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Rio Mastrangelo no quería nada de un padre que nunca le había reconocido. Por eso, cuando heredó inesperadamente una isla, decidió venderla tan rápidamente como pudiera. Sin embargo, la posible compradora que llegó a sus costas no era la mimada heredera que Rio había estado esperando y su sensual cuerpo lo atrapó con un tórrido e innegable deseo. Tilly Morgan aceptó una gran suma de dinero por hacerse pasar por la hija de su jefe, pero no había contado con que se encontraría con el atractivo Rio. Cuando una tormenta azotó la pequeña isla, los dos se quedaron atrapados, sin nada que los protegiera de su embravecido deseo.
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Seitenzahl: 197
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Clare Connelly
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Aislados en el paraíso, n.º 2653 - septiembre 2018
Título original: Innocent in the Billionaire’s Bed
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-003-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
RESULTABA EXTRAÑO que allí, en una isla donde su madre había pasado tan solo unas pocas semanas de su vida, Rio se sintiera tan cercano a ella. Era casi como si su presencia bramara entre las paredes de la caseta o surgiera de entre las olas que iban a romper junto a él. Allí, no la veía como había estado al final de sus días, débil y enferma. Allí, se la imaginaba libre, corriendo por la arena y riéndose a carcajadas.
Hizo girar ligeramente el whisky en el vaso, para que el hielo tintineara contra el cristal. El sonido quedó ahogado por los de la isla. La playa, las gaviotas, el susurro de los árboles. Incluso las estrellas parecían estar hablando unas con otras… y se veían tantas estrellas en aquella isla, perdida en medio del mar, lejos de la civilización.
A Rosa le había encantado aquel lugar.
Mientras pensaba en su madre, Rio no sonreía. Su vida había estado marcada por la pérdida y las dificultades hasta el final de sus días. Y en aquellos momentos, él estaba sentado en la isla del hombre que podría haber aliviado gran parte de ese dolor si le hubiera importado o hubiera querido.
No. La isla ya no era de Piero. Le pertenecía a Rio. Un regalo que llegaba un poco tarde y que Rio ciertamente no quería.
Incluso en aquellos momentos, un mes después de la muerte de su padre, Rio sabía que había hecho bien en rechazar cualquier posibilidad de reconciliación.
No quería tener nada que ver con el poderoso magnate italiano. Nunca había querido ni nunca lo querría. En cuanto hubiera logrado deshacerse de aquella maldita isla, no volvería a pensar más en él.
CRESSIDA WYNDHAM?
Había llegado el momento de corregir la mentira. De ser sincera. Si quería escapar de aquel maldito lío, debería decirlo en aquel preciso instante.
«No, soy Matilda Morgan. Trabajo para Art Wyndham».
Sin embargo, estaba contra la pared en aquella ocasión. Lo que había empezado como un favor ocasional para la heredera difícil de contentar se había convertido en una obligación de la que ya no podía escapar, y mucho menos después de aceptar treinta mil libras por aquel «favor» en particular. La habían comprado y habían pagado por ello. Si no cumplía su parte del plan, las consecuencias serían fatales. Además, solo se trataba de una semana. ¿Qué podía ir mal en siete soleados días?
–Sí… –se oyó murmurar, antes de recordar que se suponía que debía comportarse como la heredera de una fortuna multimillonaria. Murmurar agachando la cabeza no era propio de la imagen que debía transmitir.
Levantó el rostro y se obligó a mirar a los ojos al hombre que le había preguntado y a esbozar una radiante sonrisa… que se le heló en el rostro cuando reconoció frente a quién estaba.
–Usted es Rio Mastrangelo.
El rostro de él no expresó nada, pero no era una sorpresa. Illario Mastrangelo era famoso por su despiadado dinamismo. Se le atribuía un corazón de hielo y piedra, que abandonaba cualquier acuerdo a no ser que pudiera imponer sus términos. O, por lo menos, eso era lo que se decía.
–Sí.
La lancha fueraborda se agitaba rítmicamente bajo sus pies. ¿Era esa la razón por la que ella se sentía tan rara? Miró al piloto de la lancha, un hombre de baja estatura, desdentada sonrisa y piel curtida, pero él estaba absorto en su periódico. De él no podía esperar ayuda alguna.
–Había esperado reunirme con un agente inmobiliario –dijo ella para romper el pesado silencio.
–No. Nada de agentes –replicó él. Se metió en el agua poco profunda sin importarle, aparentemente, que se le mojaran los vaqueros hasta por debajo de la rodilla.
«Nada de agentes». Genial. Cressida le había dicho que tendría que tratar precisamente con un agente.
«Vais a estar tú, un tipo de una agencia inmobiliaria y los empleados que estén en la isla. Lo único que tienes que hacer es decirles que quieres estar a solas para conocer realmente el lugar y poder relajarte. Podrás descansar todo el día, disfrutar de deliciosas comidas… ¡Las vacaciones perfectas! No te supondrá nada del otro mundo».
No. Nada del otro mundo.
Solo con mirar a Rio Mastrangelo, Tilly comprendió que la realidad era precisamente lo opuesto. Aquel hombre sí era algo de otro mundo y un experimentado negociador. Ella se sentía desesperadamente fuera de su zona de confort, aunque las aguas cristalinas que rodeaban el hermoso barco tuvieran muy poca profundidad.
–¿Tiene equipaje?
–Ah, sí –asintió ella mientras agarraba la bolsa de viaje de Louis Vuitton que Cressida había insistido en que se llevara.
Rio la tomó y miró a Tilly a los ojos. Se adivinaba una cierta curiosidad en su mirada.
Tilly sintió que el estómago le daba un vuelco, al ritmo de las olas. Él era mucho más guapo en persona o tal vez era que ella jamás le había prestado mucha atención.
Conocía algunos detalles sobre él. Era un empresario del negocio inmobiliario hecho a sí mismo. Había salido en las noticias hacía un año porque compró unos terrenos en el sur de Londres para urbanizarlos. Tilly se acordaba de ese detalle porque se alegró. Había un hermoso y antiguo pub allí, uno de los más antiguos de Londres, en el que ella había trabajado un verano después de que terminara sus estudios. La idea de que se demoliera la había entristecido profundamente, pero Rio había dicho en aquella entrevista que tenía la intención de renovarlo.
–Viaja ligero –comentó.
Tilly asintió. Había metido unos cuantos bikinis en la bolsa, junto con un par de chanclas, unos libros y algunos vestidos de verano. Lo justo para pasar una semana a solas en una isla tropical.
Él se colgó la bolsa del hombro y levantó una mano hacia ella. Tilly la miró como si él acabara de convertirse en una rana.
–Estoy bien –dijo secamente.
Inmediatamente, se recriminó haber usado aquel tono de voz. Cressida no se habría dirigido a él con un tono de voz tan seco y tan remilgado al mismo tiempo. La manera de ser de Cressida hacía que un viaje a Ibiza pareciera una visita a una residencia de ancianos. El padre de Cressida, que era el jefe de Tilly, se había mostrado encantado de que su hija hubiera demostrado por fin un poco de interés en el negocio y que hubiera accedido a visitar la isla para valorar su potencial como resort turístico.
Rio Mastrangelo no tenía la belleza típica de un actor de cine. No era el típico rubio de ojos azules que a Tilly le resultaba irresistible. No. Tampoco era el hombre de aspecto convencional que había esperado. Más bien, era salvaje. Indomable.
Lo miró de reojo y decidió que esa era la descripción que mejor encajaba con él. Su piel estaba muy bronceada por todas partes y tenía una barba que indicaba claramente que hacía días que no se había afeitado. Sus ojos eran profundos, de un color gris oscuro que igualaría al color del océano. Estaban enmarcados por espesas y largas pestañas. Su cabello era negro, más largo de lo esperado, y se le rizaba ligeramente en las puntas.
Su físico era el de un atleta. Alto, de anchos hombros, musculado… Sin embargo, eran sus ojos lo que más llamaba la atención de él.
Cuando se giró hacia él, Rio la estaba observando. Ella se sintió como si hubiera recibido un impacto. Los ojos de él se prendieron de los de ella, gris batallando contra el verde. El barco volvió a tambalearse. Tilly se inclinó para recuperar el equilibrio.
Había elegido un sencillo vestido para el vuelo a Italia. Era una marca de diseño, pero lo había comprado en una tienda de segunda mano hacía ya algún tiempo, mucho antes de que se viera involucrada en aquel descabellado plan. Era turquesa, su color favorito. Hacía juego con sus ojos y resaltaba los reflejos castaños de su largo cabello rojizo. Su piel, aunque lejos de estar tan bronceada como la de Rio, lucía un bonito tono dorado. Había elegido aquel vestido porque le sentaba bien y había querido estar guapa. Aunque no para Rio, sino para los fotógrafos que pudieran fotografiarla en su paso por el aeropuerto de Roma o durante el viaje en ferry a Capri y los turistas que creyeran reconocer a Cressida Wyndham, por la que se estaba haciendo pasar, mientras iba de camino a su lujoso lugar de vacaciones en el Mediterráneo. Había mantenido la cabeza baja, como si realmente fuera la heredera tratando de evitar la atención de la gente, aunque sin dejar de reclamarla.
Se había puesto aquel vestido por todas aquellas razones. Suponía que, para Rio, habría estado mucho más segura con el hábito de una monja. Cualquier cosa que impidiera que él la mirara tan lenta y curiosamente.
Comprendía la especulación que notaba en sus ojos. Había conocido a suficientes hombres en sus veinticuatro años de vida para saber el interés que despertaba en ellos. Maldecida, en cierto modo, con la clase de figura que desearían la mayoría de las mujeres, Tilly despreciaba desde hacía tiempo su generoso busto, la estrecha cintura y el redondeado trasero. Había algo en su figura que parecía indicar a los hombres que ella quería desnudarse y meterse en la cama con ellos.
El barco volvió a menearse por efecto de las olas. Ella volvió a agarrarse al pasamanos. El piloto había acercado el barco todo lo que le era posible a la costa, pero, a pesar de todo, sería imposible desembarcar sin mojarse los pies. Tilly se quitó los zapatos y se los enganchó en un dedo, consciente de que Rio la estaba observando.
Comenzó a bajar por la escalerilla y, cuando estaba a punto de lograr desembarcar y pisar la arena, calculó mal. Una ola la golpeó y perdió pie y estuvo a punto de caer por completo al agua.
Por supuesto, Rio lo impidió. Sin soltar la bolsa de viaje de Cressida, le rodeó la cintura con un brazo e impidió que se sumergiera por completo.
De cerca, era aún más guapo. Tenía pecas sobre la aristocrática nariz. Tilly notó que los ojos no eran solo grises, sino que tenían pinceladas negras y verdes también, formado una combinación de formas y colores que ella podría estar contemplando todo el día.
–Pensaba que podía sola…
Tilly no supo qué hacer. ¡Qué estúpida había sido! Cressida jamás se habría caído al bajar de una lancha fueraborda. No. Cressida habría aceptado la mano y le habría deslizado los dedos por la palma, animándolo a mirarla todo lo que quisiera. Invitándolo a hacer mucho más que eso.
Matilda Morgan, sin embargo, era una verdadera torpe. Jack, su hermano mellizo, se habría partido de risa al ver cómo se caía de una fueraborda, y ella con él. Tilly nunca perdía la oportunidad de divertirse con su propia falta de elegancia.
De hecho, no se esforzó en impedir que una sonrisa primero y después una tímida carcajada se le escaparan de los labios. Rápidamente, se cubrió la boca con la mano.
–Lo siento –dijo sonriendo a Rio mientras le rodeaba el cuello con una mano automáticamente–. Seguramente soy la persona más torpe que va a conocer en su vida.
La carcajada y el hecho de que ella admitiera su propia falta de coordinación lo pillaron desprevenido. Cuando Art Wyndham le dijo que le enviaría a su hija, Cressida, para que inspeccionara la isla, Rio había experimentado sentimientos encontrados.
Por un lado, sabía que la hermosa heredera era insulsa y poco interesante. Sospechaba que podría venderle la isla en un par de días como máximo. Por otro lado, por lo que había oído de ella, Cressida Wyndham era la clase de mujer a la que él solo había encontrado adecuada para una cosa. Belleza sin sustancia alguna, ella era la última persona con la que querría pasar el tiempo, a excepción, posiblemente, de en su cama.
Sin embargo, tenía que admitir que su risa era encantadora. Como la música y el sol.
Sin dejar de sonreír, ella se apartó de él.
–Estoy bien –le aseguró–. Solo un poco mojada.
Rio realizó un sonido de afirmación y la soltó.
–Puede secarse dentro.
Él le indicó la costa y, por primera vez, Tilly centró su atención en la isla. Tenía una vegetación frondosa y verde en su mayor parte, aunque hacia un lado había unos acantilados rojizos, por encima de ellos, la tierra adquiría un tono ocre para luego dejar paso a los árboles, que parecían ser cipreses, olivos y naranjos. En la costa, la arena era completamente blanca. Solo un edificio rompía la monotonía de la playa.
Parecía una especie de caseta para barcos de sencilla construcción. La fachada era completamente blanca y los marcos de las ventanas se habían pintado de azul, aunque eso debía de haber sido hacía mucho tiempo, dado que la pintura estaba bastante desconchada. En la parte delantera había un pequeño porche con dos sillones de mimbre y una mesita en medio, Junto a la puerta había una maceta con una planta que, evidentemente, había sido atormentada por el viento, pero que, a pesar de todo, parecía ejercer de centinela. A un lado había una moto y junto a ella, una lancha fueraborda sobre un transportador, aunque era más pequeña que la que habían utilizado para llegar hasta allí.
Estuvo a punto de preguntarle a Rio qué era aquel edificio, pero él ya le había tomado la delantera. Tilly no se apresuró en alcanzarlo, no porque Cressida no lo hubiera hecho, sino porque se sentía cautivada por la belleza de aquel lugar y quería saborearlo.
Se detuvo. Una ligera brisa la envolvió, pero era un día caluroso y le proporcionaba alivio a través de la ropa mojada. Miró hacia el cielo y se fijó en el color. Un maravilloso cielo azul.
–Qué bonito… –se dijo.
Sin embargo, Rio oyó las palabras y se dio la vuelta. Tenía el vestido completamente mojado. ¿Se había dado cuenta de que, para lo que le tapaba aquel vestido, habría dado igual que hubiera estado completamente desnuda? Llevaba el cabello recogido en lo alto de la cabeza, pero él estaba seguro de que prefería estar libre, caerle por la espalda como lo habría hecho en una pintura de Tiziano.
Se dio la vuelta y apretó la mandíbula.
Por supuesto que sabía lo atractiva que resultaba. Cressida Wyndham había hecho de la seducción un arte. En realidad, no sabía nada sobre ella, pero sí conocía que no se podía mencionar su nombre sin la implicación de que era una golfa mimada con muy poca moralidad.
Y, por algún motivo, eso le enfurecía profundamente en aquellos momentos.
Se detuvo en los escalones que conducían al porche.
–¿Qué es esto? –preguntó ella. Sus ojos verdes, de forma almendrada, recorrían ávidamente la silueta de la cabaña.
–Donde nos vamos a alojar.
«¿Donde nos vamos a alojar?». A Tilly se le aceleró el corazón. Seguramente, él había querido decir «Donde usted se va a alojar». Aunque él hablaba inglés fluidamente, tenía acento. Por ello, no era del todo extraño que él hubiera cometido un error. Era imposible que los dos fueran a alojarse allí.
Rio echó a andar y ella lo siguió.
–Se construyó hace unos cincuenta años –dijo mientras abría la puerta. En realidad, se trataba tan solo de una puerta de forja con una malla de metal. No había puerta en sí.
El calor del día no había conseguido traspasar las gruesas paredes. Allí se estaba muy fresco. Un recibidor, bastante amplio dado el tamaño del edificio, llegaba hasta el fondo de la casa. En la parte posterior, Tilly vio un sofá. Allí había más luz también.
–Su dormitorio –dijo él mientras pasaban por delante de una puerta. A ella le pareció ver tan solo una cama individual y una estantería. Entonces, él señaló otra puerta–. Mi dormitorio.
El corazón de Tilly se le aceleró en el pecho.
–El cuarto de baño.
Ella se asomó mientras pasaban por delante. Sencillo, pero limpio. Olía a él. Al notar el potente aroma masculino, sintió que se le hacía un nudo en el estómago.
–Y la cocina.
También era muy sencilla, pero resultaba encantadora. Tenía un grueso banco de madera, una ventana que daba a la playa, un pequeño frigorífico y el fogón. Además, había una mesa con cuatro sillas, y al otro lado, un sofá y un sillón. Otra ventana, más grande, proporcionaba una perspectiva diferente de la playa.
–¿Su… dormitorio está frente al mío? –susurró ella.
–Supongo que no habría pensado que íbamos a compartirlo –replicó él. Disfrutó al ver que ella se sonrojaba y que los pezones se le erguían visiblemente contra la tela húmeda del ceñido vestido.
–Por supuesto que no –le espetó Tilly, antes de recordar que era Cressida. Cressida nunca se habría ofendido por algo así. Habría ronroneado y le habría respondido que no debía descartar nada–. Simplemente, no me había dado cuenta de que nos íbamos a alojar en la misma casa.
–Es la única casa que hay en la isla –replicó él sonriendo–. ¿Acaso no se lo dijo su padre?
Ella negó con la cabeza, pero empezó a cuestionarse… a sospechar. Poco después de que Cressida le hubiera dicho que habría servicio en la casa, había añadido que estaría completamente sola. Le había hecho creer que le esperaba un glamuroso alojamiento en la playa.
¿Habría sabido ella que Rio Mastrangelo dormiría bajo el mismo techo que ella? ¿Acaso había preferido ocultarle aquel detalle, sabiendo que Matilda se habría negado a participar en aquella mentira sabiendo que tendría que vivir junto a un hombre como él?
–Debió de habérmelo dicho –dijo encogiéndose de hombros, como si no importara. Sin embargo, en realidad estaba furiosa.
Si no hubiera necesitado desesperadamente esas treinta mil libras, le habría encantado mandar a paseo a Cressida.
Sin embargo, no lo habría hecho. Por mucho que la heredera la volviera loca, Tilly también sentía pena por ella. Cuanto más trabajaba para Art y sentía el afecto que él le profesaba a ella, más veía cómo despreciaba a su propia hija y realizaba comentarios sobre su falta de inteligencia, habilidades o empuje. Eso hacía que Tilly se sintiera culpable y algo presionada.
Aquella había sido la primera vez que Cressida le había pedido algo más fuera de lo habitual y, ciertamente, la primera vez que le había mentido. La había empujado a pasar una semana entera junto a un atractivo desconocido.
–¿Y se le ha olvidado?
–Bueno, es que me dijo muchas cosas –contestó ella, tratando de desviar el tema. ¿Habría aún más sorpresas esperándola?
–¿Como cuáles?
–Como que no me cayera de los barcos –replicó ella con una sonrisa–. ¿Le importaría si me cambiara?
A Rio le habría gustado decir que sí le importaba. Le gustaba verla con aquel vestido. Ver el modo en que se le ceñía al cuerpo estaba despertando en él el deseo, un deseo que no satisfaría, por supuesto.
En realidad, no había sido el mismo desde que se enteró de la muerte de su padre. Su libido, a la que le gustaba dar rienda suelta a menudo, había sufrido en los últimos tiempos. Por ello, sentir que su cuerpo cobraba vida resultaba agradable. Gozaba con la sensación de anticipación, sabiendo que la espera merecería la pena.
Por supuesto, no cedería a la tentación con Cressida, eso sería una tontería. En cuanto se marchara, llamaría a Anita o a Sophie o a cualquiera de las otras mujeres que estarían encantadas de reunirse con él en la cama para redescubrir costumbres muy placenteras.
–Está en su casa –dijo él encogiéndose de hombros.
Ella asintió, aunque no lo miró a los ojos. Rio aún llevaba su bolsa de viaje y no hizo ademán alguno de entregársela. Tilly se acercó a él y, una vez más, pudo disfrutar de su masculina fragancia.
–Voy a necesitar ropa seca –dijo, con una sonrisa en los labios mientras indicaba la bolsa con la mirada.
Rio se la ofreció. Ella extendió la mano sin mirar y cerró los dedos por encima de los de él.
Fue como verse mordido por una serpiente.
Tilly apartó la mano inmediatamente y él hizo lo mismo, de manera que la bolsa cayó al suelo.
–Lo siento –dijo ella, como si hubiera sido culpa suya en vez de ser una reacción involuntaria a la descarga eléctrica que le había recorrido las yemas de los dedos y después el cuerpo entero.
–¿El qué? –murmuró él mientras se inclinaba de nuevo a por la bolsa de viaje.
–En realidad no lo sé.
La carcajada de Rio acarició los tensos nervios de Tilly. Fue un sonido profundo, gutural. Ella se imaginó que su voz sonaría así también cuando se viera empujado por otros sentimientos. Aquel pensamiento la sorprendió y sintió que los pezones se le erguían contra el sujetador.
Los ojos de Rio bajaron para observarlos y sus labios esbozaron una sonrisa de apreciación.
–Ve a cambiarte, Cressida –le dijo.
Tilly estuvo a punto de desafiarle, pero él siguió hablando.
–… antes de que sea demasiado tarde.
«¿Demasiado tarde?» Una oleada de excitación le recorrió el cuerpo y la hizo temblar. Le quitó la bolsa de las manos y se dio la vuelta para dirigirse hacia el dormitorio que él le había indicado que era el suyo.
¿Demasiado tarde para qué?
Trató de apartar el pensamiento de la lectura más evidente de aquella afirmación, que había una cierta inevitabilidad de la que ambos estaban huyendo. Era una interpretación estúpida, sin duda acicateada por la propensión que ella tenía a leer demasiadas novelas románticas.
Mantuvo la cabeza baja hasta que llegó a la puerta. Vio que su primera impresión había sido correcta. Había una cama pequeña, una estantería, un perchero cerca de la pequeña ventana, sobre la que había un macetero de geranios. También había un espejo. Al verse, gimió con desesperación. Su aspecto era… era casi como si estuviera desnuda. La tela del vestido se había vuelto verde oscura y se le ceñía al cuerpo, moldeando los pechos, el vientre y el trasero, marcando perfectamente la uve de su feminidad.
Le temblaban los dedos mientras se lo quitaba rápidamente. Verse en tanga y sujetador tampoco la ayudó. Se los quitó con gesto enfadado, hasta que se quedó desnuda.
Tenía el teléfono móvil en el bolsillo lateral de su bolso. Lo sacó. Cuando lo activó, lo primero que vio fue la fotografía en la que Jack y ella estaban sonriendo. Durante un instante, sintió un profundo alivio. Él estaría bien. Tilly se aseguraría de ello. Aquellos siete días eran un pequeño precio a pagar por su seguridad. ¿En qué diablos habría estado él pensando?
Trató de consultar sus correos. Apareció un mensaje de error. Frunció el ceño y se dio cuenta de que no tenía Internet. De hecho, no tenía cobertura en el teléfono.