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El poderoso magnate nunca había mezclado los negocios con el placer… hasta ese momento. Desde el momento en que, en una discoteca de Londres, Alicia Teller tropezó y cayó en los brazos de Nikolai Korovin, el control férreo que ejercía sobre sí misma comenzó a debilitarse. La noche de pura pasión que pasaron juntos no iba a repetirse, por lo que Alicia se quedó horrorizada al entrar en el salón de actos, el lunes por la mañana, y reconocer unos ojos que la miraban. Nikolai perdió la compostura al verla. Alicia había llenado su fría y oscura vida de color, y sus fascinantes curvas le distraían de su deber.
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Seitenzahl: 181
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Caitlin Crews
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Algo más que su jefe, n.º 2292 - febrero 2014
Título original: Not Just the Boss’s Plaything
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4025-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
La tortura era preferible a aquello.
Nikolai Korovin se abrió paso entre la multitud sin miramientos y sin ocultar su desagrado. La discoteca era una de las más elegantes de Londres y estaba muy de moda, por lo que se encontraba atestada de famosos y celebridades de todo tipo.
Eso implicaba que Veronika, con sus aspiraciones de grandeza, no podía hallarse lejos.
–¿Te apetece beber algo? –le preguntó una criatura de ojos oscuros, pelo negro y labios carnosos mientras se apoyaba en él para, pensó él, seducirlo–. ¿O te apetece otra cosa?
Nikolai esperó a que dejara de soltar risitas estúpidas y lo mirara a la cara y, cuando lo hizo, la mujer palideció, tal como él esperaba. Pareció como si hubiera visto al diablo.
Y lo había visto.
No hizo falta que él dijera nada. Ella lo soltó, y Nikolai se olvidó de ella en cuanto la perdió de vista.
Después de darse un par de vueltas por la discoteca en las que se dedicó a escrutar y a catalogar a cada uno de los presentes, se apoyó en uno de los enormes altavoces y se limitó a esperar. Sintió que la música le reverberaba en la columna vertebral como si lo estuvieran atacando con granadas. Y casi deseó que así fuera.
Odiaba aquel lugar y todos los sitios similares en los que había estado desde que había iniciado la búsqueda. Odiaba el espectáculo y el derroche. A Veronika, desde luego, le encantaría que la vieran en un lugar así y en aquella compañía.
«Veronika». El nombre de su exesposa se le deslizó por el cerebro como la serpiente que era, y le recordó por qué estaba allí.
Quería saber la verdad. Ella constituía el único cabo suelto que había dejado, y quería cortarlo de una vez por todas. Después, lo que le pasara a Veronika le daría exactamente lo mismo.
«Nunca te he querido», le había dicho ella, con el equipaje ya hecho. «Solo te he sido fiel accidentalmente». Y después le había sonreído. «Ni que decir tiene que Stefan no es tuyo. ¿Qué mujer en su sano juicio querría un hijo tuyo?».
En aquellos momentos, los gustos de su avariciosa exesposa se centraban en grandes fiestas, dondequiera que se celebraran en el mundo, y en los hombres ricos que acudían a ellas. Pero él sabía que estaba en Londres. El tiempo que había estado en las Fuerzas Especiales rusas le había enseñado muchas cosas que llevaba grabadas en la dura y fría piedra que ocupaba el lugar de su corazón, por lo que encontrar a una mujer ambiciosa y de moralidad laxa era pan comido.
Había tardado poco en averiguar que estaba viviendo con el hijo de un acaudalado jeque, rodeado de medidas de seguridad. Desmantelarlas le resultaría fácil, pero, lamentablemente, produciría un incidente internacional.
Porque Nikolai había dejado de ser soldado siete años antes y no podía hacer lo que fuera preciso para alcanzar su propósito con la mortal exactitud que le había procurado un respeto que lindaba con el miedo entre sus colegas y enemigos.
E, ironías de la vida, se había convertido en un filántropo de fama internacional, un lobo con piel de cordero. Dirigía la Fundación Korovin, junto con su hermano, Ivan, que ambos crearon cuando este dejó de hacer películas de acción en Hollywood. Nikolai se ocupaba de la fortuna de su hermano, y había amasado la suya gracias a su facilidad innata para invertir. Y lo consideraban un hombre compasivo y solidario, a pesar de su crueldad, que no hacía nada por ocultar.
La gente creía lo que quería creer. Lo sabía muy bien.
Se había criado en la Rusia postsoviética, entre brutales oligarcas y caudillos que luchaban por el territorio como perros hambrientos, lo cual le había conferido la capacidad de detectar a los hombres muy ricos, a los que convencía para que le dieran dinero. Los conocía y los comprendía. Se consideraba mágica su habilidad para conseguir enormes donaciones de los hombres de negocios más reacios. Él lo veía como una forma más de hacer la guerra.
Y se le daba muy bien hacerla. Era un artista.
Pero el hecho de ser tan famoso implicaba que no podía entrar en la fortaleza del hijo del jeque sin más ni más. Los filántropos multimillonarios con hermanos famosos tenían que atenerse a normas distintas de las de los soldados. Se esperaba que recurrieran a la diplomacia y a su encanto personal.
Nikolai contuvo un suspiro de impaciencia y, desde su posición estratégica, observó a la multitud de la pista de baile. Tenía que limitarse a esperar que Veronika apareciera.
Entonces averiguaría cuánto de lo que había dicho siete años antes había sido producto del despecho y cuánto era verdad. Si lo dejaba correr, siempre cabría la posibilidad de que Stefan fuera su hijo, como Veronika le había hecho creer durante los cinco primeros años de la vida del niño, de que realmente tuviera un hijo, de que hubiera hecho algo bien, aunque hubiera sido por accidente.
Pero tales fantasías lo debilitaban, y lo sabía. Quería una prueba de ADN para demostrar que Stefan no era hijo suyo. Y asunto concluido.
Dos años antes, su hermano le había dicho que tenía que solucionar su vida. Ivan era la única persona que le importaba, el único que sabía lo que ambos habían sufrido a manos de su tío, tras la muerte de sus padres en el incendio de una fábrica. Después lo había mirado como si fuera un desconocido y se había marchado.
Esa fue la última vez que hablaron de algo que no fuera la fundación.
Nikolai no culpaba a su hermano por su traición. Sabía que a Ivan lo cegaban el sexo y la emoción, que estaba desesperado por creer en cosas inexistentes porque era mucho mejor que aceptar la cruda realidad. ¿Cómo iba a culpar a su hermano por engañarse? La mayoría de la gente lo hacía.
Él no podía permitirse ese lujo.
Las emociones eran un lastre, una mentira. Nikolai creía en el sexo y en el dinero. No quería vínculos ni tentaciones, ni la posibilidad de que una mujer a la que llevara a la cama lo conmoviera.
Para ser traicionado, primero había que confiar.
Y la única persona en la que había confiado en su vida era Ivan. Y solo hasta que había caído en las garras de aquella mujer.
Pero eso, para Nikolai, había sido un regalo, ya que lo había liberado de su última prisión emocional.
Nikolai actuaba como un hombre, pero no lo era. Para eso hubiera necesitado carne, sangre y un corazón, cosas de las que se había desprendido años antes para convertirse en un monstruo: una máquina de matar.
Sabía perfectamente lo que era: un trozo de hielo tan sólido que ningún rayo de sol podía penetrar en él, un arma mortal perfectamente pulida a manos de su tío, primero, y de las Fuerzas Especiales, después.
Estaba vacío, y por eso se le daba tan bien lo que hacía.
Y era más seguro, pensó mientras miraba a la multitud, pues tenía mucho que perder si dejaba de ejercer aquel férreo control. Lo horrorizaba pensar en sus años de borrachera, en las noches borrosas y la emoción frustrada que se convertía en violencia y hacía que se pareciera a su brutal tío, al que tanto despreciaba.
Nunca más.
Era mejor estar vacío y helado por dentro.
Siempre había estado solo, y lo prefería. Y, cuando averiguara la verdad sobre la paternidad de Stefan, nunca dejaría de estarlo.
Alicia Teller, irritada y exhausta, perdió la paciencia en medio de la multitud.
«Ya soy vieja para esto», se dijo apartándose de un grupo de jovencitos que bailaba. Se sentía decrépita a los veintinueve años.
No recordaba la última vez que había pasado la noche del sábado en un sitio que no fuera un tranquilo restaurante con amigos, en absoluto comparable a la pretenciosa discoteca en la que se hallaba. Pero a caballo regalado... Y el regalo procedía de Rosie, su mejor amiga y compañera de piso, que le había enseñado las invitaciones durante la cena.
–Es el sitio más guay de Londres, lleno de famosos y de los hombres más atractivos de Londres.
–Pero yo no soy guay. Llevas años diciéndomelo. Si no recuerdo mal, lo haces cada vez que me arrastras a una de esas discotecas que afirmas que me cambiarán la vida. Tal vez haya llegado el momento de que aceptes que soy lo que ves.
–¡Jamás! Recuerdo que eras una persona divertida, Alicia. He hecho el voto solemne de corromperte, por mucho que me cueste.
–Soy incorruptible –también ella recordaba cuando era divertida, y no tenía deseo alguno de repetir los mismos errores–. Además, es muy posible que te ponga en una situación violenta.
–Me da igual. Estoy dispuesta a hacer lo que sea para recordarte que tienes veintitantos años, no sesenta. Lo considero un servicio público. Confía en mí, Alicia. Vamos a pasar la mejor noche de nuestra vida –le había dicho Rosie.
En aquel momento, Alicia miraba a su amiga mover las caderas ante el banquero con el que llevaba flirteando toda la noche. Su amiga consideraba una obligación sagrada que pasaran la noche como lo hacían cuando eran más jóvenes e infinitamente más salvajes. Pero Alicia tendría que pagar sola el precio exorbitante del taxi que la llevaría de vuelta al piso que ambas compartían.
–¿Sabes lo que necesitas desesperadamente? –le había preguntado Rosie al salir del metro.
–Sí, ya sé lo que crees que necesito. Pero la idea de tener sexo insatisfactorio con un desconocido no admite comparación con la de dormir de un tirón sola y en mi cama. Tal vez consideres que estoy loca, aunque yo lo llamo ser madura.
–Sabes que así no vas a encontrar a nadie. Si continúas de este modo, ¿qué será lo siguiente? ¿Un convento?
Pero Alicia sabía muy bien a qué clase de personas se conocía en las discotecas preferidas de Rosie. Había conocido a muchas, y había sido una de ellas durante sus años de universidad. Y había jurado que no volvería a descontrolarse de aquel modo. El precio no merecía la pena, y antes o después había que pagarlo. En su caso, los años que su padre llevaba sin hablarle.
Había sido la niña de papá hasta esa terrible noche de verano de sus veintiún años. Su padre la había consentido, mimado y adorado sin medida, pero lo había perdido todo en una sola noche que apenas podía recordar, aunque conocía los detalles porque se los había contado su progenitor a la mañana siguiente mientras la cabeza estaba a punto de estallarle y tenía náuseas. La noche anterior había llegado totalmente borracha a su casa y se había dirigido al jardín trasero, donde su padre la había encontrado teniendo sexo con el señor Reddick, el vecino.
El señor Reddick estaba casado y tenía tres hijos a los que Alicia había cuidado durante años. Todavía se avergonzaba de aquello. ¿Cómo había podido hacer algo tan despreciable? Seguía sin saberlo.
A partir de entonces, decidió que ya había tenido suficiente diversión en su vida.
–¿Te refieres al amor? –le había preguntado Alicia a su amiga–. Creía que estábamos hablando de la desesperación de un sábado por la noche por conseguir acostarnos con alguien.
–Se me ocurre una cosa. ¿Por qué no dejas el halo de santa por esta noche? Te prometo que no vas a morirte por ello. E incluso puede que te guste un poco de desenfreno, como antes.
Rosie no lo sabía. Nadie lo sabía. Alicia estaba tan avergonzada que no le explicó a nadie por qué, de pronto, había dejado de salir los fines de semana y se había centrado en su trabajo, que entonces no se tomaba en serio, pero del que posteriormente había llegado a enorgullecerse. Ni siquiera su madre y sus hermanas sabían por qué se había distanciado de su padre.
–Esta noche no llevo el halo. No hacía juego con los zapatos que me has obligado a ponerme.
–Eres idiota –le había dicho Rosie en tono afectuoso mientras entraban en la discoteca más de moda de Londres.
Y Alicia se había divertido más de lo que esperaba. Echaba de menos bailar. Pero se había cansado, sobre todo porque había volado de vuelta a Londres el día anterior, y su organismo todavía funcionaba con otro huso horario.
Además, no confiaba en sí misma. No sabía lo que la había inducido a hacer lo que hizo aquella noche, ocho años antes, por lo que había optado por evitar todo aquello que pudiera llevarla en aquella dirección. Porque no era una santa, como había demostrado con su comportamiento libertino. ¡Ojalá lo fuera!
«Ya sabías cómo sería esto», pensó mientras decidía marcharse sin despedirse de Rosie y mandarle un SMS cuando estuviera en el taxi. «Podías haberte ido directamente a casa después de la cena».
Trató de abrirse paso entre la multitud y tuvo que apartarse bruscamente ante una pareja que bailaba dando saltos a uno y otro lado. Perdió el equilibrio, resbaló en un charco de bebida derramada y chocó contra un hombre que había creído, antes de caer sobre él, que era una extensión del altavoz que había detrás.
Pero no era así.
Era un hombre duro y masculino, musculoso, elegante y muy guapo. Al principio, a Alicia le pareció, cuando tenía la cara a un centímetro del pecho masculino más sensacional que había visto en su vida y las manos sobre él, que aquel hombre olía a invierno, fresco y limpio.
Se dio cuenta de que él la sostenía por los brazos con fuerza, y solo entonces comprendió que había conseguido evitar que se cayera.
Echó la cabeza hacia atrás sonriendo para darle las gracias por tener tan buenos reflejos...
Y todo se detuvo.
Simplemente desapareció.
Alicia notó que le golpeaba el corazón en el pecho y que se le desencajaba la mandíbula.
Pero no vio nada más que los ojos de él.
Azules como no había visto otros en su vida, como el cielo transparente de un día de invierno, de un azul tan intenso que parecían llenarla por completo y expandirse en su interior.
Era muy guapo, lo más bello que había visto. Al mirarse se produjo entre ambos una corriente eléctrica, que a ella le provocó un cosquilleo en la piel.
Se asustó al descubrir que había un lugar profundo en su interior que desconocía, pero no se apartó del hombre.
Él parpadeó como si también percibiera aquella cosa terrible, imposible y hermosa que había surgido entre los dos. Alicia estaba segura de que, si consiguiera apartar los ojos de los de él, la vería en el aire, conectando sus cuerpos, rodeándolos. Él frunció levemente el ceño y se movió como si quisiera apartarla, pero se detuvo.
Y allí siguieron, atrapados. Como si lo que les rodeaba, la música a todo volumen, la gente bailando alocadamente, se hubiera evaporado en el momento en que se habían tocado.
«Por fin», pensó ella, presa de sensaciones y emociones caóticas que no entendía.
–Por Dios –dijo–, parece usted un lobo.
¿Había sonreído? Su boca era exuberante y adusta a la vez, fascinante. Ella le sonrió como si él lo hubiera hecho.
–¿Por eso va usted vestida de rojo como en el cuento? –preguntó él. Tenía un leve acento que ella al principio no reconoció–. Le advierto que al final el lobo se la come.
–Y también habrá lágrimas –ella le escrutó el rostro buscando la prueba de una sonrisa.
–También –afirmó él.
–Me decepcionaría que no tuviera fauces –afirmó ella al tiempo que se daba cuenta de que la forma en que la sostenía era como si la acariciara.
Sintió un espasmo en el vientre que debiera haberla aterrorizado, teniendo en cuenta lo que sabía de sí misma y el sexo. Y lo hizo, pero siguió sin apartarse de él.
–Mi meta en la vida es, por supuesto, evitar que las desconocidas inglesas que chocan conmigo en discotecas abarrotadas caigan en las fauces de la decepción –afirmó él con una nueva luz en los ojos y una leve inclinación de la cabeza.
Como si quisiera acercarse más a ella para devorarla.
Eso era justamente lo que Alicia quería que hiciera.
Debiera haberse marchado corriendo, pero nunca se había sentido tan excitada ni había experimentado aquel delicioso calor en sus miembros. Aquel hombre primario y poderoso la había dejado sin aliento.
–¿Aunque las susodichas fauces sean las suyas?
–Sobre todo si son las mías.
«Fauces», se dijo ella. «Me está diciendo que es un lobo grande y malo».
Debiera haberse sentido más alarmada de lo que estaba.
–Ha de saber que no las hay más peligrosas.
–¿En todo Londres? –preguntó ella sin poder dejar de sonreír y con una sensación de estar viva, por fin–. ¿Se las ha medido? ¿Hay un concurso al que apuntarse para demostrar que las suyas son las más grandes y peligrosas?
Alicia estaba fuera de sí. Una parte de ella quería regodearse en aquella sensación, en él. Quería disfrutar de aquel momento como de la primera nieve del invierno.
Contuvo la respiración ante esa idea, y él se dio cuenta y alzó la vista para mirarla a los ojos.
–No tengo que medirlas. Lo sé.
Era un lobo ártico transformado en hombre, un depredador. Iba vestido completamente de negro: camiseta negra bajo una chaqueta negra, pantalones y botas oscuros. Tenía el pelo negro y corto. Todo él era duro y masculino, y tan peligroso que una parte de ella estaba desesperada por huir. Aquel hombre no parecía civilizado, sino salvaje.
Sin embargo, Alicia no tenía miedo mientras él la miraba de aquella manera. Siguiendo su instinto se acercó más a él le puso las palmas en el magnífico pecho mientras él la abrazaba como un amante. Ella echó aún más hacia atrás la cabeza y vio que se le encendían los ojos.
No lo entendió, pero sintió que ardía.
«Esto no está bien», le dijo una voz interior. «Tú no eres así».
Pero él era tan guapo que Alicia perdió la noción de cómo era ella, y el corazón comenzó a dolerle de cómo le golpeaba el pecho. Y no halló un buen motivo para separarse de él.
«Dentro de un minuto», se dijo. «Me apartaré dentro de un minuto».
–Debería correr –le dijo él en voz baja, y Alicia se dio cuenta de que hablaba en serio. Pero el hombre le acarició la mejilla mientras se lo decía, y ella se estremeció–. Debería alejarse lo más rápidamente posible de mí.
Parecía tan serio y seguro de sí mismo que a ella le hizo daño. Quería verlo sonreír con su peligrosa boca. Y ni siquiera sabía su nombre.
Aquello carecía de sentido.
Alicia llevaba demasiado tiempo siendo buena. Ya había pagado con creces esa noche de ocho años antes. Había dejado de ser espontánea y atrevida. Sin embargo, aquel hombre tenía los ojos más azules y la boca más triste que había visto en su vida, y su forma de tocarla la conmocionaba.
Y pensó que no iba a pasarle nada porque bajara la guardia por una vez. Solo un poquito. No tenía por qué significar nada.
Así que no prestó atención a la vocecita interior, apoyó la cara en la palma de la mano masculina y sonrió al ver que él también contenía la respiración como si asimismo se sintiera arder.
Ella se enderezó. Estaban entre las sombras de una discoteca, donde nadie la veía ni sabría lo que hacía en la oscuridad.
Después volvería a su vida ordenada y tranquila.
Solo sería un momento en el que se saltaría las reglas que llevaban mucho tiempo gobernando su vida, y después volvería a casa y a su virtuosa vida.
Eso haría.
Pero antes obedeció una urgente exigencia interna: se aproximó más al hombre y pegó su boca a la de él.
Sabía mejor de lo que se había imaginado.
Cuando los labios de Alicia se posaron en los de él y probó su sabor, ella creyó que le bastaría con eso, con una pequeña muestra del sabor de su fascinante boca, y que podría volver a su vida tranquila...
Pero él inclinó la cabeza hacia un lado y se sirvió de la mano que tenía en la mejilla de ella para colocarle la boca como quería.
Y comenzó a devorarla como un lobo. Tenía una boca carnal que se abría sobre la de ella para degustarla y reclamarla.
Alicia explotó. Fue como un largo destello luminoso que eliminó todo lo demás. Fue perfecto y hermoso.
Fue demasiado.