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Henry Devonshire era el hijo ilegítimo de Malcolm Devonshire, dueño de Everest Records. Henry era un hombre irresistible, cuyo objetivo consistía en convertirse en el heredero del imperio de su padre moribundo. La única persona que podía ayudarle a conseguirlo era Astrid Taylor, su encantadora asistente personal; sin embargo, no contaba con la atracción que experimentaría hacia ella y que podía costarle a Henry, literalmente, una fortuna.
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Seitenzahl: 171
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Katherine Garbera. Todos los derechos reservados. ANTIGUOS SECRETOS, N.º 1782 - abril 2011 Título original: Master of Fortune Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-269-8 Editor responsable: Luis Pugni
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–¿Por qué estamos aquí? –preguntó Henry Devonshire. Estaba sentado en la sala de juntas que el Everest Group tenía en el centro de Londres. A través de los amplios ventanales, se divisaba una bella imagen del Támesis.
–Malcolm ha preparado un mensaje para ti.
–¿Por qué tenemos que escucharlo? –insistió Henry mirando al abogado, que estaba sentado al otro lado de la pulida mesa de reuniones.
–Creo que tu padre...
–Malcolm. No digas que ese hombre es mi padre.
El Everest Group siempre había sido la vida de Malcolm Devonshire. Tras cumplir setenta años, el anciano, como era de esperar, se había puesto en contacto con Henry y con los hermanastros de éste. Probablemente, quería asegurarse de que la empresa que había creado no moría cuando él lo hiciera.
Henry no podía decir mucho sobre sus hermanastros. No los conocía mucho más que a su padre biológico. Geoff era el mayor de los tres. Su aristocrática e inglesa nariz delataba el lugar que ocupaba en la familia real británica.
–El señor Devonshire se está muriendo –dijo Edmond Strom–. Quiere que el trabajo de toda una vida siga viviendo en cada uno de vosotros.
Edmond era el mayordomo de Malcolm, aunque tal vez decir que era su ayudante personal sería más exacto.
–Él no creó ese legado para nosotros –dijo Steven. Era el más joven de los tres.
–Bien, pues ahora tiene una oferta para cada uno de vosotros –replicó Edmond.
Henry había visto al abogado y al mayordomo de su padre más veces de las que había estado con su progenitor. Edmond se había encargado de entregarle los regalos de Navidad y de cumpleaños cuando era sólo un niño.
–Si fuerais tan amables de sentaros y de permitirme que os explique –insistió Edmond.
Henry tomó asiento al final de la mesa de reuniones. Había sido jugador de rugby, y bastante bueno por cierto, pero esto jamás le había ayudado a conseguir lo que realmente deseaba: el reconocimiento de su padre. No podía explicarlo de otro modo. Su propio padre jamás había reconocido ninguno de los logros de Henry. Por lo tanto, había dejado de buscarlo y había tomado su propio camino. Eso no explicaba su presencia en la sala de juntas en aquellos momentos. Tal vez era simple curiosidad sobre su padre.
Edmond repartió tres archivadores, uno para cada uno de ellos. Henry abrió el suyo y vio la carta que su padre había escrito para sus tres hijos.
Geoff, Henry y Steven:
Se me ha diagnosticado un tumor cerebral maligno, que está en fase terminal. He agotado todos los medios posibles para prolongar mi vida pero, en estos momentos, me han dicho que me quedan sólo unos seis meses de vida.
Ninguno de vosotros me debe nada, pero espero que la empresa que me puso en contacto con vuestras madres siga prosperando y creciendo bajo vuestro liderazgo.
Cada uno de vosotros controlará una de las divisiones. Se os juzgará por los beneficios que consigáis en vuestro segmento. Quien muestre mayor capacidad en la dirección de su parte de la empresa, será nombrado director ejecutivo de la empresa y presidente del Everest Group.
Geoff se encargará de Everest Airlines. El tiempo que ejerció como piloto de la RAF viajando por todo el mundo le será de gran utilidad.
Henry se ocupará de Everest Records. Espero que contrate a los grupos musicales que ya ha conseguido colocar en las listas de éxitos.
Steven se hará cargo de Everest Mega Stores. Espero que su talento para saber lo que el público quiere no le falle.
Edmond seguirá vuestros progresos y me informará regularmente. Habría acudido a esta cita de hoy con vosotros, pero los médicos me impiden moverme de la cama.
Sólo tengo una petición. Todos debéis evitar el escándalo y centraros en la dirección de vuestra parte de la empresa. Si no es así, quedaréis fuera de lo que hemos acordado, sean cuales sean los beneficios. El único error que he cometido en mi vida fue dejar que mis asuntos personales me distrajeran de mis negocios. Espero que los tres podáis beneficiaros de mis errores. Confío en que aceptéis este desafío.
Atentamente,
Malcolm Devonshire
Henry sacudió la cabeza. Malcolm acababa de decir que consideraba un error el nacimiento de sus tres hijos. No sabía cómo se lo tomarían Geoff y Steven, pero a él le fastidió bastante.
–A mí no me interesa esto.
–Antes de que rechaces la oferta de Malcolm, deberías saber que, si alguno de los tres decide no aceptar lo que os propone vuestro padre, el dinero que dejó en un fondo para vuestras madres y para cada uno de vosotros será confiscado a su muerte. La empresa se quedará con todo.
–Yo no necesito su dinero –dijo Geoff.
Henry tampoco, pero su madre tal vez sí. Ella y su segundo esposo tenían dos hijos adolescentes. Aunque Gordon, el padrastro de Henry, ganaba un buen sueldo como entrenador jefe de los London Irish, les venía bien un poco de dinero extra, especialmente dado que tenían que pagar la universidad de sus dos hijos.
–¿Podríamos tener un instante para hablar de esto a solas? –preguntó Steven.
Edmond asintió y salió de la sala. En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, Steven se puso de pie.
–Yo creo que deberíamos hacerlo –dijo.
–Yo no estoy tan seguro –afirmó Geoff–. No debería poner ninguna estipulación en su testamento. Si quiere dejarnos algo, que lo haga.
–Pero esto afecta a nuestras madres –observó Henry poniéndose del lado de Steven. Malcolm había evitado todo contacto con su madre cuando ella se quedó embarazada. Eso siempre le había dolido mucho a él. Por ello, le gustaría que su madre tuviera algo de Malcolm... una parte de lo que él había valorado más que a las personas que formaban parte de su vida.
–Efectivamente –comentó Geoff, reclinándose en su butaca mientras lo consideraba–. Entiendo tu punto de vista. Si los dos estáis dispuestos a hacerlo, contad conmigo, aunque no necesito ni su aprobación ni su dinero.
–Yo tampoco.
–Entonces, ¿estamos los tres de acuerdo? –preguntó Henry.
–Por mi parte, sí –afirmó Geoff.
–Creo que les debe a nuestras madres algo además de la manutención que les dio. Además, me resulta imposible resistirme a la oportunidad de conseguir más beneficios que él.
Astrid Taylor había empezado a trabajar para el Everest Group hacía exactamente una semana. La descripción de su trabajo le había resultado muy parecida a la de una niñera, pero el sueldo era bueno. Eso era lo único que le importaba en aquellos momentos. Iba a ser la ayudante personal de uno de los hijos de Malcolm Devonshire.
Su experiencia como asistente del legendario productor discográfico Mo Rollins le había asegurado el hecho de conseguir el trabajo con Everest Records. Se alegraba de que no le hubieran hecho demasiadas preguntas sobre el despido de su último empleo.
–Buenos días, señorita Taylor. Me llamo Henry Devonshire.
–Buenos días, señor Devonshire. Encantada de conocerlo.
Henry extendió la mano y ella se la estrechó. Él tenía unas manos grandes, fuertes, aunque de manicura perfecta. Su rostro cuadrado enmarcaba una nariz que parecía haberse roto en más de una ocasión. Por supuesto, era de esperar en un jugador de rugby de primera clase, al que una lesión había obligado a abandonar el deporte. A pesar de todo, seguía teniendo un aspecto muy atlético.
–La necesito en mi despacho dentro de cinco minutos –le dijo él–. Tráigame todo lo que tenga sobre Everest Records. Asuntos económicos, grupos a los que hayamos contratado, grupos que deberíamos dejar... Todo.
–Sí, señor Devonshire –respondió ella.
Él se detuvo en el umbral de su despacho y le dedicó una sonrisa.
–Puede llamarme Henry.
Ella asintió. Vaya. Él tenía una perfecta sonrisa, que la dejó completamente petrificada. Era ridículo. Había leído los artículos de la prensa sensacionalista y de las revistas. Era un mujeriego. Iba con una mujer diferente todas las noches. No debía olvidarlo.
–Por favor, llámeme Astrid –dijo.
Henry asintió.
–¿Lleva trabajando aquí mucho tiempo?
–Sólo una semana. Me contrataron para trabajar específicamente con usted.
–Estupendo. Así no tendrá dudas sobre a quién debe lealtad.
–No, señor. Usted es el jefe –afirmó ella.
–De eso puede estar segura.
Astrid empezó a reunir los informes que él le había pedido. Desde la aventura sentimental por la que terminó su último empleo, se hizo la promesa de que, en lo sucesivo, se comportaría de un modo completamente profesional. Siempre le habían gustado los hombres y, para ser sincera, sabía que flirteaba con ellos más de lo que debía, pero así era ella.
Observó cómo Henry se metía en su despacho. Tontear en el lugar de trabajo era una mala idea, pero Henry Devonshire era tan encantador... Por supuesto, él no iba a insinuársele. El círculo social en el que él se movía contaba con supermodelos y actrices de primer nivel, pero Astrid siempre había tenido debilidad por los ojos azules y las encantadoras sonrisas. Además, diez años atrás, se sintió muy atraída por Henry Devonshire cuando lo presentaron al inicio de un partido de los London Irish.
Por fin tuvo preparado lo que le había pedido Henry. Había colocado todo en una carpeta después de imprimir la información que él había organizado. También había copiado el archivo en el servidor que los dos compartían.
Su teléfono comenzó a sonar. Miró el aparato y vio que Henry aún seguía hablando por su extensión.
–Everest Records. Despacho de Henry Devonshire –dijo.
–Tenemos que hablar.
Era Daniel Martin, su antiguo jefe y amante. Era un productor discográfico que convertía en oro todo lo que tocaba. Sin embargo, cuando el oro perdía su lustre, Daniel perdía interés, algo que Astrid había experimentado en sus carnes.
–No creo que nos quede nada por decir –replicó ella. Lo último que deseaba era hablar con Daniel.
–Henry Devonshire podría tener otra opinión. Reúnete conmigo en el aparcamiento que hay entre City Hall y Tower Bridge dentro de diez minutos.
–No puedo. Mi jefe me necesita.
–No seguirá siendo tu jefe por mucho tiempo si no hablas conmigo. Creo que los dos lo sabemos.
No te estoy pidiendo mucho tiempo. Sólo unos pocos minutos.
–Está bien –replicó Astrid, consciente de que Daniel podría estropear la nueva oportunidad que la vida le había brindado en Everest Records simplemente con un rumor sobre lo ocurrido en su último trabajo.
No estaba segura sobre lo que quería Daniel. Su relación había terminado de mala manera. Tal vez sólo quería hacer las paces con ella dado que Astrid estaba de nuevo en la industria de la música. Al menos, eso era lo que esperaba.
Envió a Henry un mensaje instantáneo para decirle que volvería enseguida y preparó el buzón de voz de sus teléfonos. Cinco minutos más tarde, iba paseando por una zona verde que había junto al Támesis. Muchos trabajadores estaban allí en aquellos momentos, tomándose una pausa para fumarse un cigarrillo.
Astrid comenzó a buscar a Daniel. Vio enseguida su cabello rubio. El día estaba nublado y lluvioso y hacía bastante frío. Daniel llevaba el abrigo con el cuello levantado y estaba muy guapo. A pesar de que Astrid había conseguido olvidarlo, no pudo evitar fijarse en él. Vio la desilusión de muchas mujeres cuando Daniel se volvió hacia ella. En el pasado, había gozado con las miradas de envidia de otras mujeres. Nunca más. Sabía perfectamente que no tenían nada que envidiar. El encanto de Daniel Martin era sólo superficial.
–Astrid.
–Hola, Daniel. No tengo mucho tiempo. ¿Por qué querías verme?
–¿Qué te crees que estás haciendo trabajando para Everest Records?
–Me han contratado. Necesito trabajar, dado que no soy rica. ¿Qué querías decirme?
–Que si te quedas con algunos de mis clientes, te aseguro que acabaré contigo.
–Te aseguro que yo nunca haría eso –replicó ella, sacudiendo la cabeza.
–Quedas advertida. Si te acercas a mis clientes, llamaré a Henry Devonshire y le diré todo lo que la prensa sensacionalista no reveló sobre nuestra relación.
Con eso, Daniel se dio la vuelta y se alejó de ella. Astrid simplemente observó cómo se marchaba y se preguntó cómo se iba a poder proteger de Daniel Martin.
Regresó rápidamente al rascacielos del Everest Group, tomó el ascensor que llevaba a su planta y se dirigió hacia la puerta que daba paso al despacho de Henry.
–¿Puedo entrar?
Él estaba hablando por teléfono, pero le hizo un gesto para que entrara. Ella lo hizo y dejó las carpetas que Henry le había pedido sobre la mesa de su escritorio.
–Suena fenomenal. Estaré allí a las nueve –replicó Henry–. Dos. Seremos dos –añadió. Colgó el teléfono y la miró–. Siéntese, Astrid.
–Sí, señor.
–Gracias por el material que ha preparado. Antes de que nos pongamos a trabajar, hábleme un poco de usted.
–¿Y qué es lo que quiere saber? –le preguntó ella.
No le parecía prudente contar su historia entera. No quería revelar por accidente detalles que era mejor que permanecieran ocultos. Había esperado que el hecho de trabajar para Everest Group sería el cambio que necesitaba para marcar diferencias entre su pasado y su futuro. Un trabajo que la mantuviera tan ocupada que la obligara a dejar de preocuparse sobre el pasado y aprender a vivir de nuevo la vida.
–Para empezar, ¿por qué trabaja para el Everest Group? –le preguntó él, cruzándose de brazos. El ceñido jersey negro que llevaba puesto se le estiraba contra los abultados músculos de los brazos. Evidentemente, su jefe estaba en muy buena forma física.
–Me contrataron –respondió. Después de su conversación con Daniel, tenía miedo de decir demasiado.
–¿Significa eso que este trabajo es tan sólo una forma de ganarse la vida?
–Es algo más. Me gusta mucho la música y formar parte de su equipo me pareció muy divertido. La oportunidad de ver si podemos encontrar el siguiente cantante de éxito. Siempre me he considerado una persona que puede marcar tendencias y ahora tengo oportunidad de ver si es así.
En el pasado, había pensado que podría dedicarse a la producción musical, pero descubrió que no tenía la personalidad necesaria para conseguirlo. No podía sentir pasión por un cantante o grupo musical y luego dejarlo tirado cuando las ventas de sus discos comenzaran a flaquear. Le gustaba creer que tenía integridad.
–Esto hace que trabajar para mí resulte más fácil. Voy a necesitar que sea mi ayudante personal más que simplemente mi secretaria. Tendrá que estar disponible las veinticuatro horas de los siete días de la semana. No tendremos un horario regular de oficina porque pienso conseguir que esta división del Everest Group sea la que más beneficios reporte. ¿Alguna objeción?
–Ninguna, señor. Me dijeron que este trabajo requeriría mucha dedicación.
–Estupendo. Normalmente, no estaremos en este despacho. Me gustaría trabajar desde la casa que tengo en Bromley o desde mi apartamento aquí en Londres. Principalmente, tendremos que ir a escuchar actuaciones musicales por la noche.
–Perfecto, señor.
–Bien. En ese caso, pongámonos manos a la obra. Necesito que cree un archivo en el que guardar información de varios talentos. Le voy a enviar un correo con el nombre de las personas que trabajan para mí.
Astrid asintió y tomó notas mientras Henry continuaba explicando los términos del trabajo. A pesar del hecho de que la prensa lo hacía parecer un playboy, parecía que él había cultivado una serie de contactos que le vendrían muy bien para el mundo de los negocios.
–¿Algo más?
–Sí. Se me da muy bien encontrar promesas de la canción cuando los oigo en los locales de actuación, pero me gusta tener una segunda opinión.
–¿Y por qué cree usted que es eso?
–Bueno, creo que soy la típica persona que buscan la mayoría de esos músicos. Soy joven, social y conozco el ambiente. Creo que eso me ha dado un buen oído para captar las tendencias. ¿Y a ti, Astrid?
–Me encanta la música. Además, creo que parte de la razón por la que me contrataron es porque fui asistente personal de Daniel Martin.
–¿Qué clase de música te gusta?
–Algo que tenga alma. Sentimientos –respondió ella.
–Suena...
–¿Anticuado?
–No, interesante.
Astrid se marchó del despacho de Henry y trató de concentrarse en su trabajo, pero había disfrutado de su compañía más de lo que debería haberlo hecho para ser su jefe. Tenía que recordar que, efectivamente, Henry Devonshire era su superior. No tenía intención alguna de volver a empezar con el corazón roto y una cuenta bancaria en números rojos.
Henry observó cómo Astrid se marchaba. Su nueva asistente personal era mona, divertida y un poco descarada. El hecho de contar con ella para su equipo iba a hacer que su trabajo resultara mucho más divertido.
A pesar del hecho de que muchas personas creían que él no era nada más que un famoso proveniente del mundo del deporte y un filántropo, Henry tenía un lado serio. Le gustaba apostar fuerte, pero pocas personas sabían que trabajaba muy duro.
Era una lección que había aprendido de su padrastro, Gordon Ferguson. Conoció a Gordon cuando tenía ocho años. Dos años antes de que su madre y él se casaran. Gordon era el entrenador jefe de los London Irish aunque, por aquel entonces, sólo era uno de los ayudantes. Había ayudado a Henry a pulir sus habilidades en el rugby y lo había convertido en uno de los mejores capitanes de su generación.
El despacho de Henry estaba en el piso superior del edificio del Everest Group. Tenía unas bonitas vistas del London Eye al otro lado del Támesis, pero allí, él se sentía incómodo. Sabía que no podía trabajar en un lugar tan encajonado como aquél.
Necesitaba salir de allí, pero primero quería conocer un poco más a su ayudante y averiguar más sobre la tarea que tenía entre manos.
Al principio, le importaba un bledo ganar o no el desafío de Malcolm, pero, después de estar allí, su competitividad lo empujaba a tener éxito. Le gustaba ganar. Le gustaba ser el mejor.
Examinó los informes que Astrid le había preparado, tomando notas y tratando de no recordar lo largas que las piernas de Astrid le habían parecido bajo aquella falda tan corta. Y su sonrisa... Tenía unos labios gruesos y tentadores. En más de una ocasión no había podido evitar preguntarse cómo sabrían. Tenía la boca grande, los labios jugosos. Todo sobre ella resultaba irresistible.
Las aventuras en el trabajo no eran una buena idea, pero Henry se conocía y sabía que se sentía muy atraído por su ayudante. Decidió que no haría nada al respecto a menos que ella mostrara alguna señal de interés hacía él. Necesitaba a Astrid para ganar aquel desafío y, para ser sincero, para él era más importante ganar que empezar una aventura.
–¿Henry?
Astrid estaba en la puerta. Su cabello corto y rizado le acariciaba las mejillas. A Henry le encantaba la ceñida falda escocesa que llevaba puesta. Completaba su atuendo con unas botas hasta la rodilla que le hacían parecer alta. El jersey negro se le ceñía a los senos. Se dio cuenta de que se los estaba mirando fijamente cuando ella se aclaró la garganta.
–¿Sí, Astrid?
–Necesito bajar a la asesoría jurídica para hacerles llegar la oferta de Steph. ¿Te importa que no conteste el teléfono?
–No, en absoluto. Has sido muy rápida –comentó él, refiriéndose a los informes que Astrid le había preparado.
–Bueno, estoy aquí para complacer –respondió ella con una sonrisa.
–Pues lo has conseguido.
Astrid se marchó. Henry giró la silla para contemplar la hermosa vista que se dominaba desde su despacho. Siempre había sido un poco solitario y esto le había gustado, pero tener alguien que trabajara para él... Decidió que Astrid era como si fuera su mayordomo.