Lugar equivocado, momento equivocado - Gillian Mcallister - E-Book
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Lugar equivocado, momento equivocado E-Book

Gillian McAllister

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Beschreibung

Gillian McAllister, autora británica de numerosos éxitos de ventas, presenta un thriller psicológico maravilloso y compulsivamente complejo sobre una madre que ve cómo su hijo adolescente apuñala a un hombre y recurre a un método muy poco convencional para intentar salvarlo. ¿Es posible impedir un asesinato cuando ya se ha producido?Finales de octubre, pasada la medianoche. Estás esperando a tu hijo de dieciocho años. Ha superado con creces su hora de llegada. Miras por la ventana y lo ves por fin aparecer. Pero te das cuenta de que no está solo: camina directo hacia un hombre, y va armado.Y cuando ves lo que hace, no puedes creer lo que está pasando: tu hijo adolescente, un chico divertido y feliz, acaba de matar a un desconocido en la calle, delante de tu casa. No sabes quién es. No sabes por qué. Lo único que sabes es que tu hijo ha sido arrestado y que su futuro está destrozado.Desesperada, consigues al fin conciliar el sueño. Todo está perdido.Hasta que te despiertas… y es ayer.Y cuando te despiertas de nuevo… es anteayer.Cada mañana te despiertas un día antes, un día más alejado de la fecha del asesinato. Con otra oportunidad de impedirlo. Las respuestas están en el pasado. El desencadenante del crimen… y no te queda otro remedio que encontrarlas…* BEST SELLER DE THE SUNDAY TIMES ** SELECCIONADO POR EL REESE'S BOOK CLUB ** ELEGIDO THRILLER DEL MES POR THE OBSERVER ** SELECCIONADO EN LA LISTA DE '50 HOTTEST NEW BOOKS' DE THE GUARDIAN *«Un libro brillante que redefine el género, una respuesta compleja a la pregunta de hasta dónde podrías llegar para salvar a tu hijo».RUTH WARE«Atrevido, inventivo, divertido, retorcido. Un relato virtuoso. Sumérjase en él, por favor. Es el lugar adecuado y el momento adecuado».A. J. Finn«Un acertijo mental increíblemente inteligente y con mucho corazón».Ian Rankin«Tenso. Retorcido. Inesperadamente tierno».The New York Times«Una trama ingeniosa […] Un tour de forcé».The Guardian«El thriller más ingenioso del año».Daily Express«Un libro que redefine el género, totalmente original. ¡Un tour de forcé!».Claire Douglas«Inteligente, adictivo e ingeniosamente ideado».T. M. Logan«Gillian McAllister mejora cada día más».Claire MacKintosh«Absolutamente MARAVILLOSO. La trama es asombrosa, original e ingeniosa. Pero es mucho más que eso; el amor que Jen siente por su hijo y su marido es pura belleza. Si apuesta tan alto es porque se juega muchísimo».Marian Keyes«Un trabajo tan genial que te deja pasmado. Lugar equivocado, momento equivocado es increíblemente inteligente, atrevidamente original y desgarrador. Excepcional».Chris Whitaker

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Lugar equivocado, momento equivocado

Título original: Wrong Place, Wrong Time

© 2022 by Gilly McAllister Ltd

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

© De la traducción del inglés, Isabel Murillo

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock

 

ISBN: 9788491399773

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Día cero, justo después de medianoche

Día cero, justo después de la 01:00

Día menos uno, 08:00 horas

Día menos uno, 08:20 horas

Día menos uno, 08:30 horas

Día menos dos, 08:30 horas

Día menos dos, 19:00 horas

Día menos dos, 19:20 horas

Ryan

Día menos tres, 08:00 horas

Día menos cuatro, 09:00 horas

Día menos ocho, 08:00 horas

Día menos ocho, 19:30 horas

Ryan

Día menos nueve, 15:00 horas

Día menos doce, 08:00 horas

Ryan

Día menos trece, 19:00 horas

Día menos trece, 20:40 horas

Ryan

Día menos veintidós, 18:30 horas

Día menos cuarenta y siete, 08:30 horas

Ryan

Día menos sesenta, 08:00 horas

Día menos sesenta y cinco, 17:05 horas

Día menos ciento cinco, 08:55 horas

Día menos ciento cuarenta y cuatro, 18:30 horas

Ryan

Día menos quinientos treinta y uno, 08:40 horas

Día menos setecientos ochenta y tres, 08:00 horas

Día menos mil noventa y cinco, 06:55 horas

Ryan

Día menos mil seiscientos setenta y dos, 21:25 horas

Día menos cinco mil cuatrocientos veintiséis, 07:00 horas

Ryan

Día menos seis mil novecientos noventa y ocho, 08:00 horas

Día menos seis mil novecientos noventa y ocho, 11:00 horas

Día menos seis mil novecientos noventa y ocho, 23:00 horas

Ryan

Día menos siete mil ciento cincuenta y siete, 11:00 horas

Ryan

Día menos siete mil ciento cincuenta y ocho, 12:00 horas

Día menos siete mil doscientos treinta, 08:00 horas

Día cero

Día más uno

Epílogo

Día menos uno La consecuencia inesperada

Agradecimientos

Notas

 

 

 

 

 

 

Para Felicity y Lucy: en cualquier multiverso habría querido que fuerais mis agentes.

Día cero, justo después de medianoche

 

 

 

 

 

Jen se alegra de que esta noche los relojes se atrasen una hora. Una hora extra, tiempo adicional para fingir que no sigue aún despierta a la espera de que llegue su hijo.

Ahora que ya es más de medianoche, es oficialmente treinta de octubre. Casi Halloween. Jen se repite que Todd tiene dieciocho años, que su bebé nacido en septiembre ya es un adulto. Que puede hacer lo que le venga en gana.

Ha dedicado prácticamente toda la tarde a tallar una calabaza. La coloca en el alféizar del ventanal, el que domina el camino de acceso a la casa, y enciende la luz que le ha instalado en el interior. La ha tallado por la misma razón por la cual hace prácticamente todas las cosas, porque piensa que debe hacerlo, pero le ha quedado bastante bonita dentro de su estilo tosco.

Oye en el descansillo de arriba los pasos de Kelly, su marido, y vuelve la cabeza. No es habitual que esté despierto a estas horas: él es la alondra tempranera y ella el ruiseñor que canta por las noches. Ve que sale del dormitorio en la planta de arriba. Su pelo, que en la penumbra adquiere una tonalidad negra azulada, está alborotado. No lleva absolutamente nada encima; luce tan solo una sonrisilla que le asoma por el lateral de la boca.

Baja por la escalera, directo hacia ella. El tatuaje que le adorna la muñeca captura la luz, una fecha: la del día en que dice que supo que la amaba, primavera de 2003. Jen observa su cuerpo. Una mínima parte del vello del pecho ha encanecido a lo largo del último año, cuando cumplió los cuarenta y tres.

—Veo que has estado ocupada. —Señala la calabaza.

—Todo el mundo ha hecho una —replica sin convicción Jen—. Todos los vecinos.

—¿Y eso a quién le importa? —dice él. Típica respuesta de Kelly.

—Todd aún no ha vuelto.

—Para él apenas ha empezado la noche —contesta. El suave acento galés apenas se percibe cuando pronuncia las dos sílabas de la palabra «no-che» y parece como si su aliento bajara rodando por la ladera de una montaña—. ¿No es a la una? ¿La hora límite?

Un intercambio habitual entre ellos. Jen se preocupa demasiado, Kelly quizá demasiado poco. Y justo cuando ella está pensando eso, él se da media vuelta y ahí está: el culo perfecto del que ella lleva casi veinte años enamorada. Vuelve a observar la calle, en busca de Todd, luego mira de nuevo a Kelly.

—Los vecinos pueden verte el culo —dice.

—Pensarán que es otra calabaza —contesta él, con ese humor siempre rápido y afilado como el filo de un cuchillo. La broma. Siempre ha sido la moneda de cambio entre ellos—. ¿Vienes a la cama? Me cuesta creer que lo de Merrilocks haya terminado —añade mientras se despereza.

Ha pasado la semana entera restaurando el tejado victoriano de una casa de Merrilocks Road. Trabajando solo, tal y como a Kelly le gusta. Escucha un podcast tras otro, apenas se ve con nadie. Complicado, insatisfecho, ese es Kelly.

—Sí, ya voy —responde ella—. Enseguida. Cuando sepa que ya está en casa.

—Llegará en cualquier momento, con un kebab en la mano. —Kelly mueve la mano en un gesto con el que le quiere restar importancia al asunto—. ¿Lo esperas para que te dé las patatas?

—Para —dice Jen con una sonrisa.

Kelly le guiña un ojo y vuelve a la cama.

Jen empieza a dar vueltas por la casa. Piensa en uno de los casos que tiene abiertos en el trabajo, el del divorcio de una pareja enfrentada principalmente por unos platos de porcelana, aunque en el fondo, claro está, es por una traición. No debería haberlo aceptado, tiene ya entre manos más de trescientos casos. Pero cuando, en el transcurso de la primera visita, la señora Vichare la miró y le dijo: «Si tengo que darle esos platos, habré perdido absolutamente todo lo que amo», Jen no había podido negarse. Le gustaría ser capaz de pasar más de todo —de los divorcios de desconocidos, de los vecinos, de las malditas calabazas—, pero es imposible.

Se prepara un té y se instala de nuevo junto al ventanal para continuar su vigilia. Esperará todo lo que sea necesario. Ambas fases de la maternidad —tanto los primeros años del hijo como los años que rondan su edad adulta— se caracterizan por la falta de sueño, aunque por razones distintas.

Compraron la casa precisamente por esa ventana, en el centro exacto del edificio de tres plantas. «Miraremos por ella como si fuéramos reyes», había dicho Jen, y Kelly se había echado a reír.

Fija la vista en la neblina de octubre, y allí está Todd por fin, fuera, en la calle. Jen lo ve justo en el momento en que se produce el cambio de hora y el teléfono retrocede de la 01:59 a la 01:00 en punto de la mañana. Disimula una sonrisa: gracias al cambio de hora, Todd no llega tarde. Ese es su Todd; las volteretas lingüísticas y semánticas que conllevan discutir la hora para llegar a casa por la noche le parecen más importantes que la razón por la que se le impone.

Anda a saltos por la calle. Es piel y huesos, no engorda jamás. Cuando camina, las rodillas se le insinúan formándole ángulos en los vaqueros. La neblina es incolora, los árboles y el pavimento negros, el aire tiene un blanco traslúcido. Un mundo en escala de grises.

La calle —el final de Crosby, Merseyside— no está iluminada. Kelly instaló en su día, delante de la casa, una farola que parece sacada de Las crónicas de Narnia. Fue una sorpresa, hierro forjado, carísima; no tiene ni idea de cómo se las ingenió para adquirirla. Se enciende cuando detecta movimiento.

Pero… espera un momento. Todd ha visto algo. Se para en seco, entorna los ojos. Jen sigue su mirada, entonces también lo ve: una figura que corre por la calle, que viene por el otro lado. Es mayor que Todd, mucho mayor. Se intuye por la forma del cuerpo, por los movimientos. Jen siempre se percata de este tipo de cosas. Por eso es buena abogada.

Posa la mano cálida sobre el frío cristal de la ventana. Algo va mal. Va a pasar algo. Jen está segura, sin saber exactamente por qué; su instinto huele el peligro, se siente igual que cuando hay fuegos artificiales, pasos a nivel y acantilados. Los pensamientos corren por su cabeza a la velocidad del clic de una cámara, uno tras otro, uno tras otro.

Deja la taza en el alféizar de la ventana, llama a Kelly y baja corriendo las escaleras de dos en dos; nota la aspereza de la alfombra del pasillo bajo los pies descalzos. Se calza y se detiene un segundo con la mano en el pomo metálico de la puerta.

¿Qué…? Pero ¿qué sensación es esa? Imposible explicarlo.

¿Será un déjà vu? No los ha experimentado casi nunca. Parpadea, y la sensación desaparece, tan insustancial como el humo. ¿Qué ha sido? ¿La sensación de la mano al entrar en contacto con el pomo de latón? ¿De ver la luz amarilla de la farola? No, no lo recuerda. Se ha ido.

—¿Qué pasa? —pregunta Kelly, que aparece justo en aquel momento detrás de ella y se está anudando un batín gris a la cintura.

—Todd… está…, está ahí fuera con… alguien.

Salen corriendo. El frío de otoño le hiela la piel. Jen corre hacia Todd y el desconocido. Y antes de que se dé cuenta de lo que está pasando, Kelly empieza a gritar:

—¡Para!

Todd corre, y en cuestión de segundos tiene agarrado al desconocido por la parte delantera de la chaqueta con capucha. Se cuadra delante de él, proyecta los hombros hacia delante, sus cuerpos están pegados. El desconocido se lleva la mano al bolsillo.

Kelly corre hacia ellos, presa del pánico, mira a derecha e izquierda, arriba y abajo de la calle.

—¡Todd, no! —grita.

Es entonces cuando Jen ve el cuchillo.

La adrenalina desarrolla su visión en cuanto ve lo que sucede. Una puñalada rápida, limpia. Y entonces, todo se ralentiza: el movimiento del brazo al retirarse, el tejido que se resiste hasta que acaba liberando el cuchillo. Junto con el arma emergen dos plumas blancas que flotan sin rumbo en el aire gélido, como copos de nieve.

La sangre empieza a salir a chorro, en grandes cantidades. Jen supone que debe de haber caído de rodillas al suelo, porque de pronto cobra conciencia de que la gravilla del camino se le está clavando en las piernas. Gatea hasta él, le desabrocha la chaqueta, nota el calor de la sangre en las manos, entre los dedos, deslizándose por las muñecas.

Desabrocha la camisa. El torso está empapado; las tres heridas, del tamaño de una ranura para insertar monedas, aparecen y desaparecen de su vista; es como intentar ver el fondo de un estanque rojo. Se queda helada.

—¡No! —El grito de Jen suena húmedo y sofocante.

—Jen —dice Kelly con voz ronca.

Hay mucha sangre. Lo deposita en la acera y se inclina sobre él para estudiarlo. Confía en estar equivocada, pero está segura, durante solo un instante, de que ya no está aquí. El modo en que la luz amarillenta de la farola le da en los ojos no es del todo correcto.

La noche está en completo silencio; después de lo que deben de ser varios minutos, parpadea, en estado de shock, y mira a su hijo.

Kelly ha apartado a Todd de la víctima y lo está abrazando. Kelly se encuentra de espaldas a ella, Todd de cara, y la mira por encima del hombro de su padre, con expresión neutra. Suelta el cuchillo. Cuando el metal impacta contra el pavimento helado, suena como la campana de una iglesia. Se pasa la mano por la cara, dejando un rastro de sangre.

Jen lo observa. Tal vez esté arrepentido, tal vez no. Es imposible saberlo. Jen es capaz de interpretar la expresión de prácticamente todo el mundo, pero nunca la de Todd.

Día cero, justo después de la 01:00

 

 

 

 

 

Alguien debe de haber llamado al teléfono de emergencias, porque de pronto la calle se ilumina con luces giratorias de color azul.

—¿Qué…? —le dice Jen a Todd.

El «¿qué?» de Jen lo incluye todo: ¿quién, por qué, qué demonios?

Kelly suelta a su hijo. Está blanco como el papel, pero no dice nada, como suele ser habitual en él.

Todd no la mira, ni a ella ni a su padre.

—Mamá —dice por fin. ¿Acaso los niños no recurren siempre primero a su madre? Jen quiere ir hacia él, pero no puede dejar el cuerpo. No puede abandonar la presión que está ejerciendo sobre las heridas. Sería peor para todos—. Mamá —vuelve a decir. Su voz suena fracturada, como el terreno seco que separa las aguas en dos. Se muerde el labio y aparta la vista, mira hacia la calle.

—Todd —dice ella. La sangre del hombre le empapa las manos como si fuera agua sucia de la bañera.

—Tuve que hacerlo —dice él, mirándola por fin.

La sorpresa deja boquiabierta a Jen. Kelly baja la cabeza. Las mangas del batín, allí donde Todd ha descansado las manos, están cubiertas de sangre.

—Tío —dice Kelly, tan bajito que Jen no está ni siquiera segura de que haya hablado—. Todd.

—Tuve que hacerlo —repite Todd con más énfasis. Su aliento proyecta una nube de vapor en el aire gélido—. No había otra opción. —Habla esta vez con rotundidad de adolescente.

El azul del coche de policía late más cerca. Kelly mira fijamente a Todd. Sus labios —blancos por la ausencia de sangre— articulan una palabra, una blasfemia silenciosa quizá.

Jen mira a su hijo, al criminal violento, al que le gustan los ordenadores y la estadística y —todavía— recibir un pijama cada año por Navidad, doblado a los pies de la cama.

Kelly gira inútilmente sobre sí mismo en el camino de acceso a la casa, con las manos en la cabeza. No ha mirado al hombre ni una sola vez. Sus ojos son solo para Todd.

Jen intenta contener las heridas que laten bajo sus manos. No puede abandonar a… la víctima. La policía ha llegado, pero la ambulancia aún no.

Todd sigue temblando, aunque Jen no sabe si es de frío o del shock.

—¿Quién es? —le pregunta.

Tiene muchas más preguntas, pero Todd se encoge de hombros y no responde. Jen desea zarandearlo, sonsacarle las respuestas, pero no salen.

—Van a arrestarte —dice Kelly en voz baja. Un policía viene corriendo hacia ellos—. Mira, no digas nada, ¿entendido? Haremos…

—¿Quién es? —insiste Jen.

La pregunta suena muy fuerte, un grito en la noche. Anima mentalmente al policía a disminuir la velocidad: «No corra tanto, por favor, denos un poco más de tiempo».

Todd vuelve la mirada hacia ella.

—Es… —responde y, por una vez, carece de una explicación locuaz, de una postura intelectual.

No tiene nada, solo una frase interrumpida, proyectada en el aire húmedo que se cierne sobre ellos en estos momentos finales, antes de que todo trascienda más allá de la familia.

El agente llega a su lado: alto, chaleco antibalas negro, camisa blanca, radio en la mano izquierda.

—Eco Tango dos cuatro cinco, estoy en la escena. La ambulancia está de camino.

Todd mira por encima del hombro en dirección al agente, una vez, dos veces, luego mira de nuevo a su madre. Este es el momento. El momento de las explicaciones, antes de que los invadan por completo con sus esposas y su poder.

La expresión de Jen se ha congelado, la sangre le calienta las manos. Se limita a esperar, teme moverse, le da miedo perder el contacto visual con su hijo. Lo rompe Todd. Se muerde el labio, baja la vista. Y ya está.

Otro policía aparta a Jen del cuerpo del desconocido. Se queda en el camino de acceso a su casa en zapatillas deportivas y pijama, con las manos húmedas y pegajosas, mirando a su hijo, luego también a su marido, quien, envuelto en su batín, intenta negociar con el sistema judicial. Debería ser ella la que tomara el mando de la situación. La abogada es ella, al fin y al cabo. Pero se ha quedado sin habla. Totalmente desorientada. Tan perdida como si acabaran de abandonarla en el Polo Norte.

—¿Puedes confirmarme cómo te llamas? —le pregunta el primer policía a Todd.

De los coches empiezan a salir más agentes, como hormigas de un hormiguero.

Jen y Kelly dan un paso al frente los dos a un tiempo, pero Todd hace algo, un gesto inapreciable. Extiende la mano hacia un lado para detenerlos.

—Todd Brotherhood —responde con languidez.

—¿Puedes explicarme qué ha pasado? —continúa el agente.

—Un momento —dice Jen, que vuelve de repente a la vida—. No puede interrogarlo en plena calle.

—Vayamos todos a comisaría —dice en tono apremiante Kelly—. Y…

—Lo he apuñalado —explica Todd interrumpiéndolo y señalando al hombre que sigue en el suelo. Hunde de nuevo las manos en los bolsillos y camina hacia el policía—. Por lo que supongo que debe arrestarme.

—Todd —dice Jen—. No hables más.

Las lágrimas le taponan la garganta. No puede estar pasando. Necesita una bebida fuerte, retroceder en el tiempo, vomitar. El cuerpo entero empieza a temblarle bajo aquel frío absurdo y confuso.

—No tienes por qué decir nada, Todd Brotherhood —explica el policía—, pero tu defensa podría verse perjudicada si no respondes cuando se te pregunta y…

Todd le ofrece las muñecas de forma voluntaria, como si estuviera actuando en una película, y en un abrir y cerrar de ojos y con un clic metálico le colocan las esposas. Mantiene la espalda erguida. Está frío. Se muestra inexpresivo, resignado, incluso. Jen no puede dejar de mirarlo, le resulta imposible dejar de mirarlo.

—¡No pueden hacer eso! —grita Kelly—. ¡Esto es un…!

—Espere un momento —le dice Jen al policía, presa del pánico—. ¿Podemos ir? No es más que un adolescente…

—Tengo dieciocho años —dice Todd.

—Por aquí —le pide el policía a Todd, señalando el coche patrulla e ignorando por completo a Jen. Habla entonces por la radio y dice: «Eco Tango dos cuatro cinco, preparad el calabozo, por favor».

—Pues lo seguiremos —dice desesperada Jen—. Soy abogada —añade innecesariamente, puesto que no tiene ni idea de derecho penal.

Sin embargo, en una situación de crisis como esta, el instinto maternal brilla con tanta fuerza y tanta evidencia como la calabaza en la ventana. Lo único que necesitan es averiguar por qué lo ha hecho, conseguir que lo dejen en libertad y luego buscar ayuda. Es lo que deben hacer. Es lo que harán.

—Iremos —dice—. Nos vemos en comisaría.

El policía finalmente los mira. Parece un modelo. Pómulos tremendamente marcados. Un auténtico estereotipo, ¿aunque acaso no todos los polis son jovencísimos últimamente?

—Comisaría de Crosby —dice, después entra en el coche patrulla sin pronunciar ni una palabra más y llevándose con él a su hijo.

El otro agente se queda con la víctima. Jen no puede soportar pensar en él. Lo mira de reojo, una sola vez. La sangre, la expresión del rostro del policía… Está muerto, seguro.

Se vuelve hacia Kelly, y jamás olvidará la mirada que le lanza su estoico marido. Le clava sus ojos azul marino. El mundo parece detenerse por un segundo y, sumida en aquel silencio paralizante, Jen se dice: «Kelly es la viva imagen de la desolación».

 

 

La comisaría tiene un cartel blanco en la fachada que la anuncia al público. «Policía de Merseyside-Crosby». Detrás se asienta un edificio cuadrado de los años sesenta, rodeado por un muro de ladrillo de escasa altura. Una marea de hojas de octubre se acumula contra él.

Jen detiene el coche delante, justo encima de las dobles líneas amarillas del suelo, y apaga el motor. Su hijo acaba de apuñalar a alguien, ¿qué importa ahora una multa de aparcamiento? Kelly sale del coche incluso antes de que esté aparcado del todo. Extiende el brazo hacia atrás —inconscientemente, imagina— en busca de la mano de Jen, que se aferra a ella como si fuera una balsa en alta mar.

Kelly abre de un empujón las puertas dobles de cristal y acceden a un vestíbulo con un cansino suelo de linóleo gris. El interior huele a anticuado. Como las escuelas, como los hospitales, como las residencias de ancianos. Como instituciones que implican uniformes y comida basura, el tipo de lugares que más odia Kelly. «Nunca jamás —le había dicho a Jen un día, en los inicios de su relación— me sumaré a esa carrera de ratas».

—Hablaré con ellos —le dice escuetamente Kelly a Jen. Está temblando. Aunque no parece que tiemble de frío, sino más bien de rabia. Está furioso.

—De acuerdo. Yo buscaré un abogado y daré los pasos iniciales para…

—¿Dónde está el comisario jefe? —le espeta Kelly al agente calvo que ocupa la recepción y que lleva un anillo con un sello en el dedo meñique.

El lenguaje del cuerpo de Kelly es distinto al habitual. Las piernas abiertas, los hombros levantados. Jen rara vez lo ha visto bajar la guardia de esta manera.

Empleando un tono aburrido, el agente les dice que esperen a ser recibidos.

—Dispone de cinco minutos —dice Kelly, y señala el reloj antes de dejarse caer en una de las sillas del vestíbulo.

Jen se sienta a su lado y le coge la mano. La alianza de boda le queda muy suelta. Debe de tener frío. Allí están sentados, Kelly cruzando y descruzando sus largas piernas, resoplando; Jen callada. Aparece un agente, va hablando en voz baja por teléfono.

—Es el mismo crimen que hace dos días, una herida clasificada en la Sección 18, con intención dolosa. En ese caso la víctima fue Nicola Williams, criminal en busca y captura.

Habla tan bajito que Jen tiene que aguzar el oído para oír qué dice.

Sigue sentada, escuchando. Una herida incluida en la Sección 18[1], con intención dolosa, es una puñalada. Debe de estar hablando de Todd. Y de un crimen similar acontecido hace dos días.

Aparece por fin el agente que lo ha arrestado, el alto con los pómulos tan marcados.

Jen mira el reloj de detrás del mostrador de recepción. Son las tres y media de la mañana, o quizá las cuatro y media. No sabe si sigue con el horario de verano. Resulta desorientador.

—Su hijo pasará aquí la noche. No tardaremos en interrogarlo.

—¿Dónde? ¿Ahí atrás? —pregunta Kelly—. Déjeme pasar.

—No pueden verlo —replica el agente—. Son testigos.

La rabia se enciende en el interior de Jen. Es por este tipo de cosas, exactamente por este tipo de cosas, por lo que la gente odia el sistema judicial.

—Y ya no se hable más, ¿no? —le dice con acidez Kelly al agente. Levanta las manos.

—¿Perdón? —dice el agente con amabilidad.

—¿De modo que somos enemigos?

—¡Kelly! —exclama Jen.

—Aquí nadie es enemigo de nadie —contesta el agente—. Podrán hablar con su hijo por la mañana.

—¿Dónde está el comisario? —pregunta Kelly.

—Podrán hablar con su hijo por la mañana.

Kelly se sume en un silencio cargado y peligroso. Jen ha visto a muy pocas personas ser el blanco de Kelly cuando se pone así, pero no envidia en absoluto al policía. El recorrido de la mecha de Kelly suele ser muy largo, pero, cuando prende, el resultado es explosivo.

—Voy a hacer una llamada —dice Jen—. Conozco a alguien.

Saca el teléfono del bolso y, con mano temblorosa, recorre la lista de contactos. Abogados criminalistas. Conoce un montón. La primera regla del derecho es no meterse nunca en nada en lo que no estés especializado. La segunda es no representar nunca a un familiar.

—Ha dicho que no quiere a nadie —dice el agente.

—Necesita un abogado, no debería usted… —informa Jen.

El agente levanta las manos. Jen percibe que Kelly está entrando en ebullición.

—Voy a hacer una única llamada, y luego que él… —empieza a decir de nuevo Jen.

—Muy bien, acompáñeme hasta allí —dice Kelly, indicando con un gesto la puerta blanca que da acceso al resto de la comisaría.

—No está autorizado —replica el agente.

—Váyase a la mierda —espeta Kelly.

Jen lo mira sorprendida.

El agente no se toma ni siquiera la molestia de responder y se limita a mirar a Kelly con gélido silencio.

—De acuerdo, ¿y entonces qué? —dice Jen. Dios, Kelly acaba de mandar a la mierda a un poli. Un delito contra el orden público no es la mejor manera de apaciguar la situación.

—Como le he dicho, permanecerá con nosotros esta noche —responde tranquilamente el agente, ignorando a Kelly—. Les sugiero que vuelvan mañana. —Su mirada se traslada entonces a Kelly—. No puede obligar a su hijo a pedir un abogado. Ya lo hemos intentado.

—Pero si no es más que un niño —explica Jen, aunque sepa que legalmente ya no lo es—. No es más que un niño —repite, casi para ella misma, y piensa en su pijama de Navidad y en cómo, hace muy poco, cuando tuvo aquel virus que le provocó tantos vómitos, Todd quiso que se quedara a su lado. Pasaron toda la noche en el baño. Hablando de tonterías mientras ella iba limpiándole la boca con un paño húmedo.

—Eso les da igual, todo les da igual —dice Kelly con amargura.

—Volveremos por la mañana… con un abogado. —Jen intenta aliviar la situación, que hagan las paces.

—Cuando quieran. Vamos a enviar un equipo a su casa —dice el agente.

Jen asiente, sin pronunciar palabra. Forenses. Van a registrar la casa. El jardín.

Jen y Kelly abandonan la comisaría. Jen camina rascándose la frente hasta que llegan al coche. En cuanto entran, pone la calefacción a tope.

—¿De verdad que nos vamos a casa y ya está? —pregunta—. ¿Que nos vamos a quedar allí sentados mientras lo registran todo?

Los hombros de Kelly delatan su tensión. La mira, pelo negro por todas partes, sus ojos son tristes como los de un poeta.

—No tengo ni puta idea.

Jen mira a través del parabrisas un arbusto que resplandece con el rocío nocturno del otoño. Pasados unos segundos, se pone en marcha, porque no se le ocurre otra cosa que hacer.

En cuanto aparca, la calabaza los saluda desde el alféizar de la ventana. Debe de haber dejado la vela encendida. Los forenses, con sus trajes blancos, han llegado ya y los esperan como fantasmas en el camino de acceso, junto a la cinta policial que agita el viento de octubre. El charco de sangre ha empezado a secarse por los bordes.

Los dejan pasar a su propia casa y se sientan abajo para observar los movimientos de los equipos uniformados en el jardín; algunos se ponen a cuatro patas para buscar huellas en la escena del crimen. No hablan, se limitan a permanecer en silencio y con las manos cogidas. Kelly no se ha quitado el abrigo.

Al final, cuando los agentes que han examinado la escena del crimen se marchan y la policía acaba de registrar las cosas de Todd, llevándose algunas de ellas, Jen cambia de postura en el sofá y se queda tumbada, mirando el techo. Entonces aparecen las lágrimas. Cálidas, veloces y húmedas. Lágrimas por el futuro. Y lágrimas por el ayer, y por lo que no vio venir.

Día menos uno, 08:00 horas

 

 

 

 

 

Jen abre los ojos.

Debe de haber vuelto a la cama. Y debe de haberse quedado dormida. No tiene la sensación de haber hecho ninguna de las dos cosas, pero está en su habitación, no en el sofá, y por detrás de las persianas venecianas se ve luz.

Se tumba de lado. Se dice que no puede ser verdad.

Parpadea y mira la cama vacía. Está sola. Confía en que Kelly se haya levantado ya y esté haciendo llamadas. La ropa está esparcida por el suelo de la habitación, como si hubiera salido de ella evaporándose. Se levanta y la pisa sin prestar atención, se pone unos vaqueros y un jersey de cuello alto que la hace enorme, pero que igualmente le encanta.

Sale al pasillo y se queda delante de la habitación vacía de Todd.

Su hijo. Ha pasado la noche en un calabozo. No puede ni pensar en todo lo que le espera.

Muy bien. Podrá solucionarlo. Jen es excelente rescatando personas, lleva toda la vida dedicándose a esto, y ahora ha llegado el momento de ayudar a su hijo.

Podrá solventarlo.

¿Por qué lo habrá hecho?

¿Por qué llevaría un cuchillo encima? ¿Quién era la víctima, aquel hombre adulto que con toda probabilidad habría matado su hijo? De pronto, Jen empieza a vislumbrar pequeñas pistas en las últimas semanas y meses de Todd. Cambios de humor. Pérdida de peso. Secretismo. Cosas que ella había achacado a la adolescencia. Hacía tan solo dos días, Todd había recibido una llamada y había salido a hablar al jardín. Luego, cuando Jen le había preguntado quién era, le había dicho que no era asunto suyo y había tirado de mala gana el teléfono al sofá. Había rebotado una vez, después había caído al suelo y ambos se habían quedado mirándolo. Todd se había reído y se lo había tomado a broma, pero aquella pataleta había sido algo más que eso.

Jen observa fijamente la puerta de la habitación de su hijo. ¿Cómo era posible que hubiera acabado criando a un asesino? Rabia adolescente. Un crimen con arma blanca. Bandas de malhechores. Antifascistas. ¿Qué habría sido? ¿A qué palo de la baraja habría estado jugando?

No oye a Kelly por ningún lado. Cuando va por la mitad de la escalera, mira hacia el ventanal, hacia el lugar donde estaba hace tan solo unas horas, en el momento en que todo cambió. Todavía hay neblina.

La sorprende descubrir que abajo, en la calle, no se ven manchas: la lluvia y la niebla deben de haber eliminado la sangre. La policía ha pasado otra vez por aquí. La cinta ya no está.

Mira hacia la calle, flanqueada por árboles cuyas crujientes hojas otoñales les dan el aspecto de estar en llamas. Pero nota algo extraño en lo que ve. Debe de ser por los recuerdos de lo sucedido anoche. Hacen que la vista sea un poco siniestra. Ligeramente fuera de lugar.

Baja corriendo el resto de la escalera, cruza el vestíbulo con suelo de madera y entra en la cocina. Huele como anoche, antes de que todo pasara. A comida, a velas. A normalidad.

Oye una voz, justo por encima de ella, una voz masculina grave. Kelly. Mira hacia el techo, confusa. Debe de estar en la habitación de Todd. Registrándola, lo más probable. Comprende perfectamente ese impulso. La necesidad de encontrar lo que la policía no ha podido hallar.

—¿Kell? —grita. Sube corriendo de nuevo la escalera y cuando llega arriba, está jadeando—. Tendríamos que empezar a… ¿Qué abogado piensas que deberíamos…?

—¡Tres veintenas más Jen![2] —dice una voz.

Viene de la habitación de Todd y es inequívocamente la de su hijo. Jen da un paso hacia atrás tan enorme que acaba tropezando con el primer peldaño de la escalera.

Y no son imaginaciones suyas: Todd sale de su habitación, vestido con una camiseta negra donde puede leerse «Soy científico» y pantalón de chándal. Es evidente que acaba de despertarse y su cara pálida es la única luz que alumbra la oscuridad.

—Ese aún no lo hemos hecho —dice con una sonrisa que le forma hoyuelos—. Y debo confesar que incluso he visitado una página web de juegos de palabras.

Jen se queda boquiabierta. Su hijo, el asesino. No tiene las manos manchadas de sangre. Ni muestra una expresión asesina. Sin embargo…

—Pero… —dice Jen—. ¿Cómo es posible que estés aquí?

—¿Qué?

Está exactamente igual que siempre. E incluso confusa, Jen siente curiosidad. Los ojos azules de siempre. El pelo negro y enmarañado de siempre. El mismo cuerpo, alto y delgado. Pero ha cometido un acto imperdonable. Imperdonable para todo el mundo excepto, tal vez, para ella.

¿Cómo es posible que esté aquí? ¿Cómo es posible que esté en casa?

—¿Qué? —repite él.

—¿Cómo has vuelto?

Todd arquea las cejas.

—Esto que preguntas es de lo más raro, incluso viniendo de ti.

—¿Te ha sacado tu padre? ¿Estás en libertad bajo fianza? —vocifera Jen.

—¿En libertad bajo fianza? —Levanta una ceja, una nueva costumbre.

En estos últimos meses, ha cambiado de aspecto. Más delgado de cuerpo, de caderas, pero con la cara más hinchada. Con esa palidez que se adquiere cuando se trabaja en exceso, cuando se abusa de comida rápida y se bebe poca agua. Jen no está al corriente de que Todd haga nada de todo eso, pero ¿quién sabe? Y luego está esa nueva costumbre, adquirida justo después de que conociera a su nueva novia, Clio.

—Voy a ver a Connor.

Connor. Un chico de su curso, pero otro amigo nuevo, justo de este verano. Jen había entablado amistad con su madre, Pauline, años atrás. Es como Jen: hastiada, malhablada, nada que ver con una madre natural, el tipo de persona que implícitamente da permiso a Jen para equivocarse. Jen siempre se ha sentido atraída hacia ese tipo de personas. Todas sus amigas son gente sin pretensiones, sin miedo a decir y hacer lo que piensan.

Recientemente, Pauline le dijo, hablando de Theo, el hermano menor de Connor: «Le quiero, pero, como tiene siete años, muchas veces se comporta como un gilipollas». Y, con sentimiento de culpa, se habían echado a reír como un par de tontas en la puerta del colegio.

Jen se acerca y observa con atención a Todd. No hay nada que indique la maldad que tiene dentro, no se aprecia ningún cambio en su mirada, y en la habitación no hay más armas que él mismo. De hecho, parece como si no hubiese pasado nada.

—¿Cómo has llegado a casa… y qué ha pasado?

—¿A casa?… ¿De dónde?

—De la comisaría —responde sin miramientos Jen.

No puede evitar mantenerse un poco alejada de él. A un paso más de lo habitual. Ya no sabe de lo que esta persona —su hijo, el amor de su vida— es capaz.

—¿Perdona? ¿De la comisaría? —pregunta él, tomándoselo a broma—. ¿De qué me hablas?

Todd cambia de expresión y arruga un poco la nariz, igual que hacía cuando era un bebé. Le quedan dos cicatrices minúsculas, resultado de los peores estragos del acné de la adolescencia. Por lo demás, su rostro sigue siendo infantil, inmaculado y cubierto con esa pelusa de melocotón de los jóvenes.

—¡De tu arresto, Todd!

—¿Mi arresto?

En condiciones normales, Jen sabe cuándo su hijo está mintiéndole, y en este momento ve claramente que no lo está haciendo. La mira con sus claros ojos crepusculares, con la confusión dibujada en sus facciones.

—¿Qué? —pregunta Jen en un susurro. Una sensación extraña le recorre la espalda, un conocimiento incierto, aterrador—. Lo vi… Vi lo que hiciste.

Señala la ventana del descansillo. Y es en ese momento cuando se da cuenta de lo que pasa. No es lo que se ve fuera: es la propia ventana. La calabaza no está. Ha desaparecido.

 

 

Empieza a temblar. Esto no puede estar pasando.

Aparta la mirada del alféizar de la ventana sin calabaza.

—Lo vi —vuelve a decir.

—¿Viste qué?

Sus ojos son tan similares a los de Kelly que Jen se descubre pensando, por enésima vez en su vida: «Son idénticos».

Se queda mirándolo y, por una vez, Todd le sostiene la mirada.

—Lo que pasó anoche, cuando volviste.

—Anoche no salí.

La conversación desenfadada, la petulancia, la actitud, todo ha desaparecido.

—Pero ¿qué dices? Me quedé levantada esperándote, llegabas con retraso, y entonces cambió la hora y…

Todd permanece callado un instante, aunque mantiene el contacto visual.

—La hora cambia mañana. ¿No es viernes hoy?

Día menos uno, 08:20 horas

 

 

 

 

 

Algún tipo de ascensor interno desciende en caída libre por el centro del pecho de Jen. Se aparta el pelo de la cara y, después de levantar un dedo para indicarle a Todd que en un segundo está de vuelta, va directa al cuarto de baño que hay en la parte posterior de la casa. Se estremece en cuanto le da la espalda, como si su hijo fuese un depredador que hay que tener vigilado.

Vomita en el inodoro, un tipo de vómito que hacía años que no sufría. Apenas sale nada, solo un ácido estomacal amarillo y pegajoso que se asienta en el fondo del agua. Piensa en el embarazo, cuando le explicó al doctor que vomitaba tantísimo que solo le salía bilis, y el doctor se sintió aparentemente obligado a decirle: «La bilis tiene un color verde intenso e indica problemas graves. Lo que usted vomita es ácido estomacal».

Todd no entiende lo que le está diciendo. Eso está claro. No lo negaría ni siquiera él. Pero ¿por qué? ¿Cómo?

La calabaza. La calabaza ha desaparecido. ¿Dónde está su marido? Se siente incapaz de pensar correctamente. El pánico le atraviesa el cuerpo, una presión enorme que no tiene dónde ir. Acabará vomitando otra vez.

Se sienta en las frías baldosas en blanco y negro.

Saca el teléfono del bolsillo y lo mira. Abre el calendario.

Es viernes, veintiocho de octubre. El reloj se atrasa mañana, efectivamente. El lunes será Halloween. Jen mira la fecha, una y otra vez. ¿Cómo es posible?

Está volviéndose loca. Se levanta y, con impotencia, empieza a deambular de un lado a otro. Es como si tuviera el cuerpo cubierto de hormigas. Tiene que salir de allí. Pero salir… ¿de dónde? ¿Salir… de ayer?

Busca el último mensaje que ha intercambiado con Kelly y pulsa la tecla de llamada.

Responde de inmediato.

—Escucha —empieza Jen en tono apremiante.

—A ver… —exclama él con languidez, esperando con sorna a ver con qué le sale ahora.

Jen oye que se cierra una puerta.

—¿Dónde estás? —pregunta ella, consciente de que debe de parecer que se ha vuelto loca, pero no puede evitarlo.

Un segundo.

—Estoy en el planeta Tierra, pero me parece que tú no estás ahí.

—Respóndeme en serio.

—¡Estoy en el trabajo! ¡Evidentemente! ¿Dónde estás tú?

—¿Arrestaron anoche a Todd?

—¿Qué? —Oye que deja algún objeto en un suelo que suena a hueco—. Mmm…, ¿por qué razón?

—No, es una pregunta. ¿Lo arrestaron?

—No —responde Kelly desconcertado.

A Jen le resulta increíble. Tiene el pecho empapado en sudor. Se rasca los brazos.

—Pero estuvimos…, estuvimos en comisaría. Y tú les gritaste. El reloj acababa de atrasarse una hora y yo…, yo había tallado la calabaza.

—¿Estás bien? De verdad te lo digo, tengo que acabar lo de Merrilocks —dice Kelly.

Jen inspira hondo. Ayer dijo que lo había acabado, ¿no? Sí, está segura de que lo dijo. Estaba en lo alto de la escalera, luciendo solo un tatuaje y una sonrisa. Lo recuerda. Puede recordarlo.

Se lleva una mano a los ojos, como si el gesto le sirviera para aislarse del mundo.

—No sé qué está pasando —dice. Rompe a llorar y las lágrimas forman un nudo que le impide hablar con normalidad—. ¿Qué hicimos? Anoche. —Apoya la espalda contra la pared—. ¿Tallé la calabaza?

—Pero qué…

—Creo que he sufrido algún tipo de ataque —explica en apenas un susurro.

Se sube el pantalón del pijama hasta las rodillas y se observa la piel. No hay marcas de haber estado arrodillada en la gravilla. Ni el más mínimo resto de tierra. No ve sangre bajo las uñas. La piel de gallina le recorre de repente los brazos, de arriba abajo, como a cámara rápida.

—¿Tallé la calabaza? —vuelve a preguntar.

Pero, mientras habla, empieza a caer en la cuenta de algo. Si todo esto no ha pasado…, tal vez es que se ha vuelto loca y su hijo no es un asesino. Nota que los hombros se le relajan mínimamente, y experimenta cierta sensación de alivio.

—No, dijiste…, dijiste que te daba palo… —responde Kelly con una risilla.

—Sí —dice débilmente Jen, visualizando cómo había quedado la calabaza.

Se levanta y se estudia en el espejo. Se mira a los ojos. Es el retrato de una mujer presa del pánico. Cabello oscuro, tez clara. Mirada atormentada.

—Bueno, tengo que irme. Seguro que ha sido un sueño —comenta, pero ¿cómo es posible que lo haya sido?

—Vale —responde Kelly. Tal vez está a punto de decir algo, aunque al final decide no hacerlo, porque solo repite «Vale», después añade a continuación—: Saldré pronto.

Y Jen se alegra de que su marido sea así, un hombre de familia, no el típico que va de pubs o a practicar deportes con los amigos, sino su Kelly.

Sale del cuarto de baño y va a la cocina. Al otro lado de la puerta del patio, la niebla cubre el jardín y borra por completo las copas de los árboles. Kelly reformó la cocina hace un par de años, después de que ella le dijera —borracha— que quería ser «una de esas mujeres que de una puta vez tienen la vida bien organizada, ya sabes, clientes felices, un niño feliz y un fregadero profundo de porcelana».

Y una tarde llegó Kelly con el fregadero en cuestión y le dijo: «Espero que, de forma inminente, tu vida esté organizada de una puta vez, Jen, porque aquí tienes el fregadero de tus sueños».

El recuerdo se desvanece. Jen siempre aconseja a los becarios que se estresan que respiren hondo diez veces y se tomen un café, de modo que eso es justo lo que va a hacer. Está entrenada para estas cosas. Dos décadas consagradas a un trabajo de mucha tensión acaban proporcionándote ciertas habilidades. Pero cuando se acerca a la isla de mármol de la cocina, sus pasos se ralentizan. En uno de los extremos hay una calabaza entera, sin tallar.

Se para en seco. Como si la calabaza fuese un fantasma. Cree que va a vomitar otra vez.

—¡Oh! —exclama, sin dirigirse a nadie, una palabra minúscula que se le escapa, una sílaba gigante de asimilación.

Se acerca a la calabaza como si fuera una bomba sin explotar y le da la vuelta, pero está entera, firme y sin tallar… Dios, lo de anoche no pasó. ¡No pasó! La inunda una sensación de alivio. No lo ha hecho. No lo ha hecho.

Todd está en su habitación. Abriendo y cerrando cajones, deambulando de un lado al otro. Suena una cremallera.

—¿Ya has vuelto al mundo real? —pregunta él cuando llega al pasillo, a los pies de la escalera.

El tono irónico que emplea sorprende a Jen. Se queda mirándolo. Su cuerpo. Está más delgado que hace unas semanas, ¿no?

—Casi —responde, de forma automática.

Traga saliva dos veces. Percibe un escalofrío en la espalda, como si estuviera enferma, la adrenalina que arde y le provoca una sensación enfebrecida de pánico.

—Bueno, mejor…

—Supongo que he tenido una pesadilla.

—Oh, qué mal rollo —dice simplemente Todd, como si aquello pudiera explicar tan fácil su confusión.

—Sí. Pero…, mira. En la pesadilla…, tú matabas a alguien.

—Joder —exclama, pero bajo la superficie de su expresión se produce un cambio, mínimo, como el pez que nada en las profundidades de un océano, invisible excepto por las olas que genera con sus movimientos—. ¿A quién? —añade.

A Jen le parece una pregunta inicial muy rara. Está acostumbrada a que los clientes no le cuenten toda la verdad, y eso es lo que parece que está pasando con su hijo en ese momento.

Todd se aparta el pelo oscuro de la frente. Con el gesto, la camiseta sube y deja al descubierto la cintura que ella sostenía cuando él era pequeño y se retorcía, aprendiendo a sentarse, a saltar, a andar. En aquellos tiempos pensaba que la maternidad era aburridísima, ingrata, horas y más horas dedicadas a las mismas tareas en diversos órdenes. Pero no lo era, ahora lo sabe; decir eso es como decir que respirar es aburrido.

—A un hombre adulto. De unos cuarenta años.

—¿Con estos brazos tan esmirriados? —replica Todd, al tiempo que levanta en un gesto teatral un brazo flacucho.

En una ocasión, Kelly le dijo a altas horas de la madrugada: «¿Cómo hemos hecho para criar a un bicho raro tan seguro de sí mismo?». Entonces habían tenido que hacer esfuerzos para controlar las carcajadas. Lo que más le gusta a Jen de Kelly es su humor tan mordaz. Y se alegra de que Todd lo haya heredado.

—Incluso con esos brazos —contesta Jen.

Pero entonces piensa: «No tuviste necesidad de músculos. Tenías un arma».

Todd se calza las zapatillas deportivas sin ponerse calcetines. Y cuando lo hace, Jen se acuerda de que esa escena tuvo lugar el viernes por la mañana. Recuerda que se quedó asombrada de que su hijo no notara el frío de octubre y preocupada por la posibilidad de que pudiera enfriarse los tobillos en la escuela. Preocupada también, de manera vergonzante, por que la gente pudiera pensar que era una mala madre, que era… ¿Qué era exactamente? ¿Anticalcetines? Dios, la de cosas raras que llegan a estresarla.

Pero se había preocupado. Lo recuerda.

Un escalofrío le recorre los hombros. Todd pone la mano en el pomo de la puerta y Jen recuerda el déjà vu. No. Está bien. Se siente bien. No tiene de qué preocuparse. Debe olvidarlo. No hay pruebas de que nada de todo aquello haya pasado.

Hasta que las hay.

—Cuando salga de clase iré directamente a casa de Clio. Si le va bien, cenaré allí.

Habla de forma concisa. Se lo está diciendo, no pide permiso; como siempre, últimamente.

Entonces sucede. Las palabras emergen de la boca de Jen con la misma naturalidad con la que un manantial brota de la tierra, la misma frase que pronunció ayer:

—¿Más ostras cultivadas? —dice.

La primera vez que Todd fue a cenar a casa de Clio habían comido ostras. Todd le había enviado una foto de una, justo después de haberla abierto, en equilibrio sobre la punta de sus dedos, con un texto que decía: «¿No decías que tenía que abrirme más?».

Espera la respuesta de Todd. Que está seguro de que cenarán algo más sencillo, como foie gras.

Todd le dirige una sonrisa que atraviesa la tensión.

—Estoy seguro de que cenaremos algo más sencillo, como foie gras.

No puede. No puede con esto. Es una locura. Tiene la sensación de que el corazón se le va a detener por un infarto.

Todd coge la mochila. Algo en el golpe que da contra su espalda la pone aún más nerviosa. Parece que pesa mucho.

El pensamiento emerge, plenamente formado, justo entonces. ¿Y si el arma está en la mochila? ¿Y si el crimen acaba produciéndose? ¿Y si no ha sido un sueño, sino una premonición?

Jen sufre un golpe de calor, luego de frío.

—¿Es tu ordenador lo que acabo de oír? —Dirige la vista hacia el techo—. Se ha oído un ruido.

Hacer que un adolescente corra a comprobar el estado de cualquier aparato es ridículamente fácil, y Jen experimenta una punzada de culpabilidad durante un solo segundo, mientras ve cómo los pies de su hijo tropiezan con las prisas de subir a investigar qué sucede. Es habitual, una compasión residual que siempre ha sentido por Todd —excesiva, a veces, como cuando se involucraba en el drama de la puerta del colegio siempre que era excluido de un acto social—, pero hoy le parece inapropiada. Lo ha visto matar.

Sea lo que sea lo que siente, no es suficiente para impedir el registro.

Bolsillos delanteros, bolsillos laterales. Estar activa le sirve de distracción. Oye que Todd canturrea mientras sube las escaleras, algo que hace siempre que está impaciente.

—¡Mierda! —dice.

Dos libros de química, tres bolígrafos sueltos. Jen lo va dejando todo en el suelo del vestíbulo y sigue buscando.

—¡No hay notificaciones! —grita Todd.

Vuelve a hablar con rabia. Desde hace poco, parece que esté siempre molesto por algo.

—Lo siento —dice ella, aunque piensa «Dame solo un puto minuto más, solo uno, solo uno»—. Debo de haber oído mal.

El fondo de la mochila está alfombrado por las migas de mil bocadillos.

¿Y esto qué es? ¿Allí detrás? Una funda, una funda de cuero. Está dura y fría como el hueso de la pierna, justo en la parte posterior de la mochila de su hijo. Sabe lo que es incluso antes de sacarlo.

Una funda de cuero de forma alargada. Suelta el aire, abre la parte superior y desliza un mango hacia fuera.

Y, en el interior…, un cuchillo. El cuchillo.

Día menos uno, 08:30 horas

 

 

 

 

 

Jen se queda allí, mirándolo, mirando la traición que tiene en la mano. No ha pensado qué haría si encontraba algo. En ningún momento ha pensado que encontraría algo.

Sujeta el siniestro mango negro. El pánico reaparece, una oleada de ansiedad que se disuelve en el mar, pero que siempre vuelve, siempre. Abre el armario de debajo de la escalera. En el interior se apilan zapatos, material deportivo y latas de comida que no caben en la cocina, pasa la mano con el cuchillo por encima de todos los trastos. Oye a Todd en el descansillo. Deja el cuchillo en el fondo, cierra el armario, se aparta y recoge las cosas para guardarlas de nuevo en la mochila.

Todd —con una sonrisa contrariada, con la sombra de un Kelly joven dibujándole las facciones— recoge la mochila. Parece que no se percata de la diferencia, de que ahora es más ligera. Jen lo estudia mientras abre la puerta. Su hijo, armado, o eso piensa él, y con intención dolosa. Su hijo, que ha clavado aquel cuchillo con tanta fuerza que ha abierto el torso de otra persona por tres partes. Todd lanza una mirada por encima del hombro, receloso, y Jen piensa por un segundo que sabe lo que acaba de hacer.

Se marcha, entonces Jen sube corriendo la escalera y observa el coche desde el ventanal. Cuando arranca, está segura de que los ojos de él miran por el retrovisor y de que sus miradas se cruzan durante un brevísimo instante, como la mariposa que se posa y, tras agitar las alas una sola vez, emprende el vuelo sin que ni siquiera te percates de ello.

 

 

—He encontrado un cuchillo en la mochila de Todd —dice Jen en el mismo momento en que su marido entra en casa.

No le explica el resto, todavía no. Ha pasado el día oscilando entre el pánico y la racionalización. No ha sido nada, ha sido un sueño, es algo, es una pesadilla viviente. Está loca, está loca, está loca.

El rostro de Kelly se vuelve inexpresivo de inmediato, tal y como Jen esperaba que pasaría.

Se acerca a ella, coge el cuchillo y lo sostiene con ambas manos, como si fuera un hallazgo arqueológico. Las pupilas se le han vuelto enormes.

—¿Qué ha dicho cuando lo has encontrado? —Su tono de voz es gélido.

—No lo sabe.

Kelly hace un gesto de asentimiento, sin apartar los ojos del largo cuchillo afilado, sin decir nada. Jen recuerda lo enfadado que se puso anoche y piensa que ahora solo parece encerrado en sí mismo.

—Es un cuchillo nuevo —dice, por fin, mirándola—. Lo mataré, joder.

—Lo sé.

—Sin usar.

Jen ríe, una carcajada seca, sin humor.

—Efectivamente.

—¿Qué?

—Es solo que…, que anoche vi que Todd apuñalaba a alguien con esto.

—¿Qué…? —empieza a decir Kelly, pero el ritmo de la palabra no sigue adelante; no es una pregunta, solo una declaración de incredulidad.

—Ayer, estuve esperando levantada a Todd y… apuñaló a alguien en la calle. Tú estabas conmigo.

—Pero… —Kelly se acaricia la barbilla—. Yo no estaba. Y tú tampoco. Dijiste que fue un sueño. —Esboza una sonrisa veloz—. ¿Has ido de visita a loquilandia? —pregunta, porque es así como se refiere siempre a la neurosis.

Jen se aparta. En el exterior, su vecino pasea al perro. Jen sabe que su teléfono móvil está a punto de sonar, lo recuerda de ayer, pero lo hace antes de que le dé tiempo a decírselo a Kelly. Necesita pensar en algo que esté a punto de pasar para demostrarle a Kelly que dice la verdad, aunque no puede, no puede pensar en nada excepto en que se ha despertado aquí, en un universo alternativo y escalofriante.

—Estaba despierta —dice.

Aparta la mirada del vecino y piensa en todas las cosas que podrían considerarse pruebas circunstanciales de que lo de ayer no pasó: la calabaza suave y sin tallar, la presencia de su hijo en la habitación, la ausencia de sangre y de la cinta policial en la calle. Pero entonces piensa en el cuchillo. Ese cuchillo es la única prueba tangible que posee.

—Mira, anoche yo no vi nada. Le preguntaremos a él al respecto. Cuando vuelva —dice Kelly—. Se trata de un delito. De modo que… podemos decirle eso.

Jen asiente, pero no dice nada. ¿Qué va a decir?

 

 

—Sal de debajo de mis pies —ordena Kelly.

Se lo dice al gato, Enrique VIII, llamado así por lo obeso que está desde el día que lo rescataron.

Jen, tumbada en el sofá de la cocina, esboza una mueca. Kelly ha dicho exactamente lo mismo que dijo el viernes por la noche. La noche del primer viernes. Y recuerda que entonces acabó claudicando, le dio de comer al gato y dijo: «De acuerdo, pero que sepas que te tengo calado».

Jen se levanta y pasa por delante de Kelly. No puede. No puede quedarse allí sentada y dejar que se repita un día que ya ha vivido.

—¿Adónde vas? —le pregunta Kelly con sorna—. Se te ve tan estresada que incluso has levantado una brisa al pasar por mi lado. —Entonces, dirigiéndose al gato, que no para de maullar, dice—: De acuerdo, pero que sepas que te tengo calado.

Abre un paquete de Felix. El corazón de Jen se le acelera en el pecho. Nota que el pánico le provoca un rubor que le asciende por el cuello hasta las mejillas.

—Todo esto ya ha pasado —murmura—. Ha pasado antes. Pero ¿qué está sucediendo?

Se sienta de nuevo en el sofá y empieza a dar tirones a la ropa que lleva puesta, intenta escapar de su cuerpo, intenta expresar algo imposible. Si aún no había perdido la cabeza, ciertamente parecería que la estaba perdiendo ahora.

—¿El cuchillo?

—No, el cuchillo no, el cuchillo lo he encontrado hoy —explica, sabiendo que esto no tiene ningún sentido para nadie excepto para ella—. Todo lo demás. He experimentado todo lo que está pasando. He vivido dos veces este día.

Kelly suspira cuando acaba de darle la comida a Enrique VIII y abre la puerta del congelador.

—Esto es una locura incluso viniendo de ti —iróniza él.

Jen ladea la cabeza y lo mira desde el sofá.

La primera vez que vivieron esa noche discutieron sobre las vacaciones. Jen siempre quería viajar, Kelly se negaba a volar. Hacía mucho tiempo —le había contado en los inicios de su relación—, había volado en un avión que había descendido cinco mil pies debido a las turbulencias. Desde entonces no había vuelto a volar. «No eres ni de lejos una persona ansiosa», le había dicho Jen. «Bueno, estoy en ello», había replicado él, antes de sacar un Magnum del congelador.

—Sé que estás a punto de coger un Magnum —le dice Jen ahora, cuando la mano de Kelly ya está en el congelador.

—¿Cómo lo has adivinado? —pregunta Kelly—. Es una vidente —le comenta al gato.

Kelly se marcha de la cocina. Jen sabe que va a subir a ducharse.

Cuando pasa por su lado, Kelly le acaricia la espalda tan levemente que Jen se estremece. Lo mira a los ojos.

—Tranquila —dice él.

Jen desearía no haber tenido tanta ansiedad en el pasado. Levanta la mano para capturar la de él, como ha hecho mil veces. Aquella mano es su ancla, una mujer sola, en alta mar. Y se va. Si está preocupado por el cuchillo, o por todo lo que ella ha estado diciendo, no lo menciona. No es su estilo.

Jen pone Anatomía de Grey y se recuesta en el sofá, sola, e intenta relajarse.

Jen y Kelly se conocieron hace casi veinte años. Él se presentó en el bufete de abogados del padre de Jen preguntando si querían algún trabajo de decoración. Llevaba un pantalón vaquero de cintura baja y, cuando su mirada se posó en Jen, esbozó una sonrisa lenta, consciente. Su padre rechazó la oferta, pero Jen fue a comer con él, más por casualidad que por otra cosa. Coincidieron a la salida, a las doce del mediodía, llovía, y vieron que en el pub de enfrente tenían una oferta de dos por uno. Durante el almuerzo, durante el pudin, y luego durante el café, Jen no paró de repetir que debía regresar al trabajo, pero fue como si tuvieran muchas cosas que decirse. Kelly le formuló pregunta tras pregunta, mostrando mucho interés. Es el mejor oyente que Jen conoce.

Jen recuerda casi todos los detalles de aquella cita. Era finales de marzo, un día absurdamente frío y húmedo, pero mientras Jen había estado sentada allí con Kelly, en una mesita de un rincón de aquel pub, el sol había salido de detrás de las densas nubes, solo un par de minutos, y los había iluminado. Entonces, justo en aquel momento, su calor la había invadido, como en primavera, aunque solo minutos después empezara a llover.

Habían compartido un paraguas desde el pub hasta el despacho. Y había dejado que él se lo llevara, un acto totalmente deliberado; y cuando el lunes siguiente Kelly había aparecido de nuevo por el despacho para devolvérselo, se había olvidado las llaves sobre la mesa de ella.

Aquella fecha ha acabado definiendo el sentido del tiempo de Jen. Todos los marzos lo nota. El aroma de un narciso, la inclinación del sol a veces, verde y fresca. Una ventana abierta le hace pensar en ellos, juntos en la cama, con las piernas entrelazadas, los torsos apartados el uno del otro, como dos sirenas felices. Y todas las primaveras vuelve allí: a aquel marzo lluvioso, con él.

Como tantas veces ha hecho, Jen encuentra consuelo viendo Anatomía de Grey, en el ala cardiotorácica del hospital Seattle Grace, así como en liberarse del sujetador. A lo mejor todo esto es culpa suya, piensa, mientras mira la tele sin verla realmente. La maternidad siempre le ha resultado muy dura. Fue un auténtico shock. Una reducción inmensa del tiempo para dedicarse a sí misma. No hacía nada bien, ni trabajar ni ser madre. Había estado apagando fuegos en ambos aspectos de su vida durante una década, acababa de salir del agujero hacía poco. Pero tal vez el daño ya estuviera hecho.

Es un sueño, eso es todo, se dice. Sí. La convicción le arde en