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Como continuación de la reconocida obra De la Tierra a la Luna, Julio Verne nos propone esta entretenida aventura donde combina conocimientos científicos y técnicos, aventura, amistad y esperanza en un viaje repleto de sorpresas y un final inesperado.
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Seitenzahl: 85
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© Letra Impresa Grupo Editor, 2023 / 1.a edición: enero 2023 / Guaminí 5007 (C1439HAK), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina / Teléfono: 7501 1267
[email protected] / www.letraimpresa.com.ar
Verne, Julio
De la tierra a la luna / Julio Verne ; adaptado por Beatriz Actis. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-4419-56-9
1. Novelas de Aventuras. I. Actis, Beatriz, adapt. II. Título
CDD 843.9283
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total, el registro o la transmisión por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin la autorización previa y escrita de la editorial.
Al correr el año 186… la noticia de un intento científico sin precedentes desde los comienzos de la ciencia sorprendió al mundo entero. Los miembros del Club del Cañón se habían propuesto ponerse en comunicación nada menos que con la Luna.
El Club del Cañón, fundado en Baltimore durante la guerra de Secesión por un círculo de artilleros que habían sido soldados de la Unión, se propuso ser de los primeros en llegar hasta allí. ¿Cómo planeaban hacerlo? Enviando hasta su superficie nada más ni nada menos que una bala de cañón.
Impey Barbicane, el presidente del Club y promotor del proyecto, luego de consultar a los astrónomos del observatorio de Cambridge, tomó las medidas necesarias para el éxito de aquella extraordinaria aventura, y recibió la aprobación y el apoyo monetario de la mayor parte de sus miembros.
Según la nota redactada por el observatorio, el cañón destinado a lanzar el proyectil debía colocarse en un país situado entre 0° y 28° de latitud norte o sur, con objeto de apuntar a la Luna en el cenit. La bala debía recibir un impulso capaz de llegar a una velocidad de 11.000 kilómetros por segundo, de manera que, lanzada, por ejemplo, el 1 de diciembre a las once menos tres minutos y veinte segundos, llegase a la Luna el 4 de diciembre a las doce en punto de la noche, en el momento en que el satélite se hallara en su perigeo, es decir, a su menor distancia de la Tierra.
Los principales individuos del Club del Cañón, el presidente Barbicane, el mayor Elphiston, el secretario J. T. Maston y otros hombres de ciencia tuvieron distintas sesiones en las que discutieron la forma y composición de la bala, la disposición y naturaleza del cañón y, por último, la calidad y cantidad de la pólvora que se emplearía. De estas discusiones, se acordó que:
el cañón sería de hierro,
mediría 275 metros de longitud y
pesaría 68.040 toneladas.
Cuando ya todo estaba dispuesto, una sorprendente noticia hizo crecer el interés por aquella gigantesca aventura. Un francés, un parisiense caprichoso, un artista audaz y talentoso, mostró su deseo de viajar en el proyectil y hacer su propio reconocimiento de la Luna. Ese intrépido aventurero llamado Michel Ardan llegó a América y fue recibido con entusiasmo; celebró reuniones públicas, se vio aclamado triunfalmente y hasta consiguió reconciliar al presidente Barbicane con el capitán Nicholl, que eran enemigos mortales, y los convenció para que fueran junto a él en el proyectil.
Pero para que esto pudiera realizarse, tuvo que modificarse la forma del proyectil, que en vez de ser esférico, ahora sería cilíndrico y hueco. Se colocaron en aquella especie de vagón aéreo muelles de gran resistencia y tabiques móviles para que amortiguasen el golpe de la salida. Se les suministró víveres para un año, agua para unos cuantos meses y gas para algunos días. Un aparato automático elaboraba y producía el aire necesario para la respiración de los tres viajeros. Al mismo tiempo, el Club del Cañón mandaba a construir por su cuenta, en una de las más altas cumbres de las Montañas Rocallosas, un telescopio gigantesco, por medio del cual se podría observar la marcha del proyectil a través del espacio.
El día 1 de diciembre, a la hora anunciada, y en medio de una extraordinaria concurrencia de espectadores, se efectuó la salida y, por primera vez, tres seres humanos abandonaron el globo terrestre, lanzándose al espacio, casi con la seguridad de llegar a su destino.
Pero ocurrió algo inesperado: la detonación del cañón Columbiad produjo una alteración en la atmósfera terrestre, acumulando en ella gran cantidad de vapores. El valiente J. T. Maston, en compañía del respetable Belfast, director del Observatorio de Cambridge, fue hacia las Montañas Rocallosas para observar la marcha del vehículo que conducía a sus amigos con el telescopio construido en la estación Long’s Peak, pero la acumulación de nubes en la atmósfera impidió toda observación durante los primeros seis días. Casi al final, con gran alegría de todos, una fuerte tempestad despejó la atmósfera en la noche del 11 al 12 de diciembre, y la Luna, iluminada a medias, se dejó ver perfectamente sobre el fondo negro del cielo. Aquella misma noche, los señores Maston y Belfast, enviaron un telegrama desde la estación de Long's Peak a los individuos del Observatorio de Cambridge, en el que comunicaban que el día 12 de diciembre, a las 8 horas y 47 minutos de la noche, habían divisado el proyectil.
¿Cuál habría sido la suerte de los viajeros? ¿Habría noticias suyas? ¿Habrían sobrevivido al lanzamiento? ¿Podrían volver? ¡Acompáñennos a descubrirlo!
Al oír que daban las diez, Michel Ardan, Barbicane y Nicholl se despidieron de todos los amigos que habían ido a desearles suerte. Por muy extraño que parezca, también viajarían con ellos en el proyectil Diana y Satélite, dos perros preparados para que fueran los primeros en poblar los continentes lunares. Los tres viajeros se acercaron a la boca del enorme tubo de hierro fundido y una grúa los acompañó en el descenso hasta el vértice del proyectil. Una abertura les permitió entrar en el vagón de aluminio. Al retirarse la grúa, se desmontaron rápidamente los andamios que rodeaban la boca del Columbiad para que no interfirieran con la partida de la nave.
En cuanto Nicholl se aseguró de que todos sus compañeros estaban en el proyectil, se apresuró a cerrar la abertura por medio de una placa que servía de puerta. Otras placas, sólidamente adaptadas, cubrían los cristales de los tragaluces.
La oscuridad ahora era total dentro de la prisión metálica.
—Y ahora, queridos compañeros —dijo Michel Ardan—, deberíamos sentirnos como en casa. Hay que sacar lo mejor de esta experiencia y estar lo más cómodos posible. ¡Ante todo, que se haga la luz! La oscuridad se ha hecho para los topos.
Y, al pronunciar estas palabras, el alegre joven encendió un fósforo y lo acercó a la llave de un recipiente lleno de hidrógeno carbonado a elevada presión. Tenía la suficiente potencia como para suministrar luz y calor por espacio de ciento cuarenta y ocho horas, o sea, seis días con seis noches.
El proyectil, así iluminado, se veía bastante decente, con las paredes cubiertas de un tapiz acolchado, sillones circulares alrededor y un techo abovedado. Las armas, las herramientas, los instrumentos y demás objetos que contenía iban sujetos para evitar sufrir sin riesgo el impacto del despegue. Todas las precauciones habían sido tomadas. Michel Ardan lo examinó y exclamó sonriente:
—Es una cárcel, pero una cárcel que viaja, y, con tal de poder asomar la nariz a la ventana, no tendré inconveniente en quedarme aquí por cien años.
Y todos se rieron mientras terminaban los últimos preparativos, un poco nerviosos por la ocurrencia. El cronómetro de Nicholl marcaba las diez y veinte de la noche cuando los tres viajeros se encerraron definitivamente en el proyectil. Aquel cronómetro estaba puesto a la décima de segundo con el del ingeniero Murchison.
Barbicane consultó:
—Amigo —dijo—, son las diez y veinte. A las diez y cuarenta y siete Murchison lanzará la chispa eléctrica por el alambre que comunica con la carga del Columbiad y, en ese momento, abandonaremos nuestro planeta; nos quedan veintisiete minutos de permanencia en la Tierra.
—Veintiséis minutos y trece segundos, para ser más exactos —respondió metódico Nicholl—. Es muy poco tiempo.
—Depende —exclamó Michel Ardan, en un tono alegre—; en veintiséis minutos se puede discutir sobre moral o política y hasta encontrar soluciones. Veintiséis minutos bien aprovechados valen mucho más que veintiséis años sin hacer nada.
—¿Y qué deduces de eso, eterno charlatán? —preguntó el prudente Barbicane.
—Solo deduzco que tenemos veintiséis minutos, ni uno más ni uno menos —respondió Ardan.
—Michel —replicó Barbicane—, ¿no crees que ya tendremos tiempo de sobra para profundizar sobre todo tipo de temas? Ahora ocupémonos de nuestra partida.
—¿Qué? ¿No estamos ya listos? —dijo Ardan despreocupado.
—Sin duda, pero hay que tomar todavía algunas precauciones para disminuir, en lo posible, el efecto del primer choque.
—¿No tenemos esos almohadones de agua que nos protegerán?
—Así lo espero, Michel —respondió Barbicane—, pero no estoy del todo seguro.
—¡Ah, farsante! —exclamó Michel Ardan con su humor característico—. Has esperado hasta el último minuto para confesar que no estás seguro. ¡Quiero bajarme! Aunque ya es un poco complicado… Estamos en el tren y el silbato del conductor va a sonar antes de veintitrés minutos…, veintidós…, veintiuno…
—Veinte —dijo Nicholl.
Los viajeros se miraron unos a otros por algunos instantes, al mismo tiempo que examinaban los objetos que los rodeaban.
—Todo está en su sitio —dijo Barbicane—. Ahora hay que pensar cómo nos colocaremos para que el impacto del primer choque sea menor. La posición es muy importante.
—Es verdad —confirmó Nicholl.
—¿Entonces? —dijo Ardan—. ¿No sería mejor ponernos cabeza abajo, como los payasos?
—No —repuso Barbicane—; es mejor estar de costado. Tengan presente que en el momento de la partida del proyectil estar adentro es casi como estar adelante.
—El “casi” es lo que me tranquiliza.
—¿Apruebas mi idea, Nicholl? —preguntó Barbicane, desestimando casi por completo las conjeturas de Ardan.
La carta completa decía lo siguiente:
—Totalmente —respondió el capitán—; todavía faltan trece minutos y medio.
—Nicholl no es un hombre; es un cronómetro —dijo irónico Michel.
Pero sus compañeros preferían no escucharlo y tomaban sus últimas disposiciones con admirable sangre fría, como dos conductores experimentados.
Dentro del proyectil se habían instalado tres camas blandas y, en ellas, debían acostarse los viajeros pocos momentos antes de partir.
Entretanto, Ardan, que no podía quedarse quieto, daba vueltas en la estrecha prisión, como una fiera enjaulada, hablando con sus amigos o con Diana y Satélite, a los cuales, como se ve, había dado nombres significativos y en armonía con la expedición de la que formaban parte.
—¡Hola, Diana! ¡Hola, Satélite! Vamos a ver si les enseñan a los perros selenitas los buenos modales de los perros terrestres. Esto hará honor a la raza canina. ¡Por Dios! Si alguna vez volvemos a la Tierra, quiero traer una raza cruzada de moon-dogs que causará furor.
—Eso si hubiera perros en la Luna… —dijo Barbicane, mientras resolvía los últimos temas antes de la partida.