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Jake Banyon ya tenía bastantes problemas con el misterioso caballo salvaje que se dedicaba a robar las yeguas del rancho como para encima tener que vérselas con la fogosa Carly Paxton. La inesperada presencia de la hija de su jefe en el rancho, con la consiguiente invasión de su apreciada intimidad, suponía una amenaza para la solitaria vida que le gustaba llevar a Jake. La explosiva mujer era todo peligrosas curvas y, además, sus ojos hablaban de compromiso... justo la clase de mujer que Jake se había jurado evitar. Pero no había anticipado el intenso anhelo que despertó en su interior, ni el inesperado deseo de ser domado por el amor....
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Seitenzahl: 227
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Carolyn Joyner
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Atraccion inmediata, n.º 988 - noviembre 2019
Título original: Tough to Tame
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-679-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Si te ha gustado este libro…
La conversación telefónica de larga distancia empezó como siempre; Stuart «Stu» Paxton, que llamaba desde su casa en Nueva York, preguntó qué tal iban las cosas en su rancho de Wyonming. Sin embargo, la respuesta del capataz del rancho, Jake Banyon, no fue la de siempre.
–Me temo que tenemos un problema, Stu. Un semental desconocido está reuniendo un harén de nuestras yeguas. Ya se ha llevado tres.
–¿Un semental desconocido? No entiendo, Jake.
–Yo tampoco –contestó el capataz–. Lo cierto es que no tengo idea de dónde ha salido o a quién pertenece. Si es que pertenece a alguien. Da la sensación de ser un caballo totalmente independiente.
–No creerás que es un caballo salvaje, ¿no? –preguntó Stuart, en tono escéptico.
–No es imposible, Stu, aunque tiene todo el aspecto de proceder de una buena línea de crianza. Pero lo cierto es que solo lo he visto una vez, y de lejos.
–Tiene que haber llegado de algún sitio. No puede haber aparecido así como así de la nada.
–He puesto un anuncio en el Tamarack describiéndolo. Si alguien lo reconoce, supongo que lo reclamará. Entretanto, hago que algunos hombres busquen a diario su rastro. Me gustaría recuperar esas yeguas.
–Espero que tengas suerte. Ya me tendrás al tanto.
–Por supuesto –a continuación, Jake empezó a hablar de otros asuntos del rancho Caballo Salvaje, que llevaba casi un siglo en manos de la familia Paxton. A Stuart no lo atraía el negocio de criar ganado tanto como a sus antepasados, y dejó el rancho en cuanto terminó sus estudios. Desde entonces solo viajaba al rancho dos o tres veces al año. A pesar de que no tenía ninguna intención de volver a vivir allí, no se animaba a vender su herencia. No había tenido mucha suerte con los sucesivos capataces que se habían ocupado del rancho a lo largo de los años, pero últimamente se consideraba muy afortunado por contar con Jake Banyon. Durante los cuatro años que había durado su relación profesional, y a pesar de que Stuart era veinte años mayor que Jake, habían desarrollado unos fuertes lazos de mutuo respeto.
Jake aún estaba hablando cuando Stuart lo interrumpió.
–Siento interrumpirte, Jake, pero hoy te he llamado por un motivo ajeno a los asuntos del rancho. Necesito que me hagas un favor. Un favor personal.
Stuart sonaba nervioso, cosa que desconcertó a Jake. Si alguna vez había conocido a un hombre tranquilo y seguro de sí mismo, ese era Stuart Paxton. Nunca le había pedido un «favor personal», y él estaba dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa por Stuart.
Jake se había criado en un rancho, como Stuart, pero esa era la única similitud entre los primeros años de la vida de ambos hombres. Stuart fue a la universidad y luego tuvo éxito en el mundo de los negocios. El hogar de Jake estaba en Montana. Terminó sus estudios en el colegio, pero estaba demasiado enamorado de la chica con la que salía como para plantearse dejarla para acudir a la universidad, cosa que supuso una gran decepción para su padre. Pero trabajó como vaquero para este y hizo planes con Gloria para casarse en agosto.
Pero cuando llegó agosto, Gloria le devolvió su anillo y le comunicó que había conocido a otro.
–Lo siento –dijo, tranquilamente.
Jake se volvió loco. Tenía diecinueve años y creía que su vida había acabado. Todo el mundo trató de hacerle ver que no era así, que aquello no significaba nada. Amaba a una chica que había conocido a «otro», y no podía hacer nada al respecto. Nunca se había sentido tan impotente en su vida, sobre todo cuando Gloria se marchó y nadie quiso decirle a dónde.
Empezó a llevar una vida desordenada y a pasar de una mujer a otra, hasta que su padre se hartó y le dijo que despertara y «oliera el café».
–Estás bebiendo demasiado y ya no puedo fiarme de ti. Búscate otro trabajo.
Pasaron los años. La caída de Jake fue de mal en peor, y estaba a punto de tocar fondo cuando finalmente captó el «olor a café» del que había hablado su padre. Fue en el funeral de este, su madre había muerto hacía tiempo, cuando algo en su interior pareció ceder y vio una imagen dolorosamente clara de lo que se había estado haciendo a sí mismo por una chica que, probablemente, nunca lo amó. En aquel instante se prometió ser la clase de hombre que había sido su padre. Trabajaría duro y llevaría una vida sana y ordenada. Y, por supuesto, se haría cargo del rancho de la familia.
Pero el rancho ya no era de la familia. El banco ejecutó la hipoteca, y Jake, totalmente anonadado, trató de dar algún sentido a su desquiciada vida. Sus viejos amigos, sobre todo las mujeres, no comprendían por qué los evitaba ni por qué había dejado de acudir a sus bares favoritos.
Para romper radicalmente con el pasado, Jake dejó Montana y se fue a Wyoming a buscar trabajo. Casualmente, se detuvo en un pequeño pueblo llamado Tamarack. Mientras cenaba en una cafetería vio un anuncio en el periódico local en el que se solicitaba un capataz para un rancho. Así fue como conoció a Stuart Paxton, y Jake aún seguía asombrado de que este se hubiera arriesgado a contratar al vagabundo pesimista y quemado que era cuatro años atrás.
Lo que más lamentaba era que sus padres, especialmente su padre, no hubiera vivido lo suficiente para ver el hombre en que se había convertido. Trabajaba duro, estaba físicamente en forma, no bebía, no fumaba y no iba tras las mujeres. De hecho, había cambiado tanto que se había convertido en un solitario antisocial. Ese era uno de los motivos por los que le gustaba tanto el rancho Caballo Salvaje; estaba a ochenta millas de Tamarack, el pueblo más cercano, y la única manera de poner los ojos sobre una mujer era recorriendo aquella distancia, cosa que no sucedía a menudo. Su empuje sexual, en otra época descontrolado, estaba casi olvidado. Jake lamentaba haber malgastado su juventud. Debería haber ido a la universidad cuando Gloria rompió su compromiso con él. Debería haberse comportado como un hombre y haber seguido adelante con su vida en lugar de dejarse llevar por la auto compasión. Pero lo único que podía hacer era aceptar lo que fue en otra época y sentirse orgulloso de su nueva vida. Y creía sinceramente que todo lo que había conseguido había sido gracias a Stuart Paxton.
Ese fue el motivo por el que contestó:
–Por supuesto, Stu. Di lo que necesites y, si está en mi mano, lo haré.
–Gracias, Jake. Sabía que podía contar contigo. Esta es la situación: supongo que me has oído hablar en más de una ocasión de mi hija Carly.
–Claro, Stu –lo cierto era que Jake apenas recordaba a Stu mencionando a su hija, probablemente porque no le había interesado el tema. La mujer de Stuart había muerto hacía mucho tiempo, y recordaba vagamente que este mencionó las dificultades de criar a una hija sin su madre.
–Llevé a Carly al rancho un par de veces cuando era pequeña, pero cuando entró en la adolescencia decidió que no le gustaba, así que no la obligué a volver conmigo. Hace quince años que no va por allí. El caso es que el año pasado ha sido muy duro para ella, por el divorcio y todo eso, ya sabes, y me rompe el corazón verla tan infeliz. Se está esforzando tanto en recoger sus propios pedazos y empezar una nueva vida que se merece una medalla. Pero creo que aún no se ha hecho a la idea de que un hombre pueda ser tan despreciable como su ex marido.
Jake frunció el ceño, intuyendo algo tras el tono vacilante de Stuart.
–¿Qué quieres que haga?
Stuart respiró profundamente antes de responder.
–He estado pensando que le sentaría bien un cambio de aires. ¿Te importaría que la enviara al rancho a pasar una temporada?
Un repentino temor hizo que el todo el cuerpo de Jake se contrajera.
–Es tu rancho –murmuró.
–Pero tú estás a cargo de él, Jake. Es tu hogar, y si la presencia de Carly te resulta incómoda…
–No, no, Stu –interrumpió Jake bruscamente–. Carly será bienvenida aquí cuando quiera.
–¿Estás seguro?
–Por supuesto –Jake tenía la boca totalmente reseca. El rancho era una sociedad estrictamente masculina. Incluso el cocinero era un hombre. La casa era vieja y no estaba especialmente limpia. Jake era el único que la usaba; los otros hombres dormían en los barracones.
Pero Stuart ya sabía todo eso. Cuando iba al rancho solía utilizar una de las cuatro habitaciones de la segunda planta. En el armario de esa habitación tenía algunas botas y ropa para no tener que andar cargando con equipaje cada vez que iba.
En la planta baja no había dormitorios, lo que significaba que Carly dormiría arriba, como Jake. Este pensó en la posibilidad de trasladarse al barracón mientras durara la visita de la hija de Stu, pero odiaba tanto renunciar a su intimidad que enseguida rechazó la idea. Necesitaba su intimidad. No podía vivir con un montón de hombres. Y a los otros hombres tampoco les gustaría. Él nunca había tratado de hacerse amigo de ellos, y todo el mundo se sentiría incómodo si se trasladaba.
–Creo que Carly recuerda algunas cosas del rancho –dijo Stuart–. Cuando la llevaba allí de niña aún vivían sus abuelos. Creo que la tranquilidad del lugar le sentará bien. Además, algún día será dueña del rancho, así que no le vendrá mal pasar una temporada en Wyoming.
–Lo que tú digas, Stu –a Jake le maravilló la tranquilidad de su voz en contraste con su errático pulso y el sudor de las palmas de sus manos. Hacía cuatro años que todo era perfecto. La presencia de una mujer en el rancho cambiaría hasta el aire que respiraban. Los hombres fumaban, mascaban tabaco, escupían y maldecían cuándo y como les venía en gana. Contaban chistes verdes y hacían crudas referencias a las mujeres en general, a pesar de que la mayoría de ellos estaban casados o tenían novias y, si fuera necesario, defenderían la reputación de estas hasta la muerte.
Pero Stuart también estaba al tanto de todo eso. Había crecido entre vaqueros y sabía que, a pesar de que hablaran mal y fueran duros con otros hombres, siempre se mostraban respetuosos, e incluso tímidos, con las mujeres.
Jake tuvo que reconocer que no eran los hombres lo que le preocupaba respecto a la presencia de Carly en el rancho; era él mismo. Le gustaba su posición. Le gustaba comer con los demás en el comedor y no tener que preocuparse por las comidas. ¿Cómo se tomaría Carly tener que comer con un montón de hombres desconocidos?
Pero Stuart debía saber lo que hacía, y Jake sabía que no era asunto suyo sugerirle que a su hija podrían no gustarle las costumbres del rancho.
–¿Cuándo crees que vendrá?
–Dentro de una semana, más o menos. Te avisaré en cuanto lo sepa con exactitud.
–¿Quieres que vaya a recibirla al aeropuerto de Cheyenne?
–No, creo que contrataré un helicóptero para hacer el trayecto de Cheyenne al rancho. Me pondré en contacto contigo en cuanto todo esté arreglado.
–De acuerdo –dijo Jake.
Cuando colgó, sintió que la vida que había creado para sí mismo en aquel precioso rincón de Wyoming empezaba a desvanecerse. Una parte racional de su cerebro le decía que no debía asustarse y sacar conclusiones precipitadas. Después de todo, Carly Paxton podía ser una persona encantadora que encajara tan bien en el rancho que nadie notara su presencia.
–Sí, claro –murmuró, frunciendo le ceño mientras salía al amplio porche delantero. Aquel era su lugar favorito al atardecer. Cuando hacía buen tiempo, como en aquellos momentos, a finales de junio, solía pasar muchas tardes allí fuera. Era un buen lugar en el que pensar y organizar el trabajo semanal de los hombres. Las estaciones determinaban en gran medida el ciclo de trabajo en los ranchos, pero siempre quedaba por decidir qué hombres se ocuparían de qué cosas.
Tras ocupar una silla, Jake respiró profundamente, tratando de liberarse del nudo de ansiedad que sentía en el estómago. Aquel ejercicio hizo que en su mente surgiera una pregunta: ¿quién era él en aquellos momentos? No era el mismo hombre que fue cuando Gloria lo dejó, ni tampoco era como los otros vaqueros del rancho. Tampoco podía compararse a Stuart, que poseía un talento casi mágico para ganar dinero y que vivía en un mundo mucho más grande que el suyo.
La palabra «inadaptado» entró en su mente, y suspiró. No podía negar que fuera un inadaptado, ni tampoco el resentimiento que aún sentía hacia las mujeres por lo que le hizo una en el pasado. ¿Pero no era extraño que no se hubiera librado ya de aquel resentimiento a pesar de haber dejado de ver a Gloria hacía tanto tiempo?
Apretó los labios. Odiaba los momentos en que trataba de analizarse a sí mismo. Él no era peor que los otros hombres del rancho. Todo el mundo tenía sus problemas, y no todos tenían soluciones para ellos. Superaría la visita de Carly y, entretanto, rezaría para que su estancia en el rancho fuera breve.
Aparte de preocuparse, ¿qué más podía hacer?
Aquel paseo en helicóptero era la mejor parte del viaje, pensó Carly mientras contemplaba desde lo alto el paisaje de Wyoming.
Conservaba algunos recuerdos de cuando iba allí de niña, pero la belleza de las distantes montañas y de los enormes valles que se extendían a sus pies la tenían facinada. Contemplar aquel paisaje le producía un sentimiento de serenidad que no experimentaba desde hacía mucho tiempo.
En realidad no quería ir a Wyoming, pero había aceptado la sugerencia de su padre para aliviar la preocupació de este. Le había causado muchas preocupaciones durante el año anterior, y había decidido que aquel viaje a Wyoming era un sacrificio muy pequeño si hacía que su padre se sintiera mejor. Pero contemplar todo aquello no suponía ningún sacrificio.
El piloto le tocó el brazo para llamar su atención.
–Ya estamos llegando –dijo–. Vamos a aterrizar en esa explanada que hay a la derecha de la casa –el helicóptero empezó a descender.
Carly observó el lugar que había indicado el piloto y sonrió al encontrarse recordando con nostalgia la casa de dos plantas con su gran porche y los numerosos árboles del patio. Tratando de asimilarlo todo de una vez, deslizó la mirada a los establos, los cobertizos y los corrales. Cuanto más bajaba el helicóptero, más detalles podía ver.
Entonces, un movimiento captó su mirada y vio a dos hombres a caballo que parecían cabalgar tras un caballo suelto. ¿Trataban de atraparlo? Por algún motivo, quiso saber qué estaba pasando.
–¿Puedes acercarte un poco a esos tres caballos? –preguntó al piloto.
–Por supuesto.
El helicóptero giró a la derecha y siguió bajando hasta quedar justo por encima de los árboles. Carly vio que los dos jinetes alzaron la mirada y supo que el helicóptero los había sorprendido. Casi al mismo tiempo tuvo una visión nítida del caballo que cabalgaba sin jinete.
–Oh, es magnífico –murmuró, maravillada. El caballo era negro como el carbón, y su lomo brillaba a causa del sudor bajo la luz del atardecer. ¿Por qué lo perseguirían aquellos hombres con tanto afán? ¿Se habría escapado?–. ¿Qué crees que está pasando? –preguntó al piloto.
–Parece que los jinetes tratan de lazarlo. Los dos llevan sus lazos dispuestos.
–Oh, sí, ahora los veo.
El caballo negro desapareció repentinamente tras un grupo de árboles, seguido unos instantes después por los dos jinetes. Carly sintió una punzada de decepción. Le habría gustado comprobar cómo terminaba la persecución.
–¿Aterrizamos ya? –preguntó el piloto.
–Sí, por supuesto. Gracias por el rodeo.
–De nada. Como ya te he dicho cuando nos hemos conocido, he traído aquí a tu padre muchas veces. El también suele pedirme que dé algunos rodeos durante el trayecto.
Carly sonrió.
–De tal palo tal astilla –dijo. Le gustaba que la compararan con su padre, aunque sabía que sus personalidades eran muy diferentes. Él era mucho más tranquilo, y poseía un talento especial para los negocios del que ella carecía.
También le habría gustado heredar la increíble capacidad de su padre para juzgar el carácter de las personas. Ella carecía de esa capacidad, y su desastroso matrimonio era una prueba muy clara de ello. No sabía si alguna vez podría volver a fiarse de sí misma para juzgar el carácter de un hombre. Aunque lo cierto era que en aquellos momentos no tenía la más mínima prisa por volver a establecer una relación «romántica» con uno. Su cuerpo y su mente se retraían ante la mera posibilidad. Tendría que pasar mucho tiempo para que volviera a caer en aquella trampa. De hecho, había llegado a creer que todo el concepto del romance no era más que una manipulación de los medios de comunicación para vender revistas y otros productos mucho más caros a mujeres que creían que no podían hacer nada sin un hombre a su lado. Afortunadamente, ella ya no pertenecía a aquella categoría. Se había transformado en una dura realista, con los pies en la tierra y ajena a todo lo que oliera a románticismo.
El piloto, un hombre maduro y de carácter agradable, le devolvió la sonrisa.
–No hay nada malo en ello.
Carly volvió a sonreír, pero no dijo nada más. Estaban a punto de aterrizar y se había fijado en un hombre alto vestido con vaqueros, camisa, botas y sombrero que se hallaba en el borde del terreno sobre el que iban a aterrizar.
Jake se había acercado nada más oír el helicóptero. Había fruncido el ceño al ver que giraba en otra dirección, pero no había podido seguir su curso con la vista y había esperado allí hasta su regreso.
Se sentía claramente nervioso ante su primer encuentro con la hija de Stuart. Lo cierto era que no había dejado de estar nervioso desde su conversación con Stu, cuando le dijo que Carly sería bienvenida en el rancho cuando quisiera. Pero eso no era cierto, y durante aquellos días no había dejado de desear que la hija de Stu decidiera cancelar su viaje.
Y le había puesto aún más nervioso que, en lugar de aterrizar de inmediato, el helicóptero se hubiera desviado de su trayecto. Ya que el piloto no tenía necesidad de hacer algo así, dedujo que había sido una ocurrencia de Carly.
¿Y por qué no iba a querer echar un buen vistazo al rancho?, se recriminó. A fin de cuentas, no había vuelto allí desde que era niña.
Aquel argumento, aunque razonable, no sirvió para mejorar el oscuro humor de Jake. Si Carly estaba dispuesta a adoptar una actitud prepotente por ser la hija del dueño, no existía la más mínima posibilidad de que se llevaran bien. ¿Y cómo afectaría a su relación con Stu el hecho de que no se llevara bien con su hija?
Jake apretó los labios, tenso. No podía permitir que nada estropeara su relación laboral con Stu. Carly y él debían llevarse bien, aunque ello implicara tener que someterse a sus caprichos. Mascullando una maldición, contempló el helicóptero hasta que se posó en tierra.
El piloto paró el motor y Jake se encaminó hacia el aparato. Una incómoda premonición hizo que se le encogiera el estómago. Intuía que su vida iba a cambiar radicalmente desde aquel momento.
–Maldición –murmuró entre dientes–. Maldición.
Carly soltó el cinturón de seguridad sin apartar la mirada del hombre que caminaba hacia el helicóptero. Debía ser Jake Banyon, aunque no se parecía en nada a lo que había esperado. ¿Por qué había pensado que el capataz del rancho sería un hombre mayor? Ella se acercaba a los treinta, y Banyon parecía tener la misma edad. Además, se había llevado otra sorpresa: ¡era muy atractivo! Observando su alta figura, enfundada en unos gastados vaqueros y en una camisa azul de trabajo, y los atractivos, aunque duros rasgos de su rostro, Carly sintió un inconfundible revoloteo sexual en la boca del estómago.
Su reacción la sorprendió y de inmediato la irritó, haciéndole apretar los labios. Probablemente, aquella visita iba a ser más corta de lo que había planeado, a pesar de que había preparado el equipaje para una larga estancia en caso de que le gustara el rancho.
«Papá debería haberme dicho que Banyon era un hombre joven y atractivo. ¿Por qué no lo mencionó?»
El piloto bajó del helicóptero, saludó a Jake y rodeó el aparato para abrir la puerta de Carly. En cuanto esta puso los pies en tierra, Jake se acercó, se quitó el sombrero con una mano y alargó la otra hacia ella.
–Jake Banyon –saludó, sin sonreír–. Bienvenida al rancho Caballo Salvaje.
–Gracias –replicó Carly. Estrechó la mano de Jake rápidamente y la retiró como si acabara de tocar algo venenoso. El contacto con la encallecida mano del capataz le produjo tal impresión que estuvo a punto de sufrir un ataque de pánico allí mismo.
«¡Dios santo!», pensó un instante después. «Solo nos falta olisquearnos y gruñir para parecer dos perros desconocidos y recelosos».
Era cierto. Jake se había quedado conmocionado al ver que Carly era alta, delgada, con unos asombrosos ojos verdes y el pelo negro y largo. Había esperado ardientemente que fuera una mujer normal y corriente, muy «normal y corriente», y no lo era.
Los pensamientos de Carly eran parecidos e igualmente inquietantes. Banyon tenía los ojos más azules que había visto en su vida, el pelo oscuro como el azabache y la piel morena y curtida por la vida al aire libre. No había calidez en aquellos increíbles ojos, pero resultaban muy atractivos a pesar de su evidente cautela. Estaba convencida de que pasaría mucho tiempo antes de que un hombre volviera a afectarla, pero allí estaba, sintiéndose febril y aturdida ante un maldito vaquero. Aquello era totalmente inaceptable, y cualquier resto de pánico que hubiera sentido unos minutos antes fue sustituido por la desafiante resolución de permanecer en el rancho de su familia tanto tiempo como quisiera. No iba a permitir que un vaquero atractivo la asustara.
El piloto estaba sacando el equipaje del helicóptero. Era un tema seguro, y Jake lo utilizó para dejar de pensar en la impresionante figura de Carly, a su gusto, provocativamente realzada por unos vaqueros ceñidos y una blusa a rayas azules y rojas.
–Voy a apartar tu equipaje del helicóptero –dijo–. Luego te acompañaré a la casa. Haré que un par de hombres se ocupen de llevar las maletas.
Carly estuvo a punto de replicar que no hacía falta que la acompañara a la casa, que sabría encontrar el camino por su cuenta. Pero logró contenerse y murmuró:
–Me parece bien –mientras Jake se acercaba a las maletas, murmuró–: Ese detalle ha sido por ti, papá.
No era culpa de Banyon que su aspecto y edad la hubieran inquietado, y tampoco podía condenar a su padre por no haberle descrito mejor al capataz. Probablemente, su padre ni siquiera se habría fijado en que era un hombre peligrosamente atractivo.
Además, había notado que él estaba tan sorprendido como ella. Aquella no era una situación especialmente cómoda para ninguno de los dos. Ella sabía que había un barracón en el que vivían los vaqueros y que Jake era la única persona que vivía en la casa. Sabía que había una cocina aparte y que los hombres comían en un comedor adyacente. Su padre le había recalcado aquellos detalles y le había dicho que podía comer con los hombres o prepararse sus propias comidas en la casa. Su consejo final había sido que, sobre todo, se relajara y disfrutara.
Se volvió para contemplar los pacíficos campos verdes que se extendían a lo largo de innumerables millas en todas direcciones, alcanzando por el Oeste los pies de las colinas y finalmente las montañas. Habría que buscar mucho para encontrar un lugar mejor en el que relajarse, pero algo le dijo que le habría costado mucho menos conseguirlo si Banyon hubiera tenido veinte años más y hubiera sido calvo y patizambo.
No le gustaba nada su inesperada reacción física hacia él. ¡Necesitaba más tiempo para recuperarse! Las heridas emocionales provocadas por su terrible farsa de matrimonio aún no se habían cerrado, y la mera idea de un nuevo romance le hacían estremecerse. El romance era una mera ilusión que los hombres utilizaban para conseguir tener a las mujeres donde querían. Solo empezaban a mostrar su verdadera personalidad cuando lograban eso, y entonces, sus mujeres podían echarse a temblar.
Suspirando, apartó aquellos desagradables pensamientos de su mente y contempló a Banyon y al piloto mientras apartaban el equipaje del helicóptero. En aquel instante decidió que, por muy atractivo que encontrara a Banyon, este nunca llegaría a saberlo, sobre todo porque ella no iba a permitir que algo tan intrascendente como una atracción física le hiciera perder el sentido común. Sabía a ciencia cierta que aún no estaba preparada para mantener más que una amistad muy distante con cualquier miembro del sexo opuesto.
Tras estrechar la mano de Banyon, el piloto se despidió de Carly y subió a la cabina del helicóptero. Carly se apartó del aparato y se acercó a su equipaje.
–Las maletas estarán bien aquí unos minutos –dijo Jake–. Ahora podemos ir a la casa.
–De acuerdo –contestó Carly, sin mirarlo, y empezó a caminar cuando él lo hizo. El helicóptero despegó y la turbulencia provocada por la hélice agitó su pelo. Mientras se lo alisaba con una mano, miró rápidamente a Banyon–. Espero que esta visita no sea una intrusión –dijo.
–No te preocupes por eso.
–Pues tú lo pareces –espetó Carly, sin poder contenerse.
–¿Qué parezco?
–Preocupado. Pero no hace falta que lo estés. Prometo no darte la lata.