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El reverendo Barker había desaparecido hacía diecinueve años, y los habitantes de Stillwater estaban convencidos de que había sido asesinado por su hijastro, Clay Montgomery. La inspectora de Chicago, Allie McCormick, experta en casos antiguos, había regresado a Stillwater para trabajar con la policía de allí. Así, cuando los poderosos enemigos de Clay unieron fuerzas para meterlo entre rejas, Allie sintió que su deber era descubrir la verdad. Su instinto le decía que él no había asesinado al reverendo Lee Barker. Clay era un hombre sombrío con muchos secretos, pero sólo tenía dieciséis años entonces. Y no era un asesino a sangre fría. Al menos, eso era lo que creía Allie… hasta que encontró pruebas de que tras la conducta aparentemente piadosa del predicador se escondía el corazón de un monstruo. Y entonces no pudo por menos de pensar si no se habría hecho ya justicia.
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Seitenzahl: 446
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Brenda Novak
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Acusación mortal, n.º 86 - mayo 2014
Título original: Dead Giveaway
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá
Publicado en español en 2009
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Romantic Stars y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-687-4316-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Cualquier cobarde puede luchar en una batalla cuando está seguro de ganar; pero dadme al hombre que tiene el coraje de luchar cuando está seguro de perder.
George Eliot (Mary Ann Evans)
Novelista inglesa, 1819-1880
No habían tenido intención de matarlo. Eso tendría que haber importado. Y probablemente así habría sido… en otra época y lugar. Pero estaban en Stillwater, Mississippi, y lo único más pequeño que el pueblo era la mente de las personas que vivían en él. No olvidaban ni perdonaban. Habían pasado diecinueve años desde la desaparición del reverendo Barker, pero seguían queriendo que alguien pagara por la pérdida de su adorado predicador.
Y tenían las miras puestas en Clay Montgomery desde el principio.
La suerte de él era que, sin un cuerpo, la policía no podía probar que había hecho nada. Pero eso no impedía que algunos curiosearan constantemente cerca de su granja, haciendo preguntas, insinuando escenarios e intentando armar el puzle del pasado con la esperanza de resolver el mayor misterio que habían tenido nunca en Stillwater.
Beth Ann Cole ahuecó su almohada y subió un brazo por encima de su cabeza.
—¿Crees que volverá algún día tu padrastro? —preguntó.
Clay sintió irritación a pesar de los hermosos ojos que lo miraban detrás de las pestañas doradas. Beth Ann casi nunca mencionaba el tema. Sabía que, si lo hacía, él la pondría en la puerta. Pero últimamente le había permitido ir mucho por su casa y empezaba a sobrevalorar lo que significaba para él.
Clay apartó las mantas sin contestar, pero ella le agarró del brazo antes de que pudiera salir de la cama.
—Espera, ¿qué pasa? ¿Ya hemos follado, ahora te largas? Tú no sueles ser tan egoísta.
—Hace un minuto no tenías quejas —gruñó él; miró por encima del hombro las marcas de uñas que ella le había dejado en la espalda.
Ella hizo un mohín.
—Quiero más.
—Tú siempre quieres más. De todo. Más de lo que estoy dispuesto a dar —Clay miró los delicados dedos blancos que agarraban su brazo más moreno. Normalmente, ella habría reconocido la señal de aviso y lo habría soltado, pero esa noche optó por mostrarse dolida.
—¿Cómo puedes utilizarme de este modo?
Su voz molestó a Clay más que de costumbre. Probablemente porque hacía poco que había tenido malas noticias. Allie McCormick, la hija del jefe de policía, había vuelto al pueblo y estaba haciendo preguntas.
Reprimió una maldición y se frotó las sienes para intentar frenar el comienzo de un dolor de cabeza.
—Clay, ¿alguna vez vamos a ir más allá de una relación física? —preguntó Beth Ann—. ¿El sexo es lo único que te interesa de mí?
Beth Ann tenía un cuerpo fantástico y en ocasiones lo usaba para conseguir lo que quería. Y Clay sabía que ahora lo quería a él. A menudo hacía mohínes o se mostraba cariñosa para intentar arrancarle una proposición de matrimonio. Pero él no la amaba y ella lo sabía, aunque quisiera fingir otra cosa. Él raramente hacía el primer movimiento, casi nunca la invitaba a salir y jamás le hacía promesas. Pagaba siempre que salían juntos, pero lo hacía por cortesía, no por amor. Ella iniciaba casi todos los contactos.
Recordó la primera vez que acudió a su puerta. Desde el día en que se trasladó al pueblo, casi dos años atrás, había flirteado con él en todas las ocasiones posibles. Trabajaba en la panadería del supermercado y hacía lo imposible por arrinconarlo en cuanto él cruzaba el umbral. Pero cuando él no cayó de inmediato a sus pies como todos los demás solteros de Stillwater, ella decidió convertirlo en un reto importante. Una noche, después de un breve encuentro en el supermercado durante el cual ella lanzó indirectas a las que él no hizo caso, se presentó en su casa ataviada con una gabardina… y nada debajo.
Sabía que él no podía ignorar eso. Y no lo había hecho. Pero al menos no se sentía culpable por ello. Beth Ann podía actuar como si fuera un villano sexual y ella una mujer generosa y entregada, pero después de conocer su apetito voraz en los últimos meses, Clay tenía sus dudas sobre quién daba más allí.
—Suéltame el brazo —dijo.
Ella parpadeó y obedeció.
—Pensaba que empezaba a importarte.
Clay se puso los vaqueros de espaldas a ella. El sexo lo relajaba, le ayudaba a dormir. Por eso había dejado que su relación con ella se prolongara tanto. Pero acababan de hacer el amor dos veces y se sentía más tenso que nunca. No podía dejar de pensar en la agente Allie McCormick. Su hermana Grace le había dicho que había sido inspectora de casos antiguos en Chicago y que era muy buena.
—¿Clay?
Beth Ann empezaba a ponerlo de los nervios.
—Creo que es hora de que dejemos de vernos —dijo, mientras sacaba una camiseta limpia.
Se giró y vio que ella lo miraba sorprendida.
—¿Cómo puedes decir eso? —gritó—. Te he hecho una pregunta. ¡Una! —soltó una risita que pretendía sugerir que él exageraba—. Estás muy tenso.
—Mi padrastro no es un tema del que quiera hablar.
Ella abrió la boca, pero pareció pensar mejor lo que iba a decir.
—Está bien, lo entiendo. Estoy cansada y no me he dado cuenta de que te molestaría el tema. Lo siento.
Clay hizo una mueca. Aunque intentaba dejar claro que no tenía intención de formar vínculos con nadie, ella empezaba a engancharse. Él no entendía cómo, pero era así.
Aquello tenía que cambiar. No estaba dispuesto a admitir que tenía un corazón, y mucho menos a abrírselo a alguien.
—Vístete, ¿vale?
—Clay, tú no quieres en serio que me vaya, ¿verdad?
Antes él la enviaba a casa en cuanto terminaban, para que no hubiera dudas sobre la naturaleza de su relación, pero las últimas veces que habían estado juntos, ella se había quedado dormida y le había permitido pasar la noche.
Había sido un error ablandarse.
—Tengo trabajo, Beth Ann.
—¿A la una de la mañana?
—Siempre.
—Vamos, Clay, deja de gruñir. Vuelve a la cama y te daré un masaje. Te lo debo por ese vestido que me has comprado.
Sonrió con aire seductor, pero con desesperación suficiente para que él sintiera los pelos de punta. Debería haberla despedido hacía un mes.
—No me debes nada. Olvídame y sé feliz.
Ella enarcó las cejas.
—Si quieres que sea feliz, eso significa que te importo.
Clay negó con la cabeza.
—A mí no me importa nadie.
Por el rostro de ella bajaron lágrimas y Clay se maldijo en silencio por no haber previsto aquello. Quizá había confiado demasiado en que Beth Ann no era una persona especialmente profunda. Pero en cualquier caso, se olvidaría de él en cuanto entrara otro hombre en el supermercado.
—¿Y tus hermanas? A ellas las quieres —dijo la joven—. Te dejarías matar por Grace, por Molly y hasta por Madeline.
Lo que había hecho por sus hermanas había sido demasiado poco y demasiado tarde. Pero Beth Ann no podría comprenderlo. Ella no sabía lo que había ocurrido aquella noche tantos años atrás. Nadie lo sabía, aparte de su madre y sus dos hermanas biológicas. Ni siquiera Madeline, la única hija biológica del reverendo Barker, tenía la menor idea de lo ocurrido. Vivía con ellos cuando sucedió, pero el destino quiso que pasara esa noche en casa de una amiga.
—Eso es distinto —dijo.
Hubo un silencio.
—Eres un imbécil, ¿lo sabes?
—Lo sé mejor que tú.
Ella se incorporó de rodillas.
—Me has estado utilizando, ¿no es así?
—No más que tú a mí —repuso él con calma, y empezó a ponerse las botas.
—Yo no te he utilizado. Quiero casarme contigo.
—Tú sólo quieres lo que no puedes tener.
—¡Eso no es verdad!
—Sabías dónde te metías desde el principio. Te lo advertí antes de que te quitaras la gabardina.
Ella miró a su alrededor, como sorprendida de aceptar que de verdad había terminado con ella.
—Pero yo creía… pensaba que por mí…
—Basta —dijo él.
—No, Clay —Beth Ann saltó de la cama y se acercó a él como si quisiera abrazarlo y no soltarlo.
Él levantó una mano para detenerla. Ni siquiera ver sus pechos plenos moviéndose encima de su estómago plano y piernas vigorosas le hizo cambiar de idea. Una parte de él quería vivir y amar como cualquier otro hombre. Tener una familia. Pero se sentía vacío por dentro. Muerto. Tan muerto como el hombre enterrado en su sótano.
—Lo siento —dijo.
Cuando ella vio el poco efecto que tenían sus súplicas, curvó el labio superior y sus ojos se endurecieron como brillantes esmeraldas.
—¡Hijo de perra! No te vas a salir con la tuya. Voy a… —lanzó un sollozo desesperado y corrió hacia la mesilla, donde levantó el teléfono.
Como era propensa al histrionismo, Clay supuso que tenía en mente algún jueguecito dramático, probablemente para hacer que uno de sus muchos admiradores fuera a recogerla, a pesar de que tenía el coche aparcado fuera. La observó con indiferencia. No le importaba que usara el teléfono siempre que se marchara inmediatamente después. Aquello era un golpe a su orgullo, no a su corazón, y no podía haber sido una sorpresa.
Pero ella marcó sólo tres números y al segundo siguiente gritó en la bocina:
—¡Socorro! ¡Policía! Clay Montgomery me quiere matar. Sé lo que le hizo al reve…
Clay cruzó la estancia en dos zancadas, le arrebató el teléfono y lo colgó con fuerza.
—¿Has perdido el juicio?
Ella jadeaba. Con los ojos brillantes y frenéticos y el pelo rubio rizado cayéndole en cascada por los hombros, parecía una bruja diabólica. Ya no estaba guapa.
—Espero que te metan en la cárcel —dijo en voz baja—. Espero que te encierren de por vida.
Tomó su ropa del suelo y salió corriendo al pasillo. Clay movió la cabeza. Ella no sabía que su deseo se había cumplido ya. Tal vez no estuviera en una cárcel física, pero estaba pagando el precio de lo que había ocurrido diecinueve años atrás… y lo pagaría toda la vida.
La agente Allie McCormick no entendió lo que decían en la radio de la policía. Aparcó el coche patrulla en un lateral de la carretera rural desierta que recorría en ese momento y preguntó:
—¿Qué has dicho?
La mujer de la radio tragó al fin lo que tenía en la boca.
—He dicho que acabo de recibir una llamada del 10682 de Old Barn Road.
Allie reconoció la dirección. La había visto en todos los informes del caso que había estudiado desde que unas semanas atrás se mudara a Stillwater y a casa de sus padres con su hija de seis años.
—Hay un posible homicidio en marcha.
—¿Homicidio?
—Es lo que ha dicho la que ha llamado.
Allie pensaba que podía haber habido un asesinato en esa propiedad años atrás… si el reverendo Barker no había desaparecido por voluntad propia. Pero nunca había habido pruebas.
Lo de esa noche seguramente sería una broma. Chicos que actuaban así por los rumores que habían circulado sobre Clay y su padrastro desaparecido.
—¿Has hablado con un hombre o una mujer?
—Una mujer. Y sonaba muy convincente. Estaba tan asustada que me ha costado entenderla. Luego se ha cortado la llamada.
A pesar de su escepticismo, Allie pensó que aquello no podía ser bueno.
—No estoy lejos. Puedo llegar allí en menos de cinco minutos —salió de nuevo a la carretera.
—¿Quieres que despierte a Hendricks para que te ayude?
El otro agente que estaba de guardia no era el mejor con el que había trabajado Allie, pero sería mejor que nada si había problemas.
—Puedes intentarlo. Seguro que está durmiendo en comisaría. Lo he visto hace una hora con la barbilla en el pecho y, una vez que se duerme, no lo despierta ni un terremoto.
—Puedo llamar a tu padre a casa.
—No. No lo molestes. Si no consigues que te oiga Hendricks, ya me encargo yo de esto.
Encendió las luces de cruce para advertir a otros vehículos que pudiera encontrar de que tenía prisa, pero no se molestó con la sirena. La encendería cuando se acercara a la granja, para hacer saber a la víctima asustada que había llegado ayuda. Hasta entonces, el ruido sólo conseguiría alterarle los nervios. No se sentía cómoda volviendo a ser policía de patrulla. Como inspectora en Chicago, había pasado los últimos siete años trabajando principalmente en un despacho. Pero el divorcio y el deseo de volver a casa para que su hija y ella estuvieran más cerca de la familia, la habían impulsado a hacer sacrificios. Volver a la calle era uno de ellos.
Empezó a llover. Había sido una primavera de mucha agua, pero ella lo prefería a la terrible humedad que les esperaba al acercarse junio.
Miró el asfalto delante del coche e ignoró el ruido rápido de los limpiaparabrisas, que sólo latían la mitad de deprisa que su corazón.
—¿Qué se propone, señor Montgomery? —murmuró.
No podía creerse que intentara de verdad matar a nadie. En Stillwater no había más violencia que alguna que otra pelea a puñetazos en el bar. Y Clay era un solitario. Pero, como todos los demás en el pueblo, se sentía nerviosa cerca de él. La desaparición del reverendo Barker, un incidente que ella recordaba claramente, era altamente sospechosa. Ella no creía que un hombre tan respetado, el líder espiritual de la comunidad, se hubiera largado sin decir nada a nadie, sin hacer las maletas y sin llevarse el dinero de su cuenta corriente. Nadie haría eso sin un buen motivo. ¿Y qué motivo podía tener Barker para abandonar su granja?
Si estuviera vivo, alguien habría tenido ya noticias suyas. Quedaba mucha familia suya en el pueblo: una esposa, una hija, dos hijastras, un hijastro, una hermana, un cuñado y dos sobrinos.
Su hija Madeline, que tenía treinta y cuatro años como Clay, uno más que Allie, estaba segura de que le había ocurrido algo. Pero Madeline estaba igual de segura de que su madrastra y hermanastros no habían tenido nada que ver con eso.
Era un misterio interesante. Misterio que Allie estaba decidida a resolver. Por ella misma. Por Madeline, a la que conocía desde siempre. Por el sobrino de Barker, Joe, que la presionaba para que resolviera el caso casi tanto como Madeline. Por todo el pueblo.
Al entrar en el camino de grava de la granja, se dio cuenta de que ésta tenía mucho mejor aspecto que cuando vivía allí el reverendo Barker. La chatarra que éste solía amontonar, electrodomésticos roñosos, neumáticos pinchados, trozos de metal y algunas otras cosas, había desaparecido. La casa y los edificios exteriores parecían en buen estado de reparación. Pero no tuvo tiempo de mirar mucho, pues estaba ocupada poniendo y quitando la sirena antes de parar el coche.
Dejó la luz del techo girando, saltó del coche y corrió a la puerta, pero se vio interceptada por una mujer que llevaba unos pantalones desabrochados en la cintura y sostenía una camisa y un bolso contra el pecho desnudo.
—¡Por fin! —gritó. Y corrió hacia Allie desde un lateral de la casa.
La mujer parecía estar sola, por lo que Allie relajó la mano que había acercado a la pistola y tendió el brazo para sostenerla. Era Beth Ann Cole, que trabajaba en la panadería del supermercado Piggly Wiggly. Allie la había visto varias veces. Beth Ann no era una persona fácil de olvidar. Principalmente, porque tenía una cara y un cuerpo que la gente admiraba. Alta, elegante y guapa como una modelo, tenía una piel sana resplandeciente, pelo largo rubio y ojos verdes y rasgados de gata.
—Dígame lo que ocurre.
Beth Ann empezó a llorar tan fuerte que no podía hablar.
—Procure controlarse, ¿vale? —Allie usó su voz de «poli» con la esperanza de cortar la casi histeria de la otra mujer, y pareció funcionar.
—Tengo… frío —consiguió decir, mirando hacia la casa como si tuviera miedo de que Clay saliera tras ella—. ¿Podemos sentarnos en su coche?
—Por supuesto.
Allie no oía ni veía nada que la amenazara, pero no quería acercarse a Clay hasta que no supiera lo que sucedía exactamente. Nunca había conocido a un hombre tan inexpresivo. Había ido al instituto con él y, por supuesto, se había fijado en su atractivo, pero nunca había intimado con él. Nadie intimaba. Ya entonces él dejaba claro que no le interesaba nada hacer amigos.
Si esperaba, quizá llegaran sus refuerzos.
Ayudó a Beth Ann a subir al asiento del acompañante y se sentó al volante. Apagó las luces y observó a la otra mujer lo mejor que pudo en la oscuridad. Cuando llegó ella con el coche, se había encendido una pequeña luz pegada al granero, que mostraba el maquillaje estropeado de Beth Ann; pero se activaba por sensor y eligió aquel momento para apagarse. Y Allie no quería encender la luz del interior del coche hasta que la otra joven estuviera completamente vestida.
—Respire hondo —dijo.
Beth Ann se pasó una mano por la cara, pero siguió llorando, por lo que Allie empezó por una pregunta sencilla con intención de calmarla.
—¿Cómo ha llegado aquí?
—Con mi coche —Beth Ann señaló un Toyota verde situado no lejos de donde había aparcado Allie—. Es ése de ahí.
—¿Tiene las llaves?
Ella asintió.
—En mi bolso.
¿Había podido agarrar el bolso a pesar de su desesperación por escapar?
—¿A qué hora ha llegado aquí?
—Sobre las diez.
—¿Ha sido usted la que nos ha llamado?
—Sí, es un… animal —repuso Beth Ann. Empezó a sollozar de nuevo, pero habló entre sollozos—. Él mató a ese… reverendo… del que siempre hablan todos. Al hombre… que desapareció… hace tanto tiempo.
Allie sintió que se le erizaba el vello de los brazos. Beth Ann hablaba con seguridad, como si no tuviera dudas. Y sus palabras apoyaban la opinión de la mayoría.
—¿Cómo lo sabe?
Beth Ann se balanceaba adelante y atrás, cubriéndose todavía con la camisa pero sin hacer ningún intento por ponérsela.
—Me lo ha dicho él. Ha dicho que, si no me callaba, me golpearía hasta convertirme en una papilla sanguinolienta, como hizo con su padrastro.
Físicamente al menos, Clay era capaz de golpear a casi cualquiera. Con más de un metro noventa de estatura, tenía un cuerpo musculoso y los hombros más anchos que había visto Allie. Las largas horas de trabajo en la granja lo mantenían en forma.
Pero a los dieciséis años no era muy grande. Era un chico alto y desgarbado de pelo negro y ojos azul cobalto. Cuando no era consciente de que lo miraban, en ocasiones parecía perdido, pero resistía firmemente cualquier intento de amabilidad.
—¿Ha explicado cómo mató a su padrastro? —preguntó.
—Ya se lo he dicho. Lo… lo golpeó —Beth Ann se puso por fin la camisa, para alivio de Allie, a la que no le gustaba tener su pecho desnudo tan cerca sabiendo que probablemente acababa de salir de la cama de Clay. En Stillwater había poco lugar para el anonimato.
—¿Quiere decir que mató al reverendo Barker con sus propias manos? ¿A los dieciséis años? —Allie encendió la luz del interior del coche para poder observar la expresión de la otra mujer; pero las nubes de tormenta cubrían la luna y la luz interior era demasiado tenue para desvanecer todas las sombras.
—Es fuerte. No tiene ni idea de lo fuerte que es.
Allie conocía la reputación de Clay. Había batido unos cuantos récords de levantamiento de pesas en el instituto. Pero eso había sido el último año, no el segundo.
—En aquel entonces no pesaba más de setenta kilos —señaló con escepticismo.
Hubo un silencio.
—Oh, creo que usó un bate —dijo luego Beth Ann—. Sí, usó un bate.
Algo no iba bien en aquella entrevista, pero Allie intentó prolongarla un poco más, en un esfuerzo por evitar decisiones precipitadas que pudieran sabotear el caso. Si la otra mujer decía la verdad, cosa que dudaba cada vez más, ¿qué podía haberle hecho el reverendo Barker a Clay para provocar esa reacción? ¿Era demasiado estricto, demasiado disciplinado?
Aquello era posible. Allie recordaba a Barker como un predicador fanático y Clay nunca había sido puritano. Nunca le habían faltado chicas dispuestas a hacer lo que él quisiera, y se había metido en algunas peleas. Pero era amable con su madre y sus hermanas. Y, hasta donde ella sabía, no había tenido problemas con el alcohol ni las drogas.
—La policía nunca encontró un arma homicida —dijo, con la esperanza de extraerle más información a Beth Ann.
—Seguramente se libraría de ella.
—¿Le ha dicho que usó un bate?
Beth Ann miró a la casa.
—No. Pero tuvo que hacerlo.
Allie suspiró.
—¿Cuándo le hizo Clay esa confesión?
—Ha… hace unas semanas.
—¿Se lo ha dicho a alguien?
—No.
La lluvia empezó a caer con más fuerza, golpeando el capó del coche y haciendo que el aire oliera a vegetación húmeda.
—¿A su madre o a su padre? ¿A algún amigo?
—No se lo he dicho a nadie. Tenía miedo de él.
—Entiendo —dijo Allie. Pero no era cierto. Beth Ann no había demostrado ningún miedo de Clay cuando los había visto juntos en la iglesia el domingo anterior. Al contrario, ella lo tocaba a la menor oportunidad y se aferraba a él como una lapa a pesar de que él intentaba apartarla—. Y esta noche ha venido aquí aunque le tiene miedo porque… —dejó en el aire la frase.
—Estoy enamorada de él.
—Pero…
—¡Me ha atacado!
—¿Qué ha provocado el ataque?
—Hemos… tenido una discusión.
Allie no dijo nada, sino que se limitó a esperar a que Beth Ann continuara. Generalmente, la gente hablaba cuando se prolongaba el silencio en una conversación y a menudo revelaba más de lo que era su intención. A veces era el mejor modo de llegar a la verdad.
—Le… he dicho que estaba embarazada —Beth Ann se secó una lágrima—. Ha insistido en que abortara. Me he negado y ha empezado a pegarme.
Era difícil ver bien en el tenue brillo de la luz interior, pero en la cara de la otra mujer, Allie no veía otra cosa que el maquillaje corrido. Desde luego, no había sangre. Y ella estaba más tranquila al contar esa parte de la historia, que debería haber evocado más emotividad, no menos.
—¿Dónde?
—En la casa.
—No. Quiero decir dónde le ha pegado.
Beth Ann hizo un gesto vago con las manos.
—Por todas partes. Quería matarme.
Allie carraspeó. No sabía qué pensar de Clay Montgomery, pero él había estado muy callado en las dos últimas décadas y dudaba de que divulgara su culpabilidad de un crimen capital a una persona como Beth Ann y luego le permitiera ir corriendo a la policía. Además, si hubiera querido hacerle daño, ella no estaría sentada sana y salva nada menos que en la puerta de su casa. Beth Ann había admitido que tenía allí el coche y las llaves y, sin embargo, había elegido esperar allí a la policía en lugar de alejarse del peligro.
—¿Cómo ha conseguido escapar de él?
—No lo sé. Está todo borroso.
Allie apretó los labios. Al parecer, lo único claro allí era la confesión de Clay.
Tomó la libreta que guardaba en el coche y anotó las palabras exactas de Beth Ann.
—Quédese aquí. Quiero oír lo que tiene que decir el señor Montgomery. Después de eso, puede seguirme al pueblo para darme una declaración jurada. A menos que crea que tiene que ir antes al hospital.
Beth Ann ignoró la sugerencia del hospital.
—¿Una declaración jurada?
—Un intento de asesinato no es un delito menor, señorita Cole. Querrá que el fiscal presente cargos, ¿no es así?
Beth Ann se metió el pelo detrás de las orejas.
—Creo que sí.
—Me ha dicho que la ha atacado, que ha intentado matarla.
—Es verdad. ¿Ve esto? —Beth Ann mostró el brazo.
Allie vio heridas superficiales que parecían marcas de uñas. Difícilmente el tipo de daño que ella esperaría que infligiera Clay. En una pelea, el hombre casi siempre apuntaba a la cara o el estómago. Pero su deber era documentar la herida, por si acaso.
—Haremos una foto de eso. ¿Tiene algún otro arañazo, corte o moratón?
—No.
—¿Y cuántas veces dice que la ha golpeado?
—Supongo que no me ha dado muy fuerte —repuso Beth Ann, que se retractaba así de lo que había dicho antes—. Me rozó con las uñas cuando intentaba escapar. Me asustó más de lo que me dolió.
Un arañazo accidental estaba muy alejado de un intento de asesinato.
—¿Y su confesión? —preguntó Allie—. ¿Eso lo recuerda bien?
—Sí, por supuesto.
Allie también tenía sus dudas en ese punto.
—¿Lo jurará así?
Beth Ann miró la casa.
—¿Irá a la cárcel si lo hago?
—¿Le haría feliz que fuera?
—A mí y a casi todo el pueblo.
Allie vaciló antes de contestar.
—Si lo que dice es cierto, la cárcel es una posibilidad. Pero habría que corroborar su historia. ¿Puede darnos alguna prueba?
—¿Por ejemplo?
—¿El lugar donde está el cuerpo del reverendo Barker? ¿El lugar donde está su coche? ¿El arma homicida? ¿Una cinta con la confesión?
—No. Pero Clay me dijo que lo mató él. Lo oí yo con estos oídos.
Allie no la creía. Tampoco creía que la hubieran atacado. Pero como era lo bastante lista para mostrarse cautelosa, llamó por radio para ver si su refuerzo estaba en camino.
—No he podido localizar a Hendricks —le dijo la operadora—. ¿Seguro que no quieres que despierte a tu padre?
Allie apagó la luz interior y miró la granja tranquila. El único peligro que parecía correr era el de empaparse.
—No, ya me ocupo yo. Si no tienes noticias mías en quince minutos, despierta a alguien.
—Entendido.
Allie salió del coche.
—Quédese aquí y cierre la puerta.
—¿Qué le va a decir a Clay?
—Exactamente lo que me ha dicho usted.
Beth Ann le impidió cerrar la puerta.
—¿Por qué? Lo negará todo. Y no se puede confiar en alguien de su reputación.
Allie no contestó. Sabía que habría mucha gente dispuesta a encerrar a Clay basándose en una declaración tan endeble. Pero ella no era una de ellos. Ella quería la verdad. Y pensaba utilizar toda su experiencia en resolver casos para averiguarla.
Clay tardó en acudir a la puerta. Allie sabía que debía de haber oído la sirena y sabía que Beth Ann y ella estaban sentadas delante de su casa. Y sin embargo, la única pista de que les había prestado alguna atención, fue el sutil movimiento de una cortina en un dormitorio cuando ella se acercaba a la casa.
Cuando por fin abrió la puerta, llevaba una camiseta, vaqueros desteñidos que se pegaban a sus largas piernas y botas de trabajo. Si estaba preocupado o molesto, no lo dio a entender. Pero, por otra parte, Clay Montgomery raramente revelaba sus sentimientos; se mostraba tan concentrado en sí mismo y poco comunicativo como siempre.
O quizá siempre no. Según los informes del caso, que incluían declaraciones de todas las personas relacionadas, aunque fuera remotamente, con el reverendo Barker, Clay había sido un chico popular y amante de la diversión. Aunque Allie no había sido plenamente consciente de su existencia hasta que estalló el escándalo, había muchas personas que lo recordaban cuando llegó al pueblo, justo después de que el reverendo se casara con Irene y ella y sus hijos se trasladaran de Booneville a la granja. Esas declaraciones decían también que Clay sólo se había vuelto reservado después de la desaparición de su padrastro.
Cosa que, definitivamente, daba lugar a conjeturas.
—¿Qué quieres? —preguntó él sin preámbulos.
Allie lo había visto un par de veces por el pueblo desde su vuelta, pero él había actuado como si no existiera. No era que esperara que se fijara mucho en ella. Con sólo un metro cincuenta y siete de estatura y menos de cincuenta kilos, tenía un cuerpo compacto y pequeño, un pelo moreno que llevaba muy corto y ojos marrones. Era bastante atlética, pero tenía los pechos más bien pequeños y llevaba una placa. Suponía que nada de eso atraería mucho a un hombre como Clay Montgomery, que se relacionaba con bombones como Beth Ann y odiaba a la policía con pasión. Además, a pesar de su dudoso pasado, él podía tener todas las mujeres que quisiera. Pues era increíblemente atractivo y tenía fama de inaccesible.
Aquello representaba un reto irresistible para muchas mujeres. Pero Allie sabía que no debía contarse entre ellas, aunque no por eso dejaba de admirar el pelo negro que le caía en la frente, la nariz, que era quizá un poco demasiado ancha, y la mandíbula prominente. Todos sus rasgos eran intensamente masculinos menos los ojos, que, enmarcados por las pestañas más largas que ella había visto nunca, guardaban un mundo de secretos. Y posiblemente de dolor.
—En el coche tengo a una mujer que dice que la ha atacado.
Él miró el coche patrulla, pero no contestó.
—¿Tiene algo que decir a eso?
—¿Tiene aspecto de que la haya atacado?
—Es difícil verlo en la oscuridad.
—Pues permita que la ayude. Ella miente.
—¿Quiere decir que no la ha tocado?
Él se cruzó de brazos y se apoyó en la jamba de la puerta.
—¿Eso es una pregunta con truco, agente?
—¿Cómo dice?
Él levantó el brazo en un gesto descuidado.
—Pues claro que la he tocado. En todos los lugares donde ella quería que la tocara. No hemos estado jugando a las damas. Pero no la he golpeado.
Allie se lamió los labios y procuró no dejarse llevar por las imágenes que suscitaban las palabras de él. Teniendo en cuenta quién era Clay y la cantidad de personas del pueblo a las que les gustaría verlo entre rejas, aquella situación era bastante delicada y ella no quería meter la pata.
—¿Es cierto que Beth Ann y usted han discutido por el niño, señor Montgomery? —preguntó.
—¿Qué niño?
—¿No le ha dicho que está embarazada?
Aquella palabra lo hizo retroceder como si le hubiera propinado un fuerte puñetazo. Hasta Clay tenía sus límites, pues no fue capaz de ocultar el terror que cubrió su rostro.
—¿Qué?
—Me ha dicho que usted le ha exigido que aborte.
—¡Eso es mentira! —gritó él—. Tráigala aquí. No puede estar embarazada.
Allie enarcó las cejas.
—No se dedican a jugar a las damas.
—No, pero nosotros nunca… —él se pasó las manos por el pelo—. Lo que hagamos o dejemos de hacer no es asunto suyo. Yo me ocuparé de esto.
—Me temo que sí es asunto mío. Beth Ann dice…
—¡Se lo ha inventado!
—Tal vez. Pero yo tengo que investigar sus alegaciones.
Clay pareció reconsiderar su actitud beligerante.
—De acuerdo. ¿Cómo quiere que sea de específico? Ella toma la píldora y yo utilizo siempre preservativo. Pero no siempre lo hemos hecho del modo convencional. A ella le gusta más que use la boca. O a veces la excito con…
—Ya es suficiente —Allie sabía que se había ruborizado, pero consiguió mirar a Clay a los ojos—. ¿Diría que es posible que haya dejado de tomar la píldora? —preguntó.
—Tal vez. Pero no es probable. Ella no se quedaría embarazada a propósito.
Lo dijo con absoluta certeza, pero Allie podía ver que daba vueltas a aquello en la cabeza. Parecía tan asustado, que casi sintió lástima de él.
—Porque…
—Porque no querría cargar con un niño sin un marido que se ocupara de ella. Sabe que yo no la amo. Jamás le he hecho creer otra cosa.
—Quizá pensó que un niño le haría cambiar de idea.
—¡Dios! —él se pellizcó el puente de la nariz.
—¿Clay?
Él suspiró y la miró a los ojos.
—Quiero una prueba de embarazo esta misma noche.
—No puedo obligarla a hacerse una.
—Claro que no —dijo él con sequedad—. No quiere interferir en la intimidad de otra persona. ¿Por qué romper la tradición?
Allie dejó pasar aquello porque él tenía razón. La policía y otros lo habían presionado demasiado en ocasiones.
—No puedo obligarla —repitió—, pero le diré que, si sus otras afirmaciones son alguna indicación de su sinceridad general, no creo que esté embarazada.
Clay frunció el entrecejo y la observó con más atención. Allie tuvo la impresión de que estaba tan acostumbrado a que la policía lo presionara que le costaba creer que ella le hubiera ofrecido ese consuelo. Parecía sospechar una trampa.
—No hemos discutido por nada de eso —insistió.
—Pero han discutido.
—Le he pedido que se marchara. Es mi casa. Creo que tengo esa prerrogativa.
—¿Me hace un favor?
—¿Cuál?
—¿Me enseña las manos?
La expresión de él se oscureció.
—No.
—Señor Montgomery…
—Cultivo algodón, agente McCormick. Reconstruyo coches antiguos, arreglo mis tractores y reparo mi casa y los establos. En otras palabras, uso mucho las manos. Y no permitiré que utilice un arañazo o un corte como prueba de que he pegado a esa mujer.
El hecho de que la hubiera llamado agente McCormick indicaba que sabía quién era desde el principio. No habían cruzado ninguna palabra desde su regreso, pero no le sorprendía que la hubiera reconocido. En Stillwater no había secretos.
—Soy realista, señor Montgomery —le aseguró—. Beth Ann lo ha acusado de un delito muy grave y mi trabajo es ver si esa acusación tiene alguna base.
—¿Y si me niego a cooperar?
—Eso podría suscitar mis sospechas.
—¿Y de qué modo afectaría eso a la situación?
Ella levantó la barbilla.
—Tal vez tenga que detenerlo y llevarlo a la comisaría.
La amenaza le hizo achicar los ojos.
—¿Usted y quién más? —preguntó.
Allie sonrió con dulzura.
—Créame. Podría arreglármelas.
—Yo llamaría a un abogado —replicó él—. Casualmente conozco a una muy buena.
Por supuesto, se refería a su hermana Grace, que había trabajado como ayudante del fiscal de distrito en Jackson antes de mudarse a Stillwater nueve meses atrás.
—Es su elección —repuso ella con amabilidad—. Grace puede reunirse con nosotros. Pero si no recuerdo mal, está a punto de dar a luz. ¿De verdad quiere despertarla en plena noche y pedirle que salga bajo la lluvia? Al final no habrá diferencia. Veré lo que quiero ver; simplemente tardaré más.
En la mejilla de él se movió un músculo, que indicaba lo que pensaba de su respuesta. No le gustaba que lo acorralaran. Le recordaba a un león atrapado dentro de una jaula pequeña, un león que caminaba adelante y atrás y odiaba su cautiverio.
Después de otra mirada larga y desafiante, Clay se encogió de hombros y extendió las manos.
—No tengo nada que ocultar.
Allie revisó las palmas, volvió las manos y examinó el dorso.
—¿He golpeado a una mujer indefensa? —preguntó él con sarcasmo—, ¿a una mujer que no tiene muestras de golpes?
Allie vio algunos callos y cortes, pero nada que no esperara encontrar en un hombre que trabajaba al aire libre.
—Quiero fotos.
—¿Para qué?
—Pruebas.
—¡Yo no la he golpeado!
—Una foto mostraría que no tiene los nudillos hinchados y que sus uñas son demasiado cortas para haber causado los arañazos del brazo de ella.
Él vaciló, claramente dudoso de que ella estuviera de su parte.
—Ella no tiene arañazos en el brazo.
—Ahora sí.
Aunque las marcas de las uñas de Beth Ann se las hubiera causado ella misma, tal y como sospechaba Allie, había otras personas que podían intentar usar esas marcas para presionar al fiscal a que incoara un caso contra Clay. El sobrino del reverendo Barker era uno de ellos. Joe Vincelli odiaba a los Montgomery y tenía amigos poderosos.
—Beth Ann está un poco… confusa sobre lo que ha pasado en realidad. Pero eso no significa que el señor Harris no pueda presentar cargos si así lo decide. ¿Quiere hacer el favor de quitarse la camiseta?
—¿Qué? —preguntó él, como si pensara que había perdido el juicio.
Allie se preguntó dónde estaría Hendricks. Aquello resultaría más fácil si tuviera a un agente masculino con ella.
—Creo que me ha oído.
—¿Por qué?
—Por la misma razón que quería ver las manos.
Esperaba que él volviera a negarse, pero no lo hizo. Clavó sus ojos azules en los de ella y una sonrisa de picardía se formó en sus labios.
—Usted primero —dijo.
Era obvio que estaba cambiando de táctica y había decidido que la mejor defensa era un buen ataque. Pero ella se negaba a dejarse afectar por él.
—Estoy segura de que ha visto mucho más de lo que yo puedo mostrar —repuso.
—A lo mejor me gustan las mujeres pequeñas.
Ella adoptó una expresión puritana.
—Si no le importa, tengo prisa.
Él miró en dirección al coche y Allie adivinó que no le gustaba que lo examinaran delante de su acusadora.
—Podemos entrar en la casa, si lo prefiere —dijo con cortesía.
—¿No debería librarse antes de ella por si decide quedarse? —su sonrisa insinuante indicaba que seguía intentando ponerla incómoda.
—Ella está bien donde está. Y yo creo que podré controlarme.
Clay soltó una risita y entró en la casa.
—¿De verdad es esto necesario? —preguntó.
Allie sabía que quería que lo dejaran en paz, pero, por alguna razón, para ella era importante conseguir pruebas visuales de su inocencia. Los rumores sobre lo que había ocurrido esa noche provocarían algunas reacciones fuertes y ella siempre había sentido interés por proteger a los débiles.
No sabía por qué pensaba en Clay en esos términos, pero la opinión pública estaba en su contra y él no intentaba cambiarla. Él era su peor enemigo.
—Si especifico en mi informe que no hay señales de altercado ni en sus manos ni en su cuerpo, será mucho menos probable que actúe el fiscal.
—No ha habido ningún altercado. Lo único que he hecho ha sido acabar con una relación.
Era el pasado lo que volvía la situación explosiva. Pero Allie no quería decirle que Beth Ann afirmaba que él había confesado el asesinato del reverendo Barker. ¿Para qué provocar una confrontación entre ellos cuando estaban tan próximos? Se limitaría a añadir la declaración de Beth Ann a la carpeta del caso, donde se reuniría con otras muchas afirmaciones sin fundamento que pensaba investigar lenta y metódicamente.
—Es por su propio bien, señor Montgomery.
No sabía si la creía, pero él se quitó la camiseta.
Allie nunca había visto un ejemplo más hermoso del cuerpo masculino. Alrededor de su cuello colgaba una medalla de oro, que descansaba entre los músculos pectorales. Parecía ser de algún santo católico, cosa que la sorprendió, pues no lo consideraba particularmente religioso.
Sus ojos se encontraron y ella temió por un momento que él viera la reacción apreciativa de ella ante su cuerpo.
—Para ser policía, no parece muy cómoda con algunas de las cosas que tiene que hacer —murmuró él.
—Mi fuerte son los cuerpos muertos, no los vivos.
—Pero seguro que los vivos son más divertidos.
Volvía a flirtear, pero ella estaba segura de que no significaba nada. Simplemente buscaba el modo de olvidar la indignidad de que lo inspeccionaran como a un animal.
—Tal vez —dijo—. Pero también son mucho más peligrosos.
El buen humor de él se evaporó.
—Yo no le he pegado.
—No me refiero a ese peligro —ella le tocó el brazo para que se volviera, pero él no se movió.
—Si golpeara a una mujer y ella luchara conmigo, tendría marcas en la cara, el cuello y el pecho —dijo.
Allie no veía señales de pelea. Pero la renuencia de él a mostrarle la espalda hizo que sintiera curiosidad por verla.
—Hay algunas excepciones —tiró de nuevo del brazo.
—Ya le he mostrado suficiente —replicó él.
Pero se volvió y ella vio lo que él no quería enseñarle: varios arañazos, todos recientes.
—Asumo que eso es de esta noche —comentó.
Él la miró por encima del hombro.
—No son de una pelea.
Seguramente no. A juzgar por el ángulo y la dirección de los arañazos, Allie podía adivinar fácilmente lo que hacían Beth Ann y él en ese momento. Se apartó, aliviada de que aquello hubiera acabado.
—Gracias. Si quiere venir a la comisaría después de que termine con Beth Ann, puedo hacer algunas fotos para mostrar que está en buena forma —se ruborizó al darse cuenta de lo que había dicho—. Me refiero a que no tiene señales que puedan indicar que ha estado en una pelea.
—¿Usted me cree? —preguntó él.
—Lo que yo crea no importa. Sólo intento documentar los hechos. El fiscal sacará sus propias conclusiones. Si está dispuesto a arriesgarse a que mi informe sea defensa suficiente en el caso de que Beth Ann no se retracte de su historia, no necesita venir. Si no…
—Allie…
Ella parpadeó. No sabía si él recordaba su nombre de pila.
—¿Qué?
—Nunca he pegado a una mujer. ¿Me crees si te digo que no le he pegado?
Ella lo miró. Había intentado no hacer juicios de valor ni en una dirección ni en otra, hacer simplemente su trabajo. Pero era la palabra de Beth Ann la que sonaba falsa, no la de Clay. Y pensó que quizá él necesitaba oírle eso a una persona de uniforme.
—Sí —dijo. Y se marchó.
Clay estaba sentado a la mesa de la cocina oyendo el tictac del reloj de encima de la cocina y diciéndose que no necesitaba ir a la comisaría. Las acusaciones de Beth Ann eran completamente infundadas. Allie McCormick había dicho que lo creía. Pero tenía poca confianza en que mantuviera esa creencia si su padre u otra persona interpretaban los hechos de otro modo. ¿Por qué iba a hacerlo? Clay sabía que los hechos de esa noche no lo favorecían. La mujer histérica que llamaba desde su casa, las marcas en la espalda, la aseveración de Beth Ann de que estaba embarazada y él había insistido en que abortara.
Era humillante. Estaba casi seguro de que no estaba embarazada o se lo habría dicho para impedir que rompiera con ella. Pero aquel susto lo convencía de que no quería más mujeres en su vida. Ni siquiera podía tener relaciones esporádicas sin lamentarlo luego.
—¡Mierda!
Se levantó y tomó las llaves. Iría a hacerse las malditas fotos. Quitarse la camiseta y mostrar las marcas de las uñas de Beth Ann no tenía por qué ser peor la segunda vez. Debía a sus hermanas y a su madre deshacer el lío que había creado.
Lo que fuera preciso con tal de que desaparecieran las acusaciones de Beth Ann y de no atraer más la atención de la gente. Lo que fuera necesario para compensar por el pasado.
Allie no esperaba que apareciera Clay, así que le sorprendió verlo entrar casi a las tres de la mañana. Beth Ann se había ido unos minutos antes y Hendricks había salido por fin a patrullar.
Lo que implicaba que, una vez más, estaba sola con Clay.
—Señor Montgomery —pensaba que él le diría que pasaran ya a tutearse, pero no fue así.
—Agente McCormick.
—Me alegra que haya venido.
—¿Tiene la cámara preparada?
—Sí —ella sacó la cámara de su escritorio.
—Pues acabemos con esto.
Allie hizo las fotos de las manos; luego él se quitó la camiseta y le hizo varias fotos de la cara, el pecho y los brazos. Al ver que no hacía fotos de la espalda, él enarcó una ceja.
—¿Eso es todo?
—Es todo.
Clay se puso la camiseta.
—¿Y… ya no pasará nada más? —preguntó esperanzado.
Aunque Beth Ann ya no estaba presente, Allie seguía reacia a comentar con él su presunta confesión del asesinato. Principalmente porque, independientemente de lo que dijera Beth Ann, no estaba preparada para señalar con el dedo ni a Clay ni a nadie. Necesitaba pruebas, pruebas forenses, no circunstancias ni rumores. Y era lo bastante buena como para encontrarlas antes o después.
Pero de momento no las tenía, y era sólo cuestión de horas el que le contaran lo que había dicho Beth Ann. Especialmente porque lo sabía Hendricks, que había escuchado con avidez todas las palabras que decía Beth Ann. Si no se lo decía a Clay, seguramente él pensaría que lo había engañado y Allie no veía motivos para antagonizar con nadie relacionado con el caso. Había aprendido hacía tiempo que la ayuda a menudo llegaba de fuentes inesperadas.
—No creo que haya base para una acusación por intento de asesinato, si se refiere a eso.
Clay se cruzó de brazos.
—Me da la impresión de que eso no es todo.
Allie se sentó en el borde de su mesa.
—Pues no.
—Explíquese —pidió él.
—Ella dice que mató usted a su padrastro.
Él pareció no inmutarse.
—Lo dice mucha gente.
—Afirma que se lo confesó a ella. Acaba de firmar una declaración jurada de eso —añadió Allie con gentileza.
Creía que él se enfadaría y aullaría, como había hecho con el embarazo que podía o no podía ser cierto. Pero se limitó a mirarla fijamente.
—Yo no he confesado nada —dijo al fin.
—Eso no significa que sea inocente del asesinato —repuso ella para calibrar su reacción.
El pecho de él se hinchó y volvió a bajar.
—Tampoco prueba lo contrario.
La pregunta de ella no le había hecho revelar nada. Su respuesta indicaba que ya sabía que la declaración de Beth Ann no eran tan comprometedora como les gustaría creer a sus enemigos, por lo que Allie decidió ir al grano.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Va a por usted?
—Por supuesto. Y no es la única.
—Ése es el problema, ¿verdad? Por suerte, yo pretendo descubrir la verdad.
Él tomó una foto de Whitney que tenía ella sobre su mesa.
—¿Entonces lo que he oído es verdad?
—¿Qué ha oído?
—Que está decidida a descubrir qué le pasó a mi padrastro.
Ella esperó a que la mirara para contestar.
—Madeline me ha pedido ayuda. Nos conocemos desde el instituto y nos tratamos un poco en el pasado. Me gustaría ayudarla si puedo.
Él devolvió la fotografía a la mesa.
—Madeline sigue creyendo que su padre vive aún.
—¿Qué cree usted?
—Yo creo que diecinueve años es mucho tiempo. No será fácil descubrir nada.
—Yo he resuelto casos más antiguos.
—Supongo que esos casos tenían pruebas forenses. Aquí no hay ninguna. Muchas otras personas han intentado encontrarlas y han fracasado, incluido su padre.
—Yo tengo herramientas que la policía no tenía entonces.
—Eso está bien —musitó él.
—Si su padrastro está muerto, ¿no le gustaría que llevaran a su asesino ante la justicia? —preguntó ella.
El rostro de él seguía siendo inexpresivo.
—Estoy a favor de la justicia —dijo con voz neutra.
—¿Por qué me despiertas tan pronto? Sólo son las siete.
La madre de Clay, una mujer bajita de sólo un metro cincuenta y cinco pero con un busto que podía rivalizar con el de Dolly Parton, se escondió detrás de la puerta de su pequeño dúplex, que había empezado a redecorar hacía poco y se estaba llenando de tal modo de alfombras, cuadros y muebles nuevos, que a Clay le preocupaba que otros sospecharan pronto lo que él ya sabía. Que Irene no compraba todos aquellos objetos caros con el dinero que ganaba en la boutique de ropa. Decía a todo el mundo que le habían aumentado el sueldo, pero hasta un tonto adivinaría que no podía ser tanto.
—Teniendo en cuenta que yo me levanto a las cuatro casi todos los días, no me das ninguna pena —dijo él—. ¿Me vas a dejar entrar, sí o no?
—Por supuesto —ella se apretó el cinturón de la bata y se hizo a un lado—. ¿Se puede saber qué te pasa?
Clay apenas si cabía en la habitación atestada. Desde la última vez que pasara por allí un mes atrás, su madre había comprado un sofá de cuero nuevo, dos lámparas, una televisión de pantalla grande y un carrito para el té.
—Dime que has dejado de verte con él —pidió en cuanto ella cerró la puerta.
—No sé de qué me hablas —respondió ella. Pero no lo miraba a los ojos.
El aroma a gardenias de su perfume flotaba en el aire cuando entró en la cocina, que había reformado para que se abriera directamente a la sala de estar.
—¿Quieres café? Tengo uno muy bueno.
Café bueno. No había duda de que el padre de Allie cuidaba bien de ella.
—¿Te das cuenta de lo que haces? —preguntó Clay, siguiéndola—. ¿Sabes a lo que te arriesgas?
—Basta —repuso ella—. Estoy viviendo, como todos los demás.
Vivía, sí… pero vivía instalada en la negación. La mayor parte del tiempo, su poca disposición a reconocer lo que le había pasado a Barker resultaba inofensiva. Mientras él estuviera allí para cuidar de ella y de sus hermanas, suponía que todo iría bien. Quería que fueran felices y que olvidaran. Por eso se había quedado en la granja. Por eso protegía con diligencia cualquier prueba que pudieran encontrar allí. Para que ellas tuvieran la vida que quería para ellas. Pero si Irene se negaba a escuchar, podía poner en peligro todos sus esfuerzos.
—Allie McCormick está trabajando en la desaparición de Lee —dijo.
Ella no dio muestras de alterarse.
—Oficialmente no.
—Eso no importa. Ha sido inspectora de casos antiguos. Está bien entrenada.
—Lo sé —su madre siguió haciendo café—. Es una policía excelente, igual que su padre.
La nota de orgullo de su voz hizo que Clay la mirara atónito.
—¿Qué?
—Grace me ha hablado de ella. Pero no te preocupes. Allie ha pasado por un divorcio doloroso. Está sola y aburrida y es natural que quiera hurgar un poco. ¿Qué otra cosa tiene que hacer una inspectora bien entrenada en un pueblo como éste? Acabará por aburrirse.
—Aburrirse —repitió él con incredulidad.
—Es Madeline la que la está empujando.
—Allie no está jugando con este caso, madre. Me parece que tiene toda la intención de encontrar a tu marido… o lo que quede de él. ¿Eso no te preocupa?
Sabía que debía añadir que la acusación de Beth Ann no los ayudaría precisamente, pero no lo hizo.
Irene se volvió a mirarlo.
—¿Por qué me va a importar lo que haga Allie? —preguntó—. Lo que ocurrió fue en otra vida. Como le he dicho a Grace un montón de veces, todo eso ya es el pasado. ¿Por qué nadie me deja olvidarlo y disfrutar de lo que me queda de vida?
—¿Tú eres feliz con un hombre casado? —preguntó él—. ¿Un hombre que sólo puede verte a escondidas? ¿Que no puede reconocerte en público?
—Me trata mejor que ningún otro hombre —replicó ella con ojos brillantes—. Mira qué bata tan bonita me ha comprado. Mira esta casa. Por fin estoy enamorada de alguien que también me quiere, alguien que sabe tratar a una mujer.
Clay odiaba la culpabilidad que lo invadía al pensar que su madre se conformara con tan poco. Él tenía la culpa de lo que ella había pasado las dos últimas décadas. Si hubiera hecho lo que ella le dijo y se hubiera quedado aquella noche en casa con Grace y Molly… Pero él tenía entonces dieciséis años y era demasiado inocente para concebir lo que podía pasar, demasiado joven para comprender el peligro que su madre había empezado a captar.
—Mamá, si se sabe lo vuestro, será su ruina. Es el jefe de policía.
—No se enterará nadie.
—Eso no lo sabes. ¿Cuánto tiempo crees que podréis veros a escondidas antes de que alguien sospeche y os vigile más de cerca? Grace y yo hemos adivinado la verdad, ¿no?
—¿Se lo has dicho a Molly?
—No.
Por suerte, su hermana pequeña se había marchado para ir a la universidad y nunca había regresado a Stillwater. Tenían noticias de ella a menudo e iba de visita dos o tres veces al año, pero era la que más había conseguido dejar atrás el pasado.
—Seguro que se lo ha dicho Grace.
Clay sabía que probablemente era cierto. Pero al menos habían conseguido ocultárselo a Madeline.
—Tienes que dejarlo. Ya tenemos bastantes secretos.
—Ya no nos vemos —repuso su madre.
Clay no la creía.
—Si no lo has hecho todavía, tienes que dejarlo ahora —insistió.
—Para ti es fácil decirlo —gruñó ella.
—No tan fácil como tú te crees. Pero considera a la gente a la que vas a hacer daño si no lo dejas. Sé que eso te importa.
Irene cerró un armario de la cocina con fuerza.
—¿Pero si soy yo la que sufre, no importa?
—¡Está casado! No tienes ningún derecho sobre él.
—Yo no planeé esto. Ha ocurrido así. A veces los matrimonios se deshacen.
—Por lo que sabemos, su matrimonio está bien. Es su libido la que lo mete en líos.
—¡Calla! —gritó ella—. Deja de tratarme como si fuera una mujerzuela.
Clay quería decirle que dejara de portarse como una. Pero no podía faltarle al respeto de ese modo. Además, casi podía entender por qué se había enamorado del jefe McCormick. Los dos hombres con los que se había casado la habían tratado mal, y Dale la cubría de regalos y atenciones.
—Mamá, si se entera Allie, se empeñará en demostrar que somos responsables del asesinato del reverendo Barker. ¿Qué mejor venganza podría tener?
El aroma a café llenaba la habitación.
—Dale y yo no nos hemos visto desde que volvió Allie —gruñó Irene.
Clay la observó, intentando ver si sería cierto. A juzgar por su expresión, decidió que probablemente lo era.
—Me alegro. Pero piensas estar con él en cuanto tengas ocasión, ¿verdad?
—No.
Clay no la creía. Si no había una ruptura definitiva, sabía que una relación así podía prolongarse años.
—Tienes que decirle que no puedes volver a verlo.