William Gay (1941-2012) nació en Hohenwald, Tennessee, el mayor de tres hermanos de una familia de aparceros pobres. Su abuelo y su padre mataban la pena tocando el banjo en el porche de una casa sin electricidad, él lo hacía escribiendo y leyendo El ángel que nos mira de Thomas Wolfe a la luz de una lámpara de aceite. Uno de los momentos más importantes de su vida fue dar en el estante de la tienda de ultramarinos con la edición en bolsillo de Un hombre bueno es difícil de encontrar de Flannery O'Connor, «los 35 centavos mejor gastados de toda mi vida». De adolescente jamás rehuyó una pelea. Su padre tuvo que vender una vez el banjo para sacarle del calabozo. Al terminar el instituto se unió a la Marina y prestó servicio en Vietnam. Nunca se llevó muy bien con la autoridad. A su regreso pasó una temporada en el Village de Nueva York y en un gueto redneck de Chicago. Se casó, volvió a Tennessee y tuvo hijos. Trabajó de carpintero, instalador de paneles de yeso y pintor de brocha gorda. Durante el día se deslomaba para llevar el pan a la mesa y por la noche sacaba una silla y se ponía a escribir junto al bosque. Cuando sus hijos crecieron y se fueron de casa, el matrimonio no resistió las penurias. Se divorciaron y William vivió durante un tiempo en compañía de una araña. Unos viejos vaqueros, una camisa resistente, un abrigo y un sombrero. No necesitaba más. Luego se trasladó a un tráiler en Grinder's Creek. Hasta 1998 no vería su primera novela publicada; tenía 57 años. En sus últimos días vivía en una cabaña de troncos. Tenía calefacción central pero nunca la encendía, prefería su estufa de leña, cedro fresco. Escuchaba la Anthology of American Folk Music de Harry Smith y le gustaba AC/DC tanto como William Faulkner. Pintaba, conversaba con su perro, descuidaba el jardín y tenía una vieja postal de James Dean en Rebelde sin causa en la puerta de la nevera. Alguien le describió una vez diciendo que tenía el aspecto de un hombre al que le han pegado un tiro.