Atrapado por la tentación - Cynthia St. Aubin - E-Book

Atrapado por la tentación E-Book

Cynthia St. Aubin

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Beschreibung

Una serie de televisión sobre la vida real de los hermanos Renaud despertó el interés de Shelby Llewellyn en el hermano artista y oveja negra de la familia. Shelby, comisaria de exposiciones, estaba decidida a conseguir que Bastien Renaud hiciera una exposición en su galería para demostrarle a su padre su valía profesional. Cuando ambos se quedaron aislados por una nevada en el refugio de Bastien, surgió la pasión. ¿Podría llegar aquella relación a un final feliz a pesar de la diferencia de edad y del pasado de Bastien?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Cynthia St. Aubin

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atrapado por la tentación, n.º 2186 - agosto 2024

Título original: Trapped with Temptation

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410740273

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

¿Por qué justo ella?

Sebastien Renaud, Bastien para los pocos que no se cruzaban de acera al verlo, sabía que era absurdo hacerse esa pregunta.

La botella de cerveza sin alcohol le humedecía la mano, y por primera vez en diez años, volvió a sentir el impulso de anestesiarse, de huir de la realidad.

La mujer que se sentaba a varias banquetas de distancia en la barra fingía leer algo en el móvil mientras confiaba en que él notara su presencia.

Pero eso ya había sucedido hacía horas.

Primero, en el servicio de alquiler de coches que había al otro lado de la única cafetería que servía un café decente en Bar Harbor. Más tarde, fisgoneando en Got Wood, la tienda de dos pisos en la calle principal que vendía suvenires, de la que él era dueño y a la que abastecía de piezas en sus visitas mensuales a la ciudad.

En aquel momento, estaba en su bar. Bueno, técnicamente, no era suyo, pero a las dos de la tarde de un martes en pleno invierno, lo habitual era que lo tuviera para él solo, tal y como le gustaba.

–¿Otra?

Sergei, un hombre corpulento de barba negra poblada se secó las manos en un trapo y descansó contra la barra de madera que Bastien le había ayudado a barnizar antes de que cayeran los turistas.

A Bastien le agradaba el local por su combinación de bebidas refrescantes y conversaciones monosilábicas, pero aquella tarde el dueño se mostraba particularmente atento con la nueva clienta.

En todos los años que llevaba viviendo en una ciudad invadida regularmente por visitantes de temporada, nunca había visto a nadie que se esforzara tanto por parecer un turista.

Llevaba un gorro de lana rosa con la insignia del parque nacional Arcadia; botas de montaña inmaculadas con una suela completamente inadecuada para la nieve; un jersey de cachemira blanco bajo un chaleco de vellón; mallas térmicas que proporcionaban una visión tentadora de sus moldeadas piernas y nalgas, pero que no soportarían la temperatura exterior.

Carraspeando, la mujer aleteó las pestañas y contestó a Sergei:

–¿No tendrá whisky Cuatro Ladrones, ¿verdad?

Oír el nombre de la destilería de sus hermanos en la misma voz que hasta entonces solo había escuchado grabada resultó perturbador. En los audios, no resultaba tan dulce.

–Por supuesto –dijo Sergei–. ¿Cómo lo quiere?

–Solo –dijo ella–. He oído que se debe tomar a temperatura ambiente.

Le estaba dando el pie. O eso pretendía, puesto que Bastien, como ella bien sabía, era uno de los ladrones. Ella y, desafortunadamente, todo el mundo, desde que la serie Los chicos malos del alcohol, se había convertido en el éxito de la temporada.

Aunque él solo había aparecido en algunos episodios y en contra de su voluntad, su apacible vida se había visto alterada por una sucesión de productores, directores, reporteros y demás carroña. Y por ella: Shelby Llewellyn, copropietaria de una galería de arte en el distrito de la Misión de San Francisco e hija de Gerald Llewellyn, un magnate de la tecnología de Silicon Valley. Además de coches clásicos, jets privados y yates Lamborghini, la extensa colección de Llewellyn incluía numerosas obras de arte y a sus autores.

Bastien suponía que esa era la razón de que su hija llevara un año llamándolo todos los jueves a las once de la mañana. El mensaje era siempre el mismo, aunque el tono alternaba entre el entusiasmo y la brusquedad.

 

Mi padre ha visto una de tus esculturas en Los chicos malos del alcohol. Es un gran fan de tu trabajo. Le gustaría saber si estás interesado en hacer una exposición en nuestra galería. Llámame cuando puedas.

 

Lo que resultó ser nunca.

Sintiendo sus ojos clavados en él, bebió la cerveza tibia que quedaba en la botella mientras se preparaba para el inevitable asalto.

–Lo siento –comenzó ella–. Espero no molestarte, pero ¿no eres…?

–Estoy cansado de que la gente haga preguntas cuya respuesta ya sabe, Shelby Llewellyn.

Ella se enderezó en la silla y se giró para mirarlo de frente, y cuando sus miradas se cruzaron, Bastien agradeció haber ayudado a atornillar los taburetes al suelo.

Shelby Llewellyn era un ángel. Pero no uno etéreo y asexuado, sino un ángel terrenal con unos labios como pétalos de rosa, grandes ojos marrones y un halo de rizos dorados. Nada que ver con la imagen distante y severa de la página web de la galería.

–¿Quieres dejarme en paz o voy a tener que llamar al sheriff Dawkins para que te arreste por acoso?

–El sheriff Dawkins no te echaría una mano ni aunque ardieras en llamas –dijo Sergei, dejando una cantidad generosa de líquido ámbar delante de Shelby–. Ni creería que una bonita mujer te estaba acosando.

Bastien apretó la botella con fuerza.

–No recuerdo haber pedido tu opinión.

El camarero levantó las manos y retrocedió.

Era listo.

–Supongo que no tiene sentido fingir que ha sido una afortunada coincidencia –Shelby se llevó el vaso a los labios, bebió un sorbo y tosió.

Con las mejillas enrojecidas, se palmeó el pecho y alargó la mano hacia el agua.

–Ni pretender que te gusta el whisky –apuntó Bastien.

–Sí me gusta, aunque no suelo beberlo sin hielo –replicó ella con voz ronca–. No quería cometer un error de neófita.

Una vez recuperada, alzó el vaso a modo de invitación muda. Bastien negó con la cabeza.

–No toco la bebida.

Ella arqueó una ceja

–¿Qué opinan tus hermanos al respecto?

Bastien no pudo evitar pensar en sus hermanos y en el papel que cada uno de ellos había desempeñado para convertirlos en ladrones eficaces. Con nombres más propios de un delfín de Francia, se colaban en chatarrerías y desguaces, recuperando los artículos que su padre, Charles «Zap» Renaud, necesitaba para construir los alambiques con los que destilar alcohol ilegal o para venderlos por dinero en efectivo.

Laurent, Law, el más joven y el más alto, era los ojos, siempre atento a oportunidades o peligros. Rainiero, Remy, un par de años mayor que Law, había sido las manos. No había cerradura que se le resistiera o motor que no pudiera arreglar. Augustin, apenas diez meses más joven que Bastien, había sido la labia, capaz de entrar o salir de cualquier situación usando su capacidad de convicción. Y Bastien; el cerebro y la fuerza.

–Espero que mis hermanos tengan cosas más importantes de las que preocuparse –dijo, sintiendo una inesperada punzada de orgullo.

Los gemelos de Law acababan de empezar a caminar sobre sus piernas regordetas, pastoreados por su madre, Marlowe Kane, y por una pléyade de empleados de la destilería. Remy estaba usando el gigantesco fajo de dinero que había recibido por la venta de su parte de la destilería al hermano de Marlowe para llevar a su hija de diez años y a su prometida, Cosima, a un crucero privado por el Mediterráneo.

En cuanto a Augustin, prefería no pensar en él.

–Acabo de oír que han renovado por otra temporada –comentó Sergei, añadiendo hielo y soda al whisky de para suavizárselo–. Seguro que es bueno para el negocio.

Bastien apartó la mirada al ver que ella sacaba una cereza de la copa y la mordisqueaba.

–¿Vas a decirme qué quieres? –dijo sin mirarla.

Ella se desplazó una banqueta hacia él y Bastien pudo oler su deliciosa fragancia a vainilla y lavanda.

–Quiero hacer una exposición monográfica de tu obra en la galería Llewellyn, en San Francisco.

Bastien se giró para mirarla.

–¿Has venido hasta aquí para decirme lo mismo que por teléfono?

Ella ladeó la cabeza y lo miró con los ojos entornados.

–¿Quieres decir que has escuchado los mensajes?

–Algunos –mintió él.

«Algunos de ellos, numerosas veces».

–¿Y has optado por ignorarlos?

–Que no haya contestado no quiere decir que los haya ignorado –Bastien volvió a colocarse de frente a la barra, ofreciéndole el perfil.

Shelby respondió ocupando la banqueta que quedaba junto a la de él.

–¿Vas a darme una contestación?

Bastien sintió la cabeza a punto de estallarle.

–No.

–«No», no me contestas o «no», no vas a hacer la exposición.

La rodilla de Shelby rozó el muslo de Bastien en el preciso momento en el que su voz adquirió un timbre sensual. El cerebro de Bastien flotó, liviano y etéreo como un globo, una señal irrefutable de que la sangre se le estaba acumulando por debajo de la cintura.

Tenía que levantarse.

–El que prefieras –se puso en pie y dejó dos billetes de veinte en la barra–. Por mi consumición y la de ella –dijo a Sergei, que en aquel momento le daba la espalda.

El sonido de una campanilla marcó su salida. Una ráfaga de viento helado le azotó el rostro cuando salió a la calle, que estaba prácticamente desierta.

Nunca se cansaría de aquella sensación.

De niño, en Terrebonne Parish, solía pensar en el pantano como un ser vivo que con su caliente y húmedo aliento le pegaba la camisa a la espalda y hacía que la sal se le metiera en los ojos. La primera vez que había sentido frío de verdad había sido una experiencia mística. Al inspirarlo había llegado al fondo de sus pulmones, endureciéndolos como diamantes y al exhalarlo en una nube blanca, se había sentido purificado.

–¡Sebastien!

Bastien miró por encima del hombro y vio a Shelby corriendo hacia él, con una parka colgada del brazo. Chocó con una masa de nieve gris y compacta y, a cámara lenta, aleteando los brazos para mantener el equilibrio, sus flamantes botas patinaron en el hielo. Bastien se abalanzó sin pensárselo, sujetándola por el brazo mientras ella perdía pie y, en el proceso, casi lo arrastraba a él. Tras una breve y aparatosa danza acompañada de una colorida retahíla de maldiciones, Bastien consiguió frenar el remolino tirando de ella hasta pegarla a su cuerpo. Sus alientos se mezclaron en bocanadas de vaho mientras él la miraba a los ojos, en los que todavía se reflejaba la sorpresa de haber resbalado.

Sus nudillos presionaban el pecho de Bastien allí donde se había asido a su abrigo, sus senos se amoldaban a su torso y su muslo estaba peligrosamente próximo a la parte del cuerpo de Bastien que se endurecía con cada segundo que pasaba al tiempo que aumentaba la tentación de inclinar la cabeza hacia su boca.

Porque Bastien habría querido sentir cómo los copos de nieve se derretían en sus labios y saborear su dulce y sedosa lengua; saciar el hambre causada por la soledad de su elegido aislamiento. Un aislamiento necesario para proteger a sus seres queridos.

Aquel pensamiento sirvió para terminar con aquel momento de debilidad tal y como debía acabar: con ella yendo a su hotel y él, a su casa.

–¿Cómo se te ocurre correr por una acera helada con esas botas?

Bastien retrocedió dos pasos y recogió el abrigo del suelo

–¡Abrígate!

Lo mantuvo abierto, agradeciendo que sus manos estuvieran ocupadas y no pudieran entretenerse en atrapar un mechón de seda que se habían soltado de su moño y que parecía tan suave como la piel de su cuello.

Ella estiró los brazos para meterlos en las mangas.

–¿Ni siquiera te lo vas a plantear?

Bastien cerró la cremallera sobre la curva de sus pechos.

–¿Qué te hace pensar que no lo haya hecho?

Los copos caían más rápidos, punteando sus pestañas.

–Si es así, al menos una parte de ti debe de estar interesada –apuntó ella.

«Desde luego que sí». Y cuanto más tiempo permanecía allí, mirando fijamente la única peca que tenía junto a los labios, más interesada estaba esa misma parte.

–¿Dónde demonios está tu bufanda? –preguntó.

–No tengo –dijo ella–. No había planeado pasar tiempo al aire libre.

Bastien se quitó la suya y se la enrolló alrededor del cuello, luego metió los extremos por debajo del abrigo.

La mirada de ella se suavizó al tocar con sus dedos el nudo de lana azul y gris.

–No puedes dármela. Parece hecha a mano.

–Efectivamente y no tengo intención de dártela –Bastien se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia su camioneta–. Puedes enviármela por correo.

–¿No deberías darme tu dirección? –preguntó ella.

Bastien sonrió a su pesar. Tenía que reconocer que era tenaz.

–Envíala por correo aquí –dijo, señalando el escaparate de Got Wood–. Laney se encargará de dármela.

Las bisagras congeladas de la puerta de la camioneta chirriaron; trepó a la cabina y encendió el motor. Esperó mientras el desempañador funcionaba para asegurarse de que ella se cobijaba en la tienda y solo entonces puso el vehículo en marcha.

Lo que normalmente era un viaje de treinta minutos le llevó casi una hora por culpa de la tormenta y aunque Bastien se sintió aliviado al tomar el desvío que serpenteaba hacia su propiedad, no pudo librarse de una incómoda inquietud.

Esa sensación incluso aumentó cuando estacionó la camioneta en el garaje que había terminado justo a tiempo para el invierno. Cumplir con sus rutinas una vez dentro de la casa no consiguió calmar su mente. Ni quitarse las botas en el vestíbulo, ni colgar las llaves en el gancho junto a la puerta principal, ni encender un fuego en la antigua estufa de leña, ni reponer la ordenada pila de troncos. Ni siquiera poner en marcha el tocadiscos y prepararse un café. Después, intentó concentrarse en la lectura, pero se levantó de un salto después de solo cinco minutos y empezó a caminar de un lado a otro, algo que no había hecho desde antes de salir de prisión. En ambas ocasiones, la sensación era la misma: no cabía dentro de sí.

Bastien miró la pantalla del teléfono. No había notificaciones.

Si al menos pudiera confirmar que Shelby había regresado a su hotel sana y salva podría relajarse. Averiguar dónde se alojaba sería sencillo y sabía exactamente por dónde empezar.

–Un gran día para abastecerse de madera. Aquí Laney.

La frase bastó para que Bastien visualizara a la encargada de su tienda. Baja, con mirada risueña y aspecto de duende, había aparecido un día y, básicamente, se había negado a marcharse hasta que él le había ofrecido el puesto, solo para que lo dejara en paz.

El acuerdo había funcionado incluso mejor de lo esperado y, como él no tenía la menor inclinación a tratar con gente, ella había ido asumiendo las responsabilidades diarias de la venta.

–¿No te he dicho que esa no es manera de contestar el teléfono?

Se oyó un resoplido de paciencia al otro lado de la línea.

–He visto que eras tú en el identificador de llamadas, Batman.

Bastien se pellizcó el puente de la nariz.

–Por enésima vez: ¿podrías dejar de llamarme eso?

–No –contestó, risueña.

–¿Por qué sigues en la tienda? Te dije que cerraras temprano y te fueras a casa antes de que llegara la tormenta.

–Teniendo en cuenta que mi casa está exactamente un piso por encima de donde estoy ahora mismo, dudo que me cueste llegar .

Bastien adoptó un tono informal y preguntó:

–¿Ha pasado alguien por ahí después de que me fuera?

–Si te refieres a la rubia que parecía sacada de un catálogo, la respuesta es sí.

–¿Habéis hablado?

–Hablo con todo el que entra en la tienda. Atiendo muy bien a los clientes. Si pasaras más de diez minutos al mes por aquí, lo sabrías.

–¿Mencionó dónde se alojaba? –preguntó Bastien, ignorando la indirecta.

–En la pensión La Alondra.

Bastien relajó los hombros. La pensión era cálida y acogedora, y quedaba a poca distancia de la tienda.

–¿Hablasteis de algo más?

–Compró el horroroso cuenco que llevo intentando colocar desde hace meses y me preguntó cómo llegar a tu casa.

–Supongo que le diste la dirección.

–¿Crees que soy tonta, Batman? Si sigue las direcciones que le di, terminará en la granja de arándanos de los Kreb, programará el GPS y volverá a la ciudad.

–¡Mierda!

El café saltó de la taza al dejarla Bastien bruscamente y dirigirse a la puerta.

–¿Qué pasa? –preguntó Laney.

–Esa granja está en medio de una zona sin cobertura. No va a poder usar el GPS.

–¿Desde cuánto te importa que maree a los periodistas?

–¡Desde que no es una periodista! Einclusosilofuera,noenvíasaalguienalmediodelanadaen una tormenta como esta.PorelamordeDios,piensa,Laney.

Resultómásseverodeloquepretendía y se arrepintió al instante.

–Apreciolacreatividad–dijorápidamentemientras salíadelacasa–,pero te agradecería que te ciñeras a pequeñas travesuras.

La risa de Lenay alivióunpocolatensión.

–Vale,Bruce.

Bastiencerródegolpe la puertadelacamionetayencendióelmotor.

–¿Bruce?

–Batmansincapa–dijo ella. Ycolgó.

Bastien dio marcha atrás a más velocidaddeloaconsejabledadaslascondicionesmeteorológicasygiróhaciaelestrechocaminode entrada.Echóun vistazo alapantalladel salpicaderoehizounosrápidoscálculosmentales.

HabíadejadoaShelbyexactamenteunahorayonceminutosantes, así que tardaríaunahoraymediaenllegarhastadonde se encontraba.

Al llegar al cruce con la carretera, miró a la izquierda y pisó el acelerador, pero algo en su visión periférica hizo que frenara. Inicialmente solo fue una mancha, un fantasma gris entre ráfagas de nieve.

Solo cuando bajó la ventanilla del lado del copiloto y aguzó la mirada se dio cuenta de lo cerca que había estado de atropellar a Shelby Llewellyn.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Shelby intentó atravesar con la mirada la cortina blanca que la rodeaba mientras pequeños trozos de hielo le golpeaban los ojos y las mejillas. Detrás quedaba el todoterreno con una rueda hundida en una zanja al borde de la carretera. Había seguido al dedillo las instrucciones de su padre y de su hermano en caso de derrapar en la nieve: mantener la calma, evitar frenar bruscamente, girar el volante en contra de la marcha. Aun así, se había salido de la carretera.

También, siguiendo instrucciones, permaneció en el coche… hasta que se le acabó la batería del móvil. En el último momento, había visto en el mapa que estaba a medio kilómetro de la propiedad de Bastien Renaud. No había contado con que fuera a estar tan lejos del pueblo, ni con que la encargada de la tienda le diera las direcciones equivocadas.

De haberlo sabido, no habría acabado el café antes de recoger lo imprescindible y usar el peso de su cuerpo para abrir la puerta. Una vez fuera, ocultó el rostro en la bufanda y aspiró el embriagador aroma de Bastien Renaud. A los dos minutos de caminar, empezó a sentir un entumecimiento general. A los cinco, empezó a tambalearse. A los diez, apenas podía caminar. A los veinte, una forma oscura surgió del éter emitiendo sonidos que Shelby finalmente reconoció como palabras.

–¿Qué? –gritó ella.

Perdió contacto con el suelo al tiempo que chocaba con algo. Alzó la mirada y por un momento pensó que se había caído sobre una montaña de nieve, hasta que notó que la supuesta montaña se movía y… maldecía.

Girando la cabeza, vio la parte de debajo de una mandíbula, una nariz y una boca de la que salían, envueltas en vaho, las palabras más soeces que hubiera oído nunca.

Cambió bruscamente de postura y se sintió propulsada a un universo cálido y confortable, con un olor que le recordó a ropa limpia. Luego oyó un golpe seco seguido de un jadeo ahogado, que le llegó a unas orejas que le dolían por el frío.

–¿Qué demonios estabas pensando?

–Es-estoy bien –balbuceó.

–¿Estás loca? –Bastien sonó furioso–. ¡Podías haber muerto!

Shelby intentó dedicarle una sonrisa arrebatadora.

–Así me creerás cuando digo que quiero montar una exposición de tu obra.