2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
Jason estaba asombrado ante la transformación sufrida por Georgia. Asombrado… e intrigado. Siete años antes, ella había iniciado inocentemente su única y espontánea noche de pasión, y tras quedar embarazada, desapareció. Georgia había vuelto convertida en otra mujer: sofisticada, seductora y muy deseable. Jason estaba convencido de que lo había traicionado, y no la habia creído cuando trató de explicarle lo ocurrido. Pero él estaba decidido a descubrir de una vez por todas la verdad…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 188
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Carol Hamilton Dyke
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amante de una noche, n.º 1097 - diciembre 2020
Título original: Mistress for a Night
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-897-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
JASON Harcourt movió la mano derecha hacia el teléfono, pero luego la dejó caer a su costado. Metió ambas manos en los bolsillos de los gastados pantalones de pana oscura, levantando sus anchos hombros.
La habitación lo agobiaba. Las sobrecargadas antigüedades francesas, los cuadros de marcos barrocos y las alfombras de complicados dibujos lo ahogaban. Se acercó a los ventanales cubiertos de pesadas cortinas. Sus cejas oscuras se fruncieron sobre los ojos gris pedernal, mientras contemplaba malhumorado los jardines de Lytham Court, desolados por el invierno.
¡Cómo odiaba aquel lugar! Habían pasado ya siete años desde la última vez que había cruzado el umbral de aquella casa, si exceptuaba la hora transcurrida allí después del funeral de la segunda mujer de Harold, y si estaba allí en aquel momento era porque no tenía más remedio. Lytham le traía muchos malos recuerdos.
Después de la muerte de Vivienne, sucedida cuatro años antes, había hecho de alguna manera las paces con Harold, el hombre que lo había adoptado legalmente hacía casi treinta años, cuando se casó con su madre viuda. Aceptarlo como sustituto paterno no le resultó difícil al niño de tres años cuyo padre verdadero había muerto en un accidente de montaña antes de que él naciera. Sólo después de que su madre muriese de leucemia, cuando él tenía ya diecisiete años, había comenzado a ver a su padre adoptivo con otros ojos.
Pero aquello pertenecía al pasado, y la paz provisional había funcionado relativamente bien, porque él había establecido que sus encuentros ocasionales tuviesen lugar en Londres, en el club de Harold. Terreno neutral. Ahora estaba satisfecho de haber concedido a Harold, aunque fuese con cierto escepticismo, el beneficio de la duda, cuando él insistía en que había cambiado. Era lo mínimo que le debía a su padre adoptivo.
Aunque el escepticismo se había convertido en pura incredulidad en su última reunión, unos dos meses antes, cuando Harold le dijo:
–Georgia ha vuelto a Inglaterra hace unos seis meses, nos hemos estado viendo con cierta regularidad.
Jason había observado cómo la mera mención de aquel nombre hacía que los ojos cansados y desvaídos de Harold brillasen en la cara del anciano, un rostro que se había quedado reducido a los puros huesos. Harold había ido cuesta abajo, de forma lenta pero constante, desde que Vivienne había muerto. Su evidente fragilidad física había sido la única razón que le había impedido levantarse de la mesa y abandonar el apagado ambiente del club en busca de la relativa cordura de las calles atestadas de Londres.
–De manera que sigues en contacto con Georgia –prácticamente escupió las palabras; la vieja amargura salió a flote, como siempre le sucedía si estaba lo bastante desprevenido como para pensar en ella.
–Desde que murió Vivvie, sí. Ella, Dios la tenga en su gloria, era el obstáculo. No consentía que se mencionase el nombre de su hija –Harold apartó el plato que apenas había tocado. Jason, con alguna ferocidad, llenó su tenedor de pastel de gamo, se cuestionó si en realidad le apetecía, decidió que no y posó los cubiertos.
–Sabía que pensabas romper el largo silencio y telefonearla a Nueva York para comunicarle la muerte de Vivienne –dijo cautelosamente. Él se había ofrecido a dejar de lado su rechazo personal y dar la noticia del fatal accidente de coche para evitarle el mal trago a Harold, pero éste había insistido en que tenía que hacerlo él. Luego, resultó que no tenían por qué haberse molestado, ella no se dignó a asistir al funeral de su madre.
–Bien, sí, había cosas que había que decir, y las dije –afirmó enigmáticamente–, y me gusta pensar que volvimos a aproximarnos después de que se aclararan las cosas. No sirve de nada aferrarse a viejos rencores. En cualquier caso, ella está ahora muy bien situada en Inglaterra. Dirige uno de los equipos de creativos en la sucursal de Birmingham de su agencia de publicidad ¿Recuerdas que se fue con la familia de su amiga Sue cuando el padre abrió una sucursal en Nueva York?
Jason miró el reloj con irritación. Ya había tenido bastante. Naturalmente que se acordaba. Harold dijo:
–Había pensado que podríamos reunirnos todos en Lytham un fin de semana de éstos. Para hacer las paces. Tú y la pequeña Georgia sois la única familia que me queda.
–Ahórrame el sentimentalismo, no me impresiona. –se puso de pie.
–Merecía la pena intentarlo –los cansados ojos brillaron con humor por un momento– ¿Vendrás? Prepararé un fin de semana con Georgia, será como en los viejos tiempos.
Jason podía pasar perfectamente sin los viejos tiempos. Antes de irse le dijo:
–¡Ni lo sueñes!
No había vuelto a ver a Harold. Había pensado en hacerlo, claro, pero el trabajo se lo había impedido. Ahora que Harold estaba muerto lo lamentaba, pensó mientras seguía mirando fijamente el desolado jardín.
Llovía. Pequeñas agujas de hielo golpeteaban el cristal y estaba oscureciendo. El ama de llaves, la señora Moody, le había dicho que habían anunciado fuertes heladas para aquella noche. Eso significaba que sería peligroso conducir a la mañana siguiente. Georgia probablemente decidiría no arriesgarse por las carreteras heladas. No se había molestado en tomar un avión para asistir al funeral de su madre, así que ¿porqué iba a hacerlo por el de Harold?
A no ser que no supiese con seguridad cómo había distribuido el dinero su padrastro y estuviera ansiosa por descubrirlo, pensó con cinismo.
Su boca se curvó en un rictus, se dirigió rápidamente al teléfono y descolgó el auricular.
Georgia estaba buscando en su despensa el bote de café instantáneo, que estaba segura que tenía que estar en algún sitio, cuando sonó el teléfono en el salón.
–Ya voy yo –Ben apartó su cuerpo alto y delgado como un látigo del quicio de la puerta de la cocina donde había estado apoyado, observándola. La leve sonrisa que le dirigió era tan sexy como su voz rota.
Volvió a su búsqueda, y se preguntó por un momento por qué rechazaba de plano todas y cada una de sus propuestas de tener una cita. Y sin embargo sabía por qué. No era algo que tuviera que ver con él, sino con ella.
Los dos, desde hacía ocho meses, ocupaban apartamentos en el mismo piso de una mansión rehabilitada de principios de siglo, en uno de los mejores barrios de Birmingham. A su vuelta de Nueva York, después de más de seis años de ausencia, no conocía a nadie en la ciudad y había estado agradecida a la amistad que Ben le había ofrecido.
Él se dejaba caer a menudo por las tardes a charlar un poco; a veces, como en esos momentos, para pedir algo prestado, y otras, llevaba una botella de vino para compartirla con ella, o un CD que acababa de comprar y que pensaba que a ella le gustaría escuchar. La invitaba a cenar fuera una vez por semana como promedio y aparentemente no se descorazonaba cuando ella una y otra vez le decía que no. Ella no quería que el sexo asomase su fea cara y estropeara la agradable amistad que tenían.
El teléfono estaba sonando todavía cuando ella emergió de la despensa con el bote de café en la mano. Tenía un sonido irritado. Ben probablemente no podía encontrarlo, debía estar escondido debajo de alguna cosa.
Ésta era la razón por la que se había tomado tres semanas de vacaciones. Para organizar por fin su apartamento. Durante ocho meses había ido dejando las cosas por cualquier sitio y ya era hora de hacer la casa habitable.
Ben encontró el teléfono bajo el montón de cortinas dobladas que pensaba utilizar para tapar las feas puertas de aglomerado que había colocado quienquiera que hubiera hecho la rehabilitación de la vivienda. Oyó cómo la voz sexy de él se volvía fría al decir:
–Sí, aquí está, espere un momento –le entregó el receptor, su voz era acusadora–. Es un hombre, no ha dicho cómo se llama.
Como si, pensó Georgia aburrida, ningún otro representante del sexo opuesto, aparte de él, tuviera derecho a hablarle. Deseó una vez mas que la relación hombre-mujer no tuviera la fea costumbre de aparecer de pronto y estropear amistades perfectamente estables. Pasando por alto el ceño fruncido de Ben, contestó al teléfono.
Si era alguno de la agencia no quería saber nada. Su reciente y muy satisfactoria presentación de campaña ante los directores de una gigantesca fábrica de helados, en la que ninguno de los señores de traje y corbata encontró el menor defecto, ni los proyectos ni en los vídeos, la había hecho merecedora de sus vacaciones anuales.
No era ninguno de su equipo. Era Jason.
Siete años, siete largos años repletos de acontecimientos, de cambio decidido y de lucha interna para olvidar, habían transcurrido desde la última vez que lo vio o tuvo noticias de él. Y aun así, su voz grave tenía todavía el poder de apagarla: los latidos del corazón, la respiración, la función cerebral, todo su interior se quedó en suspenso, congelado. Y ¿para qué la llamaba ahora?
–¿Estás ahí todavía?
El súbito cambio de tono, la hiriente aspereza, la trajeron de nuevo al mundo de los vivos. Su respiración se agitó y el corazón le galopaba. Su voz era toda aristas cuando le confirmó:
–Por supuesto. ¿Qué es lo que quieres?
Una respuesta poco gentil, pero no había nada gentil ni civilizado en la amargura que infectaba hasta la sangre de sus venas al oír el sonido de su voz. Él le dijo fríamente, sin suavizar el tono:
–Harold murió hace tres días. Fue de repente, de una hemorragia cerebral. El funeral será mañana a las once. Creo que deberías estar aquí, en Lytham, y quedarte por lo menos veinticuatro horas –Georgia se quedó fría, a pesar de los vaqueros y el jersey grueso estaba aterida. ¿Harold muerto? Le resultaba difícil aceptarlo–. Imagino que te estás planteando si puedes dedicarle ese tiempo. Si te hubieras casado me lo hubiera dicho Harold, de modo que supongo que tienes algún otro tipo de arreglo con el hombre que contestó al teléfono. Tráelo contigo si no puedes pasar sin él por una noche.
–No le impondría tu presencia a nadie que me importase –Georgia volvió a su ser. Estaba horrorizada de cuánto le dolía la sarcástica suposición de que no era capaz de estar sin un hombre en la cama ni siquiera una noche.
–Déjate de chiquilladas –parecía aburrido–. No te pido que vengas por el placer de tu compañía sino porque se lo debes a tu padrastro, y mucho más que eso…
–¿Qué quieres decir?
«¿A qué demonios se refería?»
–Hay un montón de cosas que arreglar –él ignoró su interrupción–. Como supongo que ya sabrás, toda su fortuna es para ti. Esto significa que hay decisiones que tienes que tomar, responsabilidades que tendrás que asumir. Quiero asegurarme personalmente de que te las tomas con seriedad; por ejemplo, ¿qué va a pasar con el personal de la casa?
Si la noticia de la muerte de Harold había sido un shock, la información de que, por alguna extraña razón, le había legado toda su fortuna, fue una sorpresa todavía mayor. Durante unos segundos su cerebro se quedó como acorchado, sin poder prestar atención a lo que él le decía.
Luego su mente comenzó a zumbar. Con o sin herencia, no podía faltar al funeral. Pero había llovido intensamente desde las cuatro de la tarde y la previsión del tiempo había anunciado fuertes heladas durante la noche. No tenía intención de arriesgar su vida, o su nuevo coche deportivo, sobre carreteras heladas conduciendo por la mañana temprano.
–Estaré contigo en un par de horas –dijo fríamente y cortó la comunicación.
Si él pensaba que no podía aguardar para poner sus manos sobre la herencia, que así fuera. Su opinión sobre ella había sido ínfima durante los últimos siete años, así es que no podía empeorar. En cualquier caso, ahora no le importaba. ¿Cómo podría importarle? Ella había cambiado hasta hacerse irreconocible, por dentro y por fuera. No se parecía en nada a la crédula chiquilla de hacía siete años. Le había costado mucho conseguir que nada pudiera hacerle daño y, desde luego, no se lo iba a hacer el continuado desprecio de Jason.
Pero inesperadamente sus ojos se llenaron de lágrimas por la joven que había sido, por los sueños olvidados, por el hijo perdido.
Pestañeó para ahuyentarlas y se enderezó. Ella nunca pensaba en el pasado.
–¿Malas noticias? Ben le pasó un brazo por los hombros.
–Mi padrastro ha muerto –contestó con tirantez–. Tengo que conducir esta noche hasta Gloucestershire, antes de que las carreteras se conviertan en una pista de patinaje.
–Lo siento –él estrechó el abrazo, acercándola–, y ¿quién era el tío del teléfono?
–Eso ¿qué importa? –dijo ella con irritación. Ben estaba actuando como si tuviera algún derecho sobre su vida. Luego se calmó, suspirando–. Jason, mi hermanastro. Apenas lo conozco.
¿Y acaso no era verdad? El hombre que su antiguo y olvidado yo había creído amar con toda su alma y todo su corazón nunca había existido en la realidad. Debido a la soledad y a la falta de cariño había creado un amante de fantasía, un ser perfecto, y había sufrido por aquella locura juvenil. Y todavía, durante unos pocos segundos, el sonido de su voz la había afectado de forma salvaje, como si la regordeta adolescente que lo había amado durante tanto tiempo y de forma tan frenética hubiera vuelto a la vida y estuviese luchando para que ella la aceptase dentro de su cuerpo adulto.
Lo cual era un sinsentido.
–¿Quieres que conduzca yo? –preguntó Ben solícitamente– si estás muy afectada… no será ninguna molestia.
Ella apretó los labios y dijo muy educadamente:
–No, gracias. Y, de verdad, no estoy muy afectada.
Ben pensaba que ninguna mujer era capaz de conducir, que todo el sexo femenino debería mantenerse alejado de las carreteras por ley. Se había horrorizado cuando ella se compró el deportivo por el que había estado suspirando durante años. Georgia no estaba en condiciones de verlo por el lado humorístico y le entregó bruscamente el bote de café.
–Viniste a pedirme esto ¿recuerdas?
–Sí, bien, ten cuidado con cómo vas. No conduzcas como una loca.
–Deja de tratarme como si fueras mi madre –ella rechinó los dientes.
–Sabes, o deberías de saber a estas alturas, que no quiero ser tu madre –su brazo volvió a apretarse alrededor de sus hombros, y ésta vez no era para reconfortarla–. ¿Porqué no me das la oportunidad de mostrarte lo que quiero ser? Nunca se sabe, podría sorprenderte.
Georgia se puso rígida ¿No le había dicho por lo menos una docena de veces que no tenía intención de comenzar una relación sexual con él ni con ningún otro hombre? Nunca.
El sexo arruinaba las relaciones. Había hecho que Jason la tratase como una amante de una noche y luego la despreciara. Había hecho que su madre la rechazara prácticamente desde el momento de su concepción, porque el hombre con el que estaba comprometida había puesto pies en polvorosa cuando supo que había un bebé en camino. Vivienne siempre la había visto como una carga no deseada, un borrón en su vida.
Y el sexo había sido lo único que había en la mente de Harold aquel desdichado último día en Lytham, que lo había arruinado todo para ella. Sí, hacía ya mucho tiempo que había decidido que podía vivir sin sexo.
Se separó bruscamente de Ben. Si no había captado ya el mensaje nunca lo haría. Se negó a gastar más saliva en el tema.
–Tengo que hacer el equipaje. Cierra la puerta al salir.
Georgia condujo deprisa pero con seguridad, sintonizando perfectamente con el poderoso motor de su brillante cupé deportivo.
Era como una parte de sí misma, y cuando se ponía al volante la tensión interior se disipaba al escuchar el peculiar sonido del motor que le hablaba de libertad y la sacaba de sí misma, mientras devoraba los kilómetros. Conducir era el único escape que se permitía, y la velocidad era adictiva.
La luz de los faros se abría camino en la noche, barriendo el húmedo asfalto negro. Pisó a fondo el acelerador, manteniéndose en el carril rápido, y sólo a su pesar aflojó levemente al tomar el desvío en Brockworth hacia la campiña y Lytham Court. Y Jason.
Jason. ¿Estaba que mordía porque no había sido mencionado en el testamento? ¿lleno de resentimiento porque ella, la despreciada, sí lo fue?
Y ¿qué esperaba de ella? Su boca se curvó con una sonrisa ligeramente cínica mientras pensaba en ello. ¿Una bobalicona a la que pudiera manejar? ¿Alguien a quien dar órdenes con respecto al testamento y luego dejar plantada, con la satisfacción arrogante de que haría lo que le habían dicho?
¿Y físicamente? Si es que se había parado a pensar en ello, ¿esperaría encontrar una versión más madura de aquella bobalicona chica de dieciocho años? ¿Las redondeces que fueron la pesadilla de su juventud ya convertidas en prematura amplitud de mujer de mediana edad? ¿Cabello de ratón cortado a lo chico porque no sabía qué otra cosa podía hacer con él? ¿Devoción perruna flotando en sus ojos, ropa de grandes almacenes con mala caída?
¡Menuda sorpresa se iba a llevar!
El sonido de un motor desconocido rompió el profundo silencio de Lytham. Jason recogió los papeles y los guardó en la caja de caudales de la pared, la cerró con llave y se la guardó en el bolsillo, después se acercó a la puerta del estudio.
Ella había dicho un par de horas. Una ojeada a su reloj le confirmó que lo había hecho en diez minutos menos. Esperó. Hizo un esfuerzo consciente para relajar los agarrotados músculos de sus hombros. Esperó y se preguntó.
Se preguntaba si sería capaz de discutir los pormenores del funeral y la mejor manera de que ella manejara la inmensa fortuna que iba a ir a parar a sus manos, sin demostrar el amargo desprecio que sentía por ella.
Se preguntaba si ella tendría valor de mirarle con sus ojos grandes y diáfanos. Se preguntaba, una vez más, cómo pudo dejarse engañar por aquella aparente inocencia, dulce y maleable.
Esperó y se preguntó si entraría directamente; la casa era de ella, o como si lo fuera. O llamaría al timbre, tan tímida e insegura como siempre, por lo menos en apariencia, ya que interiormente era una egoísta que hacía lo que quería sin atenerse a las consecuencias.
Ella entró sin llamar. Se detuvo en el umbral y lo miró con fijeza.
Él estrechó sus ojos grises para mirarla, incapaz de liberarse de la casi arrogante mirada de los ojos dorados, incapaz de creer lo que estaba viendo.
GEORGIA contuvo el aliento. Los siete años transcurridos habían imprimido autoridad a las duras y hermosas facciones, al cuerpo masculino ágil y de anchos hombros. Y aunque ella nunca miraba hacia atrás, no pudo hacer nada por detener a su mente que volaba hacia los ecos del pasado. Sólo por verlo de nuevo…
Ella tenía dieciocho años y estaba locamente enamorada. Lo había amado desde que lo vio por primera vez, tres años atrás, en la boda de su madre con Harold Harcourt, el padre adoptivo de él.
Ella le gustaba, lo sabía. En sus ocasionales visitas a Lytham Court, la lujosa mansión familiar, él procuraba pasar un rato con ella, siempre amable e interesado por ella. Y lo que le dio esperanzas de que ese agrado se pudiera convertir en algo más fue el comentario que la señora Moody, la insidiosa ama de llaves, había dejado caer: Jason nunca visitaba Lytham cuando ella estaba fuera, en el internado al que su madre la había remitido tan pronto como se casó.
Así que allí estaba ella, una cándida y regordeta muchacha de dieciocho años, despierta mucho tiempo después de que su madre y Harold se hubieran acostado, tratando de reunir el valor necesario para ir al cuarto de Jason y hablar con él. Decirle lo de la oferta de trabajo en Nueva York y preguntarle si la echaría de menos; porque si él le decía que sí no se marcharía.