonio, por favor». Ismael Marinero , El Mundo, sobre La otra mujer «Una novela interesante, bien trabada, con atmósferas inquietantes y escrita con pulso, y que, cimentándose y homenajeando el clásico género de la literatura de espías, aporta nuevos elementos para seguir seduciendo lectores». Juan Bolea, El Periódico de Aragón sobre La otra mujer «Perfectas son las descripciones del califato del ISIS, la amenaza del terrorismo y Marruecos como exportador de hachís y yihadistas». La Razón sobre Casa de Espías «En las novelas de Silva, y La viuda negra es el último ejemplo, está la realidad del mundo convulso en el que vivimos. Y mucho espectáculo, que de vez en cuando no está mal». Juan Carlos Galindo, El País

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La Orden

Título original: The Order

© 2020, Daniel Silva

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

© De la traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-589-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prefacio

Primera parte. Interregno

1. ROMA

2. JERUSALÉN – VENECIA

3. CANNAREGIO, VENECIA

4. MURANO, VENECIA

5. VENECIA – ROMA

6. RISTORANTE PIPERNO, ROMA

7. RISTORANTE PIPERNO, ROMA

8. RISTORANTE PIPERNO, ROMA

9. CAFFÈ GRECO, ROMA

10. CASA SANTA MARTA

11. VIA SARDEGNA, ROMA

12. ROMA – FLORENCIA

13. FLORENCIA

14. PONTE VECCHIO, FLORENCIA

15. VENECIA – FRIBURGO, SUIZA

16. CAFÉ DU GOTHARD, FRIBURGO

17. RECHTHALTEN, SUIZA

18. RECHTHALTEN, SUIZA

19. LES ARMURES, GINEBRA

20. LES ARMURES, GINEBRA

21. ROMA – OBERSALZBERG, BAVIERA

22. ROMA

23. ARCHIVO SECRETO VATICANO

Segunda parte. Ecce homo

24. CURIA JESUITA, ROMA

25. CURIA JESUITA, ROMA

26. ROMA – ASÍS

27. ABADÍA DE SAN PEDRO DE ASÍS

28. ABADÍA DE SAN PEDRO DE ASÍS

29. ABADÍA DE SAN PEDRO DE ASÍS

30. VIA DELLA PAGLIA, ROMA

31. VIA DELLA PAGLIA, TRASTÉVERE

32. TRASTÉVERE, ROMA

33. EMBAJADA DE ISRAEL EN ROMA

34. CAPILLA SIXTINA

35. ZÚRICH

36. MÚNICH

37. MÚNICH

38. MÚNICH

39. BEETHOVENPLATZ, MÚNICH

40. MÚNICH

41. MÚNICH

42. MÚNICH

43. COLONIA, ALEMANIA.

44. BAVIERA, ALEMANIA

45. OBERSALZBERG, BAVIERA

46. OBERSALZBERG, BAVIERA

47. OBERSALZBERG, BAVIERA

Tercera parte. Extra omnes

48. CURIA JESUITA, ROMA

49. VILLA GIULIA, ROMA

50. PLAZA DE SAN PEDRO

51. VIA DELLA CONCILIAZIONE

52. CASA SANTA MARTA

53. VILLA BORGHESE

54. CASA SANTA MARTA

55. VILLA BORGHESE

56. VIA GREGORIANA, ROMA

57. CURIA JESUITA, ROMA

58. CAPILLA SIXTINA

59. CURIA JESUITA, ROMA

60. CAPILLA SIXTINA

Cuarta parte. Habemus Papam

61. CANNAREGIO, VENECIA

62. PIAZZA SAN MARCO

63. VENECIA – ASÍS

64. ABADÍA DE SAN PEDRO, ASÍS

Nota del autor

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Como siempre, para mi mujer, Jamie, y mis hijos, Lily y Nicholas

 

 

 

 

 

Viendo, pues, Pilatos que nada conseguía, sino que el tumulto crecía cada vez más, tomó agua y se lavó las manos delante de la muchedumbre, diciendo: «Yo soy inocente de esta sangre; vosotros veáis». Y todo el pueblo contestó diciendo: «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos».

Mateo, 27: 24-25

 

 

En todas las desgracias que en adelante azotaron al pueblo judío —desde la destrucción de Jerusalén hasta la obscenidad de Auschwitz— resonaba algún eco de aquel pacto de sangre.

Ann Wroe, Pilatos. Biografía de un hombre inventado

 

 

Hay que ignorar a conciencia el pasado para no saber adónde conduce todo esto.

Paul Krugman, The New York Times

Prefacio

 

 

 

 

 

Su santidad el papa Pablo VII aparecía por primera vez en El confesor, el tercer libro de la serie de novelas protagonizada por Gabriel Allon. Más adelante se dejó ver también en The Messenger y The Fallen Angel. Nacido Pietro Lucchesi, es el expatriarca de Venecia y el sucesor directo de Juan Pablo II en la cátedra de san Pedro. En mi recreación ficticia del Vaticano, los papados de Joseph Ratzinger y Jorge Mario Bergoglio —los sumos pontífices Benedicto XVI y Francisco— no han tenido lugar.

PRIMERAPARTEInterregno

 

1 ROMA

 

 

 

 

 

La llamada llegó a las 11:42 de la noche. Luigi Donati dudó antes de contestar. El número que mostraba la pantalla de su telefonino era el de Albanese. Solo podía haber un motivo para que le llamara a esas horas.

—¿Dónde está su excelencia?

—Extramuros.

—Ah, sí. Es jueves, ¿verdad?

—¿Pasa algo?

—Es mejor que no lo hablemos por teléfono. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.

Donati salió a la noche húmeda y fría. Vestía traje clerical negro con alzacuellos, no la sotana con muceta y ribetes de un color casi fucsia que usaba en la oficina, como llamaban los prelados de su rango al Palacio Apostólico. El arzobispo Donati era el secretario personal de su santidad el papa Pablo VII. Alto y delgado, con una hermosa mata de pelo oscuro y facciones de ídolo de la gran pantalla, tenía sesenta y tres años recién cumplidos. La edad, sin embargo, no había mermado su atractivo. La revista Vanity Fair le había apodado recientemente Luigi el Conquistador. El artículo había sido para él motivo de infinito bochorno dentro del insidioso mundillo de la curia romana. Aun así, dada la reputación bien fundada que tenía Donati de ser implacable, nadie se había atrevido a mencionárselo a la cara. Nadie excepto el santo padre, que se había mofado de él sin piedad.

«Es mejor que no lo hablemos por teléfono…».

Donati llevaba preparándose para ese momento un año o más, desde el primer infarto leve, que había logrado ocultar al resto del mundo e incluso a gran parte de la curia. Pero ¿por qué precisamente tenía que ser esa noche?

Reinaba un silencio extraño en la calle. «Un silencio mortal», pensó Donati de pronto. Era una avenida flanqueada por palacios, justo al lado de Via Veneto, uno de esos lugares que rara vez pisaba un sacerdote, y menos aún un sacerdote formado en el seno de la Compañía de Jesús, la orden rigurosa en lo intelectual y rebelde en ocasiones, a la que pertenecía Donati. Su coche oficial, con la matrícula SVC propia del Vaticano, aguardaba junto a la acera. El chófer —uno de los ciento treinta agentes del Corpo della Gendarmeria, la policía de la Santa Sede— se dirigió sin prisa en dirección oeste, cruzando Roma.

«No sabe nada».

Donati echó un vistazo en el móvil a las páginas web de los principales diarios italianos. Tampoco se habían enterado aún. Ni ellos, ni sus colegas de Londres y Nueva York.

—Encienda la radio, Gianni.

—¿Música, excelencia?

—Noticias, por favor.

Otra sarta de sandeces de Saviano despotricando contra los inmigrantes árabes y africanos que estaban destrozando el país, como si los italianos no se bastaran por sí solos para empantanar las cosas… Saviano llevaba meses dando la lata al Vaticano para que el santo padre le concediera una audiencia privada, una audiencia que Donati, con no poco regocijo, le había negado.

—Ya es suficiente, Gianni.

La radio volvió a enmudecer, afortunadamente. Donati miró por la ventanilla del lujoso automóvil de fabricación alemana. Aquella no era forma de viajar para un soldado de Cristo. Era, suponía, la última vez que atravesaba Roma en un coche con chófer. Durante casi dos décadas, había ejercido como jefe de personal de la Iglesia católica romana, o algo parecido. Había sido una época tumultuosa: el atentado terrorista en San Pedro, el escándalo en torno a los Museos Vaticanos y sus antigüedades, la lacra de los abusos sexuales… Y, sin embargo, Donati había disfrutado de cada minuto. Ahora, en un abrir y cerrar de ojos, todo se acababa. Volvía a ser un simple cura. Nunca se había sentido tan solo.

El coche cruzó el Tíber y tomó Via della Conciliazione, el ancho bulevar que Mussolini abrió como un tajo en los arrabales de Roma. La cúpula iluminada de la basílica, restaurada en todo su esplendor, se alzaba a lo lejos. Siguieron la curva de la columnata de Bernini hasta la puerta de Santa Ana, donde un guardia suizo les franqueó con un gesto la entrada al territorio de la ciudad-estado. El guardia vestía su uniforme azul de diario: jubón con cuello blanco de colegial, medias hasta la rodilla, boina negra y capa para guarecerse del relente nocturno. Tenía los ojos secos, la faz tranquila.

«No lo sabe».

El coche avanzó despacio por Via Sant’Anna. Dejó atrás el cuartel de la Guardia Suiza, la parroquia de Santa Ana, la imprenta y el Banco Vaticano, y se detuvo por fin junto al arco de acceso al patio de San Dámaso. Donati cruzó a pie el empedrado, entró en el ascensor más importante de la cristiandad y ascendió a la tercera planta del Palacio Apostólico. Avanzó a paso rápido por la logia: a un lado, una pared acristalada; al otro, un fresco. Torció a la izquierda y llegó a los apartamentos papales.

Otro guardia suizo, este en uniforme completo de gala, estaba apostado junto a la puerta, tieso como una vara. Donati pasó a su lado sin decir palabra y entró. Un jueves, iba pensando. ¿Por qué tenía que ser un jueves?

 

 

Dieciocho años, se dijo mientras recorría con la mirada el despacho privado del santo padre, dieciocho años y nada había cambiado. Solo el teléfono. Donati había conseguido convencer por fin al papa de que cambiara el aparato de disco de Wojtyla, una antigualla, por un moderno teléfono multilínea. Aparte de eso, la habitación estaba tal y como la había dejado el polaco. El mismo sobrio escritorio de madera. La misma silla beis. La misma alfombra oriental raída. El mismo reloj dorado y el crucifijo. Incluso el vade de mesa y el juego de escritorio eran aún los de Wojtyla el Grande. A pesar de las esperanzas que había suscitado en un principio su papado —la ilusión de una Iglesia más amable, menos represiva—, Pietro Lucchesi no había logrado escapar por completo de la larga sombra de su predecesor.

Donati se fijó instintivamente en la hora que marcaba su reloj de pulsera. Pasaban siete minutos de la medianoche. El santo padre se había retirado a su despacho a las ocho y media con intención de dedicar hora y media a leer y escribir. Normalmente, Donati se quedaba junto a su jefe o se iba a su despacho, situado en aquel mismo pasillo. Pero, como era jueves, la única noche de la semana que tenía para él, solo se había quedado hasta las nueve.

«Hazme un favor antes de irte, Luigi…».

Lucchesi le había pedido que abriera las gruesas cortinas que cubrían la ventana del despacho, la misma ventana desde la que el santo padre rezaba el ángelus cada domingo a mediodía. Donati había obedecido. Incluso había abierto las contraventanas para que su santidad pudiera contemplar la plaza de San Pedro mientras se afanaba en despachar el papeleo eclesiástico. Las cortinas estaban ahora corridas por completo. Donati las apartó. Las contraventanas también estaban cerradas.

El escritorio estaba recogido, sin el desorden típico de Lucchesi. Había una taza de infusión medio vacía, con la cuchara apoyada en el platillo, que no estaba allí cuando él se marchó, y varios documentos guardados en carpetas de color marrón cuidadosamente apiladas bajo el viejo flexo. Un informe de la archidiócesis de Filadelfia sobre las consecuencias económicas del escándalo de los abusos sexuales. Comentarios para la audiencia general del miércoles. El primer borrador de una homilía para la próxima visita papal a Brasil. Notas para una encíclica sobre el tema de la inmigración que sin duda irritaría a Saviano y a sus compañeros de viaje de la extrema derecha italiana.

Faltaba un documento, sin embargo.

«Te encargarás de que lo reciba, ¿verdad, Luigi?».

Donati miró la papelera. Estaba vacía. Ni un solo trozo de papel.

—¿Busca algo, excelencia?

Levantó la vista y vio al cardenal Domenico Albanese, que lo observaba desde la puerta. Albanese era calabrés de nacimiento y, de oficio, burócrata de la curia. Ocupaba varios altos cargos en la Santa Sede; entre ellos, el de presidente del Consejo Pontificio para el Diálogo entre Religiones y el de archivero y bibliotecario de la Santa Iglesia Romana. Eso no explicaba, sin embargo, su presencia en los apartamentos papales a las doce y siete minutos de la madrugada. Domenico Albanese era, además, el camarlengo, el encargado de notificar oficialmente que la cátedra de san Pedro estaba vacante.

—¿Dónde está? —preguntó Donati.

—En el reino de los cielos —repuso el cardenal.

—¿Y su cadáver?

De no haber tenido vocación clerical, Albanese podría haberse ganado la vida transportando lápidas de mármol o acarreando medias reses en un matadero calabrés. Donati lo siguió por el corto pasillo, hasta el dormitorio. Otros tres cardenales esperaban en la media luz de la habitación: Marcel Gaubert, José María Navarro y Angelo Francona. Gaubert era el secretario de Estado, lo que equivalía a decir el primer ministro y el jefe de la diplomacia del país más pequeño del mundo. Navarro era el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el guardián de la ortodoxia católica y el adalid contra la herejía. Francona, el mayor de los tres, era el decano del Colegio Cardenalicio. Sería el encargado de presidir, por lo tanto, el próximo cónclave.

Fue Navarro, un español de noble cuna, quien se dirigió primero a Donati. Aunque hacía casi un cuarto de siglo que vivía y trabajaba en Roma, aún hablaba italiano con fuerte acento español.

—Luigi, sé lo doloroso que tiene que ser esto para ti. Nosotros éramos sus leales servidores, pero era a ti a quien más quería.

El cardenal Gaubert, un parisino flaco y de rostro felino, acompañó el tibio pésame del español con una profunda inclinación de cabeza, al igual que los tres seglares que permanecían de pie entre las sombras del contorno de la habitación: el doctor Octavio Gallo, médico personal del santo padre; Lorenzo Vitale, jefe del Corpo della Gendarmeria; y el coronel Alois Metzler, comandante de la Guardia Suiza Pontificia. Donati había sido, al parecer, el último en llegar. Sin embargo era él, el secretario privado, y no el camarlengo, quien debería haber convocado a la plana mayor de la Iglesia a reunirse junto al lecho de muerte del papa. De pronto le asaltaron los remordimientos, pero, al contemplar la figura tendida en la cama, el sentimiento de culpa dio paso a una pena abrumadora.

Lucchesi llevaba puesta aún la sotana blanca, pero le habían quitado las pantuflas, y el solideo no estaba a la vista. Alguien le había puesto las manos sobre el pecho. Aferraba con ellas su rosario. Tenía los ojos cerrados y la mandíbula floja, pero su cara no presentaba señal alguna de dolor, nada que sugiriera que había sufrido. De hecho, a Donati no le habría sorprendido que su santidad se hubiera despertado de repente y le hubiera preguntado qué tal le había ido la noche.

«Llevaba puesta aún la sotana blanca…».

Donati se había encargado de llevar la agenda del santo padre desde el primer día de su pontificado. La rutina vespertina del papa pocas veces variaba. Cenaba de siete a ocho y media. Se encargaba del papeleo en el despacho de ocho y media a diez y luego dedicaba quince minutos a orar y reflexionar en su capilla privada. Por regla general, a las diez y media ya estaba en la cama, normalmente con una novela policíaca inglesa, su placer inconfesable. En la mesilla de noche, debajo de sus gafas de leer, descansaba Intrigas y deseos de P. D. James. Donati abrió el libro por la página señalada.

Cuarenta y cinco minutos más tarde Rickards volvía a estar en el escenario del crimen…

Donati cerró el libro. El sumo pontífice, calculó, llevaba muerto casi dos horas, puede que más.

—¿Quién lo encontró? —preguntó con calma—. Espero que no haya sido una de las monjas del servicio.

—Fui yo —contestó el cardenal Albanese.

—¿Dónde estaba?

—Su santidad abandonó esta vida en la capilla. Lo encontré pasadas las diez. En cuanto a la hora exacta de su fallecimiento… —El calabrés encogió sus gruesos hombros—. No sabría decir, excelencia.

—¿Por qué no se me avisó inmediatamente?

—Lo busqué por todas partes.

—Debería haberme llamado al móvil.

—Eso he hecho. Varias veces, en realidad. Sin respuesta.

El camarlengo estaba mintiendo, pensó Donati.

—¿Y qué hacía usted en la capilla, eminencia?

—Esto empieza a parecer un interrogatorio. —Albanese miró un instante al cardenal Navarro; después, volvió a fijar los ojos en Donati—. Su santidad me pidió que rezara con él. Yo acepté su invitación.

—¿Le llamó él directamente?

—Sí, a mi apartamento —respondió el camarlengo con una inclinación de cabeza.

—¿A qué hora?

Albanese miró el techo como si tratara de recordar un detalle menor que había olvidado.

—A las nueve y cuarto. Puede que a y veinte. Me pidió que viniera cuando pasaran unos minutos de las diez. Cuando llegué…

Donati miró el cuerpo sin vida tendido sobre la cama.

—¿Cómo ha llegado aquí?

—Lo traje yo.

—¿Usted solo?

—Su santidad llevaba sobre los hombros el peso de la Iglesia —repuso Albanese—, pero muerto es ligero como una pluma. Como no conseguía contactar con usted, avisé al secretario de Estado, que a su vez llamó a los cardenales Navarro y Francona. A continuación llamé al dottore Gallo, que certificó el fallecimiento. La causa de la muerte ha sido un infarto fulminante. El segundo, ¿no? ¿O es el tercero?

Donati miró al médico papal.

—¿A qué hora certificó usted el fallecimiento, dottore Gallo?

—A las once y diez, excelencia.

El cardenal Albanese carraspeó suavemente.

—En mi declaración oficial he ajustado ligeramente la secuencia temporal de los hechos. Si así lo desea, Luigi, puedo decir que fue usted quien lo encontró.

—No será necesario.

Donati se arrodilló junto a la cama. En vida, el santo padre había sido muy menudo. La muerte lo había menguado aún más. Donati se acordó del día en que el cónclave eligió por sorpresa a Lucchesi, el patriarca de Venecia, para que fuera el sumo pontífice de la Iglesia católica romana, el número doscientos sesenta y cinco de los que ocupaban la cátedra de san Pedro. En la Sala de las Lágrimas, eligió la sotana más pequeña de las tres ya preparadas y, aun así, parecía un niño pequeño vestido con la camisa de su padre. Cuando salió al balcón de San Pedro, su cabeza asomaba a duras penas por encima de la balaustrada. Los vaticanistas le apodaron Pietro el Improbable. Los representantes de la línea más dura de la Iglesia se referían a él socarronamente como «el papa accidental».

Pasados unos instantes, Donati sintió una mano sobre su hombro. Pesaba como plomo. Así pues, tenía que ser la de Albanese.

—El anillo, excelencia.

Una de las responsabilidades del camarlengo era destruir el anillo del pescador del papa difunto en presencia del Colegio Cardenalicio. Esta costumbre, sin embargo, se había abandonado, al igual que la de dar tres golpecitos con un martillo de plata en la frente del papa para verificar que estaba muerto. En lugar de destruir el anillo —que Lucchesi rara vez se ponía—, se le practicarían dos profundas incisiones en el signo de la cruz. Otras tradiciones, en cambio, seguían en vigor, como la clausura inmediata de los apartamentos papales. Ni siquiera Donati, el secretario personal de Lucchesi, podría entrar una vez retirado el cadáver.

Todavía de rodillas, Donati abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó el grueso anillo de oro. Se lo entregó al cardenal Albanese, que lo guardó en una bolsita de terciopelo y declaró solemnemente:

—Sede vacante.

La cátedra de san Pedro estaba ahora vacía. La Constitución apostólica dictaba que el cardenal Albanese se hiciera cargo del gobierno de la Iglesia católica romana mientras durara el interregno, que concluiría con la elección de un nuevo papa. Donati, que solo era arzobispo titular, no tendría ni voz ni voto. De hecho, ahora que su jefe había muerto, carecía de cargo y de poder, y solo debía responder ante el camarlengo.

—¿Cuándo piensa hacer público el comunicado? —preguntó.

—Estaba esperando su llegada.

—¿Podría revisarlo?

—El tiempo es esencial. Si lo posponemos más…

—Desde luego, eminencia. —Donati puso la mano sobre las de Lucchesi. Ya estaban frías—. Me gustaría quedarme un momento a solas con él.

—Solo un momento —repuso el camarlengo.

La habitación se vació lentamente. El cardenal Albanese fue el último en salir.

—Dígame una cosa, Domenico.

El camarlengo se detuvo en la puerta.

—¿Excelencia?

—¿Quién corrió las cortinas del despacho?

—¿Las cortinas?

—Estaban abiertas cuando me marché, a las nueve. Y las contraventanas, también.

—Las cerré yo, excelencia. No quería que se viera desde la plaza que había luz encendida en los apartamentos a esas horas de la noche.

—Sí, claro. Hizo usted bien, Domenico.

El camarlengo salió, dejando la puerta abierta. A solas con su difunto jefe, Donati luchó por contener el llanto. Tendría tiempo más adelante de dar rienda suelta a su pena. Se inclinó hacia la oreja de Lucchesi y apretó suavemente su mano fría.

—Háblame, viejo amigo —le susurró—. Dime qué ha pasado de verdad esta noche.

 

2 JERUSALÉN – VENECIA

 

 

 

 

 

Fue Chiara quien informó en secreto al primer ministro de que su marido necesitaba urgentemente unas vacaciones. Desde que ocupaba a regañadientes el despacho de dirección de King Saul Boulevard, Gabriel apenas se había concedido una tarde libre; solo tras el atentado de París, que le fracturó dos vértebras lumbares, se había tomado un par de días de baja. Aun así, era una decisión que no podía tomarse a la ligera. Gabriel necesitaba comunicaciones seguras y, lo que era más importante, un sólido dispositivo de seguridad. Igual que Chiara y los gemelos. Irene y Raphael celebrarían pronto su cuarto cumpleaños. El peligro que corría la familia Allon era tan agudo que nunca habían puesto un pie fuera del Estado de Israel.

Pero ¿adónde irían? Viajar a un destino exótico y lejano estaba descartado. Tendrían que quedarse no muy lejos de Israel, de modo que, si se daba una emergencia nacional —cosa harto probable—, Gabriel pudiera estar de vuelta en King Saul Boulevard en cuestión de horas. Podían olvidarse de hacer un safari en Sudáfrica y de viajar a Australia o las Galápagos. Seguramente era mejor así, porque Gabriel tenía una relación problemática con los animales salvajes. Chiara no quería, además, que otro largo vuelo lo dejara agotado. Desde que era el director general de la Oficina, viajaba cada dos por tres a Washington para conferenciar con sus socios americanos en Langley. Lo que más falta le hacía era descansar.

Claro que, por otro lado, no era natural en él estar ocioso. Era un hombre de enorme talento, pero con escasas aficiones. No esquiaba ni buceaba, y en toda su vida había empuñado un palo de golf o una raqueta de tenis, salvo para usarlos como arma. Las playas le aburrían, a no ser que fueran frías y ventosas. Le gustaba navegar, especialmente en las aguas turbulentas del oeste de Inglaterra, o echarse una mochila a la espalda y caminar a buen paso por los páramos yermos. Pero ni siquiera Chiara, que había sido agente de la Oficina, era capaz de seguir su ritmo más allá de uno o dos kilómetros. Los niños, sin duda, desfallecerían de cansancio.

El truco estaba en encontrar algo que Gabriel pudiera hacer mientras estuvieran de vacaciones: un pequeño proyecto que lo mantuviera ocupado un par de horas por la mañana, hasta que los niños se despertaran y estuvieran vestidos y listos para empezar el día. ¿Y si además ese proyecto podía llevarse a cabo en una ciudad en la que ya se sentía a gusto? ¿En la ciudad donde había estudiado restauración y había ejercido como aprendiz? ¿En el lugar donde Chiara y él se conocieron y enamoraron? Ella era oriunda de esa ciudad, y su padre era el rabino principal de su declinante comunidad judía. Además, su madre no dejaba de insistir en que llevara a los niños a hacerles una visita. Sería perfecto, se dijo Chiara. Los dos pájaros de un tiro del refrán.

Pero ¿cuándo? En agosto no había ni que pensar. El clima era demasiado húmedo y caluroso, y la ciudad estaría sumergida en un mar de turistas: hordas selfiteras que seguían a guías malhumorados por la ciudad durante una o dos horas, se tomaban a toda prisa un capuchino a precio de oro en el Caffè Florian y regresaban luego a su barco para seguir con el crucero. En cambio, si esperaban, pongamos, hasta noviembre, el tiempo estaría fresco y despejado y tendrían los sestieri casi para ellos solos. Así tendrían oportunidad de reflexionar sobre su futuro sin las distracciones de la Oficina y la vida cotidiana en Israel. Gabriel había informado al primer ministro de que solo ocuparía el cargo durante un mandato. Era hora de ir pensando cómo iban a pasar el resto de su vida y dónde querían que se criaran sus hijos. Los años empezaban a pesarles a los dos; sobre todo, a Gabriel.

Chiara no le informó de sus planes porque sabía que solo conseguiría que su marido le soltara una larga perorata sobre los motivos por los que el Estado de Israel se derrumbaría si él se tomaba un solo día de vacaciones. Se confabuló, en cambio, con Uzi Navot, el subdirector, para elegir las fechas. Intendencia, la división de la Oficina que se encargaba de adquirir y gestionar los pisos francos, se encargó del alojamiento. La policía local y los servicios de inteligencia, con los que Gabriel mantenía una colaboración muy estrecha, acordaron ocuparse de la seguridad.

Ya solo quedaba encontrar un proyecto que mantuviera ocupado a Gabriel. A finales de octubre, Chiara llamó a Francesco Tiepolo, el propietario de la empresa de restauración más importante de la región.

—Tengo justo lo que necesitas. Te mando una foto por correo electrónico.

Tres semanas más tarde, cuando regresó a casa tras una reunión especialmente conflictiva del inestable Gobierno israelí, Gabriel se encontró con las maletas hechas.

—¿Me dejas?

—No —contestó Chiara—. Nos vamos de vacaciones. Los cuatro.

—No puedo…

—Ya está todo arreglado, cariño.

—¿Lo sabe Uzi?

Ella asintió.

—Y también lo sabe el primer ministro.

—¿Adónde vamos? ¿Y por cuánto tiempo?

Chiara se lo dijo.

—¿Y qué voy a hacer dos semanas sin trabajar? —preguntó él.

Ella le dio una fotografía.

—Es imposible que me dé tiempo a terminarlo.

—Pues haz todo lo que puedas.

—¿Y que otro toque mi trabajo?

—No será el fin del mundo.

—Nunca se sabe, Chiara. Podría ser.

 

* * *

 

El apartamento ocupaba el piano nobile de un ruinoso palazzo de Cannaregio, el sestiere situado más al norte de los seis en que se dividía el casco histórico de Venecia. Tenía un gran salón, una cocina espaciosa llena de electrodomésticos modernos y una terraza que daba al Rio della Misericordia. En una de sus cuatro habitaciones, Intendencia montó una línea segura con King Saul Boulevard, provista de una estructura parecida a una tienda de campaña —una jupá, en la jerga de la Oficina— en la que Gabriel podía hablar por teléfono sin miedo al espionaje electrónico. Varios carabinieri vestidos de paisano montaban guardia fuera, en la Fondamenta dei Ormesini. Gabriel, con su consentimiento, portaba una Beretta de 9 milímetros, igual que Chiara, que tenía mucha mejor puntería que él.

A escasos metros, por el muelle, había un puente de hierro —el único de Venecia— y al otro lado del canal se abría la ancha plaza del Campo di Ghetto Nuovo, donde, además de haber un museo y una librería, se hallaban las oficinas de la comunidad judía. La Casa Israelitica di Riposo, una residencia de ancianos, ocupaba el flanco norte de la plaza. Junto a ella había un austero monumento en bajorrelieve dedicado a los judíos de Venecia que en diciembre de 1943 fueron detenidos e internados en campos de concentración y posteriormente asesinados en Auschwitz. Dos carabinieri armados hasta los dientes vigilaban el monumento desde una garita fortificada. De las doscientas cincuenta mil personas que aún tenían su hogar en las islas de una Venecia que se hundía, solo los judíos necesitaban protección policial las veinticuatro horas del día.

Los edificios de viviendas que flanqueaban el campo eran los más altos de Venecia, debido a que en la Edad Media la Iglesia tenía prohibido a sus ocupantes residir en otros barrios de la ciudad. En los pisos superiores de varios edificios había pequeñas sinagogas, ahora restauradas con esmero, que habían servido antaño a las comunidades de judíos sefardíes y asquenazíes que habitaban más abajo. Las dos sinagogas de la judería que aún funcionaban estaban situadas al sur del campo. Ambas estaban camufladas: nada en su fachada hacía sospechar que fueran templos hebreos. La sinagoga española la habían fundado los antepasados de Chiara en 1580. Desprovista de calefacción, abría solo entre la Pascua Judía y las fiestas de Rosh Hashanah y Yom Kippur. La sinagoga levantina, situada en la esquina de una plazoleta, daba servicio a la congregación judía en invierno.

El rabino Jacob Zolli y su esposa, Alessia, vivían a la vuelta de la esquina de la sinagoga levantina, en una casita estrecha que daba a una corte pequeña y recoleta. La familia Allon cenó allí el lunes, pocas horas después de su llegada a Venecia. Gabriel consiguió mirar su teléfono solo cuatro veces.

—Espero que no haya ningún problema —comentó el rabino Zolli.

—Lo de siempre —murmuró Gabriel.

—Es un alivio.

—No creas.

El rabino se rio por lo bajo y paseó la mirada por la mesa con satisfacción, posando un instante los ojos en sus dos nietos, su esposa y, por último, en su hija. La luz de las velas se reflejaba en los ojos de Chiara, del color del caramelo, con pintas doradas.

—Chiara nunca ha estado tan radiante. Salta a la vista que la haces muy feliz.

—¿De veras?

—Evidentemente, ha habido baches en el camino —repuso el rabino en tono admonitorio—, pero te aseguro que se considera la persona más feliz del mundo.

—Lo siento, pero ese privilegio me corresponde a mí.

—Se rumorea que te ha engañado para obligarte a venir de vacaciones.

Gabriel arrugó el ceño.

—Seguro que eso está prohibido por la Torá.

—No, que yo sepa.

—Ha hecho bien, probablemente —reconoció Gabriel—. Dudo que yo hubiera aceptado, si no.

—Me alegro mucho de que por fin hayáis traído a los niños a Venecia, pero me temo que habéis venido en un momento difícil. —El rabino Zolli bajó la voz—. Saviano y sus amigos de la extrema derecha han despertado fuerzas oscuras en Europa.

Giuseppe Saviano era el nuevo primer ministro de Italia, un xenófobo intolerante que desconfiaba de la libertad de prensa y tenía poca paciencia para melindres tales como la democracia parlamentaria o el imperio de la ley. Lo mismo podía decirse de su gran amigo Jörg Kaufmann, el neofascista en ciernes que ocupaba la cancillería austriaca. En Francia se daba ampliamente por sentado que Cécile Leclerc, la líder del Frente Popular, sería la próxima ocupante del palacio del Elíseo. Y en Alemania se esperaba que los nacionaldemócratas, liderados por un ex cabeza rapada neonazi llamado Axel Brünner, fueran la segunda fuerza política más votada en las elecciones generales de enero. Al parecer, la extrema derecha estaba en auge en todas partes.

La globalización, la incertidumbre económica y la composición demográfica del continente, que cambiaba a gran velocidad, habían abonado su ascenso en Europa Occidental. Los musulmanes constituían ya el cinco por ciento de la población europea. Un número cada vez mayor de europeos consideraba el islam una amenaza existencial para su identidad cultural y religiosa. Su ira y su resentimiento, antes refrenados u ocultos a la vista del público, corrían ahora por las venas de Internet como un virus. Los ataques contra los musulmanes habían aumentado bruscamente, igual que las agresiones físicas y los actos de vandalismo contra los judíos. De hecho, el antisemitismo en Europa había alcanzado niveles nunca vistos desde la Segunda Guerra Mundial.

—La semana pasada volvieron a atacar nuestro cementerio en el Lido —comentó el rabino Zolli—. Lápidas volcadas, esvásticas… Lo de siempre. La gente de mi congregación está asustada. Yo intento tranquilizarla, pero el caso es que yo también tengo miedo. Los políticos xenófobos como Saviano han agitado la botella y le han quitado el corcho. Sus seguidores se quejan de los refugiados de Oriente Medio y África, pero a quien más desprecian es a los judíos. Es el odio más antiguo. Aquí, en Italia, ya no está mal visto ser antisemita. Ahora se puede expresar abiertamente el desprecio contra los judíos. Y los resultados han sido los predecibles.

—La tormenta pasará —repuso Gabriel con poca convicción.

—Seguramente tus abuelos dijeron lo mismo. Y los judíos de Venecia también. Tu madre consiguió salir viva de Auschwitz. Los judíos venecianos no tuvieron esa suerte. —El rabino Zolli meneó la cabeza—. Esta película ya me la he visto, Gabriel. Sé cómo termina. No olvides nunca que lo inimaginable puede ocurrir. Pero no estropeemos la noche con conversaciones desagradables. Quiero disfrutar de la compañía de mis nietos.

A la mañana siguiente, Gabriel se levantó temprano y pasó unas horas refugiado en la jupá, hablando con sus principales colaboradores en King Saul Boulevard. Después, alquiló una lancha y llevó a Chiara y a los niños a dar una vuelta por la ciudad y las islas de la laguna. Hacía mucho frío para bañarse en el Lido, pero los niños se descalzaron y estuvieron persiguiendo gaviotas y charranes por la playa. En el camino de vuelta a Cannaregio, pararon en la iglesia de San Sebastiano de Dorsoduro para ver La Virgen y el Niño en la gloria con los santos, el cuadro del Veronés que Gabriel había restaurado cuando Chiara estaba embarazada. Después, mientras la luz otoñal se disolvía, los gemelos estuvieron jugando al pilla pilla con otros niños en el Campo di Ghetto Nuovo. Sus padres observaron la alegre algarabía del juego sentados en un banco de madera delante de la Casa Israelitica di Riposo.

—Puede que este sea mi banco favorito del mundo entero —comentó Chiara—. Es donde te sentaste el día que entraste en razón y me suplicaste que volviera contigo. ¿Te acuerdas, Gabriel? Fue después del atentado en el Vaticano.

—No sé qué fue peor, si los lanzagranadas y los terroristas suicidas o cómo me trataste.

—Te lo merecías, por bobo. No debería haber aceptado volver a verte.

—Y ahora nuestros hijos juegan en el campo —dijo Gabriel.

Chiara miró la garita de los carabinieri.

—Vigilados por hombres armados.

Al día siguiente, miércoles, Gabriel salió del apartamento tras hacer sus llamadas matutinas y, con un maletín de madera barnizada bajo el brazo, fue andando hasta la iglesia de la Madonna dell’Orto. La nave central estaba en penumbra y unos andamios ocultaban los arcos apuntados de los pasillos laterales. La iglesia no tenía transepto, pero sí un ábside pentagonal que albergaba la tumba de Jacopo Robusti, más conocido como Tintoretto. Era allí donde lo esperaba Francesco Tiepolo, un hombre grande como un oso, con una enmarañada barba entre gris y negra. Vestía, como de costumbre, un amplio blusón blanco con un fular de aire bohemio anudado al cuello.

—Siempre he sabido que volverías —dijo al abrazar con fuerza a Gabriel.

—Estoy de vacaciones, Francesco. No te hagas ilusiones.

Tiepolo meneó la mano como si tratara de espantar a las palomas de la Piazza di San Marco.

—Ahora estás de vacaciones, pero tú morirás en Venecia algún día. —Fijó la mirada en la tumba que tenía a sus pies—. Pero supongo que no podremos enterrarte en una iglesia, ¿no?

Tintoretto pintó diez cuadros para la iglesia entre 1552 y 1569; entre ellos, la Presentación de María en el templo, que colgaba en el lado derecho de la nave, un lienzo enorme, de 4,80 por 4,29, que se contaba entre sus obras maestras. La primera fase del proceso de restauración —la retirada del barniz descolorido— ya estaba terminada. Quedaba por hacer el retoque, la reconstrucción de las partes del lienzo dañadas por el tiempo y las condiciones ambientales. Era una tarea monumental. Gabriel calculó que un solo restaurador tardaría un año entero; quizá más.

—¿Quién ha sido el pobrecillo que se ha encargado de quitar el barniz? Antonio Politi, imagino.

—Fue Paulina, la nueva. Tenía la esperanza de poder observarte mientras trabajas.

—Supongo que le habrás quitado esa idea absurda de la cabeza.

—Rotundamente. Me ha dicho que puedes ponerte con cualquier parte del cuadro, menos con la Virgen.

Gabriel levantó la mirada hacia lo alto del lienzo. Miriam, la hija de tres años de Joaquín y Ana, judíos de Nazaret, subía indecisa los quince escalones del Templo de Jerusalén para presentarse ante el sumo sacerdote. Unos peldaños por debajo había una mujer reclinada, envuelta en un vestido marrón, con un niño (o quizá fuera una niña, era imposible saberlo) apoyado en el regazo.

—Ella —dijo Gabriel— y el niño.

—¿Estás seguro? Es mucho trabajo.

Gabriel sonrió melancólicamente, los ojos fijos en el cuadro.

—Es lo menos que puedo hacer por ellos.

 

 

Estuvo en la iglesia hasta las dos, más tiempo del que pensaba. Esa noche, Chiara y él dejaron a los niños con sus abuelos y cenaron a solas en un restaurante del otro lado del Gran Canal, en San Polo. Al día siguiente, jueves, Gabriel llevó a sus hijos a dar un paseo en góndola por la mañana y trabajó en el Tintoretto desde el mediodía hasta las cinco de la tarde, cuando Tiepolo cerró las puertas de la iglesia.

Chiara decidió que cenaran en el apartamento y preparó la cena. Después, Gabriel supervisó la batalla campal de cada noche conocida como la hora del baño y se retiró al refugio de la jupá para ocuparse de una crisis de poca importancia surgida en Israel. Era casi la una de la noche cuando se metió en la cama. Chiara estaba leyendo una novela, sin hacer caso de la tele, que estaba encendida con el volumen quitado. En la pantalla aparecía una imagen en directo de la basílica de San Pedro. Gabriel subió el volumen y se enteró de que un viejo amigo había muerto.

 

3 CANNAREGIO, VENECIA

 

 

 

 

 

Esa mañana, el cadáver de su santidad el papa Pablo VII fue trasladado a la Sala Clementina, en la segunda planta del Palacio Apostólico. Permaneció allí hasta la tarde siguiente, cuando fue conducido en procesión solemne hasta la basílica de San Pedro, donde se instaló la capilla ardiente, que estaría dos días abierta al público. Cuatro guardias suizos armados con alabardas custodiaban al pontífice difunto. El cuerpo de prensa del Vaticano hizo hincapié en el hecho de que el arzobispo Luigi Donati, confidente y principal colaborador del santo padre, casi no se apartara de su lado.

La tradición eclesiástica dictaba que el funeral y el entierro del papa se celebrasen entre cuatro y seis días después de su fallecimiento. El cardenal camarlengo Domenico Albanese anunció que el sepelio tendría lugar el martes siguiente y que el cónclave se reuniría diez días después. Los vaticanistas auguraban una dura pugna entre conservadores y reformistas. El favorito en las apuestas era el cardenal José María Navarro, que se había servido de su posición como guardián de la doctrina católica para edificar una base de poder dentro del Colegio Cardenalicio que rivalizaba incluso con la del papa recién fallecido.

El alcalde de Venecia —donde Pietro Lucchesi había ejercido como patriarca de la Iglesia católica— declaró tres días de luto oficial. Las campanas de la ciudad enmudecieron y en la basílica de San Marcos se ofició una vigilia con moderada concurrencia de público. Por lo demás, la vida siguió su curso normal. Una suave acqua alta inundó parte de Santa Croce y un crucero de dimensiones colosales se llevó por delante un muelle del canal de la Giudecca. En los bares donde los vecinos se reunían a tomar café o una copa de coñac para combatir el frío otoñal rara vez se oía el nombre del pontífice fallecido. Descreídos por naturaleza, eran pocos los venecianos que iban a misa con regularidad y menos aún los que vivían conforme a los preceptos de los hombres del Vaticano. Las iglesias de Venecia, las más bellas de toda la cristiandad, eran lugares a los que los turistas extranjeros iban a mirar embobados el arte del Renacimiento.

Gabriel, en cambio, seguía con algo más que un interés pasajero los acontecimientos que tenían lugar en Roma. La mañana del sepelio del papa, llegó temprano a la iglesia y trabajó sin interrupción hasta las doce y cuarto, cuando oyó un eco de pasos en la nave central. Se levantó el visor de aumento y entreabrió con cautela el velo de lona que envolvía su andamio. El general Cesare Ferrari, comandante de la División para la Defensa del Patrimonio Cultural de los carabinieri, más conocida como la Brigada Arte, lo miró inexpresivamente.

Sin esperar invitación, el general se metió detrás de la lona y contempló el gigantesco lienzo, bañado por la luz blanca e inclemente de dos lámparas halógenas.

—Uno de los mejores que pintó, ¿no te parece?

—Soportaba una enorme presión para demostrar su valía. El Veronés tenía por entonces fama de ser el sucesor de Ticiano y el mejor pintor de Venecia. Al pobre Tintoretto ya no le hacían encargos tan importantes como antaño.

—Esta era su parroquia.

—No me digas.

—Vivía a la vuelta de la esquina, en la Fondamenta di Mori. —El general apartó la lona y salió a la nave—. Antes había un Bellini en esta iglesia. Una virgen con el niño. Lo robaron en 1993. Lo estamos buscando desde entonces. —Miró a Gabriel por encima del hombro—. No lo habrás visto, ¿verdad?

Gabriel sonrió. Poco antes de convertirse en director de la Oficina, había recuperado el cuadro robado más buscado del mundo, la Natividad con san Francisco y san Lorenzo de Caravaggio. Había procurado que todo el mérito se le atribuyera a la Brigada Arte. Por ese motivo, entre otros, el general Ferrari había accedido a proporcionarle una escolta de seguridad las veinticuatro horas del día durante sus vacaciones en Venecia.

—Se supone que tendrías que estar relajándote —comentó el italiano.

Gabriel se bajó el visor de aumento.

—Y eso hago.

—¿Algún problema?

—Por alguna razón inexplicable, me está costando un poco recrear el color del vestido de esta señora.

—Me refería a tu seguridad.

—Parece que mi regreso a Venecia ha pasado inadvertido.

—No del todo. —El general echó un vistazo a su reloj—. Imagino que no podré convencerte para que te tomes un descanso para comer.

—Nunca como cuando estoy trabajando.

—Sí, lo sé. —El general apagó las luces halógenas—. No se me ha olvidado.

 

 

Tiepolo le había dado a Gabriel una llave de la iglesia. Bajo la atenta mirada del comandante de la Brigada Arte, conectó la alarma y cerró la puerta. Fueron dando un paseo hasta un bar situado unas puertas más abajo de la antigua casa de Tintoretto. Detrás del mostrador, la tele emitía el funeral del papa.

—Por si tenías alguna duda —comentó el general—, el arzobispo Donati quería que asistieras.

—Entonces ¿por qué no me han invitado?

—El camarlengo no quiso ni oír hablar del asunto.

—¿Albanese?

Ferrari asintió.

—Por lo visto, nunca le ha agradado que tengas una relación tan estrecha con Donati. Ni con el santo padre, dicho sea de paso.

—Seguramente es mejor que no haya ido. Solo habría sido una distracción.

El general frunció el ceño.

—Deberían haberte sentado en un sitio de honor. A fin de cuentas, de no ser por ti, el santo padre habría muerto en el atentado terrorista contra el Vaticano.

El barman, un joven de veintitantos años, flacucho y con camiseta negra, les puso dos cafés. El general echó azúcar al suyo. A la mano con la que lo removió le faltaban dos dedos. Los había perdido por culpa de una carta bomba, cuando era comandante de los carabinieri de la región de Nápoles, infectada por la camorra. En la explosión perdió también el ojo derecho. La prótesis ocular, con su pupila inmóvil, le había dotado de una mirada fría e implacable que hasta Gabriel tendía a esquivar. Era como mirar el ojo de un dios omnisciente.

En aquel momento, el ojo estaba fijo en la pantalla del televisor. La cámara avanzaba lentamente, mostrando una fila patibularia de políticos, monarcas y celebridades de diverso pelaje. Finalmente, se posó en Giuseppe Saviano.

—Por lo menos no se ha puesto el brazalete —murmuró el general.

—¿No es santo de tu devoción?

—Saviano es un defensor apasionado del presupuesto de la brigada. Así que nos llevamos bastante bien.

—A los fascistas les encanta el patrimonio cultural.

—Él se considera un populista, no un fascista.

—Menos mal, es un alivio.

La sonrisa fugaz de Ferrari no se reflejó en su prótesis ocular.

—Era inevitable que un sujeto como Saviano llegara al poder. Nuestro pueblo ha perdido la fe en ideales fantasiosos como la democracia liberal, la Unión Europea y la alianza occidental. ¿Y cómo no iba a ser así? Entre la globalización y la automatización, la mayoría de los jóvenes italianos no encuentran trabajo como es debido. Si quieren un empleo bien pagado, tienen que irse a Inglaterra. Y si se quedan aquí… —El general miró al joven que atendía la barra—. Se dedican a poner cafés a los turistas. O a agentes de inteligencia israelíes —añadió bajando la voz.

—Eso no va a cambiarlo Saviano.

—Seguramente no. Pero, entretanto, proyecta una imagen de fortaleza y seguridad en sí mismo.

—¿Y qué hay de sus capacidades para desempeñar el puesto de primer ministro?

—Mientras mantenga alejados a los inmigrantes, a sus votantes les trae sin cuidado que no sepa ni juntar dos letras.

—¿Y si hay una crisis? Una crisis de verdad. No una inventada por una página web de la derecha.

—¿Una crisis de qué tipo?

—Podría ser otra crisis económica que barra el sistema bancario. —Gabriel hizo una pausa—. O algo mucho peor.

—¿Qué podría ser peor que el que se esfumen los ahorros de toda tu vida?

—¿Una pandemia global, por ejemplo? Una cepa desconocida de gripe para la que los humanos no tengan defensas naturales.

—¿Una especie de peste?

—No te rías, Cesare. Solo es cuestión de tiempo.

—¿Y de dónde vendrá esta peste de la que hablas?

—Saltará de animales a humanos en un lugar en el que las condiciones sanitarias dejen mucho que desear. Un mercado húmedo chino, por ejemplo. Empezará despacio, solo unos cuantos casos en una zona localizada. Pero, como estamos tan interconectados, se extenderán por todo el planeta como un incendio incontrolado. Los turistas chinos traerán el patógeno a Europa Occidental durante la primera fase del brote, antes incluso de que se identifique el virus. Al cabo de unas pocas semanas se habría infectado la mitad de la población italiana, puede que más. ¿Qué pasará entonces, Cesare?

—Dímelo tú.

—Habrá que poner en cuarentena a todo el país para impedir que el virus siga extendiéndose. Los hospitales estarán tan sobrepasados que se verán obligados a admitir únicamente a los pacientes más jóvenes y con más posibilidades de sobrevivir. Morirán cientos de personas cada día, puede que miles. El ejército tendrá que recurrir a la incineración masiva para impedir que el virus se difunda más aún. Será…

—Un holocausto.

Gabriel asintió lentamente.

—¿Y cómo crees que reaccionará un incompetente y un iletrado como Saviano en esas circunstancias? ¿Hará caso a los expertos en medicina o pensará que él sabe mejor lo que se hace? ¿Le dirá la verdad a la ciudadanía o prometerá que hay una vacuna y tratamientos efectivos a la vuelta de la esquina?

—Culpará a los chinos y a los inmigrantes y saldrá más fuerte que nunca. —Ferrari lo miró, muy serio—. ¿Sabes quizá algo que no me estás contando?

—Cualquiera con dos dedos de frente sabe que hace mucho tiempo que nos acecha algo de la magnitud de la gripe de 1918. Le he dicho a mi primer ministro que, entre los peligros que afronta Israel, el de una pandemia es el peor de todos.

—Me alegro de que mi única responsabilidad sea encontrar cuadros robados. —El general observó cómo la cámara de televisión enfocaba un mar de sotanas rojas—. Entre esos está el nuevo el papa.

—Dicen que va a ser el cardenal Navarro.

—Eso se rumorea.

—¿Tienes información privilegiada?

El general Ferrari respondió como si se dirigiera a una sala llena de periodistas.

—Los carabinieri no vigilan en modo alguno el proceso de sucesión papal. Como tampoco lo hacen los demás cuerpos y organismos de seguridad del Estado italiano.

—Venga ya.

El general se rio suavemente.

—¿Y vosotros?

—Al Estado de Israel no le concierne quién sea el nuevo papa.

—Ahora sí le concierne.

—¿Y eso por qué?

—Dejaré que te lo explique él. —Ferrari señaló con la cabeza el televisor, que mostraba un primer plano del arzobispo Luigi Donati, secretario personal de su santidad el papa Pablo VII—. Quiere saber si tienes un rato para hablar con él.

—¿Por qué no me ha llamado directamente?

—No es algo de lo que quiera hablar por teléfono.

—¿Te ha dicho de qué se trata?

El general negó con la cabeza.

—Solo que era un asunto de la mayor importancia. Confiaba en que estuvieras libre para comer mañana.

—¿Dónde?

—En Roma.

Gabriel no contestó.

—Es solo una hora de viaje en avión. Estarás de vuelta en Venecia para la cena.

—¿Seguro?

—A juzgar por el tono de voz del arzobispo, lo dudo mucho. Te espera a la una en el Piperno. Dice que conoces el sitio.

—Me suena vagamente.

—Quiere que vayas solo. Y no te preocupes por tu mujer y los niños. Los tendré bien vigilados mientras dure tu ausencia.

—¿Mientras dure mi ausencia?

Gabriel no habría elegido esa expresión para describir una visita de unas horas a la Ciudad Eterna.

El general volvía a mirar fijamente la televisión.

—Fíjate en esos príncipes de la Iglesia, todos vestidos de rojo.

—El color simboliza la sangre de Cristo.

Ferrari parpadeó con su ojo bueno, sorprendido.

—¿Cómo narices sabes eso?

—He pasado buena parte de mi vida restaurando arte cristiano. Creo poder afirmar que sé más sobre la historia y la doctrina de la Iglesia que muchos católicos.

—Incluyéndome a mí. —El general miró de nuevo la pantalla—. ¿Quién crees que será?

—Dicen que Navarro ya está encargando muebles nuevos para el appartamento.

—Sí. —El italiano asintió, pensativo—. Eso dicen.

 

4 MURANO, VENECIA

 

 

 

 

 

—Por favor, dime que es una broma.

—Te aseguro que no ha sido idea mía.

—¿Sabes cuánto tiempo y esfuerzo me ha costado organizar este viaje? Por el amor de Dios, tuve que reunirme con el primer ministro.

—Por eso te pido perdón de todo corazón —repuso Gabriel en tono solemne.

Estaban sentados en la parte de atrás de un pequeño restaurante de Murano. Gabriel había esperado a que acabaran de comerse los entrantes para decirle que pensaba viajar a Roma a la mañana siguiente, aunque, a decir verdad, sus motivos eran egoístas. El restaurante, especializado en pescado, era uno de sus favoritos en Venecia.

—Solo es un día, Chiara.

—Eso no te lo crees ni tú.

—No, pero valía la pena intentarlo.

Ella se llevó la copa de vino a los labios. El poco pinot grigio que quedaba en la copa pareció arder con el pálido fuego de la luz de las velas.

—¿Por qué no te han invitado al funeral?

—Por lo visto, el cardenal Albanese no encontró una sola silla libre para mí en toda la plaza de San Pedro.

—Fue él quien encontró al papa muerto, ¿verdad?

—En la capilla privada —contestó Gabriel.

—¿Crees de verdad que fue eso lo que pasó?

—¿Sugieres acaso que la oficina de prensa del Vaticano puede haber divulgado un bollettino incorrecto?

—Luigi y tú difundisteis varios comunicados engañosos a lo largo de los años.

—Pero nuestros motivos eran siempre intachables.

Chiara dejó la copa sobre el mantel blanco y la hizo girar lentamente.

—¿Por qué crees que quiere verte?

—No puede ser nada bueno.

—¿Qué te ha dicho el general Ferrari?

—Lo menos posible.

—Qué raro, tratándose de él.

—Puede que haya mencionado que tenía algo que ver con la elección del próximo sumo pontífice de la Iglesia católica romana.

La copa se detuvo.

—¿El cónclave?

—No entró en detalles.

Gabriel tocó la pantalla de su teléfono para mirar la hora. Finalmente, se había visto obligado a prescindir de su querida BlackBerry Key2. Su nuevo móvil era un Solaris de fabricación israelí, personalizado para ajustarse a sus necesidades específicas. Más grande y pesado que el típico smartphone, estaba fabricado para resistir ataques remotos de los hackers más sofisticados del mundo, incluidos los de la NSA americana y la Unidad 8200 israelí. Todos sus colaboradores inmediatos llevaban uno, igual que Chiara. En el caso de Chiara, era el segundo. Raphael había tirado su primer Solaris desde la terraza del piso de Jerusalén. Aunque fuera inviolable, el dispositivo no estaba diseñado para sobrevivir a una caída desde una altura de tres plantas y al choque contra una acera de piedra arenisca.

—Es tarde —dijo Gabriel—. Deberíamos rescatar a tus padres.

—No hay prisa. Les encanta estar con los niños. Si fuera por ellos, no nos iríamos de Venecia.

—Puede que en King Saul Boulevard me echaran de menos.

—También te echaría de menos el primer ministro. —Chiara se quedó callada un instante—. Reconozco que no me apetece nada volver a casa. Me encanta tenerte para mí.

—Solo me quedan dos años de mandato.

—Dos años y un mes. Pero ¿quién lleva la cuenta?

—¿Tan terrible está siendo?

Ella hizo una mueca.

—Nunca he querido asumir el papel de la esposa quejica. Sabes a qué tipo me refiero, ¿verdad, Gabriel? Son un fastidio, esas mujeres.

—Sabíamos desde el principio que sería difícil.

—Sí —contestó ella vagamente.

—Si necesitas ayuda…

—¿Ayuda?

—Alguien que te eche una mano en casa.

Chiara arrugó el ceño.

—Me las arreglo perfectamente yo sola, gracias. Es solo que te echo de menos.

—Dos años pasan en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Y me prometes que no dejarás que te convenzan para aceptar un segundo mandato?

—Conmigo que no cuenten.

A ella se le iluminó la cara.

—Bueno, ¿y cómo piensas pasar tu jubilación?

—Dicho así, da la impresión de que debería empezar a buscar una residencia de ancianos.

—Los años no pasan en balde, cariño. —Le dio unas palmaditas en la mano, un gesto que no hizo que Gabriel se sintiera más joven—. ¿Y bien? —insistió.

—Pienso consagrar mis últimos años en este mundo a hacerte feliz.

—Entonces ¿harás todo lo que yo quiera?

Gabriel la miró con desconfianza.

—Dentro de un orden, claro está.

Ella bajó los ojos y tiró de un hilillo suelto del mantel.

—Ayer estuve tomando un café con Francesco.

—No me ha dicho nada.

—Le pedí que no te lo dijera.

—Ah, claro. ¿Y de qué hablasteis?

—Del futuro.

—¿Qué le ronda por la cabeza?

—Una sociedad.

—¿Que seamos socios, Francesco y yo?

Chiara no contestó.

—¿Tú? —preguntó Gabriel.

Ella asintió.

—Quiere que trabaje para él, aquí. Y cuando se jubile dentro de unos años…

—¿Qué?

—Tiepolo Restauración de Arte será mía.

Gabriel recordó lo que le había dicho Tiepolo junto a la tumba de Tintoretto. «Ahora estás de vacaciones, pero tú morirás en Venecia algún día». Dudaba mucho de que aquel plan se hubiera fraguado el día anterior, mientras tomaban un café.

—¿Que una encantadora judía del gueto va a ocuparse de la conservación de las iglesias y las scuole de Venecia? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

—Impresionante, ¿verdad?

—¿Y qué haré yo?

—Supongo que puedes dedicarte a pasear por las calles de Venecia.

—¿O?

Una hermosa sonrisa se dibujó en su cara.

—Puedes trabajar para mí.

Esta vez fue Gabriel quien bajó la mirada. Su teléfono se había iluminado. Acababa de recibir un mensaje de King Saul Boulevard. Le dio la vuelta.

—Puede que genere polémica, Chiara.

—¿Que trabajes para mí?

—Que me marche de Israel nada más acabar mi mandato.

—¿No pensarás presentarte a un escaño en la Knesset?

Él puso los ojos en blanco.

—¿Escribir un libro sobre tus hazañas? —insistió ella.

—Eso se lo dejo a otros.

—¿Entonces?

Gabriel no contestó.

—Si te quedas en Israel, la Oficina podrá echar mano de ti en cualquier momento. Y en cuanto haya una crisis recurrirán a ti para que cojas el timón, igual que hacían con Ari.

—Ari quería volver. Yo soy distinto.

—¿De veras? Porque a veces no estoy muy segura. De hecho, cada día te pareces más a él.

—¿Qué hay de los niños? —preguntó Gabriel.

—Adoran Venecia.

—¿Y el colegio?

—Lo creas o no, aquí hay varios muy buenos.

—Se convertirán en italianos.

Chiara puso mala cara.

—Vaya, qué pena.

Gabriel exhaló un lento suspiro.

—¿Has visto los libros de cuentas de Francesco?

—Ya me encargaré de ponerlos al día.

—Los veranos son horribles aquí.

—Pues nos iremos a la montaña o a navegar por el Adriático. Hace años que no navegas, cariño.

Gabriel se quedó sin objeciones. En realidad, le parecía una idea estupenda. Aunque solo fuera porque mantendría ocupada a Chiara los dos últimos años de su mandato.

—¿Estamos de acuerdo, entonces? —preguntó ella.

—Creo que sí, siempre y cuando nos pongamos de acuerdo en los términos de mi indemnización, que será exorbitante.

Pidió la cuenta al camarero con un gesto. Chiara volvió a tirar del hilito del mantel.

—Hay una cosa que me inquieta —dijo.

—¿Sobre el hecho de desarraigar a los niños para mudarnos a Venecia?

—Sobre el bollettino del Vaticano. Luigi siempre se quedaba con Lucchesi hasta última hora. Y siempre le acompañaba cuando iba a la capilla a rezar y a meditar antes de acostarse.

—Así es.

—Entonces ¿por qué fue el cardenal Albanese quien lo encontró muerto?

—Supongo que nunca lo sabremos. —Gabriel se quedó callado un momento—. A no ser que mañana coma con Luigi en Roma.

—Puedes ir con una condición.

—¿Cuál?

—Que me lleves contigo.

—¿Y los niños?

—Mis padres pueden cuidar de ellos.

—¿Y quién va a cuidar de tus padres?

—Los carabinieri, naturalmente.

—Pero…

—No me hagas pedírtelo dos veces, Gabriel. De verdad que odio hacer el papel de la esposa quejica. Son una lata esas mujeres.

 

5 VENECIA – ROMA

 

 

 

 

 

A la mañana siguiente, dejaron a los niños en casa de los Zolli después de desayunar y se fueron corriendo a Santa Lucia para coger el tren de las ocho a Roma. Mientras las ondulantes llanuras del centro de Italia se deslizaban más allá de su ventanilla, Gabriel leyó la prensa e intercambió unos cuantos correos y mensajes de rutina con King Saul Boulevard. Chiara estuvo hojeando un buen montón de revistas de decoración y catálogos, lamiéndose la punta del dedo cada vez que pasaba una página.