César Vallejo: el poeta, el cronista - Fernando Albán Rodas - E-Book

César Vallejo: el poeta, el cronista E-Book

Fernando Albán Rodas

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En Vallejo, el poeta y el cronista se alían para dar lugar a un sentido nuevo de la política y de la poética, que consiste en cambiar radicalmente las coordenadas de lo posible. El cronista es un testigo directo de los hechos, al punto de estar en condiciones de extraer la promesa poética de futuridad que anida en lo cotidiano. El poeta —el testigo ciego— va hacia las cosas y los seres con un cuerpo verbal que los precipita hacia la intemperie del sentido, fuera de los límites de la significación; nominación oblicua ante la cual nada subsiste tal como era antes; gestación sin norma, sin código, manifestación pura de lo viviente, subversión del nombre en el nombre.

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Proemio

Hipótesis

César Vallejo: poesía de la prosa del mundo

César Vallejo: «pugnamos ensartarnos por un ojo de aguja»

La datación del texto en Poemas humanos

César Vallejo: «¡sólo la muerte morirá!»

Crónicas sobre el arte César Vallejo: «matar el arte a fuerza de liberarlo»

EL GENIO SIN INGENIO

«Las teorías, en general, embarazan e incomodan la creación»

«Nadie sino el profano está autorizado a opinar»

«Antes que el arte, la vida»

Crónicas del mundo contemporáneoCésar Vallejo: «un trozo palpitante de la vida real»

Epílogo

BIBLIOGRAFÍA

Textos de César Vallejo

Poemas

TRILCE

POEMAS HUMANOS

Crónicas

POESÍA NUEVA

LA DEFENSA DE LA VIDA

RELIGIONES DE VANGUARDIA

DUELO ENTRE DOS LITERATURAS

SER POETA HASTA EL PUNTO DE DEJAR DE SERLO

Proemio

Un niño, Pancho Vallejo, se desplaza, casi a hurtadillas y pegado a la pared, por una calle estrecha llamada Colón. Desde una ventana interior, un hombre, César Vallejo, mira al cementerio en el que unos caballos pastan una hierba seca que brota de los cuerpos de los muertos. Al niño le place vagar en solitario, sus pequeños pies no siguen un destino previamente trazado, siguen más bien el curso incierto de sus manos cuando, al rozar las paredes de las casas con el borde de sus dedos, intentan dar con un orificio por el cual fugar. Suele también hacer rodar, con una vara de mimbre, a las piedras que encuentra en su camino; tras ellas va por las calles de Cajabamba, siguiendo al solo impulso de sus sombras. Más tarde, sus correrías solitarias lo llevan hasta Lima, se hospeda en el Hotel Colón; vive una vida oscura y marginal: el ambiente limeño le es hostil. Aquel, al que llaman «provinciano desadaptado» y a quien han apodado el «cholo» Vallejo, destina sus zapatos y su sombra a vagar por las afueras de la gran ciudad.

En el vapor Oroya zarpa a Europa, el 17 de junio de 1923, con destino a Francia. Se sabe que apenas se alimenta y que pasea lentamente su cuerpo flaco por las calles de París, llevando extraños objetos en sus bolsillos; llora por las tardes y de su figura se desprende la condición del extranjero. Vive en la Rue de Saint Anne y no pide nada a nadie, sino una piedra cualquiera en la que pueda sentarse. La continua miseria en la que se encuentra lo empuja a vivir en hoteluchos: Ribauté, Molière, des Ecóles. De pronto le llega una invitación para visitar la Unión Soviética y a fines de 1928 viaja precipitadamente a Moscú como corresponsal de la revista Bolívar de Madrid. Más tarde, luego de unirse en matrimonio con Georgette, vuelve a Rusia y visita de paso Berlín, Praga, Viena, Budapest, Venecia, Florencia, Roma, Génova, Niza. En 1930, la Compañía Iberoamericana de Publicaciones imprime una segunda edición de Trilce1, con prólogo de José Bergamín y un poema saludo de Gerardo Diego. Ese mismo año, Vallejo es expulsado de Francia. El 14 de abril de 1931 asiste, en Madrid, a la proclamación de la República.

España y su pueblo despiertan en Vallejo una gran pasión épica, en la que se anuda el gesto escritural del poeta con el del cronista. España, aparta de mí este cáliz aparece en Madrid en 1937, obra que fue publicada por los soldados del Ejército Republicano del Este, en la cual un hombre niño, urgido por justicia, testimonia sobre un nuevo e insólito sentido heroico de la vida, suscitado en la Guerra Civil Española. Para Vallejo, el pueblo español, por estar dotado de una naturaleza sensible, directa, adánica, es el rehén de un estado de gracia que se pone de manifiesto en el movimiento delirante o en el desorden genial exhibidos a la hora del combate.

De regreso a París y profundamente afligido por el destino de España, el «cholo» es presa de una fiebre misteriosa que lo lleva a ser hospitalizado en una clínica del Boulevard Aragó. César Vallejo emprende su último vagabundeo en los zumbidos de unas moscas que saludan al genio de la mudanza. Ahí, en su lecho de muerte, el poeta, el cronista alcanza por última vez el paso errático del niño que nunca dejó de ser. Muere en París la mañana del 15 de abril de 1938, muere en la soledad y sin aspavientos, muere de pasión. Sus últimas palabras fueron: «Allí… Pronto… Navajas… Me voy a España»2.

1. Luego de ganar en 1922 el Primer Premio del Cuento Nacional con el relato: «Más allá de la vida y de la muerte», Vallejo publica Trilce con la cuantía del premio en los Talleres Tipográficos de la Penitenciaría de Lima. El silencio y el olvido son las respuestas de los críticos y del público a un libro que marca un profundo quiebre en la experiencia de la escritura poética universal. Sin embargo, Vallejo asume toda la responsabilidad de su estética que lo destina a ser completamente libre.

2. Mario Ferrero, Cesar Vallejo el hombre total, Editorial Fértil Provincia, 1993, p. 29.

Hipótesis

El día tiene a la noche encerrada adentro.

La noche tiene al día encerrado afuera.

César Vallejo

El presente libro dedicado a la obra de César Vallejo consta, en la primera parte, de un estudio en el que se confrontan las tesis que el filósofo francés Jean-Paul Sartre desarrolla en un libro clásico ¿Qué es la literatura? con el gesto escritural que brota de la obra de Vallejo; a continuación se encuentran tres ensayos que gravitan en torno de los poemarios: Trilce (1922), Poemas humanos, España, aparta de mí este cáliz y finalmente dos que se sumergen en algunas de las crónica de Vallejo, que tratan sobre el arte y problemas o figuras del mundo contemporáneo. La experiencia escritural inaugurada por Vallejo acoge, no de manera doctrinal, algunos hitos provenientes de la cultura occidental, pero imprimiendo en ellos ciertos giros que radicalizan las tendencias, al punto de configurar una dinámica experiencial única, absolutamente singular. Tanto en la poesía como en las crónicas, las cuestiones a las que el poeta peruano no cesa de retornar son, entre otras: la de la singularidad universal, de lo común, de la justicia y la del cruce incesante de los límites entre el arte y la vida.

En Vallejo, el poeta y el cronista se alían para dar lugar a un sentido nuevo de la política y de la poética, que consiste en cambiar radicalmente las coordenadas de lo posible. El cronista es un testigo directo de los hechos, al punto de estar en condiciones de extraer la promesa poética de futuridad que anida en lo cotidiano. El poeta —el testigo ciego— va hacia las cosas y los seres con un cuerpo verbal que los precipita hacia la intemperie del sentido, fuera de los límites de la significación; nominación oblicua ante la cual nada subsiste tal como era antes; gestación sin norma, sin código, manifestación pura de lo viviente; subversión del nombre en el hombre.

Los poemas de Vallejo son intraducibles y, en particular, al interior de su propia lengua; trazado poético que des-hace el límite siempre posible de lo legible, prohibiendo el paso a todo poder interpretativo o hermenéutico e impidiendo que el gesto escritural concluya en una significación dada. Así, las líneas poéticas se precipitan súbitamente sobre la extrañeza: advienen sin llegar y liberan un espacio gracias al cual el testimonio ahonda la errancia.

El poema y la crónica vallejianos conmemoran un acontecimiento singular del cual ellos son su cristalización. La poesía surge entre los escombros suscitados por la catástrofe del lenguaje, entonces la palabra alcanza su desnuda posibilidad en el puro dirigirse a…, como también deviene en testimonio de la llegada del mundo, de la vida, en su rotunda verdad: crónica. El lenguaje acusa el choque de las cosas, produciendo en él una fisura que disyunta el orden de la significación. Es así que la escritura ensayada por el poeta-cronista no es la marca de su identidad, es tan solo el eco del sentido —del sentir— que brota de la igualdad radical de todos los seres.

El testigo cronista no se encuentra ante un mundo como si este fuese un espectáculo o un objeto dispuesto para ser representado. A un mundo se lo habita, se camina en él aun si es para perderse; en él escribe el poeta permanentemente expuesto a la proveniencia in-significable del sentido del mundo. La escritura vallejiana es el trazado absolutamente singular de un pasaje al límite en el cual la inscripción está menos abocada a la significación que a la transformación: borde cuya apertura de sentido se convertiría en un obstáculo a la significación. Todo ocurre sobre el límite, no se puede ir más allá. Precisamente, la disposición que anida en la poética-política de Vallejo es la de ser trágica, mística.

Trágica, pues no hay un más allá metafísico o religioso hacia el cual fugar o que pueda funcionar como lugar de refugio, de consolación. Por el contrario, la disposición que aflora en lo trágico es la del existir en la más pura desnudez: intemperie, desarraigo, vulnerabilidad. Es decir, la existencia no se ofrece como algo que pueda o deba ser deseado, sino como el gesto mediante el cual ella se da en el acto mismo de su puesta al desnudo.

Mística, pues el sentido fulgura en el vacío de una existencia que se ofrenda en la muerte; así como en el amor, en la claridad tanto como en la oscuridad. Abierta, separada de sí, rota en su unidad, fracturada en su mismo centro. Precisamente, Vallejo no cesa de repetirlo: «El día tiene a la noche encerrada adentro. La noche tiene al día encerrado afuera». Aquí se expande, se dilata el ámbito del que brota una verdad que no habla de la vida, del mundo o del existir, pues se trata de una verdad que es mundo y existencia en acto, que impide, por lo tanto, adoptar una posición fija, determinante, verificable, llámese idea, visión, concepción, forma, significación.

Al sentido no se lo concibe, se lo recibe y, justamente, la escritura vallejiana se mantiene abierta a lo real en su totalidad; apertura que es solamente posible en su imposible adecuación al mundo, a la vida, a la muerte. Es aquí, en el espaciamiento provocado por la inadecuación, que se abre siempre una nueva prueba o exigencia para la poética, así como para la política.

César Vallejo: poesía de la prosa del mundo

¡Qué miserables se muestran los razonamientosante un hecho que los desafía!

Walt Whitman

Indagar sobre la incidencia del Sujeto3 o de la Subjetividad del autor en la literatura equivale a preguntarse sobre la efectividad política que puede tener el acto o el arte de la escritura. Esta parece ser una de las premisas de las que parte el libro de Jean-Paul Sartre Qu’est-ce que la littérature? Texto fundamental en el que se sientan las bases para la toma ulterior de posición política por parte de su autor y en el que se tratan los problemas concernientes a la literatura a partir de tres preguntas que dan lugar a los tres primeros capítulos del ensayo: Qu’est-ce qu’écrire? Pourquoi écrit-on? Pour qui? Estas interrogantes, que determinan el orden de composición del texto, señalan al Sujeto como elemento central en la literatura y despliegan el compromiso político del arte de escribir. En una escena radicalmente diferente, profundamente anónima y fuera de toda heroicidad, César Vallejo no concede a la subjetividad autoral una posición central en el juego de la escritura literaria y de este desistimiento brota un sentido de la política que no tiene como premisa la libre voluntad del sujeto.

«¿Qué es escribir?» Pregunta preliminar que marca el comienzo del texto. La escritura debe saber qué es antes de constituirse en acto; debe tener frente a sí su propia definición o concepto antes de emprender su ruta. Para ello Sartre se propone desentrañar la naturaleza propia del signo del que se sirve el escritor, oponiéndolo a otros signos o cuasi signos que operan en otros ámbitos de la actividad artística. «Las notas, los colores, las formas no son signos, pues no reenvían a nada que les sea exterior»4. El pintor, el músico y el escultor trabajan con cosas y no con signos, pues lo propio del signo radica en la capacidad de significar algo para alguien. Mientras que el signo es un puente que permite transitar del interior hacia el exterior, el color o la nota musical retienen la mirada o la escucha en la resplandeciente sonoridad de la forma, en su desnuda materialidad. Así, la obra que sale de las manos del pintor reposa en una suerte de mutismo, es un puente roto que, al dispersar la mirada en un «objeto imaginario», imposibilita el tránsito del interior al exterior, como también su retorno interiorizante. «El pintor es mudo: él les presenta un cuchitril y eso es todo; ustedes son libres de ver en ello lo que quieran. Esa buhardilla no será jamás símbolo de la miseria; para ello se requeriría que fuese signo, mientras que no es más que una cosa»5. Curiosamente, las cosas, que han sido expuestas en el espacio pictórico, dejan libre a la mirada para que en ella se suscite el milagro de la visión, pero, en el momento en que impiden apreciar la miseria, la sumen en una suerte de apoliticidad.

Las cosas no hablan, pues la obstinada ostentación de su cuerpo las convierte en una sólida barrera que interrumpe el tránsito a la significación. Contraídas en las nervaduras emplazadas en su piel, las cosas son como sustancias opacas que impiden a la mirada volverse hacia la «realidad». De forma similar, en la poesía de Vallejo los objetos, los seres hablan en su propia lengua, recogidos en la parte inquieta, fluida de su ser indómito, caen como una tempestad hasta encontrar refugio en el manto blanco y silencioso de la página.

Graniza tanto, como para que yo recuerde

y acreciente las perlas

que he recogido del hocico mismo

de cada tempestad.

                                 Trilce, LXXVII