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Lo complicado es pasar página, sobre todo cuando no sabes si le quedan más hojas al libro Cristina y Mani coinciden por casualidad en una boda y, si bien saltan chispas entre ellos, nada sale de un encuentro amoroso escueto. Cristina no se encuentra en el mejor momento de su vida y quizá se esté volviendo loca, pero intuye que Mani oculta algo. Tras un viaje a la carrera al Distrito de los Lagos en Cumbria, Inglaterra, vuelven a encontrarse y admiten que no se han olvidado el uno del otro. El romanticismo que se respira en el aire de aquel lugar los atrapa y aquella chispa comienza a arder. ¿Decidirán ir a por todas o, por el contrario, dejar que cada uno siga sus vidas aun sabiendo lo mucho que perderían? - Bicicletas, animales, parajes insólitos y muchas cartas. - Mucha diversión en una novela llena de aventuras y desventuras. - Un entorno particular y una ambientación detallada que te enamorará. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, romance… ¡Elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 307
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Raquel Martín García
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Algo que aprender, n.º 402 - diciembre 2024
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 9788410740020
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
A todos aquellos que, como yo, vivieron en Cumbria la experiencia de sus vidas.
Cuando Manuel entró en aquel vagón, lo primero a lo que se enfrentó fue a una buena bronca. Según subía al tren con su bicicleta en ristre, una mujer mayor ya tenía preparada una retahíla de recriminaciones como si llevara esperándolo desde la estación de Atocha. Estaba sentada justo a la entrada y había movido cinco centímetros las piernas para dejarlo pasar.
—¡Habrase visto! —refunfuñó la señora entre dientes—. ¿Cómo creerán estos majaras que los ciudadanos respetables usemos el tren que pagamos con nuestros impuestos si se empeñan en ocupar todo el espacio con esas bicicletas tan modernas que no valen para nada? ¡Dónde está el revisor! Usted, sí, usted —gritó señalando a Manuel—. ¿Dónde piensa que va? Y ya que estamos, usted —espetó señalando a una chica que hasta ese momento había pasado desapercibida—, no me mire con esa cara de no entender lo que digo porque lleve puestas esas cosas en las orejas. ¡Aparte esa bicicleta también! Me van a oír.
Para cuando la mujer paró aquella retahíla, ya estaban en la siguiente estación. La misma en la que aquella bruja debía bajarse. Antes de que nadie supiera qué estaba sucediendo realmente, la buena señora ya bajaba las escaleras agarrándose a la barra para no caerse, buscando a derecha e izquierda entre la gente para poner los puntos sobre las íes al pobre revisor.
Manuel la miraba con cara indiferente, aunque por dentro aguantaba las ganas de soltarle cuatro frescas. Subir al tren de cercanías de Madrid con una bicicleta al hombro era como jugar a la lotería. Unos días se encontraba con más ciclistas de camino a algún sitio y otros parecían coincidir todos los antibicis de la ciudad en el mismo vagón. Además, cuando de vez en cuando la cosa se ponía fea, había que defenderse solo ante la tempestad porque, por alguna extraña razón, los revisores siempre llegaban tarde para poner orden.
Como aquella mañana.
Para cuando el aclamado revisor apareció por la puerta que separa los vagones, el tren se había puesto ya en marcha. Andaba despacio, pensando en sus cosas. Miró alrededor y pretendió no oír insultos y desmanes de los pasajeros, al fin y al cabo quedaban silenciados por el traqueteo.
Nada importante que destacar para él.
—¿Hay algún problema si aparco aquí la bicicleta? —preguntó Manuel cuando llegó su turno de enseñar el billete. Lo último que quería era tener a aquel señor uniformado en contra también.
El revisor en cuestión giró la cabeza y fijó la mirada en la chica que ya ocupaba los tres asientos plegables al lado de la puerta y, que hasta ese momento, no se había enterado de nada. Alegre, canturreaba la melodía que debía de estar escuchando en su iPod azul enganchado a una blusa de tejido casi transparente a juego con un top gris ajustado debajo que contrastaba con su piel morena. Las tablas de su falda escocesa de cuadros azules y grises se movía siguiendo los dictámenes de la pierna que tenía cruzada, impulsada por el ritmo que marcaba el pie.
—Deberá ocupar el menor espacio posible, si no le importa. Le dejo que lo solucione con la señorita.
—No hay problema —le aseguró al revisor sin girar la cabeza.
De hecho, ni el revisor ni Manuel se habían mirado durante la conversación. Los dos tenían fijada la vista en la chica, que, en un movimiento de cabeza, cruzó los ojos con ellos y empezó a mirarse la ropa como si algo estuviese fuera de su sitio.
El revisor, ya que estaba, además de pedirle el billete, le explicó con todo lujo de detalles la situación señalando a Manuel con el dedo gordo por encima del hombro de vez en cuando. En el momento que la chica pareció entenderlo todo con claridad, siguió su ronda.
La joven se quitó entonces los pinganillos de las orejas y se levantó para dejar sitio a Manuel. Pero el problema no era ella, el problema era la bicicleta que tenía aparcada justo delante, que, aunque parecía pequeña, ocupaba a lo largo casi todo el espacio reservado para los tres asientos plegables.
Manuel se quedó parado pensando en cómo arreglar el problemilla y ella hizo lo propio mirándolo a él y a su bici en movimientos de pupilas alternos.
—Yo creo —dijo por fin Manuel— que deberíamos reorganizar el espacio antes de que vuelva el revisor. Si no le importa.
Ella asintió con la cabeza, pero no se movió, ocupada como estaba en mantener el equilibrio tras pasar un bache.
Una vez el tren volvió a su balanceo habitual, comenzaron a reorganizar las bicicletas de distinta manera, junto con una mochila que nadie sabía de dónde había salido. Tras el primer intento, aquello seguía obstruyendo el paso de más señoras de avanzada edad con ganas de gresca, así que volvieron a mirar aquel cúmulo de ruedas y metal y, por culpa de otro bache, a agarrarse el uno al otro para no caer.
«Esto no me ha pasado nunca. Normalmente no tardo más de dos minutos en poner la bicicleta donde menos molesta», pensó Manuel.
La solución, en realidad, era bien simple, ya que la bici de ella era plegable, pero el cerebro de Manuel no había sopesado la posibilidad de empaquetarla. Sus neuronas iban siempre a lo complicado. Lo de que la solución más sencilla es la mejor no iba en absoluto con él.
La chica paró de maniobrar mientras lo miraba divertida.
—¿Por qué no me da un segundo? —invitó ella levantando la mano como si pidiera permiso para preguntar algo en clase.
—Los que quiera. —Manuel no miraba hacia arriba, así que no vio la cara divertida de la joven. Su cerebro solo tenía sitio para las bicis que se apelotonaban delante, aunque sí que es cierto que de reojo veía la falda de cuadros bambolearse.
Él jamás dejaba nada a medias, una vez puesto a la tarea, claro.
Sintió una mano en su brazo que lo obligó a parar. Se irguió y dejó espacio para que ella solucionase el entuerto maldiciéndose por parecer tan patoso.
Ágil como una gacela, la muchacha desenganchó la lengüeta de la barra central de su bicicleta, la dobló y, con un rápido movimiento, la encajó entre el asiento del medio y el respaldo de los dos asientos de al lado. Acto seguido aparcó la bici de Manuel a cierta distancia de los asientos en paralelo con el suficiente espacio para sentarse. Triunfante, se sentó en el del centro con las piernas cruzadas y ofreció el del otro lado al sudoroso Manuel.
Manuel había puesto un esfuerzo considerable en colocar como era debido aquel Tetris, si bien su cerebro en el fondo solo se había fijado en aquellos cuadros escoceses en vez de hacer lo que cualquier persona con dos dedos de frente habría hecho: poner las bicis a un lado. Así de simple.
Por primera vez en su vida, había perdido la concentración y había hecho el ridículo a lo grande, como un principiante cualquiera. Levantó la vista y volvió a encontrarse con los ojos castaños sonrientes de la joven, por lo que no pudo más que admitir su derrota. Se sentó, respiró hondo y solo entonces volvió a hablar.
—Mani —dijo extendiendo la mano.
Tras un momento de confusión la chica le estrechó la mano, pero no dijo su nombre. Solo tragaba saliva de forma algo compulsiva. El esfuerzo ímprobo de doblar una bicicleta plegable, ya se sabe, pero no tardó mucho en encontrar las energías necesarias para empezar una conversación intranscendental.
—Estoy orgullosa de la rapidez con la que he plegado la bici. Para ser una principiante no ha estado nada mal —dijo satisfecha mirando al paquete compacto a su derecha.
—¿Es nueva? —Mani volvía en sí poco a poco. Las bicicletas eran su fuerte y pretendía que quedara claro. Más aún después de la falta de coordinación de la que acababa de hacer gala.
—Sí. ¿Le gusta?
—Mucho. Pero no me trate de usted, por favor.
La chica asintió con la cabeza y tocó el sillín con reverencia.
—La estreno hoy —admitió sonriente—. La compré hace unos días y me encanta. Aquí en la ciudad pensé que una bici plegable sería lo mejor. Todavía me cuesta, ¿sabes?
—¿A qué te refieres?
—A que yo en Madrid no me sé manejar. Hasta ahora solo había cogido la bici en el pueblo y en trayectos muy cortos. Me pongo muy nerviosa en cuanto no conozco bien el camino. El tráfico me mata, si te soy sincera.
—Y nunca mejor dicho, por desgracia. ¿No llevas casco?
—Todavía no. No he encontrado el casco de mis sueños.
Manuel arrugó el ceño. Una bici nueva a las órdenes de una ciclista inexperta en Madrid y sin casco era arriesgado e ilegal. Se hizo el silencio entre ellos.
—¡Ah! Me bajo en la siguiente —dijo ella levantándose con rapidez para estar lista con tiempo.
Con aquel movimiento, la falda escocesa de cuadros azules rozó la mano de Manuel, lo que le hizo mirar de forma totalmente involuntaria hacia el voluptuoso trasero de la chica, que, mientras maniobraba, casi le tocaba la rodilla.
Manuel dio un salto y no por los movimientos de la joven, sino porque también se bajaba en la siguiente.
—También es mi parada. —Y se dirigió con su bici a la puerta de salida mirando cómo ella intentaba desatascar su bicicleta de entre los asientos sin ningún éxito.
El tren paró y Manuel apretó el botón verde de apertura a la vez que ella le lanzaba una mirada de pánico mientras tiraba de su bicicleta sin lograr desatascarla. Manuel bajó del vagón, aparcó su bici en tiempo récord y volvió a subir para lidiar con la bici de la chica.
—Sal del vagón, pero no termines de bajar. Lo mismo el conductor tiene a bien esperar unos segundos más. —Ella obedeció mochila en mano.
En un periquete, Manuel salía corriendo del vagón con la bicicleta nueva plegada debajo del brazo, un segundo antes de que se cerraran las puertas y el tren emprendiera el camino.
—Muchísimas gracias —respiró aliviada—. Quería desplegarla allí mismo. Todavía no tengo la suficiente práctica, obviamente.
—Ahora tendremos algo de tiempo.
No sin algún que otro encontronazo, consiguieron desplegar la bicicleta y por fin pudieron secarse el sudor de la frente. Madrid se llama así porque «Sahara» estaba ya pillado. La verdad es que había que estar algo loco para salir en verano y con aquellas temperaturas a dar una vuelta en el extrarradio.
—Lo has hecho muy bien, novata —dijo Manuel cuando la chica tenía ya agarrado el manillar y la abultada mochila colgaba de sus hombros. Por alguna extraña razón quería animarla tras el percance, aunque llamarla novata quizá no fuese la mejor forma.
Ella no pareció tomárselo en cuenta.
—Gracias, Mani. —susurró aliviada, aunque no dejaba de mirar alrededor con una expresión de incertidumbre en la cara.
Tras unos segundos de indecisión, ella preguntó lo que parecía preocuparla.
—Verás, Mani. Ya sé que es mucho pedir, pero ¿tienes un minutito para ayudarme con una cosilla de nada?
Mani sabía que los diminutivos solían disfrazar superlativos, así que se puso en guardia, por si acaso.
—Claro, ¿de qué se trata? —Educación ante todo.
Ella se quitó la mochila y hurgó entre su contenido a toda prisa. Cuando encontró lo que buscaba, dio un grito de alegría.
—¡Ah, aquí lo tengo! Debo ir a un sitio y, si te soy sincera, creo que me he perdido antes de empezar el camino. Incluso creo que me he bajado en la parada equivocada, pero de eso tampoco estoy segura. Por eso te pregunto en el andén; si salimos y me he confundido tendría que volver a comprar el billete. —Mientras explicaba la situación, extendió un gigantesco mapa usando los sillines de las bicicletas como superficie de apoyo.
—Lo primero de todo: ¿a dónde vas? —Las rutas eran también su punto fuerte. Era tener un mapa en las manos y sentir cómo el día mejoraba por momentos. La chica cada vez le caía mejor. Usaba papel en vez de apps.
Ella tardó un momento en descifrar el mensaje, probablemente porque asumió que Mani no le iba a ayudar. Cuando asimiló que el chico estaba más que dispuesto, volvió a hurgar en la mochila, sacó un teléfono y buscó lo que necesitaba.
—Aquí —dijo pasándole el móvil con la dirección apuntada en la pantalla.
Mani sonrió satisfecho. Sabía cómo llegar y sin necesidad de mapas.
—¿Me he bajado en la parada correcta? —preguntó ella algo preocupada.
—Te has bajado en la parada correcta y creo que puedo ayudarte. Por casualidades de la vida yo voy en la misma dirección.
Por fin la chica se relajó y respiró aliviada.
—Te debo una —le agradeció—. Viendo que conoces este lugar, ¿crees que mi bici aguantará bien? Me refiero a que no conozco las condiciones en las que está el camino y las plegables no están pensadas para campo a través.
—Tu bici es perfecta. De hecho las plegables son las más idóneas para la ciudad, incluidos los parques. Al menos eso siempre digo al que me pregunta.
Ella lo miró de arriba abajo con la confusión pintada en la mirada.
—«Idóneas incluidos los parques», dices.
—Sí. Los parques no son campo a través y, aunque dicen que estamos en el campo, el camino está bien arreglado. Al menos lo suficiente como para no sentir que estamos haciendo bicicrós.
—Y dices que te llamas Mani.
—¿A qué viene tanta pregunta? Si se puede saber. —Se sentía algo incómodo de repente. La chica lo miraba con curiosidad mientras pensaba a cien por hora, a juzgar por cómo entreabría los ojos y movía las pupilas.
—Creo —dijo entonces ella extendiendo la mano otra vez con una sonrisa espléndida pintada en la cara— que no nos hemos presentado como se debe.
Ante la perplejidad de Mani, la chica comenzó a reír enseñando unos dientes blanquísimos.
—Me llamo Halfapint —dijo solemne—. Encantada, Mani.
Mani recibió aquella mano, aunque tardó en entender lo que sucedía. Esa mañana, por alguna extraña razón, sus neuronas no trabajaban con la eficiencia acostumbrada. Aquel extraño nombre le sonaba, pero ¿de qué? La respuesta aterrizó en su cerebro mientras seguía estrechando la mano de la chica de forma mecánica. Abrió los ojos por la sorpresa y soltó una carcajada.
Aquella mujer era una de las seguidoras más fieles de su blog.
—Encantado de conocerte en persona por fin, Halfapint. Me alegra que siguieras mi consejo —dijo escrutando detenidamente la bicicleta recién estrenada—. Y el modelo que te sugerí, por lo que veo.
—Sip —dijo toda inmodesta—. Y para que lo sepas, con casi todos los componentes que me especificaste. Muchas gracias por el asesoramiento.
—¿Casi todos? —El experto sobre bicicletas había hablado por él y a ese experto le gustaba poco o nada que la gente no se tomara en serio lo que les aconsejaba de buena fe.
—En la tienda tenían lo que tenían y yo no quería esperar. Aunque deberías saber que quedaron sorprendidos cuando desplegué la lista sobre el mostrador. No tienen muchos clientes que sepan tan bien lo que quieren.
En todo aquel tiempo no habían cortado el saludo y siguieron mano arriba, mano abajo durante un rato más. Ninguno de los dos pensó en soltarse. Parecían haberles crecido raíces en aquel andén; hablando de bicicletas y conversaciones mantenidas los últimos meses ni se dieron cuenta de que ya habían pasado otros dos trenes más. La alarma del móvil de ella los sacó de aquel extraño ensimismamiento.
—¡Qué tarde es!
Halfapint le soltó la mano y apremió a Mani para que se pusieran en marcha. Lo empaquetó todo en la mochila de nuevo y giró la bicicleta para salir del andén.
Mientras tanto, él se había quedado en suspenso mirándose la palma de la mano derecha como si no fuese exactamente lo que quería hacer. Salir corriendo no era lo que más le apetecía en aquel momento. Pero sus ojos volvieron a aquella falda de cuadros escoceses que se meneaba de derecha a izquierda al paso de su dueña, con la mochila al hombro empujando su bicicleta nueva, y él la imitó. Por pura inercia.
Debía de ser el calor, porque aquellos espacios en blanco en el cerebro de Mani no eran normales.
Siguió a Halfapint a lo largo del andén y volvió a su ser cuando tuvo que cargar con la bicicleta escaleras abajo, ya que las mecánicas no funcionaban.
—Tenemos que ir a la derecha. ¿Estás preparada? —dijo Mani a la salida de la estación, ya recuperado de lo que fuese que lo tenía atontado desde que subiera al tren.
—Creo que sí.
—Pues venga, novata. Yo te sigo.
Y entonces se dio cuenta de que le había puesto un mote y era la primera vez que se veían. Llamarla novata una vez tenía un pase, pero ¿dos? ¡Dónde estaba su cerebro! Y ella también debía de sufrir los efectos del calor, porque no le mandaba a la porra por ello.
—Pero ¡si no sé el camino!
—Si voy yo delante, ¿serás capaz de seguirme?
—No creo —admitió ella.
—Eso pensaba. No hay más que hablar, entonces. Ya te avisaré si tenemos que desviarnos.
Comenzaron a pedalear y, con cada pedalada, a Mani se le hacía del todo evidente que Halfapint necesitaba practicar con la bici más a menudo si no quería tener un accidente. Que no llevara casco, además, le hacía sentirse de veras incómodo. Mientras avanzaban, le iba dando instrucciones de cómo sujetar el manillar y cosas así, pero ella nada más que refunfuñaba y le gritaba que estaba demasiado concentrada en las piedras del camino como para prestar atención a otras cosas. Esa fue la razón por la que Mani dejó de dar consejos y se entretuvo en mirar hacia delante. Las curvas de ella y el paisaje, claro, lo tuvieron más ocupado. Las afueras de Madrid también podían ser bonitas, aunque algo agrestes. Las encinas se distribuían a izquierda y derecha del camino con arbustos poco cuidados entre medias. Los grillos gritaban a pleno pulmón y el aire caliente traía aromas de tomillo y romero.
Al poco rato, ella saltó de la bici.
—¿Queda mucho? —La pobre Halfapint tenía las mejillas sonrojadas, el pelo algo alborotado y su pecho subía y bajaba, subía y bajaba…
Mani paró justo al lado.
—Acabamos de salir. ¿Estás ya cansada? —La miró a los ojos, aunque ella apartó rápido la mirada pretendiendo buscar algo en la mochila.
—Tengo sed, ¿quieres agua?
—Vale, pero empieza a hacerse tarde y me están esperando.
Halfapint miró la hora y comenzó a moverse a toda prisa.
—Creo que al final yo también llego tarde.
Bebieron rápido y se pusieron en marcha otra vez. Al cabo de otro rato se vieron las primeras casas de la urbanización a la que querían llegar.
—¡Hemos llegado! —gritó victoriosa y paró.
Utilizaba cualquier excusa para descansar.
—Todavía no. ¿O tu cita es en mitad del campo?
—Claro que no —sonrió—, pero si tienes prisa ya no hace falta que me acompañes. Sé llegar por mi cuenta. La casa que busco está por ahí —dijo señalando a la derecha.
Mani sabía que la casa en cuestión estaba a la izquierda.
—¿Estás segura? Por la dirección que me has dado, creo que está al otro lado.
—Estoy segura. Es por ahí.
—No es por llevarte la contraria, pero me da que es por ahí —insistió él señalando en la dirección correcta.
—En serio, Mani. Sé dónde voy.
—Como quieras —dijo encogiéndose de hombros.
—Muchísimas gracias por la ayuda. Ha sido un placer conocerte. Te dejo un comentario en el blog en unos días, ¿vale?
—Lo mismo nos vemos antes.
—Quién sabe —dijo ella contenta mientras volvía a montar.
—Entonces, nada. Pedalea con cuidado y ya me contarás.
—Hasta pronto, Mani.
—Hasta ahora, Novata. —Pero Mani había esperado a que ella se hubiese puesto en marcha para decir aquello. Y sí, acababa de bautizarla en su cabeza.
Ella, por su parte, se dirigió segura a su destino. Siguió las mismas calles por las que iba la ruta del autobús interurbano. Pensó que era la única forma de no perderse, a costa, claro, de dar algún que otro rodeo. La urbanización no era muy grande de todas formas. Aunque tras un buen rato de dar vueltas y sudar la gota gorda llegó a la conclusión de que o el autobús no iba tan lento como siempre pensó o había olvidado por completo dónde estaban las paradas, porque no había visto uno de esos «palos» rojos en los últimos diez minutos. Con la tontería, iba a llegar agotada; antes incluso de que empezara la fiesta. Dio vueltas como una tonta y en varias ocasiones creyó pasar por el mismo sitio. En esas urbanizaciones del extrarradio todas las calles parecían iguales y corría el aire como si estuvieses en medio de la nada. A punto estuvo incluso de preguntar en el kiosco de periódicos, no fuera a ir camino de Toledo, pero finalmente encaró la calle que conducía a la casa de los padres de su mejor amiga.
Mani, sin embargo, no había tardado más de unos minutos.
Cuando él llegó, se encontró con Raúl sentado en las escaleras a la entrada de la casa fumando un cigarrillo y mirando cabizbajo los baldosines del suelo.
—A las buenas —saludó Manuel mientras cruzaba la verja y aparcaba la bici en medio del caminillo del jardín.
—¡Ah! Ya estás aquí… Creía que tú también habías cambiado de idea.
Mani se puso serio. Raúl nunca nunca perdía el buen humor. Algo no andaba como debía.
—¿Va todo bien?
—Se lo está pensando. —Raúl tiró el cigarrillo al suelo y empezó a estrujarlo contra las baldosas con la punta del pie. Clara señal de que estaba muy nervioso.
Aquello no formaba parte del plan. En absoluto.
—Tengo entendido que eso pasa a menudo. Es parte de la parafernalia del día. Las mujeres presumen de ello el resto de sus días —lo animó Mani.
Y más valía que fuese así, porque si las cosas no iban como estaban previstas, su mejor amigo iba a sufrir a lo grande.
—No, la conozco. Hay duda en sus ojos. Estoy muerto de miedo —admitió Raúl—. Sería irónico que al final tuvieses razón, Mani.
En aquel instante no quería tener razón, quería que su amigo fuese feliz.
—¿Has hablado con ella?
—No. Me ha cerrado la puerta en las narices.
Cada vez peor. Mani comenzó a ponerse nervioso también. Nunca había estado en una situación parecida y no tenía ni idea de cómo actuar.
—¿Ha hablado su madre con ella? —tanteó.
—Tampoco. Dentro están todos como en un limbo. Creo que Antonia está chutándose a calmantes en el salón mientras las amigas hacen guardia en la puerta de su habitación.
—Alguien habrá para hacerla entrar en razón.
—Mani. Me da igual. ¿Y si no quiere? —Raúl estaba aterrorizado.
—Mira que lo dudo.
No dijeron nada más. Ninguno de los dos quería entrar y tampoco sabían qué hacer, así que se sentaron en silencio a esperar que los acontecimientos se resolvieran de alguna manera.
—¡Deberíais haber puesto flechas o carteles o globos de colores o algo para indicar el camino! Ni siquiera hay un maldito mapa en toda la urbanización. Por una vez he echado de menos el infame puntito rojo señalando el «usted está aquí»; me habría evitado al menos tres vueltas.
—¡Por fin has llegado! —Raúl se puso en pie en un movimiento. La solución a sus problemas acababa de aparecer—. ¿Puede saberse dónde te habías metido? ¿Has venido vía Australia o qué?
—Yo también me alegro de verte —dijo irónica la recién llegada—. Mi plan de seguir la ruta del autobús no ha sido muy buena, por lo visto.
Halfapint se quedó parada a medio camino cuando vio la figura que se había puesto de pie y se mantenía sonriente justo detrás de Raúl. Alzó la ceja, apoyó el peso del cuerpo sobre una pierna y con un brazo en jarras soltó:
—Conque a la izquierda, ¿eh?
Mani levantó las palmas en el internacional signo de a-mí-no-me-mires-que-te-lo-has-buscado-tú-solita.
Halfapint resopló impotente mirando alrededor algo cabreada.
—Perdonad. Se me ha ido el santo al cielo. Manuel —dijo Raúl señalando a su amigo—. Cristina —dijo señalando a su amiga—. Cristina, Manuel.
Nadie dijo nada. Mani sonreía de pura satisfacción y Cristina resoplaba de puro cansancio.
—Tenemos un problema —dijo Raúl desesperado—. Susana se lo está pensando, más bien parece que es que no.
Cristina olvidó ipso facto el cabreo.
—Sube a hablar con ella, Novata. —Se acercó Mani preocupado.
Entonces ella intentó aparcar la bici a toda prisa, pero la pata de cabra había desaparecido. Nerviosa movía la pierna de arriba abajo buscando la palanca sin darse cuenta de que estaba al otro lado.
—Déjalo. Yo me ocupo. Arriba haces mucha más falta.
—Gracias, Mani.
Él le estrechó los hombros con un brazo y la separó con cuidado de la bicicleta. Por fin desde que la conoció, supo estar a la altura. Sus neuronas volvían a hacer sinapsis tal y como estaba acostumbrado. Cristina necesitaba apoyo.
—No te preocupes, Raúl; ya verás como es solo un ataque pasajero de nervios —dijo Cristina, y más que preocupada, entró en la casa para hablar con Susana.
Una vez solos en el jardincillo de la entrada y mucho más tranquilos tras la aparición de Cristina, Raúl se dio la vuelta y preguntó:
—¿Desde cuándo la conoces?
—Oficialmente, desde hace treinta segundos —dijo Manuel sin mirarlo mientras se encargaba de las bicicletas.
—¿Oficialmente?
—Oficialmente.
Raúl no indagó más. Su cerebro ya no daba para más misterio.
En cuanto Cristina entró por la puerta y Antonia la vio, todo el mundo se puso a gritar y llorar al mismo tiempo.
—¡Esta niña me va a matar! —repetía Antonia entre sollozos—. Sube y mete algo de razón en esa cabeza de chorlito.
Una horda de pinzas de pelo y bigudíes de colores se lanzó escaleras abajo para recibirla.
—¡Que dice que no quiere! ¡Y a menos de cinco horas de la ceremonia!
—Que no cunda el pánico —dijo Cristina con las manos en alto intentando calmar aquel gallinero—. A lo mejor, si hablamos con ella conseguimos que la sangre no llegue al río.
—¡Se ha cerrado con llave y tampoco contesta! —dijo al unísono la horda de bigudíes.
—Bueno. No cuesta nada si volvemos a intentarlo —reiteró ella.
Subieron las escaleras empujándose mientras se aseguraban de que el esmalte de uñas eludía todas las colisiones con los albornoces de alrededor.
Cristina llamó a la puerta de la habitación de Susana.
Toc, toc.
Nada
Toc, toc.
—¡Susana! Soy yo, Cristina.
Tras varias respiraciones, Susana abría la puerta. Parecía un payaso de circo con todo el maquillaje resbalando por culpa de las lágrimas.
—Pasa, ¡pero tú sola!
Cristina cerró tras de sí y la horda de bigudíes y uñas recién pintadas se pegó como una lapa a la puerta para no perderse detalle.
Susana y Cristina debían de estar hablando muy bajito porque nadie se enteró de lo que pasó en aquellos quince minutos detrás de la puerta.
Cuando todo el mundo había perdido la esperanza, la puerta de la habitación volvió a abrirse.
—Quiere hablar con Raúl —dijo Cristina.
—¡Raúl! ¡Raúl! ¡Quiere hablar contigo! —gritaron a coro las gallinas mientras las más avezadas se arriesgaban a perder los algodones que mantenían las uñas de los pies a raya bajando las escaleras a toda prisa usando solo los talones como forma de apoyo.
Raúl tardó dos milisegundos en llegar al descansillo de la escalera. Tras un momento de indecisión, entró en la habitación de Cristina y se hizo el silencio. Para entonces ya no quedaba padrastro que morder o rulo en su sitio. Aquel percance retrasaría al menos otra hora el tratamiento estético de las allí presentes.
No tuvieron que esperar demasiado para ver el resultado de aquella visita. El novio salía eufórico con maquillaje esparcido por toda la cara. ¡Habría boda!
—Bien hecho, Novata —dijo Mani desde la planta de abajo—. ¿Dónde están las cervezas en esta casa? Hace un calor de mil demonios ahí fuera y he venido en bici. Si no repongo fuerzas pronto, os quedáis sin uno de los testigos, y sin mi firma, ¡no hay matrimonio que valga!
Cristina puso los ojos en blanco. Ella también había llegado pedaleando y no hacía un drama de ello.
—Al menos habrás aparcado bien primero —comentó con sorna mirándolo por el hueco de la escalera apoyada a la barandilla.
—¿No sabes tú lo de «si bebes no conduzcas»? Yo lo aprendí a la primera.
—Esa expresión solo la conocen los viejos.
—¡¿Viejo yo?! Podría bajarte en volandas si quisiera.
A Cristina no le pareció una mala idea. Estaba cansadísima y los nervios le habían dejado las rodillas blandas.
—Aquí te espero —le retó.
—No hasta que tenga mi cerveza. ¡Antonia!
Toda la conversación se desarrolló a gritos. Ella en lo alto de la escalera y él abajo al lado de la puerta de la cocina, agarrados ambos al pasamanos más contentos que unas castañuelas por haber arreglado el entuerto.
—Por lo menos ábreme una también. —Cristina necesitaba aquella cerveza, al fin y al cabo, seguro que había dado diez vueltas más que Mani, además de solucionar el día. Se merecía un premio.
—Te veo en la cocina—replicó él.
Y Mani desapareció del descansillo silbando una melodía mientras empujaba a la pobre Antonia para que les buscara algo fresco que beber.
Las cabezas de bigudíes habían presenciado la conversación dirigiendo la cabeza de arriba abajo y de abajo arriba siguiendo el sonido de los gritos. Cuando los dos se callaron, se dieron todas la vuelta al mismo tiempo mirando sorprendidas a Cristina.
—¿Desde cuándo os conocéis? —preguntaron a coro.
Cristina miró el reloj.
—Oficialmente…, desde hace veinte minutos.
—¿Oficialmente? —Si no fuera porque allí había cinco mujeres plantadas, cualquiera hubiese pensado que se trataba de un solo ser porque hablaban todas sincronizadas como si tuviesen lo mismo en la cabeza.
—Oficialmente —contestó toda seria mientras bajaba a la cocina.
Y sin más, las damiselas se repartieron por la casa para ponerse a punto.
A Mani no se le pasó por alto que las manos de Cristina temblaban cuando se llevó el botellín de Mahou a los labios. Y no dejaron de hacerlo hasta que al menos la mitad del líquido descendió por su garganta.
—¿Tan cerca ha estado? —tanteó.
Ella afirmó con la cabeza con los labios apretados arrugando la nariz porque todo el gas se le había subido a la cabeza de golpe.
—Brindo por tus dotes diplomáticas, entonces.
Chocaron el cuello de las botellas y bebieron con tranquilidad mientras el resto de la casa era un hervidero de gente, trajes, flores y canapés.
—¿Vienes de parte del novio o de la novia? —preguntó Mani por decir algo.
—De la novia. Somos amigas desde que íbamos al instituto. ¿Y tú?
—Soy uno de los testigos del novio. Raúl y yo nos conocimos en unas prácticas y ahora trabajamos en la misma empresa.
—Mani, Mani, Mani…, estás lleno de sorpresas. Nos tienes a todos engañados. Por las cosas que escribes, parece que eres un trotamundos y no una cobaya de laboratorio.
—Las dos cosas son ciertas; tengo lo que yo llamo una vida bipolar. Trabajo encerrado entre cuatro paredes, pero saco tiempo de donde no lo hay para viajar. Y hablando de viajes, ¿tú no estabas en Irlanda?
—Estaba —dijo seria mientras jugaba con la etiqueta del botellín—. Ahora estoy aquí, como puedes ver.
Mani ladeó la cabeza para entender la expresión de Cristina mientras esta se empeñaba en mirar hacia abajo con la botella en el regazo. Irlanda sería un tema de conversación a evitar en el futuro.
—Si quieres —propuso él cuando terminó su cerveza—, podemos empezar a ayudar con los preparativos.
—Será lo mejor —dijo ella aliviada con el cambio de conversación.
Y se unieron al manicomio.
Mani hizo una última batida a la casa antes de dirigirse a la iglesia. Estaba seguro de que entre tanto trajín, alguna luz se habría quedado encendida, o algún grifo abierto, o alguien habría olvidado cerrar las puertas que daban al jardín de atrás.
Según subía por las escaleras, un zapato se estrelló contra la pared a menos de veinte centímetros de su cara provocándole el mayor susto del día, y eso que llevaba unos cuantos ya.
Antes de saber lo que sucedía, le llegó un rugido desesperado desde la planta de arriba. Analizando la trayectoria que había seguido el zapato, la voz y el susodicho zapato debían pertenecer a la misma persona.
—Aguanta la respiración, Cristina, no es la primera vez en tu vida que te vistes sola —protestó aquella voz. Se oyó un resoplido y un gemido justo después.
Mani se rio para sus adentros. La Novata parecía tener problemas. ¡Qué novedad!
Cuando llegó a la habitación de donde salían los lamentos, se quedó pasmado al ver a la pobre Cristina intentando subirse la cremallera del vestido. Delante de un espejo se contorneaba intentando juntar las dos cintas con una mano, y con la otra, subir el tirador sin ningún resultado.
Mani se regaló los ojos por un momento con aquella escena.
Cristina estaba descalza y con cada pequeño empujón que le daba a la cremallera rebelde, se ponía de puntillas haciendo que el vuelo del vestido ondease. Era una prenda vaporosa, de un tejido que daban ganas de tocar y hacer que tremolase, como una flor al viento, como en ese preciso instante. La falda era de vuelo, del color del vino añejo, y pequeños lunares blancos aparecían y desaparecían entre los pliegues al compás de sus caderas.
Ella volvió a protestar y resoplar y entonces Mani se dio cuenta de que llevaba puestos unos guantes de rejilla que, por lógica, no debían de ayudar mucho a conseguir el agarre necesario.
Pero no solo los tobillos y las caderas se movían a trompicones. En la cabeza, una voluminosa pamela tan roja como el vestido giraba sin control enganchada por arte de magia a un moño de pelo castaño de lo más intrincado. Unos pocos movimientos más y el peinado se arruinaría.
Estaba guapísima, incluso con la cremallera sin subir.
Mani se agachó a recoger el zapato de tacón de aguja y fue a ofrecer su ayuda.
—¿Necesitas algo? Porque creo que casi todo el mundo está ya en la iglesia.
—¡Mani! —Dio un salto y se giró demasiado aprisa haciendo que la pamela cayera de lado—. ¡Me has asustado! —Soltó el aire y se dio la vuelta para mirarse de nuevo en el espejo del armario. Cuando vio el vestido sin abrochar y el sombrero al bies, volvió a soltar un quejido desesperado.
—He encontrado esto en el descansillo —dijo Mani todo lo tranquilo que pudo.
Ella miró el zapato perdido indignada y dirigió después la vista hacia el compañero que yacía sobre la cama con más enfado todavía. Soltó el aire que tenía en los pulmones y todas las energías parecieron abandonarla.