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El matrimonio entre Nicolo Santo Domenico y la heredera Chiara era de pura conveniencia… ¡hasta que llegó su apasionada noche de bodas! Pero, cuando Chiara se dio cuenta de que la razón por la que Nico la había seducido era tan fría como su corazón, decidió huir y no mirar atrás. Meses más tarde, Nico la localizó ¡y descubrió que estaba en estado! Para reclamar a su bebé, Nico iba a tener que hacer suya a Chiara… de verdad.
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Seitenzahl: 187
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Abby Green
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amarga noche de bodas, n.º 2676 - enero 2019
Título original: Claiming His Wedding Night Consequence
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1307-494-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
LAMENTO darle malas noticias, signorina Caruso, pero su padre tuvo que pedir numerosos préstamos para poder conservar el castello, y ahora el banco amenaza con tomar posesión del mismo, a no ser que usted lo compre al precio del mercado, lo cual es imposible dado que carece de fondos…».
Chiara estaba junto al ventanal del salón en el que había mantenido hacía un par de días la reunión con su abogado tras celebrar el funeral de sus padres.
Desde entonces, aquellas palabras daban vueltas en su cabeza, sumiéndola en una dolorosa confusión: «banco, tomar posesión, carece de fondos». Y no conseguía atisbar otra salida que la de perderlo todo.
El castello de la familia era un imponente castillo de varios siglos de antigüedad, ubicado en la costa sur de Sicilia; una propiedad magnífica, que en el pasado había incluido una granja y plantaciones de limoneros y olivos.
Pero desde la recesión en la que el mercado se había hundido, la explotación se había arruinado por la disminución de la demanda. Tuvieron que despedir a los empleados y su padre no había conseguido salvar la producción. Chiara se había ofrecido a ayudarlo en numerosas ocasiones, pero a él, que era anticuado y conservador, no le había parecido apropiado que una chica trabajara. Y Chiara no había sido consiente de hasta qué punto se había tenido que endeudar para mantenerse a flote.
Ese desconocimiento era lo que más la mortificaba. Pero su madre había estado enferma de cáncer y su principal preocupación había sido cuidar de ella. Si Chiara estaba viva y en cambio su padre había muerto, era porque este había decidido acompañar a su madre a su sesión de quimioterapia semanal en Calabria.
Aquella mañana, una semana atrás, le había dicho a Chiara:
–Tienes que conseguir un trabajo. Ya no basta con que cuides de tu madre.
Había usado un tono áspero. Él nunca había disimulado la desilusión que sentía porque Chiara fuera mujer, y porque tras las complicaciones que sufrió su madre en el parto, no pudiera tener más hijos.
Así que Chiara había ido a la ciudad, pero no había ningún trabajo disponible. Nunca había sido tan consciente de lo poco preparada que estaba; y las miradas que le habían dedicado los lugareños le habían hecho sentir paranoica.
Había sido una niña enfermiza, por lo que su madre la había educado en casa. Pero aun después de que mejorara, la habían mantenido aislada en el castello. Su padre siempre había estado obsesionado con preservar su vida privada y con la seguridad, y, en cualquier caso, Chiara no tenía ninguna amiga a la que invitar. Entonces su madre había enfermado, y ella se había convertido en su cuidadora.
Al volver a casa tras humillarse en el pueblo buscando trabajo y ver que sus padres todavía no habían vuelto del hospital, Chiara había bajado a su rincón secreto, una pequeña cala que quedaba oculta a la vista del castillo, y se dedicó a su pasatiempo favorito, soñar despierta, ajena al hecho de que sus padres agonizaban en un amasijo de metal tras haber sufrido un espantoso accidente de coche.
Más tarde, lo que la haría sentirse más culpable sería que había estado soñando con su fantasía favorita: que abandonaba el castello y recorría el mundo. Conocía a un hombre guapo y descubría el amor y la aventura…
La ironía era de una espantosa crueldad: por fin estaba libre, pero a costa de la pérdida de sus padres; y, por lo que parecía, estaba a punto de perder el único hogar que había conocido.
En momentos así, ser hija única le hacía ser aún más consciente de su soledad. Por eso mismo, desde que tenía uso de razón, había decidido que tendría una gran familia. No quería que un hijo suyo se sintiera tan solo como ella, a pesar del amor de su madre, se había sentido.
Pero si el banco tomaba posesión del castello, sentirse aislada pasaría a un segundo plano de sus preocupaciones. ¿Dónde iría? ¿Qué haría?
La realidad era que no estaba preparada en absoluto para la vida más allá del castello. A pesar de sus sueños de escapar, el castello siempre había sido su referencia, el lugar al que retornar si algún día se marchaba. Y en el que, si era afortunada, viviría con su feliz prole.
La idea de tener que abandonar su hogar era angustiosa… y aterradora.
Notó un empujón en la pierna y al bajar la mirada vio que era el viejo perro de la familia, Spiro, un pastor siciliano que la miraba con ojos lastimeros. Quince años atrás, el cachorro más débil de la camada y casi ciego, había conquistado el corazón de Chiara.
Chiara le acarició la cabeza y musitó palabras de consuelo al tiempo que se preguntaba qué haría con él cuando tuviera que marcharse.
En ese momento, oyó un ruido en el exterior, y Spiro se puso alerta y dejó escapar un ladrido sofocado. Chiara miró por la ventana y vio aproximarse un deportivo plateado.
Entonces recordó vagamente que el abogado había mencionado que un hombre de negocios quería hacerle una oferta. Quizá se trataba de él.
El coche se detuvo en el patio central que, por contraste con el sofisticado y resplandeciente vehículo, pareció de pronto anticuado y desatendido. Irritándose porque un completo desconocido creyera oportuno presentarse sin aviso dos días después de un funeral, Chiara tranquilizó a Spiro y cruzó el castello hacia la puerta principal, decidida a decirle a quienquiera que fuera que volviera un día más adecuado.
Ahogó la punzada de pánico que sintió al pensar que quizá no habría un día «más adecuado». No tenía ni idea de cuáles eran los plazos de intervención de un banco. Quizá la echarían antes del fin de semana.
Con el corazón en un puño, abrió la gigantesca puerta de roble. Por unos segundos, el sol la cegó y solo pudo percibir una figura alta que ascendía la escalinata.
Iba a usar la mano como visera cuando el visitante llegó a su altura y bloqueó el sol con su cuerpo. Chiara parpadeó varias veces al tiempo que bajaba la mano.
Tenía ante sí a un hombre distinto a todos los que había conocido. Era el tipo de hombre que solo había visto en sus fantasías y sobre los que había leído en los libros.
Un cabello espeso, negro, algo alborotado, enmarcaba el rostro más hermoso que Chiara había visto en su vida. Los pómulos marcados y la nariz aguileña le daban un aire patricio que reforzaban su altura y porte. Sus labios, como todo él, parecían esculpidos. Su aura misteriosa y un aire de decadente sensualidad provocaron un hormigueó en las partes más íntimas de Chiara.
Se obligó a salir de la parálisis en la que se había caído y preguntó:
–¿Puedo ayudarlo en algo?
El hombre fijó en ella sus penetrantes e inexpresivos ojos marrones y Chiara alargó instintivamente la mano hacia Spiro. A pesar del gesto impenetrable del hombre, Chiara percibió algo volcánico e intimidatorio en él que le provocó un extraño temor, más próximo al deseo que al miedo.
–He venido a ver a Chiara Caruso. ¿Puede llamar a la señora?
Tenía una voz profunda que despertó los sentidos de Chiara. La había confundido con el ama de llaves, pero su familia había tenido que prescindir del servicio hacía tiempo, lo que explicaba el aire general de deterioro que presentaba el castello. Así que no tenía sentido sentirse ofendida porque la confundiera con el servicio doméstico cuando, en cierta forma, también era el ama de llaves.
Además, llevaba un vestido sobrio de luto, ni una gota de maquillaje y el cabello despeinado. Nunca había sido especialmente bonita y su figura exuberante no estaba precisamente de moda.
Alzó la barbilla.
–Yo soy Chiara Caruso.
Él la miró con una fría incredulidad.
–¿Usted?
–No sé qué esperaba, pero sí, le aseguro que soy Chiara Caruso. ¿Puedo saber quién es usted?
La mirada del hombre se aceró aún más.
–Soy Nicolo Santo Domenico.
Pareció asumir que el nombre le diría algo, pero no fue así. Chiara preguntó:
–¿Y…? ¿En qué puedo ayudarlo?
Confirmando la sospecha de Chiara, él preguntó a su vez:
–¿No sabe quién soy?
–¿Debería de saberlo? –contestó ella, desconcertada.
Él dejó escapar una risa de incredulidad.
–¿De verdad quiere que la crea?
La arrogancia del hombre era asombrosa. Chiara se cruzó de brazos.
–En absoluto. Voy a tener que pedirle que se marche. Hemos celebrado un funeral esta semana, y no es momento de…
Los ojos del hombre centellearon.
–Al contrario, precisamente por eso es el momento adecuado para hablar. ¿Me permite…?
Dejando a un lado a Chiara, entró en el vestíbulo antes de que ella pudiera impedírselo.
Spiro gruñó y Chiara giró sobre los talones:
–¿Qué cree que está haciendo? ¡Esta es mi propiedad! –exclamó. Aunque se dijo que, técnicamente, ya no lo era.
El hombre se volvió a mirarla. Era verdaderamente espectacular. Tenía hombros anchos, era alto y llevaba un traje negro que le quedaba como una segunda piel sobre su musculosa figura.
Él bajó la mirada hacia el lado de Chiara y preguntó con desdén:
–¿Qué es eso?
Chiara posó la mano en la cabeza de Spiro y contestó:
–Es mi perro y usted no le gusta. Esta es mi casa y quiero que se vaya.
El hombre la miró de nuevo a la cara y Chiara tuvo que hacer un esfuerzo para permanecer inmóvil.
–Precisamente por eso estoy aquí: porque esta ya no es su casa.
Chiara sintió un nudo en el estómago. ¿Lo mandaría el banco?
–¿De qué está usted hablando?
En lugar de contestar, el hombre metió las manos en los bolsillos y recorrió el vestíbulo observando las paredes. Luego comentó como si hablara para sí:
–Llevaba mucho tiempo esperando venir…
Entonces se encaminó hacia el interior y Chiara lo siguió:
–Señor Domenico…
Él se volvió y Chiara tuvo la extraña sensación de que la invasora era ella.
–El nombre es Santo Domenico.
–Signor Santo Domenico –repitió ella despectivamente–. O me dice qué hace aquí o llamo a la policía.
Empezaba a sentir pánico. Tenía que ser del banco. ¿Cómo era posible que su abogado no la hubiera advertido?
–¿Dónde está el servicio? –preguntó él.
–No hay servicio –dijo ella a la defensiva.
Él volvió a mirarla con incredulidad.
–¿Cómo han podido arreglárselas?
Chiara sabía que no tenía por qué seguir contestando sus impertinentes preguntas, pero se descubrió diciendo:
–Cerramos las habitaciones que no usábamos y nos ocupábamos de las que seguimos habitando.
–¿Usted y sus padres?
–Sí. Por si no lo sabe, hace dos días celebré el funeral de ambos –dijo ella, confiando en que la noticia le hiciera consciente de lo inoportuno de la ocasión.
–Lo sé. La acompaño en el sentimiento.
Chiara encontró su pésame poco sincero. Antes de que pudiera contestar, él preguntó:
–¿Se reunió con su abogado el otro día?
–Sí. ¿Cómo lo sabe?
–Tras el funeral, lo habitual es que se lea el testamento.
–Claro.
Chiara se reprendió por ser tan paranoica. Si no lo había enviado el banco, aquel hombre tenía que ser el hombre de negocios del que le había hablado el abogado. Tenía que calmarse. No podían echarla sin un proceso previo de desahucio.
–Entonces sabrá que está en peligro de perder el castello a no ser que consiga los fondos para pagarlo –el hombre hizo una pausa y miró alrededor–. Disculpe si me equivoco, pero no me parece que vaya a conseguirlo.
–¿Representa usted al banco? –preguntó Chiara finalmente.
Él negó con la cabeza y esbozó una inquietante sonrisa de superioridad que hizo que Chiara quisiera abofetearlo.
–Entonces ¿por qué tiene esa información?
Él se encogió de hombros.
–Tengo mis propias fuentes… Y hace tiempo que tengo un especial interés en el castello.
–¿Un interés especial? –Chiara no comprendió su críptica respuesta.
Él la miró fijamente y Chiara intuyó que no iba a gustarle lo que iba a decir.
–Muy especial. Porque resulta que el castello me pertenece. Para ser más precisos, a mi familia, los Santo Domenico.
Nico miró a la mujer que tenía ante sí y cuyo sencillo aspecto, con un vestido negro holgado y sin maquillaje, había hecho que la tomara por el ama de llaves. Sin embargo, en aquel momento adoptó una actitud patricia, la espalda recta, los hombros hacia atrás…
Por un instante se sintió culpable al recordar que sus padres acababan de morir, pero entonces se recordó que hacía décadas que su familia esperaba que llegara aquel instante. Su padre había muerto sumido en el dolor y muchos otros miembros de su familia habían padecido por lo que había hecho la familia de aquella mujer. También él había tenido que aguantar toda su vida las burlas: «ya no eres un poderoso Santo Domenico. No eres nada…».
Pero eso había cambiado. Había logrado por sí mismo dejar atrás la pobreza y alcanzar un éxito espectacular. Por fin había llegado el momento de recuperar su herencia familiar y arrebatársela a quienes se la habían robado años atrás.
Desafortunadamente, su padre había muerto antes de poder ver que el castello volvía a manos de la familia, y no había podido visitar el cementerio en el que descansaban sus ancestros. En una ocasión había acudido con las cenizas de su propio padre para pedir que le dejaran esparcirlas en el antiguo cementerio familiar, pero le habían echado como si fuera un pordiosero.
Nico no había olvidado la humillación y la rabia que habían irradiado los ojos de su padre, ni el día que le dijo: «Prométeme que algún día reclamarás nuestro legado. Promételo».
Y en aquel instante estaba a punto de cumplir su promesa. Pero en lugar de sentirse exultante, Nico estaba molesto consigo mismo porque estaba más interesado en los ojos verdes claros de Chiara Caruso y en que no era tan vulgar como le había parecido inicialmente. De hecho, había algo refrescante en su naturalidad, tan opuesta a la artificiosidad de las mujeres con las que él solía salir.
Chiara sacudió la cabeza y frunció el ceño.
–¿Qué quiere decir? Este castello pertenece a mi familia desde hace siglos.
–¿Está segura? –preguntó él con aspereza.
Chiara titubeó.
–Pues, claro…
–Puede que, como su padre, sea una experta en negar la realidad. ¿Quiere que crea que no sabe nada de lo que sucedió?
Chiara palideció.
–No meta a mi padre en esto. ¿Cómo se atreve a presentarse aquí con ese cuento? –extendió el brazo hacia la puerta de entrada–. Márchese. No es bienvenido.
Por un instante, Nico volvió a sentirse culpable y pensó en concederle dos días de luto antes de volver a visitarla. Pero la última frase de Chiara había sido precisamente la que había recibido su padre cuando quiso que le dejaran acceder a su cementerio, y Nico decidió plantarse.
–Me temo que es usted quien no es bienvenida aquí. Al menos no por mucho tiempo. Solo es cuestión de semanas que el banco tome posesión del castello.
Chiara miró al hombre, que parecía tan inamovible como una estatua de piedra y no pudo evitar sentir curiosidad. Quizá no estaba loco y creía verdaderamente lo que decía.
–¿Por qué cree que el castello le pertenece?
–Porque es verdad. Mi familia lo construyó en el siglo XVII.
Chiara creyó encontrar un error. El castello era antiguo, pero no tanto.
Él continuó:
–Por aquel entonces, los Santo Domenico eran dueños de esta propiedad y de casi toda la tierra y pueblos, desde aquí a Siracusa.
Chiara sacudió la cabeza con incredulidad. Era imposible que una sola familia hubiera poseído un territorio tan extenso.
–Mi familia ha sido dueña de este castello desde tiempos inmemoriales. Nuestro apellido está tallado en piedra en el dintel de la puerta.
Él hizo un gesto despectivo.
–Cualquiera puede hacer eso. Su familia se apoderó del castello antes de la Segunda Guerra Mundial. Los Caruso eran nuestros contables. Cuando tuvimos dificultades económicas, se ofrecieron a ayudarnos. Acordamos poner el castello como aval y la condición de que en cuanto pudiéramos devolver el dinero, el castello volvería a nuestras manos. Entonces estalló la guerra. Una vez acabó, su familia se aprovechó del caos subsiguiente. Dijeron no saber nada del acuerdo y destruyeron toda la documentación. Había tanta gente reclamando sus antiguas propiedades tras la guerra, que las autoridades decidieron que estábamos intentando aprovecharnos de la situación. Éramos muy poderosos, y mucha gente se alegró de vernos caer.
Tomó aire y continuó
–Lo perdimos todo. Su familia se negó a negociar. Nuestra familia tuvo que emigrar y desperdigarse. Muchos fueron a Estados Unidos. Nosotros nos quedamos en Nápoles porque mi abuelo se negó a dejar Italia porque siempre confió en volver aquí antes de morir. Como mi padre. Ninguno de los dos lo ha conseguido.
Chiara no lograba asimilar lo que oía.
–No he oído hablar de su familia en toda mi vida.
Él la miró con severidad.
–Lo dudo. Nuestra familia forma parte de las leyendas locales.
Chiara se ruborizó al pensar en lo aislada que había vivido. Apenas había ido a la ciudad y cuando lo hacía era consciente de que la gente la miraba mal. Siempre había creído que era por su aspecto, pero si había algo de verdad en los que decía aquel hombre, quizá…
Sintiéndose vulnerable, repitió:
–No tiene pruebas de lo que dice.
Él enarcó una ceja.
–Acompáñeme.
Salió y Chiara se quedó paralizada antes de seguirlo. El hombre se detuvo en el patio principal, miró a un lado y a otro y entonces se dirigió con paso decidido hacia la capilla y el cementerio de la familia, en el que Chiara había enterrado a sus padres hacía apenas dos días.
Al darse cuenta de que ese era su destino, lo llamó:
–Deténgase. Esto es ridículo.
Él continuo como si no la oyera, pero en el último momento, cambió de rumbo y fue hacia una verja próxima cubierta de follaje
Chiara lo alcanzó sin resuello.
–¿Qué está buscando? Ese es el antiguo cementerio.
Ella nunca había entrado porque la vieja ama de llaves le había dicho que estaba embrujado. Chiara sintió un escalofrío. ¿Habría sido una manera de evitar que averiguara algo relacionado con lo que aquel hombre afirmaba?
Él apartó las ramas hasta encontrar el cerrojo, lo abrió y dijo en tono sombrío:
–Vamos.
Chiara no tuvo opción. El sol apenas penetraba a través de las nudosas ramas de los árboles. Caminó con cautela por el desnivelado suelo, confiando en no estar pisando tumbas.
Él había llegado al fondo y apartaba unas ramas para dejar algo al descubierto. Al llegar, Chiara vio que se trataba de una lápida. Él le tomó el brazo y dijo bruscamente:
–Mire.
Chiara enfocó la mirada y cuando pudo descifrar la escritura tallada en la piedra, se le desplomó el corazón:
Tomasso Santo Domenico, nacido y muerto en el Castello Santo Domenico,1830-1897.
Castello Santo Domenico. No Castello Caruso.
–Era mi tatarabuelo.
Chiara miró alrededor y pudo ver la inconfundible silueta de varias lápidas cubiertas de follaje que parecían mirarla acusadoramente. El espacio se encogió y sintió claustrofobia. Soltándose de Nicolo, se fue precipitadamente con la piel sudorosa por el pánico. Se tropezó con un montículo y gimió, pero finalmente alcanzó la verja y salió a la reconfortante luz del sol con la cabeza dándole vueltas.
Nico permaneció en el cementerio, percibiendo solo vagamente que Chiara se iba. Aquella prueba de que aquel era el legado de su familia lo había sacudido hasta la médula.
Unos minutos antes, al ver la sorpresa de Chiara, había llegado a dudar de que aquel gran edificio tan deteriorado hubiera pertenecido a su familia, que esta hubiera sido alguna vez la familia más poderosa del sur de Sicilia. Parecía casi imposible cuando solo recordaba la amargura de su padre y de su abuelo cuando lo afirmaban. Tal vez solo habían soñado aquella caída en desgracia.
Pero no. Aquel frío cementerio era la prueba irrefutable de que en un tiempo habían vivido y muerto allí sus antepasados. Y de que él tenía todo el derecho a reclamarlo como suyo.
Sabía que era cruel presentarse ante a Chiara un par de días después del funeral de sus padres, pero él no se caracterizaba por ser compasivo. Y descubrir que su familia había sido abandonada en aquel desatendido cementerio no lo impulsó a ser más misericordioso.
Salió a la luz y se aflojó la corbata para respirar mejor. Chiara Caruso se había ido y, sin embargo, él sentía que su expresión de espanto y sus ojos verdes lo acompañaban.
En su mano persistía la sensación de haberle tocado el brazo. Era musculoso y delgado, lo que apuntaba a un cuerpo torneado bajo aquella ropa amorfa. Desconcertantemente, el contacto lo había excitado y su sangre seguía alterada; una reacción que quería atribuir a la intensidad del momento.
Caminó hasta el extremo del basto terreno baldío que descendía hasta el mar. A un lado crecían los pinos, al otro, arbustos de ramas retorcidas.
Sus tierras.
La sangre se le aceleró al pensar en sus antepasados pudriéndose en sus tumbas. Una cosa era saber que alguien había usurpado la propiedad familiar, otra, encontrar las pruebas definitivas de ello.
Desde que había entrado en los terrenos del castello había tenido una extraña sensación de pertenencia, de que estaba en su hogar. Una sensación tan desconcertante como el sentimiento que Chiara Caruso había despertado en él.
Y, sin embargo, mientras contemplaba aquella vista que los Caruso habían robado a los Santo Domenico, las circunstancias ya no le parecían tan evidentes como hacía un rato. Aunque no quisiera admitirlo, la reacción de desconcierto de Chiara Caruso había parecido completamente genuina.
Había acudido allí aquel día para presentarle un acuerdo que le permitiera recuperar el castello lo antes posible, ofreciéndole bastante dinero como para que se lo cediera y luego se fuera lejos, a algún lugar donde la última Caruso se perdiera en el anonimato.