Bajo los cerezos en flor - Jennie Lucas - E-Book
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Bajo los cerezos en flor E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

Su embarazo despertó en él un implacable deseo de asegurar lo que era suyo. Cuando la inocente Hana Everly cayó en brazos de su multimillonario jefe, Antonio Delacruz, sabía que solo sería esa noche. Después se enteró de que estaba embarazada. Su jefe llevaba una vida de playboy, en la que no había cabida para nadie más. Antonio, abandonado al nacer, hacía mucho que había decidido que no sería padre, así que la noticia que Hana le dio bajo los cerezos en flor de Tokio le cayó como una bomba. Le pareció imposible.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Jennie Lucas

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Bajo los cerezos en flor, n.º 2781 - mayo 2020

Título original: Her Boss’s One-Night Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-063-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NUBES rosas se deslizaban entre modernos rascacielos, mientras el sol salía en Tokio. Abril acababa de comenzar, y capullos rosas y blancos cubrían los cerezos como dulces besos.

Pero Hana Everly apenas se daba cuenta. Miraba por la ventanilla del Rolls Royce con el corazón desbocado y la piel sudorosa.

–Y busca a un ama de llaves para el ático de Nueva York, para sustituir a la señora Stone…

Oyó la voz de su jefe, sentado a su lado en la parte de atrás del coche, mientras le enumeraba la lista de cosas que debía hacer inmediatamente. Hana movió el bolígrafo sin fuerza, pero apenas registró sus palabras. Se estremeció.

No podía estar embarazada.

No podía ser.

Habían tenido cuidado. Y su jefe le había dejado muy claras las normas. Mientras sus labios, sensuales y calientes, la besaban, había murmurado: «Solo una noche. No va a haber ni idilio ni boda. Ni consecuencias. Mañana volverás a ser mi secretaria, y yo tu jefe. ¿Estás de acuerdo?».

Era un pacto con el diablo, pero ella había accedido.

En aquel momento, hubiera accedido a cualquier cosa. Él la había tumbado en la cama y ella experimentaba por primera vez aquella embriagadora sensualidad. Pero ni siquiera aquellas palabras habían bastado. Él la había mirado, con sus negros ojos fríos, incluso crueles.

«Debes marcharte antes del amanecer, Hana, y ninguno de los dos volverá a hablar de esto, ni siquiera entre nosotros».

Ella había asentido, perdida en un mar de placer, y Antonio había vuelto a besarla ardientemente.

Hana pensaba que sabía lo que hacía. Con veintiséis años, podía tener relaciones sexuales sin buscar un compromiso, porque Antonio Delacruz no podía ser su novio. Era su jefe, un despiadado multimillonario, consejero delegado de la compañía aérea de mayor crecimiento mundial. La razón de que CrossWorld Airways aplastara a sus competidores era que Antonio no se detenía ante nada con tal de conseguir lo que deseaba.

Pero no había sido él quien había cruzado la línea.

Ella lo había besado primero. Aún no se lo podía creer. Él se la había encontrado llorando una noche, en su palacio de Madrid, y la había abrazado para consolarla.

Y el deseo que Hana llevaba reprimiendo dos años estalló. Se puso de puntillas y lo besó entre lágrimas. Fue apenas un roce. Y aterrorizada ante su atrevimiento, comenzó a apartarse.

Pero él la detuvo y la atrajo hacia sí.

Hana llevaba dos meses intentando no recordar esa noche en Madrid, adoptar una actitud moderna al respecto y olvidar, como era evidente que Antonio había hecho.

Sin embargo, su cuerpo no se lo permitía. La noche de apasionado placer entre ella y su guapo, arrogante y rico jefe viviría con ella para siempre. Porque iba a tener un hijo de él.

Mientras el coche se dirigía hacia el norte de Tokio, Hana se llevó la mano a la mejilla. Estaba mareada a causa de las náuseas matinales y el miedo. Su hijo crecería sin padre o, peor aún, con un mal padre. Porque Antonio Delacruz no se había hecho rico preocupándose por los demás, sino siendo despiadado. No tenía familia y, en los dos años que llevaba trabajando para él, su relación sentimental más larga le había durado seis semanas.

Se le hizo un nudo en la garganta. No era así como se había imaginado que tendría un hijo. Pensaba casarse, establecerse y, después, quedarse embarazada.

Aquello había sido una equivocación. Ni siquiera tenía un hogar. No quería criar a su hijo como la habían criado sus padres, siempre viajando, sin quedarse nunca en ningún sitio el tiempo suficiente para echar raíces, marchándose cuando ella comenzaba a tener amigos.

No debería haberse acostado con Antonio, por muy increíble que hubiera resultado hacerlo. Debería haber esperado a tener una verdadera relación, un compromiso. No debería haber buscado consuelo en los brazos de Antonio y poner su futuro, y el de su hijo no nacido, en sus manos.

–¿Hana? ¿Eh? –la voz de su jefe sonó a su lado en el Rolls Royce.

–Sí –contestó ella, atontada, mirando sus notas–. Quiere el análisis de la expansión en Australia, las cuentas de la oficina de Berlín, contratar a una nueva ama de llaves en Nueva York y organizar la fiesta de Londres.

 

 

Él la miró durante unos segundos y ella se estremeció de miedo. Pero ni siquiera Antonio Delacruz, el temible multimillonario de misterioso pasado que había construido un imperio económico de la nada, sabía adivinar el pensamiento.

–Muy bien –dijo él de mala gana. Volvió a mirar la pantalla del portátil–. Y ponte en contacto con el arquitecto de la nueva sala de espera de primera clase de Heathrow.

Mientras el chófer los llevaba al distrito Marunouchi, ella luchó contra la desesperación que la invadía. Desde su infancia, había estado varias veces en Tokio. Le encantaba la ciudad. Allí había nacido su abuela, que después emigró a Estados Unidos. Ren, su mejor amigo, vivía allí, y la estación de los cerezos en flor era la más hermosa del año.

Pero ni los rascacielos ni los cerezos le levantaron el ánimo. Sentía pánico.

«No va a haber ni idilio ni boda. Ni consecuencias. Ninguno de los dos volverá a hablar de esto, ni siquiera entre nosotros. ¿Estás de acuerdo?».

No se había imaginado que una noche juntos llevara a un embarazo. ¿Qué hacer? ¿Contárselo a él?

Se había enterado de que estaba embarazada solo unas horas antes, al hacerse la prueba en el jet privado que habían tomado en Madrid. Pero ya le parecía que el niño era real. Se llevó la mano al vientre. «Un bebé».

–¿Qué te pasa, Hana? ¿Por qué estás tan distraída?

Ella miró al guapo español sentado a su lado.

–Antonio, te tengo que contar una cosa.

El chófer y Ramón García, el guardaespaldas que solía viajar con Antonio, se miraron en el asiento delantero. Ninguno de los empleados del señor Delacruz se atrevería a llamarlo por su nombre de pila. Salvo la noche que habían pasado en la cama, ella tampoco se había tomado esa libertad, al menos en voz alta.

Él la miró con frialdad.

–¿Sí, señorita Everly?

Su voz ronca la puso en su sitio, al recordarle, como si ella lo necesitara, que solo era su empleada.

Se hallaban cerca del distrito Marunouchi, donde acudirían a una importante reunión negociadora. Antonio y ella, junto al resto del equipo de Tokio, llevaban dos meses preparándose. Antonio estaba obsesionado con negociar un código compartido con Iyokian Airways, una importante compañía regional, que le abriría rutas a Tokio y Osaka.

Tal vez debería dejar lo del bebé para más tarde.

Tal vez no debería contárselo.

Pero, aunque los rechazara a ella y al bebé, ¿no tenía derecho a saberlo? ¿No se merecía el bebé la oportunidad de tener un padre?

–Tengo que decirle algo –susurró. Miró con inquietud a los dos hombres sentados delante, que fingían no oírla–. Sobre… esa noche.

Él le dirigió una mirada gélida.

–¿De qué noche me habla?

¿De verdad no se acordaba? Su hermoso rostro tenía una expresión tan arrogante y fría que ella estuvo a punto de preguntarse si la noche en que había perdido la virginidad había sido una pesadilla.

Alzó la barbilla y dijo claramente:

–La noche que pasamos juntos en Madrid, hace dos meses.

Los hombres del asiento delantero se miraron con los ojos como platos. Antonio apretó el botón para cerrar la mampara de seguridad entre las partes delantera y trasera del vehículo. Después se volvió hacia ella con brusquedad.

–Me prometió que no hablaría de ella.

–Lo sé, pero…

–No hay peros que valgan. Me dio su palabra.

–Tengo un buen motivo.

–Me lo imagino. Borre esa noche de su cerebro, señorita Everly. No sucedió.

–Pero…

El coche se detuvo frente a un rascacielos y un portero le abrió la puerta a Antonio.

–No sucedió –repitió él y, sin molestarse en mirarla, bajó del coche.

Ella se echó el bolso al hombro y desmontó detrás de él. El corazón le latía deprisa. Sostuvo el bloc de notas y el portafolios con fuerza contra el pecho, como si pudieran protegerla.

–Bienvenido, señor –Emika Ito, la directora del equipo de Tokio los saludó con una respetuosa inclinación de cabeza. Era guapa y elegante. Sonrió a Hana, que intentó devolverle la sonrisa–. Todo a punto, señor.

Hana miró el edificio. En el vestíbulo vio al resto del equipo, que esperaba su llegada para subir a la nueva oficina, que ocupaba las tres primeras plantas.

–Gracias, señorita Ito.

La mujer se dirigió al vestíbulo dejando solos a Antonio y Hana, con el guardaespaldas a una prudente distancia.

–Entonces, ¿está de acuerdo? –preguntó él–. ¿Lo va a olvidar?

Hana notó la brisa en sus calientes mejillas. No podía decírselo. Asentiría y entraría en el edifico para ser la secretaria que necesitaba durante una importante reunión. Después, dejaría su puesto y desaparecería. Inclinó la cabeza.

–Muy bien –dijo él mientras se volvía hacia la puerta.

Ella intentó seguirle y no hablar.

Pero el corazón se lo impidió.

–Estoy embarazada, Antonio –le espetó.

 

 

¿Embarazada?

Antonio Delacruz se quedó inmóvil, convencido de que había oído mal.

Se volvió lentamente.

–¿Cómo?

–Ya me has oído.

–¿Bromeas?

–No es broma. Estoy embarazada.

Antonio se dijo que no sentía nada, que no podía experimentar la oleada de emoción que lo rodeaba como un depredador buscando una grieta en su armadura para invadirlo y destruirle el corazón.

Ella se había acostado con otro hombre.

Golpeó el techo del coche con más fuerza de la necesaria y el chófer se alejó. Se obligó a relajar los hombros, antes de decir:

–Creí que tenías más sentido común.

Las cejas de Hana se enarcaron sobre sus ojos castaños.

–¿Qué?

Él se preguntó quién podría ser el padre. Era virgen cuando… Suprimió ese pensamiento de inmediato. Pero debía de haber encontrado un nuevo amante justo después.

¿Esa misma semana?

¿Esa misma noche?

Para Hana sería fácil. Cualquier hombre la desearía. Sin querer, recorrió su figura con la mirada. Hana Everly era la mujer más hermosa que conocía, aunque llevaba dos años fingiendo que no lo era e intentando pensar en ella únicamente como su secretaria.

Su belleza era esquiva e indefinible. Todas las características de su herencia americana se combinaban con exquisita gracia. Él le había preguntado por sus antepasados.

«Soy americana. Mi familia procede de muchos sitios: Inglaterra, Irlanda, Brasil y Japón. ¿Y la suya?».

«Soy español», había respondido él, lo cual, probablemente, era verdad, aunque no estaba seguro.

Ahora, Hana lo miró. Tenía ojos castaños, labios carnosos, rostro ovalado y el cabello recogido en una cola de caballo. Llevaba un elegante y femenino traje de chaqueta blanco, sencillo y discreto, como correspondía a la secretaria de un multimillonario, para no llamar la atención.

Sin embargo, Hana siempre la llamaba. Incluso en aquel momento, en Tokio, los hombres pasaban por la calle y la miraban. Parecía tan inalcanzable como una estrella.

Era lo que él había creído…

–¿Es lo único que tienes que decirme? –preguntó Hana en voz dura y baja, con una expresión en que se mezclaban la ira y el dolor–. ¿Que creías que tendría más sentido común?

–Me has decepcionado.

–Te he decepcionado.

Él confiaba en ella, creía en ella. Y ahora estaba embarazada de otro hombre, y dejaría el trabajo para estar con él y criar a su hijo. Esa debía de ser la causa de la emoción que sentía, que lo impedía respirar. Hana era la mejor secretaria que había tenido e iba a perderla.

¿Cómo había conseguido ocultarle su relación amorosa? Habían trabajado juntos día y noche en Madrid y en todo el mundo, preparándose para negociar aquel acuerdo. ¿Cómo no se había dado cuenta de que tenía un amante?

Antonio valoraba su trabajo de secretaria, por lo que, a pesar de la atracción que sentía hacia ella, había mantenido con ella una relación exclusivamente profesional, hasta aquella noche, en Madrid, en que la había encontrado llorando por razones que no quiso explicarle. Intentó consolarla cuando, como si fuera un milagro, ella se puso de puntillas y lo besó en los labios.

Ese beso…

Antonio apartó el recuerdo y enterró sus sentimientos con el resto de las cosas que no quería recordar.

Muy bien, ella se marcharía. Había sido una buena secretaria. Él intentaría alegrarse por ella. Al fin y al cabo, había dejado claro que quería el cuento de hadas doméstico completo: esposo, hijos y una casa. La despediría con un cheque por una cantidad lo bastante grande para pagar la universidad de sus hijos. Se lo merecía.

Y él seguiría adelante. Y, sobre todo, se aseguraría de no preguntarle…

–¿Quién es el padre? –se oyó decir, como si el cerebro ya no le controlara la boca.

Ella lo miró con incredulidad.

–¿Bromeas? ¡Sabes muy bien quién es!

–¿Ah, sí? –frunció el ceño–. En realidad, estoy asombrado. ¿Cómo te las apañabas para escabullirte y tener una relación amorosa, si trabajábamos veinte horas diarias? ¿Ese hombre trabaja para mí? ¿Es jardinero?, ¿chófer?

El rostro de Hana se enfureció.

–Ya basta, Antonio.

Él la miró, desconcertado por su enfado. Hana nunca se mostraba furiosa, sino paciente, amable y comprensiva. Era la persona más amable que conocía.

–¿Por qué estás enfadada?

–¡Porque eres tú, idiota! ¡Tú eres el padre!

Antonio notó el impacto de sus palabras en el cuerpo, antes de que el cerebro las comprendiera. Las recibió como un golpe.

–¿Qué?

–¡Por supuesto que eres tú!

Él extendió instintivamente la mano para agarrarse a una columna del edificio. Le temblaban las piernas.

–¿De verdad crees que me iba a acostar con otro después de haber estado juntos? Yo no puedo salir de una relación y entrar en otra tan deprisa, aunque tú sí puedas.

Si hubiera sido capaz de olvidarla… Si no significara nada para él…

Comenzaron a caer unas gotas y él notó una en la mejilla. Miró a Hana. Se sentía traicionado.

–Me encuentro mal desde el mes pasado. Creí que la regla se me había retrasado, debido al exceso de trabajo, al estrés y a la falta de sueño, pero… Me compré una prueba de embarazo en Madrid y, me la hice en el avión, justo antes de aterrizar. Estoy embarazada. Sé que no te interesa ni el matrimonio ni los hijos. Esto también ha sido una sorpresa para mí. Utilizamos preservativo, por lo que no debería haber pasado. Pero creía que tenías derecho a saber…

–Basta. No digas nada más.

–¿He hecho mal en decírtelo? –tenía los ojos empañados de lágrimas que parecían genuinas. Él las despreció, al igual que la despreciaba a ella. Y, sobre todo, se despreciaba a sí mismo por haber bajado la guardia, por pensar que ella era distinta, que podía confiar en ella como no había confiado en nadie.

Y, mientras, ella se estaba acostando con otro. Y ahora le mentía.

Eso suponiendo que estuviera embarazada de verdad, porque era posible que también fuera mentira.

De cualquier modo, ella debía haberlo planeado desde que comenzó a trabajar para él. Le había tendido una trampa para quedarse con parte de su fortuna. Y era probable que lo hubiera conseguido, salvo por un hecho decisivo que no conocía.

No podía haberla dejado embarazada. Era físicamente imposible.

–Ya no necesito sus servicios, señorita Everly –dijo abruptamente mientras le quitaba el portafolios y el bloc.

–¿Me estás despidiendo?

–Se le pagará una indemnización, como estipula su contrato. Pero quiero que se vaya.

–Pero, ¿por qué?

–Lo sabe perfectamente.

–¿Porque voy a tener un hijo tuyo?

–Porque me ha mentido –respondió él con dureza–. Ha intentado tenderme una trampa. Adiós, señorita Everly.

Antonio dio media vuelta y entró en el edificio, seguido del guardaespaldas, donde lo esperaba el equipo para negociar un acuerdo con Iyokan Airways. La dejó en la acera, tiritando de frío. Y no se volvió a mirarla.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

EN ESTADO de shock, Hana observó que Antonio le daba la espalda con desprecio y la dejaba abandonada en una calle de Tokio.

Pero no solo la había abandonado. La había despedido.

Le había arrebatado su virginidad, le había cambiado la vida para siempre y, para colmo, la echaba de un trabajo que le encantaba.

Oyó un trueno y notó el aire frío. Elevó la vista al cielo gris mientras la llovizna se transformaba en lluvia.

Hana sabía que Antonio no reaccionaría como el héroe de una película romántica y la besaría, lleno de alegría, al recibir la noticia de su embarazo. Sin embargo, no se imaginaba que se fuera a comportar como un canalla.

Temblando, se secó las lágrimas. ¿Por qué estaba tan sorprendida? Como secretaria suya, había visto lo despiadado que podía ser, especialmente con sus amantes, de las que se aburría y cansaba en un plazo máximo de unas semanas, cuando no la misma noche.

A Hana la asombraban esas mujeres estúpidas que se interesaban por él, cada una de las cuales pensaba, por increíble que pareciera, que acabaría domando al indomable playboy. Las compadecía.

No obstante, era injusto decir que Antonio se portaba así solo con las mujeres. Trataba mal a toda el mundo, hombres y mujeres, pero, con ellos, su crueldad se manifestaba apoderándose de sus negocios… y de sus novias.

Hana había creído que era especial. Llevaba dos años trabajando para él, a veces doce horas diarias, siete días a la semana. Él la inspiraba, la desafiaba. Él éxito de él era el suyo.

Creía que eran una especie de socios, si no amigos. Pero ahora se daba cuenta de lo poco especial que era.

«Ha intentado tenderme una trampa. Adiós señorita Everly».

La gente la miraba al pasar. Todo el mundo llevaba paraguas. Probablemente pareciera una idiota, allí de pie, con la boca aún abierta. Así se sentía.

Por culpa de Antonio. No, eso era injusto. Por culpa de ella.

Pero no se podía imaginar que la despediría por estar embarazada. Consideraba que, en el fondo, era un hombre honorable, que, con independencia de como hubiera tratado al resto de sus amantes, no se comportaría así con ella.

Y ella, que se preciaba de ser una mujer práctica e inteligente, había hecho el más completo de los ridículos.

La lluvia, no las lágrimas desde luego, le empañó la vista al mirarse el traje blanco, pegado ahora a la piel.

Le había dedicado su vida, había sido sincera con él, a pesar de su miedo, ¿y así se lo pagaba?

La había insultado. La había despedido y, peor aún, había rechazado a su propio hijo.

Notó que en su interior crecía una fría cólera que no dejaba sitio a nada más.

Ella y el niño estaban solos.

Alzó la barbilla. Muy bien. No lo necesitaban. ¡Estaban mejor sin aquel imbécil sin corazón!

Por desgracia, su maleta seguía en el Rolls Royce que los había llevado hasta allí desde el aeropuerto. Lo único que tenía en el bolso era el pasaporte, las tarjetas de crédito y algo de dinero en efectivo. Pero estaba en Tokio, lo que implicaba que tenía algo más: a Ren.

Era su mejor amigo, a la que solo veía unas cuantas veces al año.

Hizo señas a un taxi. Cuando se le acercó, vio que el conductor vacilaba al mirarla bajo la lluvia, temiendo que le mojara la tapicería. Finalmente, suspiró y detuvo el vehículo.

–Sumisamen –dijo ella tragándose el nudo que tenía en la garganta. Le dio la dirección y se puso a mirar por la ventanilla. Ren Tanaka. Era una suerte que le hubieran partido el corazón en la misma ciudad en que vivía su mejor amigo.

Eran amigos de la infancia y se escribían mientras ella viajaba por el mundo con sus padres. Era el único amigo con el que había mantenido el contacto. Ella era hija única, ahora huérfana, ya que sus padres y abuelos habían muerto. En sus frecuentes conversaciones online, Ren se había convertido en su familia.

Al recordar la última vez que lo había visto, unos meses antes, en una breve visita a Tokio por negocios, se inquietó. Él se había comportado de forma extraña, no por lo que decía, sino por cómo la miraba. La había puesto nerviosa.

¿Era posible, que, tras tantos años de amistad, a Ren se le hubiera ocurrido pensar que estaba enamorado de ella?