Azul Índigo - BELÉN COLLADO DEL VALLE - E-Book

Azul Índigo E-Book

BELÉN COLLADO DEL VALLE

0,0
7,95 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Mar, una escritora novel, marcada por su pasado, huye a escribir a la tranquila ciudad de Redondela. El azar pondrá en su camino a Roi, un joven y brillante empresario, cuya vida sostiene la tragedia.
Mar y Roy lucharán por evitar sus propios sentimientos, negándolos e intentando huir de ellos, provocando un torbellino de emociones, donde el amor, la traición y el peligro se entrelazan.
En este rincón sereno, los protagonistas se ven enfrentados a dilemas que desafían su lealtad y determinación. Secretos enterrados salen a la luz.
Mientras, el destino se convierte en cómplice de una historia marcada por giros inesperados y decisiones cruciales.

Azul Índigo, es más que una novela, es un viaje que explora la capacidad del perdón y la fuerza curativa del amor.
¿Podrá Mar y Roy encontrar la luz en la oscuridad de sus propios destinos? La respuesta aguarda en la profundidad de esta cautivadora historia.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



AZUL ÍNDIGO

Belén Collado del Valle

Rebelión Editorial

www.rebelioneditorial.com

ISBN: 9788412752274

Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (art. 270 y siguientes del Código Penal) Diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita foto#copiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con Cedro a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 CAPÍTULO 1

MAR

El trece de junio fue el día que Mar escogió para llevar a cabo el viaje de su vida. Se encontraba junto a su coche, un todo terreno de color rojo algo antiguo, intentando, como podía, meter dos maletas grandes y una pequeña junto a varias bolsas isotérmicas repletas de comida. Al lado estaba su Golden Retriever, su fiel perro al que adoraba, llamado Buk.

Buk sentía pasión por su dueña y no podía despegarse de ella, estaba pendiente de todas las maniobras que realizaba. Tras un largo rato de tira y afloja, Mar consiguió tener éxito y las maletas encajaron como un puzle, por fin estaban colocadas. Buk reposaba tumbado en la parte trasera del coche, atado; el equipaje bien anclado. El viaje comenzó con nervios y esperanza.

Mar se sentó despacio apoyando su cabeza en el asiento, tomó una gran inhalación y después espiró lentamente. Una lágrima cayó por su mejilla de forma intermitente, se incorporó hacia la guantera buscando clínex sin éxito, no los encontró.

Mar exclamó angustiada: 

—¡Mierda! Vaya manera de empezar… Mocos, lágrimas. ¡Tú puedes Mar! Llora lo que quieras aquí, en este parking, porque una vez arranque este coche, no volverás a llorar jamás. Tus lágrimas se han secado a partir de hoy. La vida comienza; la vida es luz, risas, fiestas. ¡Sí! Dios te oiga, Mar, porque las últimas veces lo has llevado claro, bonita. No sé si me estoy volviendo majara, esto de hablar conmigo misma y responderme… Igual necesito una parada en el psicólogo, un pequeño reajuste mental. ¡Ja, ja, ja! —Mar reía señalado su cabeza.

Ella seguía buscando por todos los rincones del coche algo con lo que secar las abundantes lágrimas que no dejaban de brotar de sus grandes ojos. Después de encontrar un viejo pañuelo de tela de su niñez, que puso en un lugar secreto hacía tiempo, y limpiarse, alzó su cabeza y rezó.

—Dios mío, protégeme; Dios mío, bendíceme. ¡Allá vamos!

Entre dientes susurraba un padrenuestro, se persignó y apretó el acelerador. Mar comenzó a recitar una oración de santa Teresa que le gustaba y le hacía sentir fortaleza ante situaciones complicadas, y esta era una de ellas.

—Tú supiste reír, amar, jugar y servir;

Tú fuiste fuerte para asumir el dolor;

Y generosa para amar;

Tú supiste contemplar a Dios en las cosas sencillas de la vida…

Acto seguido salió del parking hacia la carretera de Galicia. 

Mar era una chica muy espiritual y sensible. Tenía una vida interior muy rica; durante muchos años, se preocupó mucho más de trabajar el interior de su persona, que su exterior. De fuertes creencias religiosas, conectó la meditación y la oración con unos resultados extraordinarios; logró conseguir un equilibrio y una paz necesaria para la vida de hoy en día, tan superficial y vacía. Esa fuerza interior le había proporcionado todo lo necesario para abandonar lo que hasta ahora conocía. Se arriesgó a llevar a cabo un sueño, que, por otra parte, era utópico: vivir de la escritura. 

El viaje era largo; siete horas de trayecto. Se había provisto de gran cantidad de música en su Spotify, con canciones emblemáticas como «Shallow», de Bradley Cooper y Lady Gaga, que cantaba por todo lo alto; aunque cantar no era una de sus virtudes, desafinaba más de lo que le gustaba admitir. En su gran repertorio no faltaba música clásica, que le fascinaba, en especial de piano y violonchelo, con los Adagio de Albinoni. Cantar bien era su asignatura pendiente. Había estudiado música, tocaba varios instrumentos: el piano, la guitarra, el oboe y el saxo. Amaba la música y disfrutaba escuchando distintos estilos, aunque la clásica era su auténtica pasión.

Decidió cantar todo lo fuerte que era capaz. Se encontraba nerviosa y hacerlo le servía para bajar la tensión del viaje y el miedo a lo desconocido. Mar no lo quería reconocer, pero estaba aterrada, a la vez que ilusionada; era una decisión que le había costado tiempo y lágrimas tomar. Por fin había dado un portazo a su vida anterior. Aunque sabía con certeza que ella había cerrado esa puerta, él no la dejaría marchar con tanta facilidad como deseaba. Para evitar posibles visitas no deseadas, buscó un destino que solo ella conocía. Había tenido que lidiar con su familia para no desvelar dónde iba a pasar todo el verano, algo que nunca había hecho. 

En su día a día era muy organizada, establecida no por ella, sino por los demás. Pero había encontrado la puerta a la búsqueda de su felicidad y estaba dispuesta a enfrentarse a todos los que quisieran arrebatársela.

Mar condujo largas horas, tres paradas para estirar la piernas e ir a un área de servicio. Buk se había portado muy bien, había aguantado como un campeón todo el viaje. Estaba anocheciendo, se sentía cansada. El viaje estaba siendo demasiado extenuante para los dos. 

Eran cerca de las once de la noche, su estómago rugía y sus ojos se cerraban. Dejaron la autovía un buen rato antes, y recorrían carreteras comarcales, en las que no se sentía muy a gusto a esas horas de la noche. El GPS le indicaba la salida, entró en un pequeño camino rodeado de árboles inmensos que no dejaban ver nada. Dudó si no había errado al tomar la dirección. Cuando ya creía que estaba perdida, su GPS anunció que su destino se encontraba a la derecha. La noche estaba iluminada por una luna llena de considerable tamaño. Mar detuvo el coche en el margen de la carretera y sonrió. Había llegado.

CAPÍTULO 2

REDONDELA

Mar salió de su viejo coche, mientras Buk comenzaba a dar vueltas nervioso, por el lado izquierdo hacia el maletero y lo abrió para dejarle salir. Al soltar su correa, saltó, olisqueó y rodeó la casa.

—Buk, ¡hemos llegado! —gritó Mar entusiasmada.

Estaba agotada pero feliz, y vio que había una edificación más en el camino, a unos doscientos metros delante, en el otro margen de la carretera. Se apreciaban luces encendidas en su interior, detrás había dos construcciones, una parecía un viejo granero, y la otra, un pequeño hórreo de piedra y madera, típicos de la zona. Una pequeña joya arquitectónica. Todo lo demás eran grandes extensiones con árboles. Pronto clavó su vista en la residencia en la que pasaría parte del verano.

Era de tintes más modernos, más renovada, con la piedra más limpia y la parcela cuidada; una verja de hierro negro la delimitaba del camino. En la entrada se apreciaba una alfombra de grandes adoquines rosados con césped entre sus aristas, y conforme se acercaba, un suelo de largas lamas de tarima oscura la recibía con una gran mesa y sillas de hierro forjado blanco con grandes cojines de estampados florales. 

La casa estaba rodeada por un parterre lleno de hortensias azules, con una altura de metro y medio, que daba vistosidad y alegría al conjunto. 

—¡Bien, esto se merece un buen baile, Buk! ¡Hoy es el primer día de nuestra nueva vida! —exclamó Mar canturreando y bailando mientras levantaba los objetos cercanos a la puerta, como las macetas y la alfombrilla, buscando la llave.

El hombre de la inmobiliaria le había avisado de que la llave estaría debajo del felpudo de la entrada, pero Mar no la veía por ninguna parte. 

—¿Dónde estará? —se preguntó preocupada tras varios infructuosos intentos por encontrarla—. ¡Aquí está! ¡Buk, qué nervios! —clamó Mar emocionada—. ¡Veamos nuestro hogar!

Al abrir el portón de madera, palpó a oscuras la pared interior hasta tocar el interruptor y encender la luz. Pudo apreciar una casa antigua gallega, muy acogedora; se veía que había sido renovada poco tiempo atrás: suelos de madera con largas lamas oscuras sin apenas rozaduras, paredes de piedra, y una gran chimenea enmarcada por grandes vigas de madera, que habían tenido el detalle de dejar encendida. Al lado, una nota manuscrita decía: «Eche troncos en cuanto llegue, durará toda la noche. Tiene algo de comida en la nevera» y la firma de Conchita. 

La cocina era nueva, pero guardaba la estética antigua, se podía ver a través de un gran hueco que unía el salón con un poyete que hacía las funciones de una barra americana. El salón contaba con un sofá precioso de cuero viejo y, a los lados, dos sillones de piel desgastada por los años. Una mesa redonda, como a ella le gustaba, para ocho comensales, con sillones de madera a su alrededor. Era perfecto, era lo que ella deseaba, un hogar cálido, bonito, con carácter, sin grandes pretensiones, pero con mucha historia en sus paredes. Al girarse hacia la puerta, descubrió un heraldo encima. Mar se quedó mirándolo, ¿qué representaría, de qué familia sería? 

Era tarde, faltaban diez minutos para la media noche; los nervios no habían dejado que prestara atención a su estómago, que rugía como un tigre hambriento.

—Buck, creo que es hora de cenar e ir a dormir, estoy un poco mareada, hace muchas horas que no hemos comido, mañana lo veremos todo con más calma.

Mar se acercó al frigorífico y lo abrió. Descubrió con sorpresa que tenía leche fresca, dos tarrinas con cuajada casera, una pequeña tortilla de patata y fresas de gran tamaño; por último, una botella de sidra en la puerta de la nevera.

—¡¡Guau!! Pero esto es un maravilloso festín. —Mar bailaba—. No te preocupes Buk, tú también vas a comer si encuentro tu comida. Espera, te compré comida húmeda.

Mar buscó entre los cajones los cubiertos y el mantel, puso la mesa, sirvió la comida a su perro y sacó todo de la nevera. 

—Falta una copa, ¿dónde estarán? 

Abría y cerraba armarios, hasta que dio con ellas en un aparador que había en el salón, junto a la puerta de entrada. Allí también había tazas de café, que usaría al día siguiente.

Preparó la mesa y se sentó a cenar, y exclamó desde lo más profundo de su corazón:

—¡Gracias!

Mar lo probó todo, saboreando y haciendo pequeños sonidos de placer. La comida era extraordinaria, nunca había degustado una cuajada tan rica; la tortilla esponjosa y las fresas de tamaño descomunal, estaban tan dulces que le sorprendían. Abrió la botella de sidra con dificultad, le costó unos minutos, no tenía fuerza suficiente para descorcharla. Lo intentó con un cuchillo, con un paño, con la boca y, cuando se iba a dar por vencida, el líquido salió con fuerza y manchó el suelo. Se apresuró y puso la copa, llenándola; Buk aprovechó la situación para lamer lo derramado, y brindó con él. Degustó el zumo por segunda vez, sorprendiéndose por lo bien que sabía y lo poco que se parecía a las que había probado hasta ahora. Era sidra hecha para consumo propio, no llevaba etiqueta alguna, por lo que sospechó que era de elaboración propia.

—¡Por nosotros, Buk! Esta es nuestra nueva vida. Pero ¡qué rica está!

Estaba disfrutando del momento, pero en un instante su expresión se transformó en un semblante pensativo y triste, porque recordó todo lo que había dejado atrás. 

— Buk, a la cama. Vamos a ver dónde están nuestros aposentos. Meteremos las maletas primero. 

Mar, seguida de Buk, atravesó un pasillo flanqueado por varias puertas. Al fondo del todo estaba su habitación. Al abrirla, descubrió una maravillosa cama con dosel, parecía esponjosa y mullida. A Mar le salió una gran sonrisa, pues no había nada que le gustara más que una cama con ropa de hilo de buena calidad. Recordaba que, en varias ocasiones, cuando había visitado distintos lugares y había dormido plácidamente, se había tirado rodilla al suelo buscando la marca del colchón y de las sábanas; era obsesiva con las camas bien presentadas, y la que tenía frente a ella le susurraba: «ven a mí, que te voy a envolver». 

El techo era un artesonado de madera, se había conservado en buen estado. Una alfombra cubría casi toda la habitación, proporcionándole calidez a la estancia frente a las frías paredes de piedra. En la parte de la derecha, un gran armario de nogal con incrustaciones de piedrecitas, y ramilletes tallados en la madera; era una pieza de antigüedad poco común. En la pared de enfrente, junto a la cama, se apreciaba una pequeña puerta gris corredera, era la puerta que ocultaba el baño. En la pared de la izquierda, un gran ventanal con sus contraventanas abiertas daba a la zona ajardinada delantera de la casa.

Tomó carrera desde la puerta y, de un salto, se puso en medio de la cama gritando: 

—¡Esto es lo que yo necesitaba, qué maravilla, no voy a poner el despertador! 

 Salió de la cama, llevó las maletas a la habitación y rebuscó entre su equipaje su pijama. 

Se dirigió al cuarto de baño. Se encontraba agotada, tan solo se fijó en una gran bañera que había junto a la cristalera que dejaba ver el jardín, cubierto con un seto que le proporcionaba algo de intimidad.

—Interesante, habrá que probar esta bañera mañana —dijo al descubrir la tina.

Recogió la mesa, organizó su nuevo salón y, estaba decidiendo si irse a dormir cuando, al pasar por la ventana, se quedó oteando a lo lejos la casa que había al otro lado del camino y se preguntó quién viviría allí.

CAPÍTULO 3

ROI

A unos doscientos metros de la vivienda en la que se hospedaba, se encontraba la casa que Mar divisó al llegar. Se trataba de una construcción con aspecto más antiguo que la suya, que, aparentemente, no había sido reformada desde principios del siglo pasado. Estaba recubierta de piedras de gran tamaño, muchas de ellas, enmohecidas por el tiempo y la humedad, tenían ese color verdín característico que pintaba los pueblos gallegos en invierno. Poseía cuatro grandes ventanales que daban a un pequeño ensanche coronado por una vieja verja de madera, un poco destartalada, que hacía de separación con el camino. Aunque no parecía que sirviese de mucho, puesto que la verja se podía traspasar ya que tampoco había candado o llave que la cerrase. Más bien parecía que había quedado allí fruto de la desidia de los dueños, sin tiempo ni ganas de modificar el acceso a la parcela. 

La casa no era demasiado grande, tenía tan solo dos dormitorios y una cocina integrada en el salón, donde presidía una original chimenea llena de troncos ardiendo. Roi, que así se llamaba el dueño, llevaba meses viviendo allí. No pasaba por un buen momento anímico, había ido a refugiarse de la bulliciosa vida que llevaba: viajaba cada pocos días y saltaba de su residencia de Berna a su residencia en Washington y Londres. Tanto ajetreo le había pasado factura, y había decidido parar en seco y cortar toda la vida social que mantenía a diario.

Era la casa familiar en la que había disfrutado los veranos en su niñez, pertenecía a un tío materno un poco hippie. Roi la escogió entre todas las posesiones que tenía, pues los recuerdos vividos eran deliciosos y salvajes; no había ninguno que se hubiera comprado con dinero: baños en la laguna a unos metros de la casa, paseos bajo las estrellas, rollos de vino amasados con sus manos y horneados en el viejo horno de leña situado detrás de la casa... Todo allí era natural, íntimo y a la vez auténtico. Sus buenos recuerdos le hicieron decidir volver a Redondela, hasta que aclarara sus ideas. 

A Roi los negocios le iban rematadamente bien, era uno de los hombres más entrevistado por la revista Forbes. Pero había tocado fondo, ya nada le complacía como antes. Demasiados excesos lo habían llevado, siendo todavía joven, a quemar su vida antes de lo que debía. 

Roi estaba allí de incógnito, nadie excepto Sam, uno de sus mejores amigos y consejero en la empresa, era conocedor de su paradero. Seguía manteniendo un gran ritmo de trabajo, pese a que no llegaba bien la cobertura de Internet; este era uno de los encantos del lugar, pues proporcionaba un aislamiento real del mundanal ruido. Sus socios se habían quejado en repetidas ocasiones y había tenido que ceder y montar un equipo informático potente para desarrollar su trabajo todos los días, hecho que le fastidió hacer.

De apariencia muy atractiva, moreno, ojos claros, 1,90 cm de altura, complexión fuerte, era un deportista nato y utilizaba el ejercicio físico para eliminar el estrés generado por el trabajo. Había intentado mejorar su calidad de vida durmiendo más en este lugar, pero los largos años de insomnio habían hecho mella en sus hábitos diarios y, por más que lo intentaba, no conseguía cambiarlos. Se levantaba a las cuatro de la mañana y se enfundaba su chándal, roído por el tiempo y la lavadora. Era una persona que tenía muchos tics y manías, y ese era uno de ellos. Compraba ropa de deporte de manera compulsiva, pero jamás se la ponía, siempre utilizaba aquel viejo chándal adquirido en una pequeña tienda de Londres, hacía seis años, cuando paseaba junto a su novia Clara, relación que duró dos años, la más larga que había tenido, por lo que ella seguía insistiendo de vez en cuando, sin éxito alguno. Llevaba años sin pareja estable; era muy codiciado en el mercado de solteros, hasta la fecha nadie lo había podido «cazar», como regía en algún titular de la prensa rosa, a la que él tanto odiaba y, que por el contrario, la prensa tanto lo amaba. Los periódicos iban a su captura por todo el mundo, siendo esa una de las causas de su exilio a Redondela. 

A las cuatro de la mañana se levantaba y corría veinte kilómetros, luego entrenaba una hora de pesas en un magnífico gimnasio instalado en el viejo granero, cuya apariencia exterior era el de un antiguo edificio sin restaurar, aunque por dentro estaba equipado con todo lo que un culturista de élite pudiera soñar. Para él era necesario hacer deporte, castigaba su cuerpo hasta la extenuación y así eliminaba algo del estrés que había acumulado durante muchos años.

Roi cocinaba y limpiaba la casa, no quería que nadie invadiera su intimidad, tan solo una vez cada quince días aparecía Conchita, con un cargamento de comida, y le planchaba lo necesario y quitaba los enredos más gordos que él no había solucionado. Conchita fue una antigua novia de su tío y siempre la había llamado tía, aunque no lo fuera. Tenía plena confianza en ella, y no era fácil que esto sucediera.

Roi se había levantado a las cuatro de la mañana; como todos los días se disponía a hacer su rutina matinal, cuando apreció un charco de agua debajo del frigorífico. Fue a recoger la fregona para limpiar la pequeña inundación que asolaba en su cocina y, al abrir la puerta de la nevera, vio que se había ido la luz y el congelador se habían descongelado. Era un contratiempo, porque Conchita no vendría hasta el viernes de la semana siguiente. Roi tomó su teléfono móvil y le puso un mensaje con lo ocurrido, instándola a ir temprano con algo de comida. 

Le tomó un par de horas poner en orden el desastre del congelador. Una vez hecho, decidió salir a correr, ya que creía necesitarlo más que otras veces. Su planificado horario se había venido al traste, pero era un día con pocas reuniones, por lo que había priorizado el deporte. 

CAPÍTULO 4

LA CAIDA

Sonó la alarma del móvil de Mar, eran las siete y media de la mañana. Abrió los ojos y vio que no había cerrado las contraventanas, el sol entraba en la habitación inundando de luz y alegría la estancia. Buk se levantó en cuanto notó que Mar se removió en la cama. 

—Venga, Buk, vamos a dar un paseo, que seguro que tienes ganas de hacer pis, luego desayunaremos. ¿Dónde están mis zapatillas? Parece que ha estado lloviendo toda la noche; bien, ahora ha salido el sol y es lo que importa, Buk. 

Mar se vistió con unos vaqueros viejos, una camisa verde caqui con mangas dobladas hasta el codo y sus zapatillas blancas.

Tenía cuarenta y dos años, pero aparentaba diez menos; siempre iba sin maquillar, le gustaba ir natural. Su rostro era dulce; su larga melena, de color castaño claro; ojos grises con pequeñas bolitas de color azul índigo y labios carnosos enmarcados por unos mentones prominentes. Su belleza era rara, exótica. Mar llamaba siempre la atención más que por su belleza exterior, por la luz que desprendía. Cuando la conocían descubrían nobleza, sinceridad; jamás mentía, ella aseguraba que no sabía. Siempre anteponía a los demás sobre sí misma, lo que la había llevado a sufrir demasiado. 

Mar estaba en el proceso de una larga y tortuosa separación. Había escapado de su ciudad natal, sin saber muy bien dónde ir. Había abierto Google y tecleado: «pueblos con encanto, alquiler de casas». Por puro azar del destino se encontraba allí, en una casa que estaba en alquiler y reunía todo lo que ella había deseado: tranquilidad, pocos vecinos y un paisaje de belleza extrema. Redondela era la que necesitaba, un pueblo precioso de Galicia, en la provincia de Pontevedra.

Había llovido durante toda la noche. En el mes de junio las tormentas en la zona aparecen y desaparecen con rapidez, las temperaturas son suaves y agradables. Luego sale el sol y los colores de la naturaleza se transforman. La riqueza de matices es abrumadora. Los grises y azulados pasan a los brillantes exagerados por las lupas que forman las gotas de agua. El ambiente se limpia con la lluvia y se puede respirar oxígeno puro. El olor a hierba mojada, olor a las flores silvestres, es como una crisálida en la fase de metamorfosis rezumando perfumes variados, intensos, que se acrecientan por momentos; aprecias la naturaleza cabalgando en su máximo esplendor mientras paseas y admiras un precioso paisaje que inunda todos tus sentidos. Mar tenía abiertos todos los sentidos, dispuesta a disfrutar de su paseo matutino. Sus ojos brillaban exultantes de alegría.

—Buk, vamos. ¡Madre mía, cómo te vas a poner! Hay mucho barro, luego veremos cómo te limpio, porque así no entrarás en casa. Es el primer día y creo que lo vamos a poner todo muy sucio. Decidiremos qué hacer a la vuelta, ahora toca caminata. Buk, qué contenta estoy, esto es más bonito de lo que había imaginado, por favor, qué maravilla, cómo huele, será la presencia de la geosmina. Creo que me voy a emborrachar con tantos olores diferentes. ¡Qué maravilla!

 Acababa de iniciar la salida. Recorría con su vista cada planta, cada árbol, inspirando el aroma de la brisa y tomado conciencia del momento. Escuchaba los sonidos de la mañana; pájaros cantores ponían música al espectáculo visual que se presentaba ante ella. Mar amaba la naturaleza y sabía disfrutarla.

A la altura de la casa de Roi, Mar se detuvo a contemplarla.

—Buk, ¿quién vivirá aquí? Creo que está demasiado cerca esta casa de la nuestra, espero que no sean muy ruidosos, necesito este silencio, esta calma. Cuánto barro hay, tendré que ir con cuidado para no caerme.

En el mismo momento que pronunciaba estas palabras, Mar se resbaló, y se golpeó la cabeza en una piedra. La tierra se tiñó de rojo. Perdió el sentido y quedó echada, totalmente inmóvil frente a la casa. Había un silencio absoluto, pasaron unos minutos. Buk la rodeaba agitado, se acercaba y la mordisqueaba con suavidad, iba hacia la casa pidiendo ayuda pero nadie abría esa puerta. Buk corría de un lado al otro, cada vez más desesperado, hasta que se quedó quieto, alzó el hocico y vio a lo lejos a alguien que venía haciendo deporte. Buk comenzó a correr en busca de ayuda humana.

CAPÍTULO 5

EL ENCUENTRO

Como todas las mañanas, Roi había madrugado, pero los percances domésticos hicieron que su horario marcial se desplazara y todo su organigrama, perfectamente planeado con una mente matemática, se hubiera trastocado; lo ponía muy nervioso.

Buk se acercó a él ladrando, cosa inusual, pues era un perro que jamás ladraba. Pero Buk sabía que su dueña, su compañera, su líder estaba en peligro y necesitaba de todas sus armas para llamar la atención de ese humano que se acercaba corriendo por el camino. 

A Roi le molestó que ese perro de tamaño considerable se le cruzara y casi le hiciera caer. Leila, su perra, se había quedado rezagada olisqueando algo de su interés, pero al oír el ladrido nervioso de Buk echó a correr y pronto se puso a su lado. Roi pensó: «Qué casualidad, dos Golden Retriever blancos, hacen buena pareja».

Roi se dirigió a Buk: 

— ¿Por qué ladras? ¡Calla! Es muy temprano. 

Fue entonces cuando vio a una mujer en el suelo, y su ágil cabeza empezó a atar datos.

—Es tu dueña, supongo —le decía a Buk, comprendiendo la situación.

Roi apretó la carrera hasta llegar cerca de aquella desconocida, tumbada en el suelo, llena de barro. Se dirigió a su casa, abrió la puerta, preparó su cama y volvió a salir. Antes de depositarla entre sus brazos, tomó unos segundos para averiguar si la conocía. Lo único que se distinguía eran unos vaqueros desgastados y una camisa caqui con mangas dobladas hasta el codo. Tenía pelo largo castaño, pero, la verdad, no podía apreciar mucho más, pues Mar, al caer, había dado de bruces en el lodazal provocado por las intensas lluvias de la noche. Mar había rodado para quedar boca arriba y su rostro parecía el de una mujer de color, de hecho, sino hubiera sido por la piel de los brazos, Roi lo había creído. 

—Señora, ¿me escucha, puede oírme? Mi nombre es Roi… Parece que no.

Roi tomó su cabeza y vio que un pequeño hilo de sangre manchaba su mano.

—¡Está sangrando! —dijo Roi un poco alterado—. Creo que la voy a tener que curar yo. Pasarán algunas horas hasta que venga el médico.

Roi tomó su móvil y llamó al centro médico del pueblo. Era demasiado pronto, por lo que dejó un mensaje en el contestador, sabía que su amigo Leo, médico del pueblo, en cuanto oyera el mensaje se acercaría, como así lo hizo una hora más tarde.

Roi tomó a la desconocida entre sus brazos, le sorprendió que pesara tan poco. 

En un momento la trasladó a su casa, fue a su dormitorio y la depositó en su cama. Se dirigió a la cocina, buscó a su alrededor algún recipiente que le sirviera; entonces observó una palangana antigua que tenía de decoración, la cogió y fue a por toallas al cuarto de aseo. Una vez hubo obtenido lo que consideró necesario para curarle la herida, se sentó en el borde de la cama, le tomó la cabeza, y limpió la herida, que ya había dejado de sangrar. Humedeció una pequeña toalla y quitó el barro lo mejor que pudo, aunque el largo cabello de ella se lo impedía, aplicó Betadine en gran cantidad y manchó toda la ropa de cama. 

Roi miró el desastre que había dejado en las sábanas y entonces puso una toalla limpia en la almohada; prosiguió con su cara, con mucha delicadeza fue quitando todo el barro que pudo, que se estaba solidificando. Empezó por la frente. Mojaba el paño, lo escurría una y otra vez para que estuviera lo más limpio posible y no le hiciera daño en la cara con los restos de barro. Roi era una persona inquieta y un poco nerviosa, sin embargo, estaba ensimismado en la tarea que había acometido. No sabía muy bien por qué le causaba tanto interés y un poco de placer descubrir cómo era el rostro de aquella desconocida; ese acontecimiento había logrado sacarlo de su rutina matinal y de su estresante trabajo, aunque, de pronto, le vino a la mente Conchita. Tomó su teléfono y marcó su número. 

—Conchita, te necesito toda la mañana, ¿puedes venir? ¿Puedes traer algo de ropa tuya? Ha habido un accidente y tengo a una chica en mi cama llena de barro. Pásate por la casa de Leo y dile que no tarde. Estoy preocupado porque no recobra el conocimiento. Gracias, Conchita; sí, ahora nos vemos.

Roi seguía descubriendo el rostro como si de un cuadro en restauración se tratara, iba poco a poco limpiando con delicadeza cada centímetro de piel de aquella desconocida, sus grandes dedos se esmeraban con una delicadeza inusual en él. Mientras iba desprendiendo el barro de los ojos, notaba que se aceleraba su ritmo cardiaco y no entendía cuál era el motivo. Tal vez estaba actuando como un niño pequeño con un juguete que le acaban de regalar y tiene la ilusión de averiguar de qué se trata. 

En sus actos existía una contradicción: había decidido de manera unilateral apartarse durante un tiempo de la vida social y era él quien no había querido relacionarse con nadie, y menos con mujeres, que tantos quebraderos de cabeza le habían traído. Tal vez la indefensión de ella hacía la situación distinta. Por una vez jugaba sin ser observado, y eso lo tranquilizaba. Roi era una persona que había sido expuesto en demasiadas ocasiones en los medios de comunicación que tanto detestaba. Ahora se habían intercambiado los papeles, él era el observador y Mar la observada.

Al pasar sus dedos por la boca de Mar, fue descubriendo unos labios carnosos y demasiado sensuales, apareció un color cereza muy apetitoso, lo que produjo en su interior una excitación que hacía tiempo no sentía. Era como si estuviera haciendo algo prohibido, adentrándose en ella sin su consentimiento. De pronto, paró; se dio cuenta de que seguía sin recobrar el conocimiento, lo que lo trajo a la realidad, y comenzó a preocuparse; tomó la mano, le limpió la muñeca y pudo apreciar el pulso. Puso su cabeza en el pecho y notó su ritmo cardiaco estable, lo que hizo que se tranquilizara. Sin saber por qué, pasó su cara por el cuello de Mar, y quedó noqueado. No podía parar de inspirar su esencia, era embriagadora. Dicen que cada mujer tiene su propio aroma corporal y es determinante para que un hombre se sienta atraído por ella, en este caso Roi se percató de que nunca un olor lo había atraído tanto, y quedó un poco aletargado hasta que fue consciente y se apartó de ella de un salto. Fue a la cocina tomó un vaso, lo llenó de agua fresca y lo bebió de un sorbo. 

—¿Qué me está pasando? No estoy actuando bien. Roi, compórtate, qué me pasa… —se interrogaba así mismo, poniendo su mano en la frente.

Volvió a la cama más recompuesto y siguió limpiándola con suavidad, como si temiera que despertara y lo descubriera observándola. Ya tenía el rostro, con sus prominentes pómulos limpios, era una cara de gran belleza. Roi estaba deseando irse, se había dejado llevar, algo que jamás se permitía. No se reconocía oliendo a aquella desconocida, limpiándola con el anhelo de descubrir cómo era, todo bañado con una palpitación fuerte en su pecho que no podía controlar, lo que lo hacía vulnerable, algo nuevo en él.

Mar gimió entre dientes y se llevó la mano a la herida. 

—Me duele mucho, gimoteaba.

Roi intentó consolarla. 

—No pasa nada, pronto vendrá el doctor. 

Cogió su mano y, mientras la apartaba de la herida, notó la calidez de su temperatura. Siguió con su mano entre la suya unos segundos y la depositó en la sábana.

Roi tomó el teléfono, volvió a llamar a su amigo Leo, este cogió la llamada. 

—Roi, buenos días, ¿se puede saber qué has hecho de buena mañana? Estoy llegando. 

En ese momento, Mar entreabrió los ojos y dijo: 

—Estoy soñando… Qué guapo eres, ¿estoy en el cielo? 

Y volvió a cerrarlos.

Roi quedó impactado por ese color gris azulado con diminutas motas azul índigo. Eran únicos, al mirarlos uno quedaba atrapado en su profundidad. Era como mirar el cielo en la noche. La gente solía quedarse asombrada admirando esa rareza e intentando descubrir qué había dentro de ellos. Mar era preciosa y Roi acababa de constatarlo. Roi no esperaba ver una mujer tan bella en su cama. Había jugado con fuego y se acababa de quemar. Mar lo había abrasado. 

—¡Madre mía, qué preciosidad! ¿De dónde has salido?¿Quién serás? Debo irme, no me encuentro bien, me estoy mareando, tengo que salir de aquí lo antes posible, esto no me llevará a nada bueno. 

En ese momento se oyó tocar la bocina de un coche. Era Leo, el médico, y Conchita, la asistenta. 

Roi salió de la casa de forma apresurada: 

—Tengo que marcharme, tengo algo urgente que hacer. La encontré en el suelo, se golpeó la cabeza, me preocupa, no ha recuperado la conciencia. Bueno, solo un momento para decir algo incoherente. Conchita, ¿puedes quedarte con ella? Avísame cuando se marche, no volveré hasta entonces.

—Pero ¿se puede saber qué te pasa? Tienes la cara desencajada, ¿dónde vas? ¿Acaso estás huyendo? —Leo no reconocía a su amigo con esa actitud. Era obvio que estaba huyendo de algo o alguien.

—No digas tonterías, Leo, tengo cosas que hacer.

—Yo me puedo quedar, tranquilo, vete donde necesites, yo la cuidaré. Tal vez haya que llevarla al hospital o avisar a alguien —lo tranquilizó Conchita.

—Aquí puede quedarse el tiempo que haga falta, yo… yo… no estaré. No le digáis nada de mí —balbuceó Roi nervioso.

Roi se había comportado de una forma extraña, sus amigos lo habían percibido, pero ninguno de ellos dijo nada al respecto. Lo miraron mientras se montaba en su viejo coche.

Leo entró dentro de la casa, se dirigió con su maletín al dormitorio, empezó a reconocerla, sacó un pequeño frasco y le dio a oler a Mar. En pocos segundos, Mar reaccionó y despertó, examinó su herida, la limpió y le puso tres puntos de sutura. 

—Señorita, ¿cómo se llama, sabe dónde está? Yo soy médico, la he reconocido y parece que está bien, aunque tendrá que estar unos días en observación. ¿Tiene familia a la que podamos llamar? —Leo intentaba saber su estado neurológico y si era capaz de articular frases coherentes.

—Soy Mar… ¡Ay! Me duele la cabeza mucho, creo que me caí… Resbalé en un charco, había mucha agua, yo iba paseando y… No me acuerdo de nada más. Tal vez… No sé. No puedo contarles más. Con respecto a mi familia, prefiero que no llame a nadie, he venido para estar lejos de todos y no sería bueno preocuparles el primer día, prefiero solucionarlo yo, me tienen que ayudar a ir a aquella casa de enfrente. Estoy alquilada desde ayer. La verdad, no creo que pueda llegar yo sola.

—Bien, está usted hablando demasiado, cálmese, debe descansar un poco, Conchita le ayudará en todo lo que necesite, ahora sería bueno que tomara algo de comer y descansara. Esta tarde la llevaré al ambulatorio y le realizaré una radiografía para descartar patologías, aunque en principio todo parece que ha sido un golpe que le producirá un buen chichón y un gran hematoma. Un par de días dolorosos y se recuperará. 

—¿Y mi perro? ¿Dónde está?

—Hola, yo soy Conchita, creo que su perro se ha hecho muy amigo de Lía, está jugando fuera con ella. Es otra Golden y, curiosamente, del mismo color, me da que si siguen tan amigables, Lía tendrá cachorros preciosos, como los padres.

—Sinvergüenza, yo aquí, moribunda, y él buscando novia. ¡Así son los hombres!

—Lleva usted razón. —Conchita reía a carcajadas.

—Qué voy a decir yo, si es verdad. —Leo asintió con la cabeza riendo.

—En defensa de su perro le diré que no le he dejado entrar porque va lleno de barro, luego le daré un manguerazo y recobrará su color. Lo siento, pero soy yo la que limpia y debo intentar mantener esto en orden.

—Creo que ya estoy bien, puedo levantarme y, con su ayuda, lograré ir a mi casa. Tengo las maletas sin deshacer, llegué anoche bastante tarde. Y mira dónde he aterrizado, en la puerta de su casa. —Mar intentaba levantarse de la cama.

—Eso no va a poder ser, debe de estar dos horas mínimo en observación, y tiene que desayunar algo, creo que lo necesita. Esta tarde vengo a por usted para hacerle las placas, usted no debe de conducir. —Leo la volvió a acomodar en la cama.

—No se preocupe, doctor, yo la cuidaré. También la puedo acercar al ambulatorio —ofreció Conchita.

—Está bien, así lo haremos, dúchese, pero no se moje la herida, tendrá que pasar tres días con el pelo así. 

—¿De verdad? No podré aguantar sin ducharme, lo tengo hecho un barrizal, madre mía, solo de pensarlo me pica la cabeza. —Mar no sabía si podría estar sin lavarse la cabeza en su estado.

El doctor se despidió hasta la tarde y se marchó. Conchita fue a la cocina y preparó un delicioso desayuno con café, leche fresca, zumo recién exprimido, tostadas y mermeladas caseras, puso todo en una bandeja y se lo acercó a la cama.

—Voy a golpearme la cabeza más a menudo, hacía tiempo que no me mimaban así, tiene todo una pinta deliciosa, se lo agradezco mucho, pero se lo acepto si usted desayuna también conmigo. Por cierto, me gusta mucho su casa, la ha mantenido como era. Me gusta lo original, que se respeten las tradiciones, detesto esas viviendas cuadradas minimalistas, todas son iguales y no sabes quién vive en ellas. Esta dice mucho de sus dueños, bueno de usted.

—No, la casa no es mía. —Conchita dudó si seguir hablando—. Es de un buen amigo mío, yo la cuido y la mantengo en orden.

—Lo siento, pensaba… perdón, hablo demasiado. Voy a disfrutar de este banquete, ¿es usted de la zona? Podría indicarme qué lugares puedo visitar por aquí cerca, quiero decir, dando un paseo, sin coger el coche. 

—Pues hay muchos, esta zona es muy frondosa, tiene árboles espectaculares centenarios. Hay una pequeña laguna con cascada. Cuando se recupere, no se la tiene que perder, allí puede nadar, ¿ha traído bañador? Si quiere, la acompañaré alguna tienda económica del pueblo donde comprar y que no la asalten; al convertirse en pueblo turístico con el Camino de Santiago ha variado mucho y ha perdido la tranquilidad que teníamos, de todos modos esta zona todavía conserva esa paz rural, ya que es privada y está cerrada. Ayer, como venía usted, quitó la cadena el guarda que cuida este paraje, pero normalmente está cerrada y así evitamos curiosos, ya le darán una llave para que entre y salga con tranquilidad. Por cierto, ¿cuánto tiempo estará por aquí?, ¿a qué se dedica?

—¡Claro! He alquilado la casa un mes, me hubiera gustado dos, pero parece que alguien se me adelantó, ya estaba alquilada; buscaré otro lugar para el mes que viene, estoy escribiendo una novela, y necesitaba un paraje tranquilo. Todavía no me considero escritora, este es mi segundo libro, así que no sé muy bien lo que soy —respondió Mar.

—¿Cómo se titula tu primera novela? ¿Se vendió bien?

—Se titula Rebeca se casó sin pensar, y sí, tengo que presumir de que se vendió muy bien, lleva siete ediciones. Así que estoy muy contenta.

—No me diga que la escribió usted. —Conchita respondió admirada —. Yo leí esa novela el verano pasado, y me encantó. Pero escribe con seudónimo, ¿por qué?

—Pues porque no me gusta ser famosa, no quiero ser reconocida, soy una persona a la que le gusta pasear por las ciudades e ir a sitios normales. Cuando decidí publicar, estuve preguntándome yo querría cambiar de vida si, por un casual, triunfaba la novela, y mi respuesta fue un rotundo no. Quiero ser la misma, tener los mismo amigos e ir donde quiera, sin pensar en nada más. Jamás podría llevar una vida distinta a la actual, salgo de casa con la cara lavada, con mis vaqueros, sin pensar que hay un fotógrafo que va a por mí. ¿Sabe?, siento mucha pena por la gente famosa, dejan de hacer cosas normales, como comer pipas en un banco. Siempre recuerdo una entrevista a una gran cantante, ya desaparecida, que echaba de menos comer pipas en un banco de un jardín. A mi edad, sé distinguir lo importante de lo superfluo, y más en un mundo en el que te crean unas necesidades que no son las tuyas verdaderas. Me considero una persona rara, no veo la televisión, creo que es malísima para la salud emocional, por lo que no sigo los parámetros actuales, la publicidad casi siempre miente. Bueno, cambiando de tema, que no quiero aburrirla, esta mermelada está fantástica, ¿quién la ha hecho? Quiero la receta, es un manjar para dioses, ¡hum! Deliciosa.

—Muchas gracias —respondió sonriendo Conchita—. La hice yo el verano pasado con los frutos de los árboles de mi jardín. Esos árboles son muy queridos, ¿sabe?, todas las mañanas les doy los buenos días y les canto una canción. Mi abuela lo hacía, y ahora lo hago yo.

—Ya decía yo que me daba gana de cantar al comer. 

—¡Ja, ja, ja! —Rio Conchita—. Creo que el golpe le ha afectado más de lo que parece.

—Debemos estar aquí dos horas juntas, tengo un poco de remordimientos, seguro que tenía que hacer cosas importantes y yo la estoy interrumpiendo. Tal vez pueda ayudarla en algo, aprendo rápido. 

—Tranquila, así estoy descansando al hablar con usted, me viene bien, y me gusta hablar con otra mujer, estoy rodeada de hombres, ya sabe que son muy brutos y poco comunicativos, hablan de fútbol. Así que estoy agradecida de estar aquí. Por favor, vamos a tutearnos.

—Gracias —contestó Mar—. A mí también me viene bien tu compañía. 

Pasaron muy rápido las horas hablando y riendo. Mar se encontraba mareada, pero podía manejarse bien, entró en el pequeño aseo y se roció con la ducha durante un buen rato para quitarse las costras de barro que aún le quedaban; no se mojó el pelo, como le habían dicho, se lo recogió en un moño y se vistió con un mono y una camiseta que Conchita le había traído, le estaba un poco corto, ella era más alta, pero, aun así, estaba preciosa.

Salió al salón y, al verla, Conchita gruñó:

—No me puedo creer que cuando me pongo ese mono parezco una pordiosera, y en ti es puro glamour, la vida no es justa. ¡Ja, ja, ja!

Ambas rieron a la vez. 

—Eres muy guapa niña, ¿de dónde has salido? Pareces del este.

—¿Del este, dices? Si soy madrileña, de un pequeño pueblo de la sierra norte de Madrid, así que soy nacional, de la tierra, made in Spain.

Ambas se dirigieron al coche de Conchita, un viejo Citroën dos caballos de color azul. Cuando salieron de casa, Buk pegó un salto y fue corriendo hacia ella. Mar acarició a su perro. 

—Tunante, que eres un tunante, muchas carantoñas pero me han dicho que te has echado una amiguita a la que no dejas un momento. 

—Lo subiremos al coche y lo llevaremos a lavar a casa de mi amiga, que se dedica a ello. Lo dejará muy limpio.

—Sí, falta le hace, parece un Border Collie negro con alguna pinta blanca. ¡Ja, ja, ja!

Llegaron a la consulta de Leo, quien le hizo todas las pruebas que aquel consultorio podía realizar, luego pasaron a una sala de espera. 

—Entrad, he revisado la placa y está todo perfecto —dijo Leo mientras alzaba en sus manos una radiografía—. Haz vida tranquila, si te duele mucho toma un analgésico, cualquier cosa vienes o me llamas, toma mi número de teléfono. Conchita, ¿sabemos algo de nuestro amigo?

—Nada.

Se hizo un silencio algo tenso, ellos se miraron y se encogieron de hombros, mientras Mar los miraba sin entender nada.

—Doctor, ¿es recomendable que duerma sola esta noche? ¿Tal vez debería dormir en mi casa?

—Para nada —se apresuró a contestar Mar—. Me encuentro perfectamente. Lo único que puedes hacer mañana es venir a casa y desayunamos juntas, eso sí, tienes que traer mermelada de esa que te hace cantar.

—Haremos una cosa: yo me apunto también al desayuno y así podré valorar mejor cómo te encuentras, quedamos a las nueve en tu casa, Mar. —Leo se había sentido cautivado por la paciente y no quería dejarla escapar.

—Perfecto, hasta mañana, doctor. Muchas gracias.

—Llámame Leo, aquí, en los pueblos, no somos tan formales como en la capi.

Mar lo miró a los ojos y le volvió a dar las gracias ahora diciendo su nombre. 

—Gracias, Leo.

— Qué bien suena mi nombre cuando tú lo dices —coqueteó Leo.

—Venga, Mar, vámonos de aquí que Leo está muy agarimoso. —Conchita se percató de lo que allí pasaba.

—No entiendo —dijo Mar con actitud interrogante.

—Es que Conchita, cuando se pone borde, habla en gallego —respondió él.

Conchita recriminó a Leo con cara burlona, diciendo adiós con la mano. Mar le dedicó una gran sonrisa a Leo. Mientras, él se despedía con absoluta admiración.

—Vamos casa de mi amiga, recojamos a Buk, ya estará listo. 

Salieron de la consulta y se dirigieron a casa de su amiga María, que estaba a dos calles.

El día era soleado, con una pequeña brisa que les acariciaba las mejillas, el reloj de la farmacia marcaba las seis de la tarde y 23 grados de temperatura. Conchita y Mar iban paseando calladas. Mar estaba absorta con la arquitectura del pueblo, había quedado prendada de sus casas de piedra que aún se mantenían en perfecto estado, como antaño, el color verde en las zonas inferiores daba a entender que el invierno había sido duro, y las lluvias abundantes. Ella detestaba los edificios de los años sesenta, aseguraba que habían hecho fea a España. Le encantaba la arquitectura y se enfadaba con las aberraciones realizadas en la rentable época del ladrillo; no podía entender cómo el ser humano había destruido tantos palacios y casas hermosas para construir ratoneras llamadas viviendas. Mar iba observando todo con detenimiento, las fachadas, las placas de las calles, una fuente cuyos caños tiraban con gran energía agua fresca, donde Mar fue a llenarse sus manos para refrescarse. Mientras, Conchita se preguntaba por qué Mar era capaz de apreciar detalles que ella jamás había tenido en cuenta. Con la de veces que había pasado por aquella calle y nunca había mirado con los ojos que Mar lo hacía. Conchita la observaba y pensaba que poseía una gran curiosidad por la vida, parándose a cada instante y observando pequeños objetos, que fotografiaba con la cámara de su móvil. 

—¿Te has dado cuenta, Conchita? No hay dos aldabas iguales. Y los portones son maravillosos. Claro que, si te fijas en las rejas y el trabajo que tienen… ¿Sabes que el oficio de herrero es uno de los que más me apasiona? Por desgracia, deben de quedar un centenar en todo el país, aunque últimamente están haciendo reuniones en Teruel, espero que no desaparezca un trabajo tan admirable.

Mar tocaba con las yemas de sus dedos las piedras de las fachadas. 

—Cada piedra tiene su historia. Si las pudiéramos escuchar…

Conchita sacó de su mundo a Mar. 

—Ya hemos llegado.

Mientras Conchita tocaba el timbre de la puerta, se oía saltar dentro de la casa a Buk.

—Ya nos ha oído, creo que tu perro te quiere demasiado, es impresionante cómo te mira, parece humano.

—Ya me lo habían dicho antes, tengo un amigo que dice que unos perros están más evolucionados que otros, y que Buk está a punto de ser más persona que algunas. ¡Ja, ja, ja! En algunas ocasiones también lo creo. Sobre todo cuando me mira así. Los animales son increíbles, si les das un poco de cariño, ellos te lo devuelven de forma infinita.

La puerta se abrió, Buk salió velozmente, derecho a Mar, y saltó a sus brazos. 

—No hagas eso, Buk, eres muy grande, no puedo contigo. Sigue creyendo que es un cachorro. Pero qué limpio te han dejado, estás guapísimo. Y qué bien hueles. Buk, creo que Lía va a caer rendida en cuanto te vea. Estás requeteguapo. 

Buk chupaba la cara de Mar a toda velocidad. Meneaba la cola demostrando su alegría, lo que hacía tambalearse a Mar.

—Me vas a tirar. Baja, grandullón. —Mar le dio un beso en su cabeza peluda.

—Haremos una cosa: mi casa está cerca de aquí. Ven, tengo que darte esa mermelada que te gustó tanto, para que podamos tomarla mañana. 

Ambas, junto a Buk, siguieron paseando de forma relajada hasta las afueras del pueblo, Mar seguía sin perder su ávida curiosidad por los detalles, y Conchita interesándose, por la vida de Mar, haciéndole preguntas intrascendentes hasta que llegó la siguiente.

—Entonces, Mar, ¿tienes pareja, estás casada? Bueno, o arrejuntada.

Mar paró de caminar en seco y, mirando a los ojos a Conchita, respondió:

—Como dicen por ahí: «ni está, ni se le espera». No tengo pareja, acabo de salir de una relación muy larga, demasiado larga, y lo último que deseo es un hombre en mi vida, no quiero ni de lejos una relación. Perdona, Conchita, creo que me estoy poniendo un poco borde, cambiemos de tema. Creo que no estoy preparada para seguir con esta conversación, todavía es doloroso este tema. No sé cuándo voy a pasar página definitivamente.

—Lo siento, creo que me estoy excediendo en la confianza que me has dado — se excusó Conchita—. Bueno, ¿cómo va tu cabeza, te duele? Creo que tendrás un buen chichón durante alguna semana.

—Sí, me duele, ya pasará. Acabo de darme cuenta de que todavía no te he dado las gracias por salvarme, sino fuera por ti, todavía estaría tirada en ese camino. Mil gracias, eres un ángel.

Conchita bajó la cabeza un poco avergonzada e intentó cambiar de tema, no quería mentir, pero tampoco quería contradecir a Roi, así que no dijo nada.

—Ya hemos llegado, pasa. ¿Quieres tomar algo fresco? Una limonada, un zumo.

—No, gracias, debo regresar, tengo las maletas sin colocar y me gustaría comprar algo para la cena. 

—Te acompaño al supermercado, te llevo en mi coche. No dejaré que vayas con peso, debes hacer algo de reposo hasta que pasen un par de días y veas cómo evoluciona la herida, tal vez deberías quedarte en casa a dormir.

—No, ya has hecho demasiado, no compraré mucho, necesito algo de pan para esta noche. Estaré bien, si tengo algún problema, te llamaré.

Mar salió andando con un par de tarros de mermelada. Buk jugueteaba a su lado. Mar alzó la mirada, vio un viejo coche todoterreno aparcado, alguien dentro se tapaba la cara, pero siguió andando hacia el supermercado. 

Roi no quería ser visto, había pasado todo el día dando vueltas por el pueblo, se sentía extraño, inquieto, no podía controlar aquella sensación que le invadía. Su teléfono no había dejado de sonar y él había apagado el móvil, lo que había puesto muy nerviosos a sus socios en Londres. Roi estaba esperando a Conchita desde hacía un par de horas, necesitaba saber cómo estaba aquella chica que había causado ese maremoto en su interior. Cuando Mar se alejó, bajó del coche y entró en casa de Conchita.

—Roi ¿qué haces aquí, por qué te fuiste tan rápido esta mañana? 

—¿Cómo está?, ¿qué ha dicho Leo?, ¿sabes quién es?, ¿dónde vive? —Roi preguntaba sin dejar responder a Conchita.

Conchita lo dejó hablar, pensativa, sin querer decir algo que molestara a Roi.

—¿Qué te ocurre? No te reconozco. Parece que a alguien le ha afectado más de lo que se esperaba la llegada de una chica.

—No digas tonterías, solo quiero saber cómo se encuentra, nada más.

—Está bien, le saldrá un chichón gordo y ya está. Mañana iremos a verla y a desayunar con ella para curar sus heridas. Leo vendrá, se está tomando mucho interés, ya sabes lo que le gusta a Leo una chica guapa, y la verdad es que Mar es muy, pero que muy guapa. 

—¿Mar? —Roi llevaba horas queriendo saber el nombre de la mujer que había desestabilizado su paz interior.

—Sí, se llama Mar, es un chica majísima, es muy agradable, ya la conocerás.

—No, no tengo interés en conocerla —contestó malhumorado.

—Ya veo…, por eso me estás preguntando. Y ¿cuánto tiempo llevas ahí parado en la puerta?, me ha dicho mi vecina que un par de horas. 

Roi se puso serio, se quedó callado esperando respuestas.

—Está bien. Se llama Mar, ha alquilado tu casa; estará un mes, quería estar dos pero la inmobiliaria no se la ha alquilado más. Luego se irá otro mes a otra zona, necesita un lugar tranquilo, está escribiendo un libro. Te puedo contar eso, ¡ah! Y que no quiere hombres a su alrededor. ¡Ja, ja, ja! No sé, ¿cómo lo vas a hacer? Aunque, como no te des prisa, Leo te quitará el puesto. Creo que le ha impactado mucho, no te haces una idea de con qué mimo la estaba curando y atendiendo, incluso se ha ofrecido a recogerla en su coche para llevarla a realizarse las pruebas. Qué atento, ¿verdad? Jamás lo había visto tratar así a una paciente. Mañana a las nueve estará en su casa, dice que para reconocerla, pero me da a mí que la quiere reconocer muy, pero que muy a fondo. ¡Ja, ja, ja!

Roi escuchaba atento todo lo que le contaba Conchita, trataba de no parecer muy interesado, pero ella lo conocía muy bien, notaba como fruncía el ceño al hablar del interés de Leo por la chica. 

—Me marcho. Tengo mucho que hacer. 

Roi subió a su auto, se quedó inmóvil, pensativo, quería irse a Pontevedra y alejarse. Puso el coche en marcha, condujo sin prestar atención, y cuando se dio cuenta, estaba aparcando en su vieja casa. Bajó del coche, abrió la puerta de su hogar, donde lo estaba esperando Lía, su perra. Se dirigió a su dormitorio, se quedó mirando la cama, horas antes estaba inconsciente Mar. 

Ahora ya sabía su nombre, Roi estaba de pie recordando todos los momentos sucedidos como si de fotogramas de una película se tratara. Nada de lo que le ocurría era propio de él. Confuso, y enfadado consigo mismo, recordaba el olor de la piel de Mar, no podía quitársela de la cabeza.

Conchita había hecho la cama con ropa limpia, se había llevado la sucia a su casa, todo estaba en perfecto orden, y eso le molestaba, hubiera preferido que quedara alguna señal de lo que había pasado aquella mañana. Parecía un sueño. Como si nada hubiera existido. 

Se fue a la ducha y estuvo debajo del agua media hora, puso el agua fría para tensar sus músculos y despejarse, pero no lo consiguió. Se sentó en su mesa de trabajo, sin lograr concentrarse; se cambió al sillón orejero, de piel desgastada por los años. Empezó a leer unos papeles llenos de gráficos, recordó que había silenciado el teléfono y contó las llamadas perdidas: veinticinco llamadas. Resopló, tomó aire y empezó a contestar. Pasó la tarde trabajando ensimismado, hasta que su perra le ladró pidiendo que le hiciera caso y la sacara a pasear. Al ver el reloj se dio cuenta que Lía había aguantado demasiado. Eran las nueve y media de la noche, así que dejó sus papeles y se dirigió a la puerta.

—Vamos, Lía, nos vendrá bien el aire fresco. 

Al salir, se giró hacia la derecha, donde se encontraba la casa alquilada a Mar, vio luz dentro y tomó la dirección contraria alejándose rápidamente, por miedo a ser visto. El paseo duró menos de lo habitual, a la hora ya estaba de regreso. En casa, encendió una pequeña lamparilla, se dirigió a la nevera y escudriñó todo los recipientes que Conchita le había dejado por la mañana. Cogió uno y lo abrió. Tenía el estómago un poco revuelto; aunque no tenía hambre, pensó que tal vez la comida le calmara esa sensación tan extraña que sentía. Guiso de pescado con verduras. Conchita cocinaba muy bien.

Se sentó a la mesa, que había preparado con mantel y cubiertos. Era meticuloso, un poco obsesivo, cada día lo hacía para desayunar, para comer y cenar. Pero en esta ocasión había fallado, ya que los cubiertos no estaban alineados de forma correcta porque su mente se había ido a una idea que no dejaba de asomar a su cabeza: Conchita le había dicho que había sido invitada al desayuno que aquella misteriosa chica iba a organizar al día siguiente. Pero lo que lo distorsionaba era recordar que Leo también asistiría. 

Roi se decía a sí mismo que le parecía muy bien, era su amigo desde la niñez, conocía lo persistente que podía llegar a ser Leo si quería conseguir algo, de hecho, había tenido las mejores notas en la universidad de Medicina; le habían ofrecido trabajo en los mejores hospitales privados y él había dicho que no. Leo quería vivir en su pueblo natal, algo que Roi nunca había entendido, hasta estos meses que estaba residiendo en Redondela, con una calidad de vida y tranquilidad que no había conseguido en la grandes ciudades. No entendía por qué le molestaba que fuera a desayunar con una persona que él no conocía. 

Cenó rápido, recogió todo y decidió irse a dormir, pero le fue imposible. Padecía insomnio, y esa noche estaba más nervioso de lo normal, aun así, se echó en la cama y cerró los ojos, pensaba levantarse a las cuatro, como todos los días. Y así lo hizo. 

Roi se despertó, se enfundó su chándal y, junto a Lía, salió a correr, se encontraba activo, y aumentó la velocidad. Roi siguió la rutina de todos los días.

CAPÍTULO 6

DESAYUNO

—Buk, despierta son las siete, es hora de levantarnos, hoy tenemos visita. Vamos a organizar un poquito esto, daremos un pequeño paseo y, a la vuelta, prepararé zumo, creo que el pan lo trae Conchita. —Mar hablaba con Buk de forma relajada.

El jardín quedó precioso; la mesa, vestida con un bonito mantel blanco de hilo portugués; encima, un jarrón de cristal verde aguamarina, lleno de flores silvestres recogidas en los alrededores. Puso la vajilla de Sargadelos que encontró en un armario en el salón, no era la del uso diario. Le resultó curioso que tuvieran esta vajilla en una casa de alquiler. Mar disfrutaba siempre con los detalle y se sentía feliz en aquella casa, se sentía renovada, aunque un poco dolorida por el golpe en la cabeza. 

Pronto llegó Leo y la reconoció, confirmó que la herida estaba bien, le hizo pruebas neurológicas, a las que Mar se negó en principio aduciendo que se encontraba en perfecto estado, pero Leo fue muy insistente, le hizo andar por una línea hacia delante y hacia atrás, le hizo contar de mil hacia tras, y un sinfín de test hasta que Mar anunció que el café estaba listo y que ella lo que necesita era una sabrosa taza de café para sanarse en condiciones. Allí terminó el reconocimiento, en el mismo momento en el que llegaba Conchita.

—¡Buenos días, chicos! Qué madrugador, Leo, pero si no te gusta madrugar. Creo que es la primera vez que te veo tan temprano —se divirtió Conchita con tono burlón.