Cinco hermanos y un problema - Tú serás mía - Peggy Moreland - E-Book

Cinco hermanos y un problema - Tú serás mía E-Book

Peggy Moreland

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Beschreibung

Cinco hermanos y un problema ¿Podría un solitario como él convertirse en marido y padre de repente? Al ver a aquella mujer con un pequeño en su brazos, Ace comenzó a preguntarse qué iban a hacer sus cuatro hermanos y él con una niña tan pequeña. Lo único que había hecho Maggie había sido entregar una niña huérfana a la familia a la que pertenecía por derecho. Pero Ace le había pedido que viviera con ellos... así que poco tiempo después el atractivo ranchero y ella comenzaron a compartir algo más que los biberones a media noche... Tú serás mía ¿Podría aquel soltero empedernido hacer realidad sus sueños? La familia Tanner estaba a punto de adoptar a una pequeña, sólo quedaba que Woodrow Tanner se lo comunicara a la doctora Elizabeth Montgomery, la única familiar que podía reclamar también la custodia del bebé. Pero él sabía perfectamente cómo conseguir lo que deseaba de una mujer. Claro que no había contado con que desearía tanto de aquella mujer... Elizabeth siempre había querido tener una verdadera familia y cuando aquel atractivo cowboy le dio noticias de la pequeña, pensó que aquello era más de lo que habría podido soñar...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 544 - julio 2024

© 2003 Peggy Bozeman Morse

Cinco hermanos y un problema

Título original: Five Brothers and a Baby

© 2003 Peggy Bozeman Morse

Tú serás mía

Título original: Baby, You’re Mine

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1074-088-4

Índice

Créditos

Cinco hermanos y un problema

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Tú serás mía

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Uno

La habitación en la que se habían reunido los hermanos Tanner era como todo en Texas: grande.

El primer miembro de la familia, que se había establecido allí a principios del siglo XIX, había colocado las poderosas vigas de madera que cubrían el techo y tres de las paredes de la estancia.

La cuarta la ocupaba una chimenea tan grande que en su interior se hubiera podido asar un ternero entero.

Por todas partes había fotografías de la evolución de la familia, que había sido próspera y fructífera.

La muerte de su padre había vuelto a unir a los hermanos, pero era la responsabilidad lo que los mantenía juntos.

La responsabilidad hacia un padre que los había alejado de casa con sus modos fríos y distantes, propiciando que el distanciamiento se produjera también entre ellos.

Ace, el mayor de los hermanos, estaba sentado a la mesa de su padre porque era el cabeza de familia, un puesto que sus hermanos estaban más que agradecidos de que ocupara.

Woodrow, que era cuatro años más joven que él, estaba sentado en el sofá de cuero que había enfrente mientras que Rory, el benjamín, se había acomodado en una silla y Ry, el segundo, se paseaba por la habitación.

–Supongo que todos sabréis que nos ha dejado metidos en un buen lío –les dijo Ace a sus hermanos.

–Para variar –se burló Woodrow.

Ace asintió ante el sarcasmo de su hermano.

–Sí, parece que al viejo le gustaba ponernos a prueba.

–Más bien, le gustaba meternos en problemas –comentó Rory, el más tranquilo de los cuatro, estirando las piernas y colocando las manos detrás de la cabeza.

–No seas irrespetuoso. Te recuerdo que estás hablando de nuestro padre –le dijo Ry mirándolo muy serio.

–El nuestro y el de medio estado –murmuró Rory.

Aunque su comentario era exagerado, sus hermanos no dijeron nada porque su padre era un hombre tan cerrado y poco hablador que, aunque hubiera tenido más hijos, no se lo habría dicho jamás.

–Ry tiene razón –dijo Ace intentando retomar la conversación–. No estamos aquí para juzgar a nuestro padre sino para arreglar el embrollo que nos ha dejado en herencia.

Ry miró impaciente el reloj.

–Entonces, acabemos cuanto antes. Tengo que volver a Austin porque tengo que operar mañana por la mañana.

–Claro, el médico tiene que ganar uno o dos millones más, ¿verdad? –se burló Woodrow.

Ry se abalanzó sobre él, lo agarró de la chaqueta vaquera que llevaba y lo levantó en el aire.

Rory corrió a separarlos.

–Venga, chicos, ya os pegaréis más tarde. Ahora, tenemos cosas que arreglar.

Ry miró a Woodrow con desprecio y lo soltó.

–Papá murió sin testamento –anunció Ace para que sus hermanos le prestaran atención y no volvieran a pelearse–. Por eso, vamos a tardar bastante en poner en orden el tema del rancho. Mientras tanto, tendremos que hacernos cargo de él.

Ry lo miró atónito.

–¿Cómo? Yo no estoy dispuesto a trabajar en el rancho. Soy cirujano y tengo una consulta que mantener.

–Todos tenemos obligaciones –le recordó Ace–, pero vamos a tener que hacer un esfuerzo arañándole horas a nuestra vida para que este lugar siga en funcionamiento. Por lo menos, hasta que decidamos qué vamos a hacer con él.

–¡No podemos vender el Bar-T! ¡Esta tierra ha sido de nuestra familia durante generaciones! –exclamó Woodrow poniéndose en pie.

–Y yo espero que lo siga siendo, pero no podemos tomar una decisión hasta que no esté en marcha y sepamos a qué nos enfrentamos tanto económica como legalmente.

Al recordar que su padre era tan reservado en sus negocios como en su vida privada, Woodrow y Rory se volvieron a sentar.

Ry se acercó a la ventana.

–¿Y Whit? –preguntó.

–Le he dejado un mensaje en el contestador para que viniera. Si lo escucha a tiempo, vendrá –contestó Ace.

–No vino al entierro de papá, así que ¿por qué crees que va a venir ahora? –gruñó Woodrow.

–¿Por qué iba a venir al entierro de papá? –dijo Ry–. Papá lo trató como a un trapo.

–Whit estuvo en el entierro de papá –intervino Rory.

–¿Dónde? No lo vi.

–Porque no quería que lo viéramos.

Woodrow chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.

–Ese chico siempre fue escurridizo.

–Sigiloso –lo corrigió Ry.

–¿Es un diagnóstico profesional? –le espetó Woodrow–. Yo creía que tú eras cirujano plástico, de ésos que son ricos y famosos, y no psiquiatra.

Ry apretó los dientes, pero no contestó y Ace se lo agradeció. Con todo lo que tenían por delante, lo último que debían hacer era pelearse entre ellos.

–Ahora mismo, he terminado un reportaje fotográfico y tengo un tiempo antes de comenzar el otro, así que he decidido quedarme en el rancho hasta que todo esté en marcha –anunció–. Sin embargo, no puedo ocuparme del rancho yo solo. Os necesito a todos. Vamos a tener que...

Sus palabras quedaron interrumpidas por el timbre y Ace se puso en pie.

–Debe de ser Whit.

–Me apuesto el cuello a que es un vecino para darnos el pésame –gruñó Woodrow todavía enfadado.

–Sea quien sea, espero que os portéis debidamente –dijo Ace desde la puerta–. ¿Entendido?

Woodrow y Rory pusieron los ojos en blanco y desviaron la mirada, pero Ry lo miró a los ojos de manera casi desafiante para que entendiera que ya no era un niño pequeño al que su hermano mayor podía dar órdenes.

Mientras iba hacia la puerta principal, Ace rezó para que fuera Whit pues quería terminar con todo aquello cuanto antes. Cuanto antes pudiera irse de Tanner Crossing, mejor.

Estar de nuevo en el rancho y en la ciudad que llevaban el nombre de su familia lo estaba empezando a poner ya de los nervios.

Cuando abrió la puerta, en lugar de encontrarse con su hermanastro Whit, se encontró con una mujer ataviada con unos vaqueros desgastados y una camiseta azul que llevaba algo envuelto en una manta... algo que parecía un bebé.

–¿La puedo ayudar en algo?

–Sí es usted uno de los hermanos Tanner, sí.

La acidez con la que lo había dicho lo sorprendió. Desde luego, aquella mujer no era una vecina que había acudido a darles el pésame.

–Sí, soy Ace –le dijo saliendo al porche–. Ace Tanner, el hermano mayor. ¿Y usted quién es?

–Maggie Dean.

Ace se quedó mirando el bulto envuelto en una manta que la mujer llevaba contra el pecho.

–¿Y qué quiere usted de los hermanos Tanner, señorita Dean?

–Les vengo a traer lo que es suyo –contestó Maggie entregándole el bebé.

Ace dio un paso atrás.

–Un momento, ese niño no es mío.

–Según la ley, sí.

–¿Qué ley? –le espetó impaciente.

–Todas las leyes.

–Un momento...

En ese momento, del interior de la manta salió un grito y Ace hizo una mueca ante aquel ruido tan irritante.

–No pasa nada, preciosa –la tranquilizó la mujer–. Todo va bien.

–Mire, señorita –le dijo Ace alzando la voz para que lo oyera por encima del llanto del bebé–. No sé quién es usted o por qué ha venido, pero le aseguro que esa niña no es mía, así que le ruego que se vaya de mis tierras y se lleve a ese ratoncillo chillón o tendré que llamar a la policía.

La mujer levantó el mentón sonrojada por la furia.

–Yo me voy encantada de sus tierras, pero la niña se queda –le dijo entregándosela.

Instintivamente, Ace la tomó en brazos. Anonadado, se quedó mirándola. Vio dos manitas que salían de la manta y daban golpes al aire y una carita cuyos rasgos eran tan pequeños y perfectos que parecían irreales.

Tenía los ojos azules, la nariz sonrosada y tan pequeña como uno de los botones de su camisa y la boca entreabierta.

Parecía irreal, pero su llanto no lo era. Ace miró a la mujer, que estaba sacando cosas de un coche desvencijado y dejándolas en el césped.

–¡Eh! –exclamó–. ¿Qué hace? No piense que va a dejar aquí a la niña.

La mujer cerró la puerta del coche con fuerza, se giró y se colgó una bolsa del hombro.

–No es una niña sino un bebé –le dijo muy seria–. Y claro que se va a quedar aquí.

Viendo que el enfado no lo llevaba a ninguna parte con aquella mujer, Ace intentó hacerla entrar en razón.

–Mire, entiendo que tenga usted un problema y que necesite ayuda –le dijo sacándose la cartera del bolsillo y entregándole un fajo de billetes.

–Es usted exactamente igual que su padre –le espetó la mujer dándole un golpe en la mano que hizo que la cartera saliera volando por los aires–. Ustedes se deben de creer que el dinero lo arregla todo. ¡Pues no es así! Lo que esta niña necesitada es una familia, alguien que la quiera.

–¿Esta niña es hija de mi padre? –preguntó Ace boquiabierto.

–¡Sí, claro que es hija de su padre! –contestó Maggie.

–No me lo puedo creer...

–Pues créaselo porque es la verdad.

Ace la tomó del brazo y la llevó al porche.

–Sentémonos, tenemos que hablar.

Una vez en el porche, Maggie se sentó, pero Ace se quedó de pie, paseándose con la niña en brazos y diciéndose que lo raro era que aquello no hubiera ocurrido antes.

Era la primera vez que tenía que enfrentarse a las indiscreciones de su padre y no sabía cómo hacerlo.

En el pasado, cuando una de sus «amigas», como su padre llamaba a las mujeres con las que mantenía relaciones sexuales, aparecía en su casa con intención de conseguir algo, su padre arreglaba la situación.

Normalmente, con dinero.

–Si es una cuestión de dinero...

–Ya le he dicho que no quiero su dinero –contestó Maggie dejando caer la cabeza entre las manos con desesperación–. Lo que quiero es que esta niña tenga un hogar decente.

–¡Pues déselo usted, que es su madre!

Maggie levantó la cabeza.

–Yo no soy su madre.

Ace se quedó mirándola completamente confundido.

–Entonces, ¿quién es su madre?

–Star Cantrell –contestó Maggie.

–¿Y por qué no le da ella a su hija un hogar decente? –preguntó enfadado.

–Porque ha muerto.

–¿Muerto? –repitió Ace viendo que a Maggie se le deslizaba una gruesa lágrima por la mejilla.

–Sí, murió hace poco más de una semana. Hubo complicaciones en el parto, tuvo una hemorragia y... éramos compañeras de trabajo y amigas. Me hizo prometer que, si le ocurría algo, traería a su hija aquí para dársela a su padre. Yo no quería porque conocía a su padre, pero me hizo prometérselo. Cuando me enteré de que su padre había muerto, pensé en quedármela yo, pero... no puedo quedármela porque ella se merece más de lo que yo le puedo dar. Por eso la he traído.

Ace se fijó en las manos rojas de trabajo de aquella mujer y comprendió que lo que le estaba diciendo era que no podía hacerse cargo de la niña económicamente.

–¿Y Star no tenía parientes? ¿No tenía padres ni hermanos?

–No, era hija única y sus padres murieron en un accidente de tráfico hace muchos años.

Antes de que a Ace se le ocurriera otra solución, Maggie se puso en pie.

–Aquí tiene todo lo que va a necesitar –le dijo señalando la bolsa y el corralito–. Pañales, biberones, papilla y ropa. Duerme en el corralito, pero yo creo que debería comprarle una cuna cuanto antes –concluyó mirando a la niña con lágrimas en los ojos–. Star la llamó Laura. Espero que no le cambie el nombre porque es lo único que va a tener de su madre.

Ace miró al bebé, que había dejado de llorar. Había apoyado la cabecita en su hombro y se había quedado dormida con lágrimas entre las pestañas.

Cuando levantó la cabeza, la mujer había desaparecido. Ace corrió tras ella.

–¡Un momento! ¡Espere!

Maggie se dio la vuelta con una mano en la puerta de su viejo automóvil y Ace se paró en seco, con la respiración entrecortada por el pánico.

–Mire, ya sé que todo esto no es problema suyo, que usted está haciendo solamente lo que le pidieron que hiciera, pero no me puede dejar a la niña aquí. Mis hermanos y yo tenemos nuestros trabajos y nuestras responsabilidades y no nos podemos ocupar de un bebé. No sabríamos ni por dónde empezar.

Ace observó cómo la mujer miraba a la niña, vio la duda en su rostro, la incertidumbre, su obvio afecto por la pequeña.

–Ya se las apañarán –contestó sin embargo con firmeza–. Exactamente igual que he hecho yo.

–¡No! No me haga esto –exclamó Ace intentando agarrar la puerta.

En un abrir y cerrar de ojos, Maggie había pisado el acelerador a fondo y su coche se alejaba por el camino.

Ace se quedó allí, mirándolo, como si lo acabaran de condenar a muerte.

Maggie condujo diez kilómetros antes de que tener que pararse en el arcén, cegada por las lágrimas. Dejó caer la cabeza sobre el volante y lloró amargamente por Laura, que iba a crecer sin conocer a su madre y por Star, que había muerto tan joven.

Y lloró también por haber perdido a aquella niña a la que tanto quería y por las injusticias de la vida que no le permitían quedársela.

Y, mientras lloraba, rezó para que Laura estuviera en buenas manos y para que los hermanos Tanner cuidaran bien de ella.

Cuando ya no le quedaron más lágrimas en los ojos, se secó la cara con la camiseta y volvió a poner el coche en marcha.

«Es mejor así», se dijo mientras conducía hacia su casa.

Ya tenía bastante con mantener su hogar y poder comer. No podía hacerse cargo de una niña pequeña.

Con los Tanner, Laura tenía la oportunidad de una vida mejor porque tenían una casa que parecía un castillo, mucho dinero e incluso una ciudad que llevaba su apellido.

Con ellos, Laura jamás tendría que preocuparse por que la embargaran por no haber pagado el alquiler, por no conseguir el dinero para pagar el seguro médico o por no poder ir a la universidad.

Además, tendría la oportunidad de codearse con gente de clase y, así, no tener que vivir con el tipo de personas indeseables que Maggie había tenido a su alrededor durante toda la vida.

Pero había una cosa que Maggie sabía que podía darle a Laura en grandes cantidades: amor.

Los cuatro hermanos Tanner flanquearon la cama de Ace, dos a cada lado, y se quedaron mirando fijamente al bebé que su hermano mayor había colocado en el centro.

Ace miró a Ry.

–Llévatela contigo a Austin, tú eres el único que está casado.

–Estaré divorciado muy pronto –le recordó Ry.

–¿Y tú? –le preguntó a Rory–. ¿No podrías conseguir que una de las chicas que trabaja en tu cadena de tiendas de objetos del Oeste te la cuidara?

Rory negó con la cabeza.

–Estamos en verano y la mayoría está de vacaciones.

Ace miró a Woodrow, que levantó la mano.

–Ni me lo preguntes. La única experiencia que he tenido con bebés fue cuando mi perra Blue tuvo cachorros.

–¿Y qué se supone que voy a hacer yo con ella? Tengo tanta idea de niños pequeños como vosotros.

Ry le dio una palmada en el hombro y salió de la habitación.

–Ya te las apañarás.

–Sí –dijo Woodrow saliendo también–. Siempre se te ha dado bien hacerte cargo de las situaciones difíciles.

Ace agarró a Rory del brazo.

–¿Adónde vas? –le preguntó antes de que huyera.

–Eh... a por un biberón. Sí, a por un biberón. Parece que tiene hambre.

–Ah, muy bien –contestó Ace más tranquilo–. Date prisa, no quiero que se ponga a llorar otra vez.

–Claro –le prometió Rory.

A continuación, se giró y salió corriendo. Al oír que la puerta principal se cerraba y los motores de los coches de sus hermanos se ponían en marcha, Ace maldijo en voz alta.

Con ojos legañosos, Ace se puso a la niña en el hombro mientras esperaba a que el agua hirviera y se calentara el biberón.

–Venga, pequeña, dame un respiro. Lo estoy haciendo lo mejor que puedo –le rogó.

Cuando Laura contestó con un agudo grito, Ace sacó el biberón del agua, se echó dos gotitas de leche en la mano para comprobar la temperatura y se sentó en una silla.

Laura agarró la tetina del biberón con tanta ansia que cualquiera hubiera dicho que llevaba unas semanas sin comer.

Ace sabía que aquello no era cierto porque era la cuarta vez que se levantaba aquella noche a prepararle un biberón.

Ahora que la niña estaba ocupada, tomó la guía de teléfonos desesperado por encontrar a alguien que cuidara de Laura.

Había hablado con todas las agencias de la zona, pero ninguna aceptaba recién nacidos. Su única esperanza era localizar a la mujer que se la había llevado.

Lo malo era que no se acordaba de su nombre.

Empezaba por D.

Daily, Dale, Davis, Day, Dean.

¡Dean! Sí, Maggie Dean.

Lo malo era que no había ninguna Maggie Dean en la guía telefónica.

Ace llamó entonces a información telefónica y allí localizaron a una Maggie Dean en Killeen, que era un pueblo cercano a Tanner Crossing.

–Tiene que ser ella –suspiró esperanzado tomando nota del número–. ¿Me puede dar también su dirección? –le pidió al teleoperador decidiendo que era mejor ir a verla cara a cara.

«Desde luego, esta mujer vive en un sitio horroroso», pensó Ace mientras conducía por la calle de Maggie.

Las míseras casas de madera se alineaban una al lado de la otra, había coches hechos una porquería en la acera y los muebles de los porches eran pura chatarra.

La casa de Maggie era tan pobre como las demás. Lo mínimo que se podía decir era que necesitaba una buena mano de pintura.

Sin embargo, a diferencia de sus vecinos, Maggie no tenía un coche sin ruedas en el camino de entrada ni muebles oxidados en el porche.

Las flores que llenaban su parcela ponían de manifiesto que, aunque no tuviera dinero, se preocupaba por que su casa estuviera bien.

Ace sintió una terrible tristeza al pensar en el esfuerzo de aquella mujer por convertir aquel vertedero en un hogar.

Sacó a Laura del coche y avanzó hacia la puerta. Llamó y esperó. Cuando Maggie abrió, Ace se apresuró a poner un pie para que no cerrara.

–¿Qué quiere?

–Su ayuda –contestó Ace.

Efectivamente, Maggie intentó cerrar la puerta.

–Por favor, escúcheme.

Maggie miró a la niña, tragó saliva y asintió.

–Dese prisa –le dijo girándose hacia el pasillo que tenía detrás–. Me tengo que ir a trabajar.

Ace se apresuró a entrar en la casa por si cambiaba de opinión.

–Sólo serán diez minutos –le prometió–. ¿Le importa que me siente? –añadió fijándose en lo limpia y ordenada que estaba la casa.

Maggie le indicó un sofá que había bajo una ventana y se quedó mirándolo de brazos cruzados.

Ace la miró y por primera vez se fijó en que tenía unas maravillosas piernas, largas y torneadas, y unos voluminosos pechos, pero no tenía tiempo para aquellas apreciaciones.

Necesitaba desesperadamente una niñera.

–He venido a pedirle una cosa.

–Si ha venido a intentar convencerme de que me quede con la niña, pierde el tiempo. Ya le dije ayer que no puedo quedármela.

Ace negó con la cabeza.

–No, he venido a ofrecerle un trabajo.

Maggie puso los ojos en blanco.

–Ya tengo un trabajo, así que, si no le importa...

–Escúcheme –la interrumpió Ace–. Mis hermanos y yo estamos dispuestos a hacernos cargo de la niña, pero no tenemos ni idea de bebés. He decidido que lo mejor es localizar a algún pariente de Star y voy a contratar a un detective, pero mientras tanto... alguien se tiene que hacer cargo de ella.

–Y usted quiere que ese alguien sea yo.

–Me parece lo más correcto. Es obvio que usted la quiere y que está a acostumbrada a su rutina.

–Tengo un trabajo –le recordó Maggie–. Además, voy a la universidad por las tardes y no tengo ni tiempo ni energía para hacer nada más.

–Mi propuesta consiste en que deje usted su trabajo, se tome un descanso en la universidad y trabaje a jornada completa para mí como niñera –resumió Ace viendo cierto interés en su rostro–. ¿Cuánto gana como camarera?

–Eso no es asunto suyo –contestó Maggie ofendida.

–No es por cotillear sino por establecer una base. ¿Qué le parecen seiscientos dólares por semana?

Aunque no dijo nada, a Maggie se le pusieron los ojos como platos y Ace comprendió que aquello era mucho más de lo que ganaba sirviendo mesas.

–Además, le doy alojamiento y manutención –añadió–. ¿Qué le parece?

Maggie tragó saliva.

–Llame a su jefe –insistió Ace sacándose el teléfono móvil del bolsillo–. Dígale que lo deja. He traído la furgoneta, así que puede hacer ahora mismo el equipaje y marcharnos al rancho.

Maggie tomó el teléfono entre las manos y marcó unos cuantos números, pero se paró.

–No puedo hacerlo.

–Claro que sí. En cuanto haya dejado el trabajo, nos vamos.

–¿Y qué será de mí cuando haya localizado a la familia de Star? No tendré trabajo –se quejó–. No, no puedo hacerlo. Va a tener que encontrar a otra persona.

–¡Maldita sea, no hay otra persona! Ya he hablado con todas las agencias de niñeras de la ciudad y me han dicho que no aceptan recién nacidos.

Al oírlo gritar, Laura se puso a llorar.

–Por favor, otra vez no. Ya no puedo más.

Maggie tomó a la niña en brazos en un abrir y cerrar de ojos.

–¿Ha llorado mucho?

–Sí, casi toda la noche.

–¿Le ha dado de comer?

–Sí, tres o cuatro veces.

–¿Y le ha cambiado los pañales?

–Sí –contestó Ace haciendo una mueca de disgusto al recordarlo–. Le aseguro que no está estreñida.

–¿Ha dormido?

–Supongo que, cuando no estaba llorando, habrá dormido.

–Todo está bien, preciosa –le dijo Maggie a la niña acariciándole la espalda–. Estás con Maggie.

La niña dejó escapar un enorme eructo y Maggie se giró hacia Ace.

–¿Le ha sacado los aires?

–¿Cómo?

–Hay que hacerlo al menos dos veces cada vez que le da el biberón.

–No lo sabía.

–Setecientos.

–¿Qué?

–Setecientos dólares a la semana y un día libre.

–Setecientos está bien –contestó Ace tomando a Laura en brazos y entregándole a Maggie de nuevo el teléfono móvil–. Llame y vámonos cuanto antes.

Maggie volvió a tomar a Laura en brazos.

–No, prefiero ir en persona.

–¿Cuánto va a tardar? –preguntó Ace frustrado.

–No lo sé, media hora o así. En cualquier caso, no hace falta que me espere. Ya llevo yo a Laura –concluyó abrazando a la niña con fuerza.

Capítulo Dos

Cuando una mujer no tiene muchas cosas, no tarda mucho en hacer el equipaje.

Al cuarto de hora de haberse ido Ace, Maggie tenía el suyo terminado y, media hora después, estaba frente al Longhorn Restaurant and Saloon.

De noche, el edificio mejoraba bastante, pero de día era un auténtico desastre. Claro que Maggie ya estaba acostumbrada.

Entró por la puerta de atrás y encontró a Dixie Leigh, la dueña del local, fumando y revisando el pedido de bebidas que iba a hacer.

A pesar de que, al igual que su negocio, estaba avejentada y era hortera, Maggie sabía que aquella mujer tenía un corazón de oro.

–Hola –la saludó.

Dixie dio un respingo.

–¿Por qué no has llamado antes de entrar? Casi me trago el cigarrillo.

–No deberías fumar.

–No debería hacer un montón de cosas, pero qué se le va a hacer –contestó su jefa mirando a Laura–. ¿No me habías dicho que se la habías llevado a los Tanner?

–Sí, pero Ace me la ha traído esta mañana.

–¿Ace? Supongo que será el hijo mayor de Buck, el que es fotógrafo.

–No me ha dicho en qué trabaja.

–Supongo que tenía demasiada prisa por dejarte a la niña como para ponerse a charlar. Es una pena porque los hombres de esa familia son increíblemente guapos.

Maggie no conocía a los demás hermanos, pero, desde luego, si se parecían Ace, sí que lo eran.

–No me he fijado –mintió.

–Anda, trae, déjamela un ratito –dijo Dixie tomando a Laura en brazos–. Es la cosa más bonita de este mundo, ¿verdad? ¿Al final te la vas a quedar?

–Ya sabes que no puedo –contestó Maggie con tristeza.

–Entonces, ¿qué vas a hacer?

–Por eso precisamente he venido a verte –contestó Maggie sospechando que a su jefa no le iba a parecer una buena idea lo que iba a hacer.

–¿Por qué tengo la sensación de que no me va a gustar lo que voy a oír?

–Probablemente porque así va a ser –contestó Maggie encogiéndose de hombros.

–Dispara –dijo Dixie irritada.

–Ace me ha pedido que trabaje para él cuidando a Laura.

–¿Vas a dejar de trabajar aquí?

–Yo preferiría que me dieras una excedencia –contestó Maggie para amortiguar la sorpresa y para no cerrarse aquella puerta–. Si te parece bien, me gustaría volver cuando Ace haya encontrado a la familia de Star.

–Star no tenía familia.

–No, pero Ace está convencido de contratar a un detective para que busque bien por si encuentra una tía o prima lejana que se quiera hacer cargo de Laura.

–¿Y tú crees que van a encontrar a alguien?

–No, no creo.

–Entonces, ¿por qué no se lo dices y les ahorras ese tiempo y ese dinero?

–En cuanto al dinero, me da igual porque tienen mucho y, en cuanto al tiempo, lo necesito para que Laura se los gane –contestó Maggie acariciando la cabecita de la niña–. En cuanto pasen unas semanas con este angelito, no querrán separarse de ella.

–Pero si Ace ya te ha dicho que no la quiere.

–No, él nunca ha dicho eso. Me ha dicho que no saben qué hacer con un bebé, pero, si estoy yo para ocuparme de ella, eso no será un problema.

–Te ves reflejada en ella, ¿verdad? ¿Crees que si te quedas a su lado conseguirás evitar que le pase lo mismo que a ti?

Maggie se puso a la defensiva.

–Sólo estoy haciendo lo que su madre me pidió que hiciera.

–Eso ya lo has hecho. Ya se la has llevado a los Tanner.

Maggie bajó la mirada.

–¿Y tus estudios? Te has sacrificado mucho para obtener tu título de enfermera como para dejarlo ahora.

–No voy a dejar de estudiar. En cuanto Laura esté establecida con los Tanner, los retomaré.

–Cariño –dijo Dixie acariciándole la mejilla–, sé que estás haciendo lo que crees mejor para la pequeña, pero, si no te distancias de ella ahora que puedes, vas a sufrir mucho y tú ya has sufrido bastante.

Maggie sintió unas inmensas ganas de llorar.

–Sólo quiero darle una oportunidad, Dixie, como tú hiciste conmigo.

–Yo sólo te di trabajo.

–Me has dado mucho más que un trabajo. Me has devuelto mi dignidad, ahora estoy segura de mí misma. Tú me has dado la oportunidad de ser alguien en la vida.

Dixie tragó saliva.

–Yo quiero darle esa oportunidad a Laura, quiero que tenga un buen hogar y una vida medio normal. Los Tanner tienen dinero, así que será fácil para ellos.

–Lo tienes muy claro, ¿verdad?

–Sí.

–Entonces, sólo me queda decirte que tengas cuidado –suspiró Dixie con resignación–. Los Tanner son peligrosos.

–¿Peligrosos?

–No lo digo porque sean maltratadotes o asesinos, pero son peligrosos porque son guapos y encantadores.

–Ah, bueno, si es por eso, no te preocupes por mí. Yo el único interés que tengo en Ace Tanner es que le dé a Laura un buen hogar.

–Eso dices ahora, pero recuerda mis palabras. Todavía no he conocido a ninguna mujer que se pueda resistir a un Tanner cuando él pone los ojos en ella.

Ace estaba sentado en la butaca de su padre con los pies encima de la mesa de roble y el teléfono apoyado en el hombro resumiéndole a su hermanastro Whit la reunión que había tenido lugar el día anterior con sus otros hermanos.

–Papá murió sin testamento, así que tenemos un buen lío entre manos –finalizó.

–No sé por qué me dices todo esto mí. Aunque hubiera hecho testamento, a mí no me habría dejado nada.

Ace sabía que Whit tenía razón. Buck Tanner había adoptado a su hermanastro, pero jamás lo había tratado como a un hijo.

Sin embargo, para Ace, Whit era un Tanner y tenía todo el derecho del mundo a heredar una parte de la riqueza de su padre, exactamente igual que sus hermanos y él.

Al no dejar testamento, inconscientemente su padre le había dado la posibilidad de remendar el mal que había hecho.

–Pero no hay testamento –le recordó–. Eso quiere decir que la herencia de papá se dividirá a partes iguales entre sus herederos. Tú llevas su apellido porque te adoptó y, según la ley, tienes derecho a heredar.

–No me importa lo que diga la ley –contestó Whit–. No quiero nada suyo.

–Hombre, Whit...

–No. Os voy a ayudar a solucionar la situación, pero no quiero nada a cambio.

Ace sabía que, de momento, era inútil seguir insistiendo, pero estaba decidido a que Whit tuviera su parte del testamento, exactamente igual que la hermanastra de cuya existencia no tenía noticia hasta hacía muy poco.

–Gracias por ofrecerte a ayudarnos –le dijo a Whit–. Te vamos a necesitar.

–Estoy dispuesto a ayudaros en todo lo que pueda, pero te advierto que no estoy especializado en herencias.

–No te necesito como abogado, ya he contratado a unos cuantos, sino aquí, en el rancho.

–¿Por qué? Los empleados del rancho llevan años trabajando en él y saben lo que hay que hacer.

–¿Qué empleados? Aquí no hay nadie.

–¿Cómo? –exclamó Whit sorprendido–. No me puedo creer que se hayan ido porque el viejo haya muerto. Hay que ocuparse del ganado.

–Yo tampoco me lo puedo creer, pero así es. Tú los conocías a casi todos. ¿Por qué no intentas localizarlos y hablar con ellos para que vuelvan?

–Ace, ya sabes cómo son los vaqueros. Se mueven de acá para allá como el viento. A saber dónde estarán ahora.

–Seguro que tú los encuentras.

–Puede ser, pero me va a llevar algún tiempo.

–Por desgracia, no tenemos mucho porque no sé dónde está el ganado ni en qué condiciones.

–Con lo seca que está la tierra, imagino que habrán ido en busca de pastos y agua.

–Sí, yo he pensado lo mismo. De hecho, quería salir esta tarde a caballo y... –lo interrumpió el timbre de la puerta–. Espera un momento, Whit, están llamando al timbre –le dijo a su hermano–. ¡Adelante! ¡Está abierto! –gritó–. Como te iba diciendo, tengo intención de salir esta tarde a caballo para ver si localizo al rebaño.

Era Maggie.

Traía a Laura apoyada en la cadera y una gran bolsa colgada del hombro. Más que una niñera, parecía una mula de carga.

Claro que las mulas de carga no eran tan guapas. Aquella mujer, vestida de manera informal, estaba tan maravillosa que podía haber ocupado las páginas de cualquiera de los calendarios que Rory vendía en sus tiendas.

Ace dudó un momento debatiéndose entre abalanzarse sobre ella y abrazarla por haber cumplido su promesa y haber ido o decirle que había cambiado de opinión y ya no la quería contratar.

Tener una mujer guapa en casa podía ser más problemático que otra cosa y Ace ya tenía suficientes problemas en aquellos momentos.

Sin embargo, miró a la niña y decidió que era mejor arriesgarse que tener que cuidarla él, así que le hizo una señal a Maggie para que se sentara en el sofá.

–Llámame en cuanto sepas algo de los empleados –le dijo a Whit–. Si no hay más remedio, ofréceles más dinero que el que cobraban para que vuelvan.

–Muy bien, Ace.

–Mientras tanto, vamos a tener que ir nosotros a buscar al ganado. Podríamos quedar el sábado que viene al alba. Así, yo tendré diez días para hacerme una idea de cómo están las cosas por aquí. Voy a llamar a los demás para decirles que también tienen que venir a echar una mano.

Iba a seguir hablando, pero en ese momento Maggie se echó hacia delante para dejar a Laura en el sofá y Ace se quedó sin palabras porque, al hacerlo, los pantalones cortos que llevaba se le habían subido marcando un trasero perfecto.

–Ya hablaremos –le dijo a su hermano antes de colgar.

Maggie se incorporó y se puso las manos en los riñones, que le debían de doler. A continuación, dejó la bolsa en el suelo y se dejó caer en el sofá con un suspiro.

Ahora que la tenía de frente, Ace se fijó en sus pechos y lamentó que el escote de la camiseta no fuera más amplio.

Cuando levantó la mirada, se encontró con la de Maggie. Lo había pillado, así que era mejor no negarlo.

–¿Qué puedo decir? –dijo levantando las manos–. Soy un hombre al que le gusta mirar a una mujer bonita.

–Pues a las mujeres bonitas nos gusta que nos miren ciertos hombres, pero no todos –le espetó Maggie.

–Veo que ha podido recoger sus cosas, dejar el trabajo y venir para acá rápidamente, así que asumo que no está usted casada.

–Un poco tarde para entrevistarme, porque ya me ha dado el trabajo.

–Sólo quería conocerla un poco mejor. ¿Qué hay de malo en ello?

–Mujer blanca y soltera, veintiocho años, divorciada, sin aficiones, no busca compañía masculina –lo informó Maggie escuetamente–. ¿Y usted?

–Hombre blanco y soltero, cerca de cuarenta, divorciado, me gusta el senderismo y la montaña y siempre estoy buscando compañía –contestó Ace guiñándole un ojo.

Maggie no dijo nada.

–Y... ¿quién dio por terminado su matrimonio? ¿Usted o su ex marido?

–Supongo que él, ya que fue el que se fue llevándose el coche y dejando a deber tres meses de alquiler.

–Qué chico tan bajo –silbó Ace.

–Sí, un ángel. ¿Y en su caso?

–Fue de mutuo acuerdo –contestó Ace–. De verdad –añadió al ver que Maggie lo miraba con escepticismo–. En la sentencia de divorcio, sin embargo, pone «diferencias irreconciliables».

–Muy original.

–Al juez no le supuso ningún problema.

–No se lo habría supuesto de ninguna manera teniendo en cuenta que es usted un Tanner.

Ace dio un respingo.

–¿Qué quiere decir eso?

Maggie se encogió de hombros.