Paciencia de Dios, impaciencia de los hombres - Eduardo Díaz Covarrubias - E-Book

Paciencia de Dios, impaciencia de los hombres E-Book

Eduardo Díaz Covarrubias

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Beschreibung

¡Qué fácil es perder la paciencia! ¿Quién no estaría de acuerdo? Sin embargo, habría que preguntarse si quien dice que perdió la paciencia, más bien carecía de ella: porque se desespera ante los problemas que tardan en resolverse, se enfada ante su impotencia para encontrar una solución o se desanima ante sus errores. El autor invita a encontrar en Dios la fuerza para ser pacientes mediante la fe, la esperanza y el amor.

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EDUARDO DÍAZ COVARRUBIAS

Paciencia de Dios, impaciencia de los hombres

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2024 byEduardo Díaz Covarrubias

© 2024 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6730-0

ISBN (edición digital): 978-84-321-6731-7

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6732-4

ISNI: 0000 0001 0725 313X

A mis padres, que en la enfermedad me han dado un maravilloso ejemplo de alegría y paciencia cristiana.

El mundo es redimido por la paciencia de Dios, y destruido por la impaciencia de los hombres.

Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino, Roma, 24 de abril de 2005.

La paciencia es la forma cotidiana de un amor, en el que están simultáneamente presentes la fe y la esperanza.

Cardenal Joseph Ratzinger.

ÍNDICE

Prólogo

Introducción

La paciencia y las virtudes teologales

Fuertes en la fe

El ejemplo de Cristo

La paciencia en la oración

La paciencia, virtud de los fuertes

La paciencia fruto de la humildad

El ejemplo de san José

Alegres en la esperanza

La paciencia en las contrariedades cotidianas

La paciencia en las tentaciones

La paciencia en el sufrimiento

La paciencia ante los defectos propios

Encendidos por la caridad

La paciencia ante los defectos del prójimo

La paciencia en el apostolado

La paciencia en la vida familiar

La paciencia en la vida profesional

Apéndice de oraciones para pedir la paciencia

Salmo 26

Salmo 33

Salmo 37

Oración al beato Álvaro del Portillo

Oración de santo Tomás de Aquino para después de comulgar

Oración de san Francisco de Asís

Oración Poesía de santa Teresa de Jesús

Oración del cardenal Newman

Oración a santa Mónica

Oración para pedir la serenidad

Manojito de imposibles a la Santísima Virgen De Guadalupe

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Epígrafe

Índice

Comenzar a leer

Notas

Prólogo

¡Qué fácil es perder la paciencia! ¿Quién no estaría de acuerdo con esta expresión? Sin embargo, tal vez habría que preguntarse si quien dice que perdió la paciencia, realmente la tenía. En muchos casos sería más propio reconocer que se carece de ella. Esta falta de paciencia se suele manifestar de diversas maneras: desesperándose ante la espera requerida para resolver un problema; enojándose ante la impotencia para encontrar la solución; desanimándose ante los errores que exigirían rectificación. El mundo actual, con su ritmo trepidante, no favorece la paciencia. Todo se quiere conseguir de inmediato. No hay tiempo para reflexionar. Lo urgente manda sobre lo importante. Y el resultado es que se vive sin serenidad ni profundidad. El remedio ante estas amenazas está en esa paciencia que tanto escasea y que es preciso adquirir.

La paciencia es necesaria para todo lo que vale la pena en la vida y que ordinariamente exige algún tipo de esfuerzo. Paciencia para terminar un trabajo importante, paciencia para educar un hijo, paciencia para concluir unos estudios universitarios, paciencia para adquirir una vida espiritual sólida, etc. Tener paciencia significa poseer un hábito, es decir, una disposición permanente que permite actuar en esas diversas circunstancias sin desesperarse, sin enojarse o sin desanimarse. La paciencia es, por tanto, una virtud. Y una virtud necesaria para adquirir las demás virtudes, porque todas requieren el esfuerzo de repetir unos actos, una y otra vez, poniendo en ellos la inteligencia y la voluntad, hasta que la virtud se convierta en una segunda naturaleza, en algo que forme parte del modo de ser de la persona.

¿Puede decirse esto último también de las virtudes teologales? Ciertamente, la fe, la esperanza y la caridad, en cuanto virtudes sobrenaturales, proceden de Dios, son un regalo suyo para la persona que está dispuesta a recibirlas, pero no basta con ello. Para que estas virtudes arraiguen y se desarrollen, se requiere la cooperación humana, es decir, la realización de actos concretos de fe, esperanza y caridad, indispensables para crecer en cada una de ellas. Y este proceso, como en las demás virtudes, exige igualmente la paciencia.

El P. Eduardo Díaz nos ofrece en este libro una valiosa aportación para adentrarnos en la virtud de la paciencia, entender su significado, el modo de adquirirla —«para alcanzar la paciencia hace falta paciencia», nos advierte—, y descubrir su relación con las virtudes teologales, mediante aplicaciones a situaciones concretas. Así, por ejemplo, al hablar de la relación de la paciencia con la fe, hace ver en qué medida la paciencia es necesaria para que la oración sea fructífera; al tratar de la relación con la esperanza, aborda el tema del sufrimiento, cuya aceptación exige descubrir su sentido y ser paciente; y al relacionar la paciencia con el amor a los demás, lo concreta en diversos ámbitos de la vida, como la familia, el ejercicio de la profesión, el servicio y la comprensión con el prójimo.

Apoyado en su amplia experiencia pastoral, en la que seguramente habrá tenido que ejercitarse en la paciencia, el P. Eduardo es consciente de que, para ser de verdad paciente de manera habitual, resulta indispensable la ayuda de Dios. De ahí que nos invite a contar con esta ayuda —que también requiere paciencia para recibirla— y de esta manera llevar una vida que se caracterice por la serenidad y la paz interior. Auguro al lector que tenga la paciencia de leer este libro —no requerirá tanta, porque es breve y ameno— los valiosos frutos que derivan de esta virtud en todos los órdenes de la vida.

Francisco Ugarte Corcuera

Introducción

Cada vez se escucha hablar más en psicología de un término en inglés que define un rasgo de la personalidad, que se encuentra en individuos que se proponen y consiguen con pasión sus metas: Grit. Se trata de una cualidad del sujeto que sabe actuar con perseverancia superando todo tipo de obstáculos y reveses, y que desempeña un papel de fuerza motriz en la consecución de un objetivo a largo plazo. Los conceptos comúnmente asociados a este, dentro del campo de la psicología, son: “determinación”, “resistencia”, resiliencia”, etc. Esta característica ha sido objeto de estudio en personalidades que han obtenido un alto rendimiento intelectual, militar, deportivo o profesional, y que son aptos para mantener su motivación durante largos períodos de tiempo, a pesar de no tener retroalimentación positiva inmediata de sus esfuerzos, o incluso sufriendo experiencias de fracaso y adversidad. Su entusiasmo y compromiso con los objetivos a largo plazo los hace personas más dispuestas a triunfar que otros, aunque tengan capacidades intelectuales o aptitudes menos favorables, porque son capaces de esperar.

Saber esperar es una de las capacidades más apreciadas y valoradas en nuestra época. Los que han conseguido avanzar en la paciencia saben que para que muchos problemas se resuelvan solamente es necesario esperar, esperar un poco, a veces unos días, una temporada, pero algunas ocasiones basta saber esperar unos segundos, solo unos segundos para que las cosas tomen su cauce, y como decía un buen amigo, evocando un dicho popular, “con el andar de la carreta las calabazas se acomoden”, refiriéndose a ese saber permitir que los acontecimientos fluyan, respetando la naturaleza de las cosas sin querer intervenir con nerviosismo para ajustar o corregir la realidad a nuestro antojo y velocidad.

La tradición espiritual cristiana ha visto también en la paciencia una de las virtudes más importantes, como cualidad necesaria para afrontar las dificultades que la lucha por ser buenos hijos de Dios lleva consigo: afrontar con alegría las contrariedades de cada día, aceptar con humildad las imperfecciones de la vida, imitar la caridad de Cristo ante los defectos de los demás o ser capaces de sufrir, dando al dolor un sentido trascendente. Se puede identificar este rasgo con la “perseverancia”, pero cuando se habla de persistir en la consecución de un bien con un padecimiento anejo, la tradición cristiana le ha llamado “paciencia”.

Aprender a ser paciente tiene mucho que ver con la sabiduría, con aprender a reflexionar antes de obrar, con ver las cosas con perspectiva, con ser conscientes de la temporalidad de la vida y que nada en esta tierra es para siempre. Es también un rasgo de una personalidad madura: la encontramos como fruto en personas que tienen gran capacidad de superar la frustración y mirar adelante con esperanza.

La necesidad de la paciencia se basa en la experiencia humana de tener que superar los obstáculos y peligros que encontramos a lo largo de la vida, que impiden la propia realización o felicidad. Ya la epopeya canta las virtudes del divino paciente, el hombre que soporta con coraje los sufrimientos y adversidades que le imponen los dioses (Ulises, Hércules…). Esta paciencia heroica es un tipo de resignación que tiene en gran medida un fundamento fatalista («sopórtalo pacientemente y deja ya tus constantes lamentos, pues nada conseguirás con tu aflicción…»)1.

En el sistema aristotélico de las virtudes, la paciencia se considera una parte de la fortaleza. El fuerte es quien posee la capacidad de mantenerse firme en los infortunios, no tanto por el miedo a la infamia o por la esperanza de una recompensa placentera, sino por amor del bien. Del cobarde, contrariamente, se dice que todo lo rehúye y teme, y que no soporta nada2. También la doctrina estoica sobre la virtud subordina la paciencia a la fortaleza. El sabio debe ejercitar su voluntad soportando los males de la vida, llegando a ser de este modo un hombre con fortaleza de ánimo3.

La Sagrada Escritura nos introduce en un mundo distinto. En el Antiguo Testamento no se exalta el valor o magnanimidad del héroe, ni la imperturbable superación del mundo propia del estoico, considerados como valores supremos, sino que se los subordina a la magnificencia de Dios, “la esperanza de Israel” (cfr. Jer 14, 8; 17, 13). En el Antiguo Testamento, el término paciencia adquiere casi el mismo significado que el de la palabra esperanza; pues los que esperan en la fortaleza del Señor, son los pacientes, los que no serán confundidos (cfr. Sal 24, 3; 68, 6; Is 49, 23). Así entonces, el israelita logra esperar individualmente el auxilio personal de su Dios (cfr. Sal 9, 18; 38,7; 61, 5); para el judío piadoso la paciencia requiere fortaleza de ánimo; sin embargo, la fuente de esta fortaleza es Dios mismo.

En cambio, en la predicación de Jesús apenas se encuentran referencias a la paciencia. Aunque las Bienaventuranzas puedan parecer una exhortación a ser pacientes ante los sufrimientos de la vida, van mucho más allá: «Si vamos al fondo de las Bienaventuranzas, observaremos que siempre aparece el sujeto secreto: Jesús. Él es aquel en quien se ve lo que significa ser pobres en el Espíritu; él es el afligido, el manso, quien tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso. Él tiene el corazón puro, es el que lleva la paz, el perseguido por causa de la justicia. Todas las palabras del Sermón de la Montaña son carne y sangre en él»4. Jesucristo no exhorta al enfermo a ser paciente, simplemente lo cura. Se trata del anuncio del Reino que ha llegado ya: los atribulados son consolados, los leprosos son purificados, los pecadores perdonados, el reino de Dios está presente en la persona de Cristo y así es anunciado por Él mismo. Esto es interesante, puesto que nuestra paciencia cristiana debe estar impregnada de esta novedad. Para nosotros debiera resultar más fácil esperar y tener paciencia mientras vivimos los padecimientos del tiempo presente (Rom 8, 18), porque nuestros sufrimientos ahora tienen otro significado, son camino de redención; el dolor, la enfermedad, la misma muerte, son realidades que han sido liberadas de su antiguo veneno, y convertidas en medio de salvación: son medicina saludable, fuente de gozo espiritual y preparación para la bienaventuranza eterna.

Para ser pacientes, aunque sigue siendo necesaria la virtud, basta estar unidos a Cristo. A través de los sacramentos de la Iglesia y del ejercicio de las virtudes teologales, vamos experimentando que el siervo paciente es Él, y en mis tribulaciones se hace presente para hacerse solidario conmigo. Él lleva la carga, el sufre lo que yo sufro y lleva el peso de la Cruz redentora sobre sus espaldas; yo solamente le ayudo un poco y entre los dos llenamos de sentido las penas.

Sin embargo, aun siendo cristianos y teniendo en mente esta realidad, experimentamos una gran dificultad para ser pacientes. Alguna vez escuché una especie de definición de “literatura clásica” que no carece de verdad aunque haya sido formulada de modo un tanto cómico: un libro clásico es aquel que todo mundo quisiera haber leído, pero pocos quieren leer. Con la paciencia parece ocurrir algo parecido. Es una virtud que todos quisiéramos poseer, pero pocas almas están dispuestas a recorrer el camino y a emprender la lucha para alcanzarla. Y es que, tautológicamente, para alcanzar la paciencia hace falta paciencia.

Parece una contradicción, pero es una paradoja que tiene solución: por eso aquí se proponen algunas claves humanas para facilitar adquirir la paciencia en los distintos ámbitos de nuestra vida. Por ejemplo, para conseguir la paciencia en las contrariedades cotidianas, es necesario fomentar una disposición de ánimo alegre y buen humor; o bien, para ser pacientes en el sufrimiento o en la enfermedad, se impone romper la tendencia al aislamiento para buscar la compañía y no querer sufrir solos; en el ámbito familiar, es necesario cuidar el descanso, etc. Todas estas claves son necesarias para adquirir un talante que nos facilitará ser pacientes y tolerantes cuando lo necesitemos.

Pero también ocurre que, como muchas veces no encontramos en nosotros mismos esos recursos, y como con frecuencia deseamos la paciencia y nos encontramos como en un callejón sin salida por no contar con la misma, siendo al mismo tiempo el objeto buscado y el medio para alcanzarlo, tenemos que entenderla también como una dádiva, algo que nos es concedido, que viene de fuera, un don de Dios. La paciencia será pues una virtud buscada, y nos ejercitaremos en ella, pero tendremos que tender la mano hacia Aquel que desde arriba nos eleve a un plano superior para realizar esa conquista.

La paciencia es una virtud necesaria para llevar una vida serena. El talante de una persona paciente se transmite a su alrededor y hace agradable la vida a su lado. En cambio, las personas que van de prisa se vuelven arrolladoras, y la prepotencia «es un signo manifiesto de mala educación, que descalifica de raíz a quien la ejerce. Nada hay peor que considerarse superior a los demás, ni tampoco tanto envilece al alma. Las actitudes exigentes e intransigentes no son compatibles con el ánimo sereno. La filosofía de la serenidad es aliada del abandono, que no es dejadez irresponsable sino confianza en la Providencia. Siempre hay razones que no conocemos. Por eso forzar los acontecimientos en una determinada dirección puede ser perjudicial… La vida tiene sus tiempos. Y aprender a ajustarse a ellos es un arte. No debemos olvidar que somos seres temporales y que nuestra existencia como seres humanos está sujeta al paso del tiempo. En él nacemos, vivimos y morimos. Cada uno es hijo de su tiempo, por lo tanto, la temporalidad no es una dimensión de nuestras vidas que nos sea ajena»5.

Es lógico que valoremos mucho la virtud de la paciencia, que luchemos por adquirirla y se la pidamos a Dios. Para un cristiano ha sido siempre un ideal y motivo de lucha ascética, y es que sus frutos son maravillosos: «Mantiene en la humildad a los que prosperan, los hace fuertes en la adversidad y mansos ante las injusticias y afrentas. Enseña a perdonar enseguida a quienes nos ofenden, y a rogar con insistencia y constancia cuando hemos ofendido. Nos hace vencer las tentaciones, tolerar las persecuciones, consumar el martirio. Es la que fortifica sólidamente los cimientos de nuestra fe, la que levanta en alto nuestra esperanza, la que encamina nuestras acciones por la senda de Cristo, para seguir los pasos de sus sufrimientos. Nos lleva a perseverar como hijos de Dios, imitando la paciencia del Padre»6.

Gracias a la paciencia, los cristianos podemos ser sembradores de paz y de alegría, porque conservamos la serenidad en las pruebas y transmitimos a quienes nos rodean —a veces sin pretenderlo— la visión positiva de los hijos de Dios, el amor a la Cruz de Cristo y la esperanza de alcanzar por su Pasión y su Cruz la gloria de la Resurrección.

«Hemos de tener paciencia, y perseverar, hermanos queridos, para que, después de haber sido admitidos a la esperanza de la verdad y de la libertad, podamos alcanzar la verdad y la libertad mismas. Porque el que seamos cristianos es por la fe y la esperanza; pero es necesaria la paciencia, para que esta fe y esta esperanza lleguen a dar su fruto; pues no vamos en pos de una gloria presente; buscamos la futura, conforme a la advertencia del apóstol Pablo cuando dice: En esperanza fuimos salvados. Así pues, la esperanza y la paciencia nos son necesarias para completar en nosotros lo que hemos empezado a ser, y para conseguir, por concesión de Dios, lo que creemos y esperamos»7.

Los hombres de todos los tiempos la han buscado y valorado, y es que para muchos como para Don Quijote «los males que no tienen fuerza para acabar la vida no han de tenerla para acabar la paciencia», pues es ella la que nos permite pasar por esta vida sobrellevando las dificultades sin derrumbarnos ante ellas. Son muchos bienes los que están en juego cuando aprendemos a ser pacientes. No solamente en el plano humano, para lograr una convivencia serena, sino para entrar en una forma de relacionarnos con Dios, con los demás y con nosotros mismos, que nos permita tener una perspectiva más completa de nuestra realidad: quiénes somos, dónde vivimos y hacia dónde nos dirigimos: «Ustedes necesitan paciencia para conseguir los bienes prometidos cumpliendo la voluntad de Dios» (Heb 10, 36).

En la vida hay muchos tesoros que nos toca perseguir y conquistar, como el éxito, el bienestar, la paz, la alegría, pero «hay otro valor más raro y más necesario, que es el que nos hace sobrellevar cada día, sin testigos y sin elogios, los contratiempos de la vida, y este es el de la paciencia. No se apoya en la opinión ajena, ni en el impulso de nuestras pasiones, sino en la voluntad de Dios»8.

Además de presentar la belleza de esta virtud es necesario tratar de describir con palabras el camino humano y espiritual para alcanzarla, ofreciendo un panorama esperanzador: ser paciente es posible, independientemente del modo de ser y de la magnitud de las dificultades con las que nos enfrentamos, porque contamos con la fuerza de Dios. Tenemos delante una meta hacia la que nuestro Señor quiere que tendamos, y que hacía orar al apóstol Pablo, pidiendo como algo verdaderamente importante «que el Señor dirija sus corazones hacia el amor de Dios y la paciencia de Cristo» (2 Tes, 3,5).

Este camino lo haremos apoyándonos en gran medida en la Sagrada Escritura y en las enseñanzas de vidas santas, que a lo largo de la historia han recorrido ya un camino de reflexión y de práctica de esta maravillosa virtud cristiana.

La paciencia y las virtudes teologales

Una de las definiciones más sencillas y profundas que he encontrado sobre la paciencia es del cardenal Ratzinger, cuando se refiere a ella como «esa forma cotidiana de un amor en el que están simultáneamente presentes la fe y la esperanza»1.