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Solo ella podía borrar las cicatrices de su alma Roberto de Sousa vivía acostumbrado a que las multitudes gritaran su nombre. Pero ahora solo oía pensamientos amargos. Cada vez que se veía en el espejo las cicatrices de la cara, recordaba el accidente de coche que destruyó su carrera como piloto de Fórmula 1. Nadie había conseguido sacar al antiguo campeón de su mansión. Katherine Lister fue la primera persona en ser invitada allí… para valorar una obra de arte. Aunque bajo la apasionada mirada de Roberto, fue ella la que se sintió como una joya de valor incalculable.
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Seitenzahl: 177
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Catherine George. Todos los derechos reservados.
BAJO EL SOL DE BRASIL, N.º 2148 - abril 2012
Título original: Under the Brazilian Sun
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0025-0
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
EL AEROPUERTO de Oporto estaba abarrotado, pero cuando Katherine se abría paso por él empujando el carrito con las maletas, vio por fin a un hombre que sostenía un cartel con su nombre.
Sonrió con cortesía y se acercó a él.
–Soy la doctora Lister, de la Galería Massey, en Inglaterra.
El hombre la miró un momento sorprendido y luego se apresuró a quitarle el carrito.
–Bem-vinda, doutora. El señor Sousa me ha enviado a buscarla. Mi nombre es Jorge Machado. Por favor, sígame hasta el coche.
Katherine obedeció encantada. Se instaló en la elegante limusina y se relajó en el asiento de cuero cuando el vehículo salió del aeropuerto para dirigirse hacia el norte, al corazón del Minho, una zona de Portugal que había leído seguía todavía llena de tradiciones. Cuando cambiaron la autopista por una ruta más lenta con más curvas a lo largo el río Lima, pasaron un carro arrastrado por bueyes, con dos mujeres vestidas de negro caminando al lado, y Katherine sonrió encantada. El Portugal auténtico.
En un principio había pensado alquilar un coche y tomar unas breves vacaciones en la zona después de completar su misión, pero había acabado por seguir el consejo del hombre que la había contratado y aceptar el transporte que le ofrecían. Después iría en taxi a Viana do Castelo y buscaría un hotel para los días que le quedaran, pero por el momento era un placer relajarse y ver pasar aquella pintoresca parte del mundo mientras pensaba en lo que encontraría al final del viaje.
Estaba allí por trabajo. El desconocido señor De Sousa necesitaba un experto en arte que autentificara un cuadro recién comprado y había pagado todos los gastos para llevar al jefe de Katherine a Portugal. James Massey era muy respetado en el mundo del arte y tenía fama de buscar obras no reconocidas de artistas importantes, y Katherine se consideraba afortunada no solo de trabajar en su galería, sino también por poder contar con su valiosísima experiencia y aprender con él a diferenciar entre el artículo genuino y la falsificación. Pero James había caído víctima de la gripe poco antes de que tuviera que salir para Portugal y había pedido a Katherine que ocupara su lugar. Y esta, encantada de que confiara en ella hasta tal punto, no había vacilado en aceptar.
El nuevo hombre en su vida había protestado bastante cuando ella había puesto en paréntesis aquella incipiente relación para irse a Portugal, principalmente porque había rechazado la oferta de él de acompañarla, pero Katherine se había mostrado inconmovible. Un cliente que pagaba tan generosamente por sus servicios merecía una concentración total. Probablemente habría que limpiar el cuadro antes de poder aventurar una opinión y eso, dependiendo de su edad y de su estado, podía llevar tiempo. Andrew Hastings se había tomado tan mal la negativa que a Katherine le había sorprendido recibir un mensaje de él en el aeropuerto en el que le pedía que se pusiera en contacto en cuanto llegara.
La joven se encogió de hombros y decidió que prefería pensar en el señor De Sousa. James Massey sabía sorprendentemente poco de su cliente, aparte de que poseía un cuadro que creía podía ser importante y que estaba dispuesto a pagar muy bien por averiguarlo. Katherine esperaba fervientemente que estuviera en lo cierto, pues no le apetecía tener que dar la mala noticia si el cuadro no valía nada. Esa era una parte del trabajo con la que normalmente lidiaba James Massey.
–Hemos llegado, doctora –dijo el chófer.
Katherine se enderezó en el asiento y vio unos muros altos con una entrada en forma de arco coronada por una cruz de piedra. Él apuntó un control remoto a las puertas de hierro, que se abrieron para mostrar un jardín tan hermoso que ella le pidió que avanzara despacio por aquel vergel con vista de montañas al fondo. Cuando la casa apareció por fin a la vista, no desmerecía en nada de lo que la rodeaba. Era una estructura de paredes blancas y tejado rojo, con dos alas que se abrían desde una torre central de piedra cubierta de hiedra. Antes de que el vehículo se detuviera en el patio circular, se abrió la enorme puerta de la torre y una mujer bajita y regordeta salió apresuradamente por ella.
–Aquí está la doctora Lister, Lidia –dijo Jorge Machado.
–Bienvenida a la Quinta das Montanhas, doctora –dijo la mujer.
Katherine le sonrió con calor, encantada de oírla hablar en inglés aunque fuera con un fuerte acento.
–¿Cómo está usted? ¡Qué casa tan gloriosa!
La mujer sonrió contenta.
–El señor Roberto lamenta no estar aquí para recibirla, pero llegará muy pronto. La llevaré a su habitación, doctora.
Jorge las siguió con el equipaje. Lidia precedió a Katherine por un vestíbulo amplio de techo abovedado y por una escalinata de piedra que tenía una balaustrada de hierro forjado tan delicado como encaje negro. La sonriente mujer mostró a Katherine una habitación de techo alto con amplios ventanales con las persianas bajadas, un armario y una cama enorme de madera oscura tallada cubierta con una colcha blanca. Y lo mejor para Katherine en aquel momento, una bandeja con un cubo de hielo y agua mineral situada en una mesa entre los ventanales.
Jorge dejó la maleta de Katherine al lado de un arcón colocado a los pies de la cama y se volvió para salir.
–Cuando esté lista, doctora, baje por favor a ver la veranda.
Lidia mostró a Katherine una puerta que daba a un cuarto de baño.
–Necesita, ¿verdad?
–Sí. Obrigada –musitó Katherine aliviada; dio las gracias a la otra con tal fervor que la mujer sonrió comprensiva.
–¿Le traigo comida ahora? –preguntó.
Katherine negó con la cabeza.
–No, gracias. Ahora tengo mucho calor. Solo necesito agua.
Lidia se apresuró a llenarle un vaso.
–Vuelvo pronto.
Katherine, que no estaba segura de lo que quería decir «pronto», bebió el agua y se conformó con lavarse en lugar de tomar una ducha, como habría sido su deseo. Se cepilló el pelo, lo sujetó en un moño tirante y se cambió la camiseta y los vaqueros por unos pantalones negros de traje y una camisa blanca. Añadió con una sonrisa las gafas de concha oscura que usaba para trabajar en el ordenador. Con suerte, aquel aspecto eficiente impresionaría a un hombre que seguramente sería mayor si tenía una casa tan fabulosa como aquella y dinero para gastar en cuadros valiosos.
Envió mensajes de texto a James y a su amiga Rachel, y por último, con cierta culpa porque no se le había ocurrido hasta entonces, otro a Andrew, y empezó a deshacer el equipaje. Antes de que terminara, el rugido de un motor de coche alteró la paz de la tarde y Lidia entró apresuradamente y movió la cabeza con desaprobación.
–Yo hago eso, doctora. Usted venga. Ha llegado él.
Katherine siguió a la mujer por la escalinata curva y al exterior, a una veranda alargada de suelo brillante y columnas de piedra tallada entrelazadas de plantas. Un hombre ataviado con chaqueta de lino y vaqueros estaba apoyado en una de ellas mirando los jardines. Era alto y delgado, con una melena de pelo negro rizado y un perfil que cualquier estrella de cine habría envidiado. Cuando Lidia habló, se volvió rápidamente, y miró a Katherine sorprendido.
–La doctora Lister –anunció Lidia, y se apartó.
–¿Usted es la doctora Lister? –preguntó el hombre.
«¡Por fin!», exclamaron sus hormonas. «Por fin lo has encontrado».
–Soy Katherine Lister, sí –repuso ella, orgullosa de poder mantener la compostura.
Sonrió educadamente.
Él le hizo una inclinación de cabeza.
–Encantado. Roberto de Sousa. Lamento no haber estado aquí para recibirla a su llegada.
–No lo lamente. Su gente me ha hecho sentir bienvenida –le aseguró ella.
Su cliente estaba muy alejado del hombre de negocios mayor que Katherine había imaginado. Supuso que tendría solo unos años más que los veintiocho de ella. Y habría podido jurar que lo había visto antes en alguna parte. Su melena y sus ojos oscuros situados encima de unos pómulos altos, le resultaban curiosamente familiares. A diferencia de la cicatriz que le bajaba por un lado de la cara y que era de las que una vez vistas ya no se olvidan. Cuando vio que continuaba el silencio, decidió romperlo.
–¿Hay algún problema, señor De Sousa?
–Esperaba un hombre –repuso él cortante.
Katherine se puso tensa.
–Creía que el señor Massey le había explicado que me enviaba a mí en su lugar.
Él asintió con frialdad.
–Y así fue. Pero en inglés no hay diferencia entre «doctor» y «doctora» y yo entendí que el «doctor» Lister era un hombre.
–Le aseguro que estoy plenamente cualificada para hacer la inspección que ha pedido, señor De Sousa –repuso ella–. No tengo tanta experiencia como el señor Massey, es cierto, pero tengo más que suficiente para darle una opinión bien formada de su cuadro.
Esperó, pero no obtuvo respuesta. Al parecer, la atracción no había sido mutua.
–Claro que, si insiste en un experto masculino, me marcharé enseguida. Aunque le agradecería mucho una taza de té antes.
Roberto de Sousa pareció consternado. Dio una palmada y apareció Jorge Machado con una bandeja.
–¿Por qué no se le ha ofrecido nada a la doctora Lister? –preguntó el dueño de la casa.
–Disculpe, doctora. Esperaba al patrao.
–Tendrías que haber servido a mi invitada sin esperarme a mí –su patrón frunció el ceño–. Por favor, siéntese, doctora Lister.
Jorge llenó una de las frágiles tazas con té, la otra con café solo y ofreció a Katherine una bandeja de pasteles, que ella rehusó con una sonrisa amistosa antes de sentarse.
Roberto de Sousa se acomodó enfrente en la mesa y guardó silencio. Katherine decidió que, por lo que a ella respectaba, podía estar callado todo el tiempo que le diera la gana. Por atractivo que fuera, en cuanto terminara el té, pediría un transporte hasta Viana do Castelo.
–Por favor, dígame si conoce bien al señor James Massey –dijo él al fin.
–De toda la vida –contestó ella.
–¿Son parientes?
–No, es un amigo íntimo de mi padre. ¿De qué lo conoce usted, señor De Sousa?
–Por su reputación y por la información que busqué en Internet. Me puse en contacto con él porque mi investigación me dijo que era el más acertado para autentificar mi cuadro. Lo compré bastante barato.
–¿Pero cree que es muy valioso?
Roberto de Sousa se encogió de hombros con indiferencia.
–El valor no es importante. No voy a revenderlo. Lo que me interesa es la identidad del artista y, si es posible, la del modelo –volvió a guardar silencio, como si diera vueltas a algo en su mente–. Si quisiera quedarse a examinarlo –dijo al fin– , le estaría muy agradecido, doctora.
El primer instinto de Katherine fue rehusar. Pero como representaba a la Galería Massey, y además sentía curiosidad por el cuadro, cambió de idea. Por orgullo, hizo una pausa como si considerara su respuesta y acabó por asentir con la cabeza.
–Puesto que ha pagado tan generosamente por mi tiempo, no tengo otra opción.
–Obrigado, doctora Lister. Verá usted el cuadro por la mañana, a plena luz del día, y me dirá lo que necesita. El señor Massey me avisó de que habría que limpiarlo antes de poder dar una opinión –miró su reloj–, pero ahora debe de estar cansada de su viaje. Por favor, descanse antes de bajar a cenar conmigo.
Así que iba a tener el honor de cenar en su mesa. La mención de la comida le recordó que, ahora que había calmado la sed, tenía hambre.
–Gracias, señor De Sousa.
–De nada –él hizo una pausa–. Una cosa. Prefiero que me llame «señor Sousa».
–Entiendo. Lo recordaré.
Ella se levantó y él la acompañó hasta el vestíbulo.
–Hasta luego, doctora.
Ella asintió y subió las escaleras con la espalda muy recta.
Roberto de Sousa la miró hasta que se perdió de vista y regresó a la veranda. Se sentó y se frotó con aire ausente la pierna que tanto le dolía si permanecía en pie mucho tiempo. Su sorpresa al descubrir que su huésped no era un hombre sino una mujer había ofendido a la doctora Lister. Pero si estaba plenamente cualificada para dar una opinión informada sobre su cuadro, en teoría a él no le importaba que fuera mujer. Apretó los labios. En la práctica, sin embargo, resentía profundamente la necesidad de recibir en su casa a una mujer ahora que estaba desfigurado; aunque se tratara de una intelectual eficiente como la doctora Lister, con el pelo recogido y apartado de la cara y su ropa masculina. Las únicas mujeres que había ahora a su lado eran sus empleadas, cuando en otro tiempo había estado rodeado por todo tipo de mujeres hermosas y bien dispuestas hacia él. Recorrió con un dedo la cicatriz de la cara. Todo eso y muchas otras cosas habían cambiado para siempre el día que por fin se le había acabado la suerte.
Cuando Katherine se instaló en la cama con un libro, había recuperado ya su equilibrio emocional. La reacción de Roberto de Sousa al verla había sido un golpe más duro de lo que quería admitir. Su melena castaña y sus ojos verdes tornasolados no solían espantar a los hombres. Se mordió el labio inferior. La preferencia de su cliente por un experto varón había sido otro golpe. Si informaba a Roberto de Sousa de que su cuadro era una falsificación sin valor intrínseco alguno, él podía negarse a aceptar su veredicto. Se encogió de hombros. No sería el fin del mundo; simplemente tendría que contar con el apoyo de James. Le enviaría fotografías del cuadro por correo electrónico para que lo juzgara él y se ganaría la eterna gratitud de Judith Massey por distraer a su esposo convaleciente.
Antes de llegar allí, Katherine se había preguntado si la invitarían a cenar con la familia de su anfitrión, pero hasta el momento no había habido ninguna mención a una esposa ni a ningún otro pariente. De hecho, James sabía tan poco del señor Sousa que Katherine había especulado bastante durante el vuelo, pero nada la había preparado para la reacción que sintió al verlo, pues era la primera vez que le sucedía algo así. Tampoco estaba preparada para la hostilidad de él, que resultaba tan sorprendente como su juventud y su rostro marcado oscuramente atractivo. Se encogió de hombros. Tal vez él hubiera preferido que examinara un hombre su cuadro, pero ella estaba más que capacitada para el trabajo. Lo que no impedía que la idea de la cena la sobrecogiera un poco.
Su primera intención había sido ponerse un vestido verde sin mangas con un drapeado que resaltaba sus curvas, pero volvió a colgarlo en la percha y eligió uno de lino negro. Sin joyas que suavizaran la dureza del vestido y con solo un leve toque de maquillaje, interpretaría el papel de intelectual en la cena con un hombre que tenía un aura de melancolía sardónica, misteriosa y sorprendente. Ella habría esperado que un hombre de su edad y de su raza fuera más extrovertido. Y quizá lo había sido antes de la cicatriz.
Un minuto antes de las ocho llegó Lidia jadeando levemente y anunció que el señor Sousa esperaba a su invitada. Katherine se puso las gafas y se miró una vez más al espejo para comprobar que ningún mechón de pelo escapaba del severo moño. Siguió a la mujer escaleras abajo hasta el vestíbulo, donde la esperaba Jorge para escoltarla a la veranda, que resultaba aún más invitadora con luces suaves brillando entre las plantas que adornaban las columnas.
Roberto de Sousa se levantó lentamente de uno de los sillones de mimbre y la miró en silencio. Aquella invitada elegante y discreta le producía desazón. Se sobrepuso y le dio las buenas noches.
Katherine se preguntó si aquel hombre decía alguna vez algo sin pensarlo antes.
–A Lidia no le ha gustado que haya elegido cenar aquí fuera –dijo. La guio hacia una mesa–. El comedor es muy grande para dos personas y he creído que preferiría esto –pero en realidad la preferencia era suya, con la esperanza de que su cicatriz destacara menos en aquella luz suave.
–Así es –le aseguró ella, que vio que la mesa estaba puesta para dos. No había esposa, pues. Al menos allí.
Él apartó una silla para ella.
–¿Qué va a beber? ¿Un gin tonic tal vez?
Katherine miró la botella metida en el cubo de hielo plateado.
–¿Puedo tomar una copa de vino? –preguntó.
–Desde luego. Este es el vinho verde del Minho –él descorchó la botella y sirvió dos copas–. Yo la acompañaré –le pasó una copa y acercó la suya a la de ella–. ¿Por qué brindamos?
–¿Por un buen resultado para su cuadro?
Él asintió.
–Por eso.
El vino frío entraba como néctar, era el acompañamiento perfecto al plato de aperitivos calientes que colocó Jorge delante de Katherine.
–El plato nacional –informó Roberto–. Bolinhas de bacalhau. ¿Las ha probado antes?
–No, pero huelen de maravilla –ella se metió una de las bolitas en la boca–. Y saben aún mejor. Recordaré con placer mi primera comida en Portugal.
Roberto estaba sentado enfrente, con la cicatriz destacando en su cara morena contra el blanco de la camisa.
–¿No ha comido nada desde que llegó? –preguntó con el ceño fruncido.
Ella negó con la cabeza.
–Me lo ofrecieron, pero tenía mucho calor y mucha sed.
–Entonces debe comer más –empujó la bandeja hacia ella.
–No, gracias –respondió ella, con firmeza–. Si lo hago, no necesitaré la cena.
–Tiene que comer bien o el chef se ofenderá.
¿El chef? Katherine digirió aquella información, junto con la bolinha, y se dispuso a ser una invitada educada.
–¿Hace mucho tiempo que vive aquí, señor Sousa?
–Yo no vivo aquí, doctora –él sonrió–. La Quinta das Montanhas es mi casa de vacaciones, el refugio al que escapo para estar solo de vez en cuando.
¡Menuda casa de vacaciones!
–Esta zona es muy hermosa –comentó ella–, pero es completamente desconocida para mí. A diferencia de la mayoría de los británicos, yo nunca había estado en Portugal.
–Entonces es muy importante que disfrute de su primera visita.
Roberto de Sousa, aunque renuente, era un anfitrión atento, pero a Katherine le costaba relajarse mientras comían pollo al grill con hierbas aromáticas.
–¿La comida es de su gusto? –preguntó Roberto, rellenándole la copa.
Ella asintió.
–Mis felicitaciones al chef. Es un genio.
Él la miró divertido.
–Era broma. Aquí cocina Lidia, la esposa de Jorge.
–Pues la genio es ella –Katherine sonrió con calor a Jorge cuando llegó a retirar los platos–. Estaba delicioso. Por favor, dígaselo a su esposa.
Él asintió con la cabeza.
–Obrigado, senhora. ¿Quiere pudín?
Katherine sonrió.
–No puedo comer nada más.
Jorge le devolvió la sonrisa con un entusiasmo que le ganó una mirada seca de su jefe.
–¿Café, señora? ¿O té?
–Ni siquiera eso, gracias.
–Yo quiero café, Jorge, por favor –dijo su jefe con sorna–. Y trae agua mineral para la señora.
–Agora mesmo, senhor.
Cuando se retiró Jorge, Katherine se recostó en la silla y miró la luz de la luna, que añadía magia a la escena.
–¡Qué pacífico es esto! –comentó–. Entiendo que le parezca un paraíso.
Él cerró los ojos.
–Probablemente es porque nunca he estado aquí el tiempo suficiente para cansarme de tanta paz… hasta ahora –la miró–. Espero que no le haya causado problemas tener que sustituir tan repentinamente al señor Massey.
Ella negó con la cabeza.
–Ninguno que no haya podido resolver.
–Muy bien. Me interesa mucho su trabajo. ¿Qué es lo que hace usted en la galería, doctora?
Katherine se aferró a aquel tema con alivio.
–Mi trabajo consiste principalmente en buscar en Internet obras no identificadas o catalogadas de un modo erróneo que han pasado desapercibidas. Puede ser muy emocionante.
–Espero que mi cuadro también lo sea.
–Yo también –respondió ella con fervor.
–Ese comentario ha sido muy sentido.
Ella sonrió.
–Cuando nos traen cuadros a la galería, es James el que da la mala noticia si son copias o falsificaciones.
Él asintió.
–Y a usted no le gusta la tarea de darme esa noticia.
–No –ella lo miró a los ojos–. Pero lo haré si tengo que hacerlo.
–No tema, doctora Lister. Si mi cuadro es falso, no la culparé a usted. Ni dudaré de su criterio.
–Gracias. Admito que eso me ha preocupado cuando… –ruborizada, guardó silencio.
–¿Cuando qué?
–Cuando le ha sorprendido tanto que fuera una mujer.
–Solo porque esperaba un hombre –respondió él–. Pero si el señor Massey confía en su capacidad para hacer el trabajo, yo también.
–Gracias.
–De nada. Deje que le sirva más vino.
–Solo agua, gracias. Necesito tener la cabeza despejada para mi trabajo de detective por la mañana.
La sonrisa súbita de él le alteró el rostro de tal modo que anuló toda impresión de familiaridad. Roberto de Sousa sonriente dejaba sin respiración de tal modo que no se parecía a ningún hombre que Katherine hubiera visto antes.
–Usted considera su trabajo como resolver un misterio –comentó con curiosidad.
–En cierto modo. Es muy gratificante y estimulante revelar la identidad de una obra de arte perdida.
–Quizá mi cuadro sea una de ellas.
Katherine confiaba con fervor en que así fuera.
–¿Tiene idea de quién puede ser el artista?