Cancionero - Miguel de Unamuno - E-Book

Cancionero E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Cancionero es un poemario de Miguel de Unamuno escrito en su mayor parte en el exilio. Contiene un número considerable de poemas de corte político y otros más simbólicos o sensoriales.-

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Seitenzahl: 505

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Miguel de Unamuno

Cancionero

 

Saga

Cancionero

 

Copyright © 1953, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726598346

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRÓLOGO DEL AUTOR

Estos versos, más o menos canciones, han sido mejor que escritos cantados o canturreados con pluma metálica —pluma de ala de acero— en una celda de destierro —destierro, desentierro— donde todas las albas me remozaba el espíritu releyendo en el Nuevo Testamento, cerca de la mar, que es el Testamento Eterno. Cerca de la mar salada. «Lo mejor, el agua», cantó Píndaro, y el Cristo: «buena la sal» (Marcos, IX, 50). Y luego: «¿Si la sal se hace sosa con qué la prepararéis? Tened en vosotros mismos sal y paz unos con otros». Y el apóstol Pablo: «Vuestra palabra siempre en gracia y pertrechada con sal» (Colosenses, IV, 6). Y así he adobado estas canciones con la sal de la mar fronteriza, con la sal milenaria del golfo de mi Vizcaya, de mi Wasconia —Gascuña—, con la sal de Dios, fronterizo también.

La lectura y lección del Nuevo Testamento me era padre nuestro de cada día. Y oía yo, bibliófago, comedor de libros, lo que el de la Revelación —Apocalipsis— nos dice: «Y la voz que oí del cielo que de nuevo hablaba conmigo diciéndome: “Ve, coge el libro abierto en mano del mensajero que está sobre la mar y sobre la tierra”; y fui al mensajero, diciéndole que me diera el librillo y me dice: “Coge y trágatelo, y te amargará el vientre, pero en tu boca será dulce y miel”; y cogí el librillo de manos del mensajero y me lo tragué y era en mi boca como miel dulce y cuando la comí me amargó el vientre» (Apocalipsis, X, 8-10). Y releyendo este apocalíptico mensaje comprendí cómo mi bibliofagia es teofagia, y que al comerme libros me como a Dios en ellos.

Las Buenas Nuevas, las Cartas y el Libro de la Revelación me enseñaban a soñar la vida —que es a la vez pensarla, sentirla y vivirla— con metáforas, parábolas y paradojas —o sea: traslados, soslayos y desvíos— cultivando en mí al creyente descreído —«¡Señor, ayuda a mi descreimiento!» (Marcos, IX, 24)—, al ciudadano proscrito y al poeta razonador. Esos textos evangélicos, epistolares y apocalípticos han sido entretejidos a tantos ensueños, a tantos dolores, a tantos goces, a tantas esperanzas, a tantos desengaños que habla ya en ellos un piélago de almas de siglos y quieren decírnoslo todo y más. Los textos que sólo nos dicen lo que su autor quiso o creyó querer decir no nos dicen nada; son textos muertos. Y muerto el autor mismo cuando los escribió, pues «tienes nombre de que estás vivo y estás muerto; ¡despierta!» (Apocalipsis, III, 1-2). Muerto de una vez y muriendo cada día como el Apóstol (I Corintios, XV, 31) que es vivir; muerto de una vez como uno de los que buscan la muerte sin encontrarla (Apocalipsis, IX, 6) porque ya la llevan dentro. Su alma es un dogma, un decreto, una tabla de la ley, un pedrusco. Pero yo quiero que en mí hablen las hablas de los que me hicieron; las almas de nuestros padres que caminaron bajo la niebla (I Corintios, X), que es la nube luminosa que nos deja en sombra (Mateo, XVII, 5-14).

Las más de estas canciones han sido escritas tendido yo en la cama, antes de levantarme a lavarme y aviarme, después de haber leído la Buena Nueva del día, cuando me entraba la luz del sol mañanero que iba a salir sobre los montes de Irún —la ventana de mi cuarto daba al sureste—, a esa hora del alba indecisa en que los ensueños emprenden su vuelo dejando en los surcos del alma su simiente. Algunas lo han sido estando yo recostado sobre la arena de la playa de Ondarraitz y recordando aquella arena —más bien polvo— sobre que escribió Jesús con el dedo desnudo y sin tinta al perdonar a la mujer adúltera (Juan, VIII, 6) como en la arena de esta playa que es el mundo en que pasamos, escribe con sus dedos desnudos —aunque a las veces con sangre— desde el cielo el Señor. En la arena formada de polvo de conchas que albergaron criaturitas de Dios, que fueron sus casas, sus moradas vivideras. Otras las compuse sentado sobre la yerba verde, como aquella en que Jesús mandó sentarse a la turba para que le oyese: «Haced que se sienten los hombres, pues había mucha yerba en el lugar» (Juan, VI, 10). Yerba para descansar sobre ella soñando la vida; debajo de ella durmiéndola.

Aquella celda de un mediano albergue de Hendaya, hogar de paso y de alquiler, ha sido mi concha de caracol, mi casa de [tres] años. Como aquella casa de que el apóstol Pablo nos habla (II Corintios, V) de que hemos de salir para retornar al Señor. Y estas canciones, ahora muertas y vacías, más tarde polvo, fueron también casas de almas huideras que me visitaban. Dicen que arrimando el oído a la casa vacía del caracol marino se oye la voz del océano y los sabios lo corrigen enseñando que es la de la circulación de la sangre por el propio pabellón de la oreja del que la oye. Es la sangre de nuestros padres y de sus padres, otro océano, que nos canta en el caracol. Yquiera Dios que al arrimar a tu oído, lector, estos mis caracoles muertos oigas la voz de tus padres y de los que fueron padres de ellos.

La celda de mi albergue de Hendaya me sirvió de casa, santificada alguna vez por la presencia de mi mujer. ¡Una casa! Una casa se edifica, pero no se construye. El auto es una máquina para caminar; la casa, una máquina para habitar, enseña Le Corbusier. ¿Máquinas? Las aborrezco. Huyo de los autos y de su vocinglería petrolera, y por eso en París me refugiaba en la Isla de San Luis, en la plaza de los Vosgos, para abuelos y nietos, en el Palais Royal, gran caracol de piedra resonante de ecos de la Gran Revolución. Y aquí, en Hendaya, me voy a Biriatu, siguiendo la ribera del Bidasoa, bordeada por la flor de oro de la argoma que dura casi todo el año, que no se pliega a engalanar ojales de solapas de chaquetas de señoritos, que, austera y virginal, se guarda para sí su perfume y se cierra a mariposas celestinas y a abejas machorras.

Me hallo en el destierro, fuera aunque a la vista de mi España, de esa España a la que anunció que iba a ir el Apóstol (Romanos, XV, 28), Pablo, ¡claro!, que Santiago no, y menos a matar moros. Y san Pablo ha venido a mi España, o lo que vale igual, ha venido a mí. Y me ha dicho que por la gracia de Dios, como él, soy lo que soy (I Corintios, XV, 9) y me exhorta, con su ejemplo, a evangelizar, diciéndome: «¡Ay de mí si no evangelizo!» (I Corintios, IX, 17) y a enloquecer en Dios (II Corintios, V, 13), él, que según confesión propia (I Timoteo, I, 13) era de suyo maldiciente, perseguidor e insolente, que había perseguido a sus hermanos por demasiado celo de las tradiciones patrias (Gálatas, I, 14); él, el hereje que no fue más que un hombre (Hechos, X, 27), él me enseña lo que es la terrible guerra civil en el tablado de la propia conciencia personal convertida en campo de batalla (II Corintios, XL, 1-6). Tremenda guerra más que civil, que habría dicho Lucano, el español, guerra más que hermanal, mellizal. «Miserable de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Romanos, VI, 24). Es la guerra entre Caín y Abel, entre Esaú y Jacob, entre Rómulo y Remo. Es la guerra que ha hecho los rebeldes desde el amanecer de la historia.

Esta amorosa rebeldía, este amor rebelde, me viene de los días de mi apretada y henchida niñez cuando fui inocente testigo de la guerra civil que ensañaba entre sí a nuestros padres y abuelos arrastrándolos a todos los desmanes y demasías. Yme acuerdo que durante el asedio y bombardeo de mi Bilbao nos hacían cantar una canción en la que se les llamaba a los carlistas caribes y fariseos. ¡Fariseos! Para mí entonces eran los que velaban el cadáver de Nuestro Señor Jesucristo en el monumento de jueves y viernes santos y que salían en las procesiones, tomando por tales a los que hacían de legionarios romanos. Después he sabido que el apóstol Pablo fue fariseo (Filipenses, III, 5) criado a los pies de Gamaliel. Y ¿por qué el Cristo persiguió con tanta saña y como a hipócritas, junto con los escribas o letrados, a los que creían en la resurrección de la carne? Acaso porque sólo en la carne creían.

Aquella guerra más que civil, hermanal, y hasta mellizal, en que me crié y crié mi espíritu, fue hija de la envidia cainita, inquisitorial.

 

«Quien no está conmigo contra mí está» (Mateo, XII, 30), repiten, mas ¿por qué se callan lo que el mismo Jesús dijo de: «Quien no está contra vosotros por vosotros está»? (Lucas, IX, 50). Porque Él es uno y los que le siguen son otros. Aunque esto de tapar a un Evangelio con otro no es raro. Así se nos enseña lo de según san Mateo (V, 5) de: «Bienaventurados los que sufren porque ellos serán consolados», pero tapando lo de según Lucas (VI, 21): «Bienaventurados los que lloran porque ellos se reirán», o se hace un pisto de los dos, pero callando la risa. ¡Qué jesuítico horror a la risa! ¡Hasta han hecho la leyenda de que el Cristo, que tanto se reía jugando con los niños y les hacía reír, no se rió nunca! Y hasta bailó cuando tocaban la flauta, no debemos dudarlo. «Os tocamos la flauta y no bailasteis» (Mateo, XI, 17). ¡Y él, que comía y bebía!

Mi abuela materna —que era a la vez tía paterna mía—, «¡quien siembra risas recoge lloros!», nos solía decir a sus nietos y sobrinos. ¿Por qué no a la inversa? Los más de los cristianos, la casi totalidad de ellos, no han comprendido y, por lo tanto, no han sentido a Cristo Niño; al Niño Jesús, sí, pero éste es otra cosa. Vedle en su relación a su madre; nunca la mamá, siempre la señora madre. Diríase que Jesús le hablaba de usted. Recuérdese el «¿qué a mí y a ti, mujer?» (Juan, II, 4) y el: «¡Mujer, he ahí a tu hijo!» (Juan, XIX, 26) y el: «¿Quién es mi madre?» (Mateo, XII, 48). Pero el arte llamado cristiano jamás ha representado, que yo sepa, a María yéndose, con los brazos remangados de estar cocinando y riéndose, a abrazar y dar un beso a Jesús adulto que salía a predicar y a jugar con los niños.

Aquella guerra civil, con la que yo y en la que yo de niño me reía, ¿fue para imponer lo de Hernando de Acuña, el poeta de Carlos Quinto, una ley, un monarca y una espada —Dios, Patria y Rey— o un señor, una fe y un bautismo que dijo san Pablo? (Efesios, V, 5). No, no fue para eso. Fue una guerra inquisitorial; fueron los hijos de Caín acaudillando a los de Abel y todos ellos mezclados en sucia mescolanza. Eran los que se llamaban a sí mismos tradicionalistas, que dejando los mandamientos de Dios toman la tradición de los hombres (Marcos, VII, 8) y los que se llamaban y llaman liberales y progresistas.

De aquella mi niñez que en el destierro, desenterrado de ella otra vez en mi nativa tierra vasca, me ha venido a flor de conciencia, procede la inspiración de muchas de estas ligeras canciones. Así he recordado aquel Pimpinito, pimpinito que cantábamos, lo cantaban sobre todo las niñas, después nuestras compañeras de vida y de convivencia, con un aire y un tonillo melancólicamente monótonos, o aquello otro que a coro entonábamos en el colegio: «Aplaca, Señor, tu ira, tu justicia y tu rigor. Misericordia, Señor» [Canción 69]. De aquella mi niñez me viene el mariquita y el ciervo volante [Canción 203] y sobre todo el cochorro [Canción 221], fuente de deliciosas incongruencias infantiles. Por cierto que aquí, en Francia, he aprendido otra cancioncilla infantil francesa, del hanneton, nuestro cochorro, el melolontha aristofanesco, que dice:

Hanneton, vole, vole, vole,

Hanneton, vole vole done

si tu ne veux pas voler

je le dirai au curé,

le curé a sa servante

qui te coupera le ventre

avec un grand couteau d’or et d’argent;

vive la meunière et le moulin à vent.

Y este hanneton que parece querer decir «gallito» —en alemán gallo es hahn— es nuestro cochorro o cochinillo, en gallego vaca loura, vaca rubia.

¡Aquella mi niñez! ¡Cuando jugábamos a la guerra en medio de la guerra de nuestros padres, de Caín y Abel, de Esaú y Jacob, del campo y de la ciudad! ¡La eterna tragedia de la historia! Caín, el labrador, el que mató por envidia a su hermano Abel, el pastor, fue quien levantó la primera ciudad, la de Ur, cociendo tierra, dice la leyenda, y con la ciudad las mazorcas de casa, luego las casas de vecindad, las torres de pisos y de ladrillo, los rascacielos, y de ello nació la civilización, cierto, pero también el patriotismo nacionalista y con él la envidia, su hija primogénita. Por envidia —phthonos, ¡qué terrible palabra helénica, herodotiana, trágica, evangélica!— entregaron a Jesús al pretoriano Pilatos los sacerdotes judíos (Marcos, XV, 10) y Judas, el segundo Caín, el gran avaro, fue un envidioso suicida. Por envidia querían haber matado a Lázaro el resucitado, el desenterrado (Juan, XII, 10). Por envidia, sí, por envidia, crucificaron al Cristo, pero acusándole antes de antipatriota, pues «¿qué haremos?, porque este hombre hace muchas señales; si le dejamos, todos creerán en Él y vendrán los romanos y nos suprimirán y al lugar y a la nación... conviene, pues, que un hombre muera por todo el pueblo y no que perezca toda la nación» (Juan, XI, 47-49). El Cristo era el rebelde, el individualista, el pesimista, el enredador que diría cualquier grotesco tiranuelo. Había que haberle aplicado la disciplina. Y disciplina quiere decir látigo y hasta cruz. Y le crucificaron, a azuzamiento de los sacerdotes, los soldadotes, los de Pilatos, los mercenarios del honor pretoriano y cesariano, los de la casta de Longinos, el lancero ciego que abrió la puerta sangrienta en el costado del que había dicho: «Yo soy la puerta (Juan, X, 9) y el camino» (XIV, 6). Y menos mal que entonces alcanzó Longinos a ver con «los ojos del corazón» (Efesios, I, 18).

¡Terrible esta casta profesional de Pilatos y de Longinos! Recordando que el Cristo, el Ungido, entró en Jerusalén en triunfo el día de Pascua de Ramos, montado en una borrica (Mateo, XXI) —no era caballero, y ¡cómo recuerdo la procesión del borriquito en Albia de la Bilbao de mi niñez!—, se les ocurre algo así como sacar el Sacramento a cuestas, pero para obligar a los pobres paisanos a que se arrodillen.

Pero yo no doblo la rodilla sino ante el Padre de quien se llama toda patria (Efesios, 14-15) y me rebelo contra toda esa «abominación de desolación».

También en mi niñez y en mi Bilbao nativa, villa —no ciudad— mercantil, cuya ría se abre, por el Abra, a la mar que baña las costas de todos los pueblos de la tierra adiviné la universalidad del hombre, su humanidad por encima de las patrias todas. Subiendo unas calzadas, unas largas escaleras de piedra —por donde antaño la calzada de Begoña— estaba el cementerio de Mallona, donde descansaba el resto mortal de mi padre y donde una matrona monumental y marmórea coronaba a los mártires de la guerra civil, pero a orillas del Nervión, el río que se abre a todos los pueblos, el que ha hecho la riqueza material y la espiritual de mi Bilbao, se tendía sosegado y apaciblemente risueño —jardín cerrado— el camposanto de los ingleses. ¡El Camposanto de los Ingleses! Lo que nos decía aquel rinconcito ribereño de tierra vasca —entonces no era bilbaína, sino de la República de Abando— donde se enterraba juntos a católicos y a protestantes. Era una lección. Allende nuestras luchas civiles, políticas y eclesiásticas —no religiosas— había otro mundo... de las mismas luchas también. Lo supe luego.

Y aquí, en esta frontera, he vuelto a aprender la lección de la tolerancia y del odio a la cruzada. Aquí he visitado el puente de Arnegui, entre San Juan de Pie de Puerto y Valcarlos, por donde volvió, dice la leyenda, de su cruzada Carlomagno, derrotado, al pasar, por los vascos, mis mayores, a los ecos de la trompa de Roldán; y siglos más tarde, en mi niñez, volvió por él a salir de España el pretendiente a su corona, don Carlos de Borbón y de Este, el Carlos VII de los carlistas, diciendo: «¡Volveré!». Dos cruzados, que habían entrado los dos por tierras de Francia en España. Como de Francia, la tierra de Godofredo de Bullón, de Pedro el Ermitaño y de las Cruzadas, entró en España aquel coronado obispo don Jerónimo, de quien se nos canta en el viejo Cantar de mio Cid, la canción de gesta de que luego salieron los romances y luego el retraducido Cid de Corneille. ¿Yno fue en Francia donde Domingo de Guzmán, el de Caleruega del Duero, predicó la cruzada contra los albigenses? ¿Yno fue en Francia, en Montmartre de París, donde fundó su Compañía aquel Iñigo de Loyola que se invalidó para la otra guerra en Pamplona, peleando contra los franceses y aprendiendo de ellos el arte de pelear? Sí, de Francia nos fue a España la cruzada, como de ella nos fue el ultramontanismo y el absolutismo, que no son españoles. Pero esta frontera en que recapacito esto no es española ni francesa: es vasca.

Contra toda esa abominación de desolación, pues, me he rebelado con rebeldía de cristiano español, de religioso patriota; me rebelé contra la censura y me puse a proclamar la verdad oportuna inoportunamente, como el Apóstol (II Timoteo, IV, 2). Y por ello se me desterró y al desterrárseme se me desenterró. Y aquí, en el destierro y desentierro, se me ha enardecido la lucha, pero con ella la niñez y a golpes ha empezado mi corazón a destilar la dulzura de sus días infantiles y se me ha vuelto niño el espíritu. «Si no os volvéis como niños no entraréis en el reino de los cielos» (Mateo, XVIII, 3). Y digo, siguiendo al Apóstol: Papá, el padre (Romanos, VIII, 15) porque Abba es Papá. Y con la niñez se me ha reencendido la pasión. Que de apasionado me tildó el tiranuelo, ¡gracias a Dios! «Conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente; ojalá fueses frío o caliente, y porque así eres tibio y ni caliente ni frío, te he de vomitar de mi boca» (Apocalipsis, III, 15-16). Otros y otras veces me han tildado como de loco diciéndome lo que Festo al Apóstol: «Desvarías, Pablo, las muchas letras te han vuelto loco» (Hechos, XXVI, 24), pero yo sé bien que al Cristo le tomaron por loco los suyos, su familia misma —la mía no a mí—, su madre y sus hermanos (Marcos, III, 20-25); y sé lo que es la locura de la cruz y la rebeldía cristiana. Yes que he puesto calor de hogar en la cosa pública —res publica— que me es cosa privada. De las ofensas a mi patria hago cuestión personal, no de las ofensas a mí, que son cuestión individual.

Rebeldía, ¡sí! Bien sé que la guerra, la que llevo dentro de mí, me ha hecho pecar al maldecir de los jefes que el pueblo se ha dado o soporta (Hechos, XXIII, 5), que el apóstol Pedro nos enseña a someternos por el Señor a toda institución humana, o rey, o superior, o jefe (I Pedro, II, 13-14), que Pablo lo apoya diciendo que no hay autoridad —exousia— sino de Dios, y que las que hay, por Dios están ordenadas (Romanos, XIII, 1; Tito, III, 1), pero dejando lo que va de autoridad —o licencia— a poder, tampoco debo olvidar que hay que obedecer antes a Dios que a los hombres (Hechos, V, 29) y que hay desobediencias santas. Ni olvido que al Bautista se le degolló por haber reprendido al rey Herodes (Marcos, VI, 18-30), pero su cabeza degollada sigue reprendiendo desde el plato.

Sé que les he injuriado e insultado y que hasta he esgrimido contra ellos —¡contra quiénes si no ha de ser!— el arma prohibida, aquella de que dijo el Cristo que quien llamase tonto —μορέ— a su hermano será reo de la pena del fuego (Mateo, V, 22) —espero que del fuego purificador—, pero ¡cuántas veces no se nos habla en el Evangelio de la tontería o necedad de los enemigos del Señor! «¡Se llenaron de tontería!» (Lucas, VI, 11). ¿Y cómo podría yo soportar que inundasen de tontería, como la han inundado, a mi España, que la anegaron de sus necedades? Y en cuanto a desobediencia no me atengo a sus tres terribles grados según los estableció Iñigo de Loyola, el soldado hecho fraile, sino a aquello otro de mi tierra —y la suya— de «se obedece, pero no se cumple». Y disciplina, que viene de discípulo y éste de discere, aprender, supone maestría, de maestro que enseña, y ¿dónde está la maestría de esos supuestos «administradores de los secretos de Dios»? (I Corintios, IV, 1).

No puedo menos que hacer lo que hago y en ello me estoy y me arrellano. Y aquí mantengo mi rebeldía esperando a que Dios quiera que los españoles queramos rescatarnos de la tiranía. Aquí espero a que las murallas de Jericó se derrumben a fuerza de nuestra fe (Hebreos, XI, 30), sepultando a los sacerdotes que no tienen más rey que el César (Juan, XIX, 15) y que temen a la luz, que es Dios (Epístola I, Juan, I, 5), que es amor (Epístola I, Juan, IV, 16), siendo Amor la Luz. Y la Justicia, que espero, la libertad de la verdad, el advenimiento del reino de Dios que está dentro de nosotros (Lucas, XVII, 21). Y en tanto, soporto la persecución de que se me hace blanco, y me digo: «Bienaventurados los perseguidos a causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo, V, 10). Repiten que soy un desterrado voluntario, lo que en el sentido en que lo dicen no es verdad y procuran obligarme a volver a entrar en la prisión que es hoy España, por aquello de la parábola de «obligarle a entrar» (Lucas, XIV, 23), que tantos crímenes ha hecho cometer. Mas huí de ella desnudo (Marcos, XIV, 52) y poco más que desnudo sigo aquí. Y hecho teatro de mí mismo (I Corintios, IV, 9), tratando de descubrirme a mí mismo, de conocerme y más bien de conocer al Señor para ser por Él conocido. Que si el oráculo de Delfos, y luego con él Sócrates y sus discípulos lo repitieron, decía: «¡Conócete a ti mismo!», las Escrituras ( ) 1 , y lo repite la Epístola a los Hebreos: «¡Conoce al Señor!», es decir, ámale, pues no se puede sino amar a aquel a quien de veras se conoce. Y así se es conocido por Él, se vive en su memoria siempre presente, eterna, pues quien ama a Dios es conocido por Él (I Corintios, VIII, 3), es hombre de Dios (II Timoteo, III, 17), es teodidacto (Tito, III, 11).

Y aquí vivo ganándome como puedo mi vida para ser lo menos gravoso a los míos, pues sé lo de que el que no quiera trabajar que no coma (II Tesalonicenses, VI, 10); pero sin dejarme rendir porque traten, si no de cortarme los viveros, de perjudicarme en mis ganancias. Y no vivo de mi predicación patriótica, sino como Pablo que vivía de su trabajo (II Tesalonicenses, III, 8), que era el de hacer tiendas, y yo de hacer otras tiendas en que puedan almas abrigarse. Artesano de armar tiendas Pablo, y Cristo, su Cristo, tectón (Marcos, VI, 3), armador de casas rústicas, que no carpinteros, y mi principal trabajo el de hacer lenguaje —y lenguaje es pensamiento— español, que es hacer tienda de espíritu de pueblo permanente.

Algunos de mis sedicentes mejores amigos, «¡lástima de hombre, con lo que pudo haber sido y haber hecho!», y le llaman a este mi destierro-desentierro un suicidio político, y me hacen recordar lo de aquellos judíos que creyeron que Jesús se iba a suicidar cuando les dijo: «Donde yo voy, vosotros no podéis ir» (Juan, VIII, 21). ¿Qué, es que habiéndome quedado allí, enterrado, habría yo llegado a cosa así como dictador? El Cristo, cuando las turbas quisieron nombrarle rey por haberles dado de comer, huyó al monte (Juan, VI, 15) rechazando el tentador (Mateo, IV, 8-10), y otros, otras veces, me llaman pesimista. «Hay que aislar a los pesimistas», que dijo el rey don Alfonso XIII, teniéndome, sin duda, a mí en mientes. Mas ya yo no sé, ni ellos tampoco, lo que con esa tan asendereada y manida palabreja —pesimismo— quieren decir.

Y estando aquí, en el destierro-desentierro, me he vuelto a mirar una voz que me llamaba (Apocalipsis, I, 11) y vi que de mi niñez rediviva se alzaba un arcángel, mi patrono Miguel —que declarado quiere decir en hebreo: «¿Quién como Dios?»—, de quien nos cuenta en su Epístola el Apóstol Judas (versículo 9) cuando disputó con el Fiscal —que no otra cosa quiere decir la voz diábolos, el diablo, el acusador— por el cuerpo de Moisés y de quien en el Libro de la Revelación (Apocalipsis, XII, 7) se nos dice cómo peleó con sus ángeles en el cielo contra el Dragón, la Serpiente Antigua, la que tentó a nuestros primeros padres en el Paraíso y que no es otro que la Esfinge misma, llamada Diablo: Acusador o Satanás: Tentador, Que quien acusa, tienta. Pues ¿quién tienta a caer sino el que trama la enquisa, el enquisidor o Inquisidor? ¿Dónde estaba la injuria, en la boca de Pablo o en el oído del Sumo Sacerdote Ananías, que mandó que le pegasen en aquélla? (Hechos, XXIII). «Pero ¿es que tú no eres a tu vez un acusador, un diablo —se me dirá— que te has erigido a nombre del pueblo en censor de los que le mandan?» Cierto; mas también sobre el cuerpo de Moisés acusaba Miguel al defenderlo. Y dialogaba —διελέχετο— en dialéctica de fuego, como después Pablo. La espada de fuego que puso Dios en manos del ángel que guardaba el Paraíso, desterrados de él Adán y Eva, ¿no sería una espada de dialéctica arcangélica y el arcángel Miguel mismo?

Bajo su advocación me pusieron porque nací en el día de su fiesta, un 29 de septiembre, por misteriosa providencia, y siempre recuerdo a cuatro Migueles de nuestra España: a Miguel de Cervantes Saavedra, soldado que habiéndose quedado manco en Lepanto de su manquera sacó el Quijote, como Iñigo de Loyola, otro soldado, por haberse quedado cojo en Pamplona, de su cojera sacó la Compañía llamada de Jesús; a Miguel López de Legazpi, vasco como Iñigo y como yo, que sin esgrimir espada —no era soldado—, con la pluma sólo —era escribano— ganó para los Austrias de España, sin derramar una sola gota de sangre y pocas de tinta, las islas Filipinas; a Miguel Servet, guerrero del pensamiento, a quien al quemarle Calvino en Ginebra nos ahorró el que le hubiesen quemado, si le agarran, sus hermanos los españoles de España; y a Miguel de Molinos, el aragonés, que en la quietud de nosotros mismos nos enseñó a retemplar y cómo divinizar nuestras ganas y que queriendo lo que ha de hacernos Dios consigamos que Dios nos haga lo que queremos. Después nuestro glorioso nombre, de Cervantes, de Legazpi, de Servet, de Molinos y mío, se ha degradado en nuestra España, pero yo —gracias a Dios— lo enarbolo muy en alto y muy en claro.

A todo lo cual me hablan de no sé consabe qué peligro del caos. ¡Caos! Mi oficio me ha enseñado a mirar y ver en el secreto histórico de las palabras y sé que la voz griega chaos, como la latina hiatus, significa abertura de boca, bostezo. Y, en efecto, el peligro grande de nuestra España, y de Europa, es que se muera de un bostezo. Pero... ¿otro? Tiemblan de los dolores del parto; no saben que esos terremotos y esas hambres son «principios de dolores de parto» (Marcos, XIII, 8). ¡La puesta del Occidente! Pero el Occidente es el ocaso; es la puesta constante que vive poniéndose, como la vida del cristianismo que —lo he mostrado en otro libro— es una agonía inacabable.

Esta mañana —la de hoy 23 de marzo de 1928 en que esto escribo— he estado leyendo el capítulo XII de la Segunda Epístola del Apóstol Pablo a los Corintios, y al encontrarme ahí he encontrado toda mi vida del momento que pasa y queda. En ese pasaje nos cuenta el Apóstol cómo fue arrebatado al tercer cielo, no sabía bien si en cuerpo o fuera de él, al Paraíso, y oyó «dichos no decideros» —άρητα έηματα— que no es posible al hombre decirlos. ¿Y qué otra cosa son los dichos que hay que decir en poesía? ¿Qué son sino dichos indecibles los que hay que verter en versos? Y de ello se jacta el Apóstol; como yo; del exceso de las revelaciones. Y para que no se ensoberbeciera con ello se le dio aire, σχολοφ en la carne. Si os hablara yo de mi σχολοφ. ¿Pero aún más? ¡Basta! Y el Apóstol pedía a su Señor que se la quitara de encima, pero le respondió: «Te basta mi gracia, pues la fuerza se cumple en debilidad». Hay que haber vivido desterrado, desenterrado, para comprenderlo y consentirlo. Y sigue el Apóstol y dice a los Corintios: «Me he hecho insensato; vosotros me obligasteis». Es lo que les digo a mis amigos de España. Y luego añade que quiere ir a ellos, «pues no busco lo vuestro, sino a vosotros». ¡No busco lo vuestro, sino a vosotros! Tampoco yo cuando me presenté a los mocitos del Ateneo de Madrid a explicarles mi visita al Rey, no buscaba lo de ellos, su colocación —como cuadrilleros de la Santa Hermandad— sino a ellos, y porque les buscaba a ellos y no lo suyo, me denostaron. Y luego agrega Pablo estas palabras que me están retintineando dentro desde que se me abrió este día: «¿Temo pues no sea que yendo os encuentre no cuales os quiero y sea yo encontrado por vosotros cual no me queréis?». Éste es mi temor de volver ahora a España, el de encontrar allí a mis amigos no cuales los quiero y de que ellos me encuentren no cual me quieren.*

Y ahora a cosas de forma, que lo son también de fondo.

Las canciones van publicadas —excepto la primera— por el orden temporal de su nacimiento, que es el orden más vivo, pues han nacido unas de otras. El desorden, el caos o bostezo, sería enfilarlas por géneros, por temas, por metros o por tonillos. El orden más práctico suele ser el más artificioso: el alfabético. Entre todas ellas forman, creo, un poema de gran unidad, de la estrecha e íntima unidad que da la vida. Y son, me atrevo a afirmarlo, poesía y filosofía, si es que éstas se diferencian entre sí.

Primero, si esto es o no poesía. ¡Bah, conversación! ¿El decir de algo que es o no es poesía es juicio clasificativo o valorativo? «¡No es más que un poeta!» o es «nada menos que todo un poeta», poco dicen. Es como si se dijese de una abeja que no es más que un insecto porque sólo tiene seis patas mientras que la araña tiene ocho. ¿Es por ello la telaraña superior a la celdilla del panal? El naturalista comprende un árbol, el filósofo lo piensa, el poeta lo sueña —el poeta filosófico y el filósofo poético, lo piensan soñándolo o lo sueñan pensándolo, que es igual— y el leñador ni lo comprende, ni lo piensa, ni lo sueña, sino que lo corta y lo utiliza.

Y filosofía. Este cuerpo de canciones ofrece una filosofía aunque no un sistema filosófico. «La poesía, digo yo, seguro de la cosa —dice Hölderlin en su Hyperion— es el principio y el fin de esta ciencia», y se refiere a la filosofía. Que no se encierra, es claro, en la sucesión de los sistemas filosóficos ni cabe en ellos. Hace poco leí una historia, en alemán, del pensamiento filosófico donde no figuraban muchos constructores de sistemas, y por primera vez hacía en ella un buen papel España, representada sobre todo por Loyola, Cervantes y Calderón de la Barca. Porque no, la filosofía no es sistema. En la pregunta esfíngica: «¿Crees en Dios?», el problema no es tanto lo que Dios sea cuanto lo que sea creer. ¿Qué es creer?, ¿qué es ver?, ¿qué es soñar? La inteligencia apetece conocimiento; la fuerza, trabajo; la fe, creencia. Y el hambre come, la sed bebe, el amor ama; los tres para morirse.

Y ahora a cosas de más forma aún, de la formalidad de la forma.

He procurado decir del modo más llano y corriente lo que todos sienten sin acertar a decirlo y al menos, si no todos, la mayoría selecta, esto es: el pueblo. Y para ello convertir paradojas en lugares comunes, que equivale a convertir lugares comunes en paradojas. Más de una canción me brotó de una frase flotante que cogí al vuelo con el oído.

Creo tener que decir que el lenguaje mismo, el lenguaje popular, ha sido mi inspirador capital. Las palabras mismas suscitan ideas. El que cría palabras o asiste con amor a su crianza, las ahíja, las hace hijas suyas. La etimología amorosa es una fuente de poesía, de re-creación más bien, de anapoesía, de palimpoesía. Los llamados aciertos poéticos suelen ser aciertos verbales. Hay tal juego de palabras que es juego de conceptos, conceptismo y juego de pasión. Porque las palabras levantan pasiones y emociones; y acciones. Los conceptistas han solido ser grandes apasionados y grandes poetas: así san Pablo y san Agustín, y Pascal y Spinoza y Quevedo. ¿Quién más conceptista que san Pablo? Aunque se quiera oponer el paulinismo al juanismo, el fariseo de Tarso y del camino de Damasco, el dialéctico polémico sentía mejor que san Juan lo de que en el principio fue la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y Dios era la Palabra y todo se hizo por Ella, y sin Ella no se hizo ni una sola cosa de lo hecho (Juan, I, 1-3). Y hasta por ella se hizo Dios dios. San Pablo vuela, en sus más altos vuelos dialécticos y metafóricos —diálogo es metáfora— en alas de las palabras. A las veces le guía hasta una aliteración, una asonancia. Como a san Agustín el aforístico; como a Quevedo, como a san Juan de la Cruz. Y no lo que podríamos llamar la música de las palabras, como en Góngora, sino su letra. Aunque a Góngora tampoco le guiaba la música, sino el viso, el brillo, el lustre. Su mismo nombre: Góngora, que tanto le ha servido, es un nombre esdrújulo, con su dos oes, una tónica y otra átona y terminado en a sonora: ó-o-a, y sus dos gues y su nasal y su ere suave; es un nombre de musicalidad visual.

Otra cosa, y es que no hay palabras puras e impuras, limpias y sucias, como no las hay nobles y plebeyas, que dijo Víctor Hugo. Y lo digo por el reproche que se me ha hecho de emplear ciertas expresiones en mi Romancero del destierro. Pues qué, ¿voy como Echegaray en su Gran Galeoto a acumular tres consonantes en ete para sugerir la voz alcahuete, sin duda vitanda? No; ni lo de Cervantes, que después de decir «los cochinos, que sin perdón así se llaman», hace que Don Quijote recomiende a Sancho que diga eructo, que para nosotros no es más que latín, y no regüeldo, que es castellano o ladino; regüeldo o reguero, que sin perdón así se debe llamar.

Y metido ya de hoz y de coz —de hocico y de calcañar— en estas vocabulerías —¡picaro oficio!— he de advertir que aunque la Real Academia Española de la Lengua —Dios la tenga en gloria, a la Academia— manda o aconseja decir árgoma, esdrújula, y no argoma, llano; a esta llaneza, que en tal caso era mi costumbre, me atengo. Como me atengo, por el contrario, y en favor del castizo esdrújulo, a decir telégrama y no telegrama, que así me lo enseñaron de niño y no me ha de hacer desviar de ello el que un ex jesuita pedante, casticista y no castizo —al que conocí y traté y discutí de ello con él— y que fue el de la h de harmonía —ya se la han quitado— llevase al Diccionario oficial y oficioso esa acentuación a la latina, fundándose en que la anteúltima sílaba por estar ante consonante doble, telegramma en latín, es larga, y, según regla prosódica latina, acentuada, cosa que no ocurre en griego, donde τελέγραμμα debe ser proparoxítono o esdrújulo, a pesar de la larga. Y en todo caso habíase ya adoptado telégrama junto a telégrafo, pues el castellano siente querencia por el esdrújulo —lo ha hecho a médula, voz latina que en latín no lo es: medulla— y no había por qué alterarlo, que hartas cultilatiniparlerías cundían ya y aún cunden. Que por la misma regla latina habíamos de decir filosofia, cuatrisílabo y con el acento en la segunda o y no filosofía, y al igual pedagogía y no pedagogía como en griego. Como decimos sinfonía, a la griega, que de la forma latina symphonia hicimos zampoña. Y aquí diré lo que dije a uno que me preguntaba por qué no le ponía hache a la armonía y fue que: «porque sabiendo que soy profesor de griego han de suponer que sé por qué les manda ponérsela a los que se la ponen sin saber por qué». Al susodicho ex jesuíta le quedaba de su pasado jesuitismo lo del tercer grado de obediencia, obediencia de juicio, y quiso llevarlo a la Academia y a los que la acatan; pero yo, aunque paisano de Íñigo de Loyola, o acaso por esto mismo, soy en lenguaje, como en otra cosa, protestante partidario del libre examen.

Y siguiendo en vocabulerías —a las veces palabrerías— advertiré los juegos etimológicos de la composición (número 152) y cómo estro: οιστρο, es tábano, y la metáfora viene de que al poeta, arrebatado en furor poético o creativo, se le comparaba con la ternera arrebatada por el tábano, y que la palabra rato —el que hay que matar— deriva de rapto —es su forma popular— o arrebato. Estos juegos etimológicos nos hacen hacer conciencia expresiva, expresión consciente, de lo subconsciente del lenguaje, sacarle a la luz las entrañas.

Evito términos técnicos. Y así no se me ocurre llamarle asfodelo a la gamona, a pesar de las reminiscencias clásicas de aquel término. Cuando en la verde frescura de una poesía en el derecho sentido popular —de la mayoría selecta— me encuentro con una de esas voces de libro de texto de asignatura de Instituto de Segunda Enseñanza, me produce la repulsa que al encontrar en una pradera de yerba mullida y verde una lata de sardinas desgarrada y vacía o acaso, lo que es peor, la hoja de una revista financiera, amarillenta ya y embadurnada de grasa y que sirvió para envolver la tortilla de patatas de la merienda.

Y puesto ya a revelar la organización —no mecanización— poética, he de decir que el poemita [243], «Erguijuela de la Sierra», me surgió también de estro o tábano etimológico, Erguijuela, como Egrijuela, luego Grijuela, procede de ecclesiola, con disimilación de las dos eles —así: L-L> r-1— al modo de Grijalba <ecclesia alba y Grijota <ecclesia alta, y de aquí lo de «iglesuela en cuclillas», en cluquillas como una gallina clueca que abriga no sólo a los huevos, sino después a los polluelos, que se ponen al aixapluch (catalán) o al agarimo (gallego) de la gallina madre. Todo lo demás del poemita es recuerdo de un vistazo que di por encima, yendo en auto por la carretera, desde La Alberca a Sequeros, a ese pobre lugarejo de la Sierra de Francia, en Salamanca. Otra vez he jugado con los derivados de «verter», de donde verso, que son, entre otros, de advertir, adverso y avieso; de travertir, traverso, travieso y través; de divertir, diverso y divieso; de invertir, inverso y envés; de revertir, reverso y revés; de convertir, converso, convés (combés) y conversación.

Yes que la palabra crea. En el principio fue —¡otra vez!— la palabra y por ella y con ella crió Dios al mundo, y luego Adán, al dar nombre a las cosas que por Dios creadas, Éste se las presentó a que las nombrara, las recreó y se recreó re-creándolas y se hizo hombre e hizo humano al mundo y al pensamiento que ahora quieren algunos, ¡y con palabras!, deshumanizar. Y la creación, la poesía, es palabra, no música ni pintura sino en cuanto éstas hablan. Y palabra es parábola o soslayo.

Y hay el valor corporal de la palabra por sí, del sonido. Se dice de algún escultor que llevaba siempre consigo una pellita de barro de modelar hiñiéndola entre sus dedos.

Las palabras, ¿son el vestido del pensamiento? El pensador entonces un sastre. «No; la palabra es piel del pensamiento», dicen otros. Y otros, que son sus entrañas. Es el pensamiento el que es la piel de la palabra. Se piensa con palabras, o mejor, son las palabras las que piensan en nosotros. Un palabrador es un pensador. Adensando la expresión, enfurtiéndola, es como se llega a sus formas más puras, más sencillas, más claras, y más populares, que son a la vez las más exquisitas, las más escogidas, ya que el pueblo, la mayoría selecta, es naturalmente sentencioso y sobrio de palabras.

Nada quiero decir de las formas rítmicas y de cómo conservo siempre el asonante y a las veces el consonante, abandonando el llamado verso libre, aunque el mío nunca lo fue del todo. Pues si bien mezclaba versos de diversos metros, procuré, aunque no siempre lo consiguiese del todo, que cada verso fuese individualmente un verso, que no cualquier frase de ocho sílabas es octosílabo, ni de once —habida cuenta, claro es, de los hiatos— un endecasílabo. Para otra música no tengo hecho el oído ni sé si le tienen los que pretenden hacerla. Mas lo que me subleva es el que cualquier mequetrefe literario que por desconocer el pasado —de lo que se jacta— desconoce el presente y más aún el porvenir —la esperanza es recuerdo—, se nos venga con que eso de volver a las formas métricas tradicionales es nefanda apostasía del flamante vanguardismo y casi crimen estético. Y si es convención y artificio hacer sonetos, por ejemplo, convención y artificio es escribir y aun vivir vida civilizada. Y más convención y artificio sería querer volver a la vida primitiva y salvaje. Nada hay más convencional que los atrevimientos formales —dentro de la mayor cobardía fundamental— de los anticonvencionalistas. Las famosas palabras en libertad de Marinetti no son palabras.

Y algo por el estilo es el oscurismo o hermetismo de los que se proponen, de antemano y a tiro hecho, hacerse oscuros oscureciendo lo que se les ocurra y cuando nada se les ocurre, que es lo que les ocurre las más de las veces que se ponen a escribir, resultan lo más claros y transparentes, pues que transparentan su nadería.

Y quiero, antes de concluir, decir también algo, y por decirlo, de eso que aquí, en Francia, han dado en llamar poesía pura. Cuestión que se explica mejor aquí, en Francia, y, que el francés es una lengua tan perfecta, rehecha o acabada que se le han matado posibilidades. ¿Poesía pura? Es decir: ¿creación pura? ¿De la nada? De la nada no crea —digan lo que dijeren los teólogos— ni Dios y menos el hombre. Y acaso la más honda finalidad de la poesía literaria, de la creación por lenguaje hablado y escrito, es crear lenguaje. Vocablos y sobre todo giros, modismos, idiotismos, refranes, frases hechas —acabadas— las han forjado los poetas, creadores del lenguaje. Y luego se olvida sus nombres. Es la más pura, la más abnegada de sus funciones. Los giros, dichos, refranes, con que piensan —y sienten— los más, se los deben a poetas, a creadores, de la mayoría de los cuales se han olvidado los nombres, y en cambio se recuerda los de aquellos que dejaron piezas retóricas de antología. Qué honda expresión esa de «como dijo el poeta», porque los poetas son los únicos que dicen. Los demás hablan. O hacen.

Quedemos, pues, en que poesía pura es, a lo menos, crear el instrumento de creación, o mejor la creación misma, crear lenguaje, pero ¿sin otro contenido? ¿Continente puro, sin contenido? ¡Imposible! Y si el agua pura, destilada, es impotable, no quita la sed, y por lo tanto no es humanamente, aunque lo sea químicamente, agua, el oro puro es deleznable y poco duradero. Una cierta cuantía de aleación de cobre o plata le da al oro dureza y con ella duración. Ypor esto la poesía impura, con aleación de retórica, de lógica, de dialéctica, es más dura y más duradera que la poesía pura.

Esta poética impureza, esta vena de pasión humana, de inquietud humana, de congoja humana, les dará, si es que algo se las da, dureza y con ella duración a estas mis canciones, que no han de salvarse, si se salvan, del olvido, por sus primores puramente poéticos de lenguaje. Si el son de una campana repercute y hace estremecerse, a la hora de la oración de la tarde, a los corazones de los que le oyen, es por la recia aleación del bronce, del bronce en que fue fundida la campana, y en ese son suena el fuego que hizo la colada del bronce mismo. Fuego de pasiones —que son acciones— fundió el bronce de estas canciones, y si suena el lenguaje suena y resuena también en ellas la brasa. Que creo haber maridado dos pasiones, la del sentimiento de la vida humana deseándose divina y la del lenguaje en que ese sentimiento se expresa.

Esta mañana de hoy —30-VIII-1928— me ha herido, con repentina luz, este aforismo del trágico Hólderlin: «Por lo más, hanse formado los poetas al principio o al fin de un período del mundo. Con el canto salen del cielo de su niñez a la vida activa, al campo de la cultura, los pueblos y con el canto vuelven de él a la vida primitiva. El arte es el paso de la naturaleza a la civilización y de la civilización a la naturaleza». Al leer esto y recordar aquellas cancioncillas —todas las perdí— que hice al salir de mi niñez, y recordar —recordarlas, sí— luego éstas, las presentes, he pensado si estoy volviendo, como los pueblos, a la naturaleza, si estoy retornando a mi niñez. Esta misma mañana también y antes de haber leído el aforismo de Hölderlin, acaso presintiéndolo y en todo caso por misteriosa y providencial coyuntura, estuve componiendo el recuerdo rimado de aquella aguabenditera de concha que había junto a la cama de mi madre viuda [Canción 356].

Y en la mañana de hoy —31 de agosto— he estado oyendo, no sin asombro, cómo unos niños hablando entre sí hacían francés. Y me he acordado de aquella décima tan conocida en España que dice:

Admirose un portugués

de que en la más tierna infancia

todos los niños en Francia

supiesen hablar francés.

«Arte diabólico es

—dijo torciendo el mostacho—

que para hablar en gabacho

un fidalgo en Portugal

llega a viejo y lo habla mal

y aquí lo parla un muchacho.»

El portugués del cuento tenía más sentido que el que compuso la décima, pues ¿quién no se admira de oír a los niños que en la más tierna infancia hablan una lengua cualquiera, la crean? ¡Y si en España no nos admiramos de oírles hablar español —evidente milagro— es porque creemos saberlo...! Quien sabe toda una palabra, sea «pan», es el niño que por primera vez lo pide, y el que menos lo sabe es el panadero. El Verbo encarnado fue, al nacer, niño, palabra; ¡la cruz es ya letra, terrible T!

 

Hoy —4 de septiembre— por la mañana leía Enrique el Verde (Der grüne Heinrich) del suizo Godofredo Keller, y aquel sueño (capítulo VII de la Cuarta Parte) en que el alazán tostado, que es a la vez una moneda de oro (Goldfuchs) le lleva, en sueños —la más honda realidad— a Enrique a su patria de la que estaba emigrado, y allí, en un puente, le muestra la nación y sus gentes todas —«la nación y el puente hacen juntos una identidad»— y ahí he leído lo que le dijo a su soñador jinete el caballo soñado y entre ello lo de que «las gentes tienen siempre puesta su mira en afirmar su identidad, que en este caso llaman independencia, y defenderla contra cualquier agresión» [Canción 371].

Sí, lo que sentimos como espíritu de independencia y llamamos así, es el sentimiento de nuestra identidad; ser independiente es ser idéntico, es ser igual a sí mismo, es ser uno mismo, es ser persona continua. Y como la infinitud no es más que continuidad —lo infinito es lo continuo, lo concreto— la persona continua es infinita e inconmensurable. Y por conservar y continuar, que es acrecer, mi identidad personal, mi personalidad idéntica, por ser yo mismo, independiente, he tenido que renunciar a volver a mi patria mientras en ella se persiga, a nombre de una fantástica realidad, la íntima personalidad de cada uno. Yo quiero seguir siendo yo para que los demás españoles sigan siendo ellos y vuelvan a serlo los que lo han dejado de ser. Independencia es identidad y a cada cual, a cada quisque se le debe lo suyo —suum cuique tribuere— y lo suyo es su personalidad, su identidad continua, y en esto, en atribuir —tribuere— a cada cual —cuique— lo suyo —suum— consiste la justicia, virtud matemática.

Esperaré por tanto.

 

«Querido Carlos:» —escribía Federico Hölderlin a su hermano el 4 de junio de 1799, en plena Revolución— «¡nada me alegra tanto como poder decir a un alma humana: creo en ti!». Y al leerlo yo hoy, 26 de septiembre de 1928, en plena revolución también, he sentido que esas palabras me las enderezó mi desgraciado hermano tudesco. Sí, necesito para poder alegrarme y alegrándome poder vivir, creer en un alma humana. Y creo en la de mi España, por abatida y engañada que esté. ¿Qué es si no este poema?, pues este ramillete, mejor selva, de canciones, forma todo un poema, uno, entero y verdadero. Y aunque no me hubiera dado el destierro, para dársela yo a mi España, otra cosa que este poema podría mañana dormir confiado el último sueño en el regazo de ella. ¿Arrogancia? Arrogante era el vizcaíno, mi paisano, Sancho de Azpeitia, el que peleó con Don Quijote suspendiendo de admiración a Cide Hamete Benengeli.

«Pero —dirá acaso algún lector— ¿por qué no decirnos todo esto en prosa lisa, llana y corriente?» A lo que le diré que el verso es más liso, más llano y más corriente que la prosa y que si me tengo que valer —sí, me tengo que— de él es por sentirme a ello empujado por un poder íntimo, entrañado y arraigado en el cogollo de mi ánimo. Y a este poder es al que los antiguos llamaron Musa. La Musa es el espíritu, más que público, espiritual, que nos constriñe a decir algo a nuestros prójimos, a nuestros próximos, a los más cercanos a nosotros, en verso o en música o en pintura o en drama o en otro cuerpo de expresión. Yno sirve invocarla que ella sopla cuando y donde quiere. Y si estas canciones han sido hechas mientras llevaba yo una brega política y ética, esto es: civil y moral, en prosa no tan lisa, llana ni corriente, como el verso de ellas, ha sido, sin duda, porque la Musa me forzaba a darlas la prenda de duración que mis escritos de combate al día no tienen. ¿Que por qué en vez de esta selva de canciones no he dado un diario ideal? Porque, gracias a la presión providencial de la Musa, a su estro o tábano, así como sueña, me libraba de la grosera pesadumbre de las ideas en alas de las palabras, alas de tábano. Y lo que crea es la palabra y no la idea. Y así he logrado hacer un diario espiritual, no ideal. Que si la idea es idea, la palabra es espíritu.

Y el espíritu es santo —Espíritu Santo— y es divino como el Verbo. Lo que no es la Idea, la Visión. La palabra ideal, visiva, no es más que un vestido, a las veces espléndido y maravilloso de hermosura; la palabra espiritual, poética, es carne del pensamiento que se siente y se vive. Y es una palabra que piensa, sueña, crea por sí misma.

 

Esos Íntimos misteriosos momentos —el de esta mañana— en que de pronto, al pasar, se sorprende uno —¡uno!— frente al espejo y se mira como a un extraño, no, como a un prójimo, y se dice: «pero, ¿eres tú?, ¿eres tú ese del que se dice?, ¿eres tú?». Y se siente uno —¡uno!— no ya yo, sino tú. Íntimos misteriosos momentos de sumersión en ti. Y ese yo, tú, es —no soy ni eres— el poeta. Lector, el poeta aquí eres tú. Y como poeta, como creador, te ruego que me crees. Que me crees y que me creas. Aunque es lo mismo.

 

Y ha entrado —y en aguas— este mes de noviembre de mi quinto año de destierro y sigo aquí, en la frontera, y parece como si este retoñar de canciones —casi cada día me trae la suya, siquiera una sentencia fugitiva— fuese que mi alma quiere vaciarse de todo lo que tiene que decir antes de entrar en el terno silencio del reposo. Pero ¿por qué no las cierno y selecciono y dejo las unas para no publicar luego sino las otras? ¿Y cuáles sí y cuáles otras no? Todas, buenas y malas, mejores y peores.

 

Todas, sí, pues son miembros de un solo cuerpo al que no me cabe cercenar ni mochar; todas. Las buenas abonarán a las malas y las malas no malearán a las buenas. Unas y otras, y todas, se completarán y se conllevarán. La poda puede hacer un jardín urbano, pero deshace un bosque montañés. Lo mejor que puede haber aquí necesita, para su mejor disfrute, de lo peor que se haya deslizado. Con los desechos se abona —esto es: se hace bueno— lo escogido. Quede, pues, todo.

 

Hendaya, marzo-noviembre, 1928.

POEMAS Y CANCIONES DE HENDAYA I (1928)

1

Peregrino, peregrino,

¿te viste en la fuente clara?

Sueña el agua peregrina

con la roca desde el alba.

Y el Sol peregrino sueña

al asomarse a tu alma,

te hace nacer los senderos

al nacer de la mañana.

Toda ojos la tierra bebe

con sus ojos fresca el agua

de la fuente de la vida

que abre Moisés con su vara.

Peregrino, peregrino,

mírate en la fuente clara,

que es en agua peregrina

donde el sendero te ganas.

28 de febrero, 1928.

2

Pimpinito, pimpinito

me fui por un caminito

encontré a una mujercita

que hilaba junto a un molino,

le dije: —Mujer cristiana,

¿no le ha visto al peregrino?

—Sí, señor, por ahí arriba

vase hilando su camino.

Se iba solo bajo el cielo

y por eso es que le he visto;

sus dos ojos relumbraban;

por ellos le he conocido.

—¿Y no le siguió, cristiana,

bajo el cielo y al destino?

—No le seguí; sigo hilando

mientras muela mi molino;

Él hilando su sendero

mientras yo hilando mi hilo.

Hila el sol luz en el cielo;

luego todos nos dormimos.

—Él no duerme sino vela

por si nos coge el Maldito.

—Se duerme y durmiendo

sueña que su Padre está dormido.

—¿Es el sueño un hilo entonces?

—Un hilo de agua es camino.

—¿Cómo descansar, cristiana,

de esta vida del destino?

—Descansa de hilar su sangre

durmiendo el corazoncito.

28 de febrero, 1928.

3

Soñé que acababa el sueño

y desperté; estaba oscuro;

no había luna ni estrellas

y estaba solo en el mundo.

Volví hacia atrás la mirada

y al no ver mi fe se puso;

la gané al mirar de frente;

sólo se cree en lo futuro.

28 de febrero, 1928.

4

SILOGISMO

Todos los días son días,

no hay más que un día en el mundo;

luego son todos los días

no más que uno.

28 de febrero, 1928.

5

El pasado es el olvido;

el porvenir la esperanza;

el presente es el recuerdo,

y la eternidad el alma.

28 de febrero, 1928.

6

Es lunes por todo el día;

hace sol y corre el aire,

las palomas se pasean

por en medio de la calle.

Pasa un niño que en la mano

no tiene nada de ataque,

mira al suelo, luego al cielo,

se pone a silbar un aire.

Luego pasa un borriquito

y en él se apoya una madre;

el borriquito una niña

lleva dormida con ángel.

Después solitaria y mustia

se queda un rato la calle,

las ventanas de las casas

la están contemplando amantes.

Pasó tranquila una nube

por el cielo de la calle

y a la vez la voz de un piano

de una casa dio la tarde.

29 de febrero, 1928.

7

Mira, Josué, no te engañes,

no pares el sol, la lucha;

deja correr a las horas,

que es cada hora la última.

También se lucha de noche;

también durmiendo se duda;

también muriendo se vive;

no hay respuesta sin pregunta.

Juan VIII, 22

«No podéis ir donde vaya»

dijo Jesús a la turba,

y los judíos dijeron:

«es que suicidarse busca».

Ni el Hacedor se suicida,

ni el Sol se apaga; sepulta

su lumbre bajo la tierra

cuyas entrañas alumbra.

Deja, Josué, que la noche

traiga la paz de la cuna;

mañana será otro día;

tanto da siempre que nunca.

1 de marzo, 1928.

8

No me mires a los ojos,

sino a la mirada, mira

que quien se queda en la carne

no llega nunca a la vida.

Mírame como a un espejo

que te mira, que quien mira

no más que a ojos de la carne

según va mirando olvida.

[Sin fecha.]

9

Se alarga a morir la sombra;

el cielo va a echar estrellas;

a soñar me llama, madre,

desde su entraña la tierra.

Volveré a vivir la vida

que ya viví, por entregas;

resucitaron mis muertos

para romperme cadenas.

Por las raíces colgantes

del alma me suben penas

a acrisolarse en el sueño

con la luz de las estrellas.

[Sin fecha.]

10