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"César Cascabel" ("Cesar Cascabel") es una novela del escritor Francés Jules Verne aparecida en la "Magazine de ilustración y recreo" ("Magasin d’Education et de Récréation") desde el 1 de enero hasta el 15 de diciembre de 1890, y como libro en un volumen doble el 17 de noviembre de ese mismo año.
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CÉSAR CASCABEL
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
FORTUNA REUNIDA
No hay nadie que tenga otra moneda?
–¡A ver, niños! Registrad los bolsillos...
–¡Yo tengo una, papá! –advirtió la niña.
Y sacó de su bolsillo un aparente trozo de papel verdoso cuadrado, arrugado y grasiento. Dicho papel llevaba impresas estas palabras, casi ilegibles: United States. Fractional Currency, en torno a la cabeza respetable de un señor de levita y con el número diez repetido seis veces. Este papel valía diez centavos.
–¿Y de dónde has sacado tú esto? –preguntó la madre.
–Es el resto de la última entrada –respondió Napoleona.
–Y tú, Sanare, ¿no tienes nada?
–No, papá.
–¿Tampoco tú, Juan?
–Tampoco.
–¿Qué es lo que falta todavía, César? –preguntó Cornelia a su marido.
–Dos centavos, si queremos hacer cuenta redonda –declaró Cascabel.
–¡Pues aquí están, patrón! –dijo Clou de Girofle, haciendo voltear una pequeña pieza de cobre que acababa de sacar de las profundidades de su bolsillo.
–¡Magnífico, Clou! –exclamó la niña.
–¡Entonces, «ya está»! –hizo saber papá Cascabel.
Así era: «ya estaba», como decía aquel honrado saltimbanqui. El total ascendía a dos mil dólares, o sea diez mil francos por aquellos tiempos en que esto sucedía. ¡Diez mil francos! ¿No pueden ser considerados como una fortuna, cuando se han llegado a reunir sacándolos de la generosidad pública, merced únicamente al talento?
Cornelia abrazó a su marido y después lo hicieron sus hijos.
–Bueno; ya sólo es cosa de comprar una caja de acero –anunció papá Cascabel–, una hermosa caja con secreto, donde guardaremos nuestra fortuna.
–¿Es absolutamente indispensable? –observó la señora Cascabel, a la que este gasto asustaba un poco.
–Cornelia, ¡es indispensable!
–Quizá bastase con un cofrecito...
–¡He aquí cómo son las mujeres! –exclamó Cascabel–. ¡Un cofrecito sólo sirve para las alhajas! Una caja, o por lo menos un arca de acero, es lo que se emplea para el dinero; y como vamos a hacer un largo viaje con nuestros diez mil francos...
–¡Compra de una vez tu arca de acero, pero regatéala bien! –concluyó Cornelia.
El jefe de la familia abrió la puerta del soberbio e imponente carruaje que le servía de casa ambulante, saltó del estribo de hierro sujeto a las varas y se puso a andar por las calles que convergen al centro de Sacramento.
En el mes de febrero suele hacer frío en California, a pesar de que este Estado está situado en la misma latitud que España. Pero envuelto en su buena hopalanda, forrada de falsa marta y el gorro de piel metido hasta las orejas, papá Cascabel no se inquietaba gran cosa por la temperatura y marchaba por la calle con paso alegre.
¡Un arca de acero! ¡Ser poseedor de un arca de acero había sido el sueño de toda su vida! ¡Este sueño iba, por fin, a realizarse!
Daba comienzo el año 1867.
Diecinueve años antes de aquella época, el territorio entonces ocupado por la ciudad de Sacramento no era más que una vasta y desierta llanura. En el centro se levantaba un fortín, especie de blocao construido por los primeros traficantes, llamados setters en aquellos tiempos, con el objeto de defender sus campamentos contra los ataques de los indios del Oeste de América. Pero después que los yanquis conquistaron California a los mejicanos que fueron incapaces de defenderla, el aspecto del país se modificó singularmente. El fortín se había convertido en una villa, hoy una de las más importantes de Estados Unidos, si bien el incendio y las inundaciones destruyeron a veces la ciudad naciente.
En aquel año de 1867, nuestro papá Cascabel no tenía que temer las invasiones de las tribus indias, ni aun las agresiones de los bandidos, que invadieron la provincia en 1849, al ser descubiertas las minas de oro, situadas un poco más al Nordeste, sobre la meseta de Grass-Valley y el célebre yacimiento de Allison-Rauch, cuyo cuarzo producía un franco del precioso metal por kilogramo.
Tiempos aquellos de fortunas extraordinarias, de ruinas increíbles, de miserias sin nombre... Pero ya habían pasado. Ya no había gambusinos, ni en esta parte de la Columbia Inglesa, ni en el Caribú, situado por encima de Washington, donde millares de mineros afluyeron hacia 1836. Papá Cascabel no estaba expuesto a que su escaso pecunio, ganado, por decirlo así, con el sudor de su cuerpo, y que llevaba en aquellos momentos en el bolsillo de su hopalanda, le fuera robado en el camino. En realidad, la adquisición de un arca de acero no era tan indispensable, como él pretendía, para poner su fortuna en seguridad; pero si deseaba adquirirla era en previsión de un gran viaje a través de los territorios del Lejano Oeste, menos guardados que la región californiana, viaje que debía volverle a llevar a Europa.
Cascabel caminaba, pues, sin la menor inquietud a lo largo de las anchas y limpias calles de la ciudad.
Aquí y allí se veían plazas (squares) magníficas, sombreadas por hermosos árboles, todavía sin hojas; hoteles y casas particulares, construidas con tanta elegancia como comodidad; edificios públicos de arquitectura anglosajona; numerosas iglesias monumentales, que dan un imponente aspecto a aquella ciudad de California. Por todas partes, gente atareada: negociantes, armadores, industriales; los unos, esperando la llegada de los buques, que bajaban y subían por el río, cuyas aguas vertían en el Pacífico; los otros asaltando el ferrocarril (rail-road) de Folson, que enviaba sus trenes hacia el interior de la Confederación.
Papá Cascabel se dirigía hacia High Street( ) silbando una canción francesa.
Hacía días que se fijara en el almacén, situado en dicha calle, de un rival de los Fichet y de los Huret, los célebres fabricantes parisienses de arcas de acero. Allí William J. Morlan vendía bueno y relativamente barato, dado el precio excesivo que entonces tenían todas las cosas en Estados Unidos de América.
William J. Morlan estaba en su almacén cuando entró Cascabel.
–Señor Morlan, tengo el honor... –saludó–. Quisiera comprar un arca de acero.
William J. Morlan conocía a César Cascabel: como todo el mundo le conocía en Sacramento, pues desde tres semanas antes hacía las delicias de la población.
Así, pues, el digno fabricante replicó:
–¿Un arca de acero, señor Cascabel? Recibid mi enhorabuena.
–¿Y por qué?
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