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En "Clavos rojos", Valeria, una intrépida pirata, se adentra en una peligrosa jungla y se encuentra con Conan. Juntos descubren una antigua ciudad abandonada y pronto se ven atrapados en un conflicto entre dos facciones rivales que habitan el lugar. La historia está llena de acción, misterio y peligros acechantes, ambientada en un escenario oscuro y enigmático.
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Seitenzahl: 148
Veröffentlichungsjahr: 2024
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En "Clavos rojos", Valeria, una intrépida pirata, se adentra en una peligrosa jungla y se encuentra con Conan. Juntos descubren una antigua ciudad abandonada y pronto se ven atrapados en un conflicto entre dos facciones rivales que habitan el lugar. La historia está llena de acción, misterio y peligros acechantes, ambientada en un escenario oscuro y enigmático.
Acción, Misterio, Conflicto
Este texto es una obra de dominio público y refleja las normas, valores y perspectivas de su época. Algunos lectores pueden encontrar partes de este contenido ofensivas o perturbadoras, dada la evolución de las normas sociales y de nuestra comprensión colectiva de las cuestiones de igualdad, derechos humanos y respeto mutuo. Pedimos a los lectores que se acerquen a este material comprendiendo la época histórica en que fue escrito, reconociendo que puede contener lenguaje, ideas o descripciones incompatibles con las normas éticas y morales actuales.
Los nombres de lenguas extranjeras se conservarán en su forma original, sin traducción.
La mujer del caballo echó el freno a su cansado corcel. Estaba con las patas abiertas y la cabeza caída, como si incluso el peso de la brida de cuero rojo con borlas de oro le resultara demasiado pesado. La mujer sacó un pie calzado del estribo de plata y bajó de la silla dorada. Sujetó las riendas a la horquilla de un árbol y se volvió, con las manos en la cadera, para observar los alrededores.
No era un lugar atractivo. Gigantescos árboles rodeaban el pequeño estanque donde su caballo acababa de beber. Macizos de maleza limitaban la visión que buscaba bajo la sombría penumbra de los elevados arcos formados por ramas entrelazadas. La mujer se estremeció con un movimiento de sus magníficos hombros y luego maldijo.
Era alta, pechugona, de grandes extremidades y hombros compactos. Toda su figura reflejaba una fuerza inusual, sin menoscabo de la feminidad de su aspecto. Era toda una mujer, a pesar de su porte y su vestimenta. Estos últimos eran incongruentes, en vista de su entorno actual. En lugar de falda, llevaba unos calzones de seda cortos y anchos, que le llegaban a un palmo de las rodillas y se sujetaban con una ancha faja de seda a modo de ceñidor. Unas botas acampanadas de suave cuero le llegaban casi hasta las rodillas, y una camisa de seda de cuello bajo, cuello ancho y mangas anchas completaba su atuendo. En una cadera lucía una espada recta de doble filo y en la otra un largo puñal. Su rebelde cabello dorado, cortado a la altura de los hombros, estaba sujeto por una cinta de satén carmesí.
Sobre el fondo de bosque sombrío y primitivo, posaba con un pintoresquismo inconsciente, extraño y fuera de lugar. Debería haber posado sobre un fondo de nubes marinas, mástiles pintados y gaviotas revoloteando. Tenía el color del mar en sus grandes ojos. Y así debería haber sido, porque se trataba de Valeria, de la Hermandad Roja, cuyas hazañas se celebran en canciones y baladas allí donde se reúnen los marinos.
Se esforzó por atravesar el hosco techo verde de las ramas arqueadas y ver el cielo que presumiblemente se extendía por encima, pero en seguida renunció a ello con un juramento murmurado.
Dejó el caballo atado y se dirigió hacia el este, mirando de vez en cuando hacia el estanque para fijar su ruta. El silencio del bosque la deprimía. Ningún pájaro cantaba en las altas ramas, ni el murmullo de los arbustos indicaba la presencia de pequeños animales. Durante leguas había viajado en un reino de quietud melancólica, sólo interrumpida por los sonidos de su propio vuelo.
Había saciado su sed en el estanque, pero ahora sentía el hambre y empezó a buscar algunas de las frutas con las que se había alimentado desde que agotó la comida que llevaba en las alforjas.
Al poco rato, vio un afloramiento de roca oscura como el pedernal que ascendía hasta lo que parecía un peñasco escarpado que se alzaba entre los árboles. Su cima se perdía de vista entre una nube de hojas que la rodeaban. Tal vez su cima se elevaba por encima de las copas de los árboles, y desde ella podía ver lo que había más allá, si es que había algo más allá, salvo más de aquel bosque aparentemente ilimitado por el que había cabalgado durante tantos días.
Una estrecha cresta formaba una rampa natural que ascendía por la escarpada cara del peñasco. Tras ascender unos quince metros, llegó al cinturón de hojas que rodeaba la roca. Los troncos de los árboles no se apiñaban cerca del peñasco, pero los extremos de sus ramas más bajas se extendían a su alrededor, cubriéndolo con su follaje. Avanzó a tientas en la frondosa oscuridad, sin poder ver ni por encima ni por debajo de ella; pero en seguida vislumbró el cielo azul, y un momento después salió a la clara y cálida luz del sol y vio el techo del bosque que se extendía bajo sus pies.
Estaba de pie sobre una amplia repisa que estaba casi a la altura de las copas de los árboles, y de ella se elevaba un saliente en forma de aguja que era la última cima del peñasco que había escalado. Pero algo más llamó su atención en ese momento. Su pie había golpeado algo entre la hojarasca de hojas muertas que alfombraban la repisa. Las apartó de un puntapié y contempló el esqueleto de un hombre. Recorrió con mirada experimentada el cuerpo desteñido, pero no vio huesos rotos ni signos de violencia. El hombre debía de haber muerto de muerte natural, aunque no podía imaginar por qué había escalado un alto peñasco para morir.
Trepó hasta la cima de la aguja y miró hacia el horizonte. El techo del bosque, que parecía un suelo desde su posición ventajosa, era tan impenetrable como desde abajo. Ni siquiera podía ver el estanque junto al que había dejado su caballo. Miró hacia el norte, en la dirección por la que había venido. Sólo vio el océano verde y ondulante que se extendía cada vez más lejos, con sólo una vaga línea azul en la distancia que le indicaba la cordillera que había cruzado días antes para sumergirse en este frondoso desierto.
Al oeste y al este la vista era la misma, aunque la línea azul de la colina faltaba en esas direcciones. Pero cuando volvió los ojos hacia el sur, se puso rígida y recuperó el aliento. A una milla en esa dirección el bosque se adelgazaba y cesaba abruptamente, dando paso a una llanura salpicada de cactus. Y en medio de aquella llanura se alzaban las murallas y torres de una ciudad. Valeria juró con asombro. Aquello era increíble. No le habría sorprendido ver otro tipo de viviendas humanas: las chozas en forma de colmena de los negros, o las moradas en los acantilados de la misteriosa raza parda que, según las leyendas, habitaba algún país de esta región inexplorada. Pero fue una experiencia sorprendente encontrarse con una ciudad amurallada a tantas semanas de marcha de los puestos más cercanos de cualquier tipo de civilización.
Con las manos cansadas de aferrarse al pináculo, se dejó caer en la repisa, frunciendo el ceño indecisa. Había llegado muy lejos, desde el campamento de los mercenarios junto a la ciudad fronteriza de Sukhmet, en medio de las llanas praderas, donde aventureros desesperados de muchas razas vigilan la frontera de Estigia contra las incursiones que llegan como una ola roja desde Darfar. Su huida había sido a ciegas, a un país que desconocía por completo. Y ahora vacilaba entre el impulso de cabalgar directamente hacia aquella ciudad de la llanura y el instinto de precaución que la impulsaba a bordearla ampliamente y continuar su huida solitaria.
Sus pensamientos se dispersaron por el susurro de las hojas bajo ella. Giró como un gato, cogió su espada y se quedó inmóvil, mirando con los ojos muy abiertos al hombre que tenía delante.
Era casi un gigante, con músculos que ondulaban suavemente bajo su piel, que el sol había quemado hasta dejarla marrón. Su atuendo era similar al de ella, salvo que llevaba un ancho cinturón de cuero en lugar de una faja. De su cinturón colgaban una espada y un puñal.
—¡Conan, el cimmerio! —jaculó la mujer—. ¿Qué haces siguiendo mi rastro?
Él sonrió con dificultad, y sus fieros ojos azules ardieron con una luz que cualquier mujer podría comprender cuando recorrieron su magnífica figura, deteniéndose en el oleaje de sus espléndidos pechos bajo la ligera camisa, y en la clara carne blanca que se exhibía entre los calzones y las botas.
—¿No lo sabes? —se rió—. ¿No he dejado clara mi admiración por ti desde la primera vez que te vi?
—Un semental no podría haberlo dejado más claro —contestó ella con desdén—. Pero nunca esperé encontrarte tan lejos de los barriles de cerveza y las ollas de carne de Sukhmet. ¿Realmente me seguiste desde el campamento de Zarallo, o fuiste azotado por un pícaro?
Se rió de su insolencia y flexionó sus poderosos bíceps.
—Sabes que Zarallo no tenía suficientes bribones para sacarme a latigazos del campamento —sonrió—. Por supuesto que te seguí. Por suerte para ti también, moza. Cuando acuchillaste a ese oficial de Estigia, perdiste el favor y la protección de Zarallo, y te pusiste fuera de la ley con los estigios.
—Lo sé —respondió ella hoscamente—. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Ya sabes cuál fue mi provocación.
—Claro —convino él—. Si hubiera estado allí, yo misma le habría acuchillado. Pero si una mujer debe vivir en los campos de guerra de los hombres, puede esperar cosas así.
Valeria dio un pisotón y maldijo.
—¿Por qué los hombres no me dejan vivir la vida de un hombre?
—¡Eso es obvio! —De nuevo sus ojos ávidos la devoraron—. Pero hiciste bien en huir. Los estigios te habrían despellejado. El hermano de ese oficial te siguió; más rápido de lo que pensabas, no lo dudo. No estaba muy lejos de ti cuando lo alcancé. Su caballo era mejor que el tuyo. Te habría alcanzado y degollado en unos pocos kilómetros más.
—¿Y bien? —preguntó ella.
—¿Y bien qué? —Parecía desconcertado.
—¿Qué hay de la Estigia?
—¿Qué supones? —respondió impaciente—. Lo maté, por supuesto, y dejé su cadáver para los buitres. Eso me retrasó, sin embargo, y casi perdí tu rastro cuando cruzaste las estribaciones rocosas de las colinas. Si no, te habría alcanzado hace tiempo.
—¿Y ahora crees que me arrastrarás de vuelta al campamento de Zarallo? —Se burló.
—No hables como una tonta —gruñó él—. Vamos, muchacha, no seas tan escandalosa. No soy como ese estigio al que acuchillaste, y lo sabes.
—Un vagabundo sin dinero —se burló ella.
Él se rió de ella.
—¿Cómo te llamas a ti misma? No tienes suficiente dinero para comprar un nuevo asiento para tus calzones. Tu desdén no me engaña. Sabes que he comandado barcos más grandes y más hombres que tú en tu vida. En cuanto a estar sin un centavo, ¿qué explorador no lo está la mayor parte del tiempo? He derrochado suficiente oro en los puertos del mundo como para llenar un galeón. Tú también lo sabes.
—¿Dónde están ahora los buenos barcos y los valientes muchachos que comandabas? —se mofó ella.
—En el fondo del mar, en su mayoría —respondió alegremente—. Los zingaranos hundieron mi último barco en la costa shemita, por eso me uní a los Compañeros Libres de Zarallo. Pero vi que me habían picado cuando marchamos a la frontera de Darfar. La paga era escasa y el vino agrio, y no me gustan las mujeres negras. Y ésas eran las únicas que venían a nuestro campamento en Sukhmet: con anillos en la nariz y los dientes limados... ¡bah! ¿Por qué te uniste a Zarallo? Sukhmet está muy lejos del agua salada.
—Orto Rojo quería convertirme en su amante —respondió ella hoscamente—. Una noche salté por la borda y nadé hasta la orilla cuando estábamos anclados frente a la costa kushita. Frente a Zabhela. Un comerciante shemita me dijo que Zarallo había llevado a sus Compañías Libres al sur para vigilar la frontera de Darfar. No se ofrecía mejor empleo. Me uní a una caravana hacia el este y finalmente llegué a Sukhmet.
—Fue una locura lanzarte hacia el sur como lo hiciste —comentó Conan—, pero también fue sabio, pues las patrullas de Zarallo nunca pensaron en buscarte en esta dirección. Sólo el hermano del hombre al que mataste dio casualmente con tu rastro.
—¿Y ahora qué piensas hacer? —preguntó ella.
—Girar hacia el oeste —respondió él—. He estado tan al sur, pero no tan al este. Viajar muchos días hacia el oeste nos llevará a las sabanas abiertas, donde las tribus negras pastan su ganado. Tengo amigos entre ellos. Llegaremos a la costa y encontraremos un barco. Estoy harto de la jungla.
—Entonces sigue tu camino —aconsejó ella—. Tengo otros planes.
—¡No seas tonta! —Mostró irritación por primera vez—. No puedes seguir vagando por esta selva.
—Puedo si quiero.
—¿Pero qué piensas hacer?
—Eso no es asunto tuyo —espetó ella.
—Sí, lo es —respondió él con calma—. ¿Crees que te he seguido hasta aquí para darme la vuelta y marcharme con las manos vacías? Sé sensata, moza. No voy a hacerte daño.
Dio un paso hacia ella y ella retrocedió, sacando la espada.
—¡Atrás, perro bárbaro! Te escupiré como a un cerdo asado.
Él se detuvo, de mala gana, y le preguntó:
—¿Quieres que te quite ese juguete y te azote con él?
—¡Palabras! Nada más que palabras! —Se burló ella, con luces como el brillo del sol sobre el agua azul bailando en sus ojos temerarios.
Él sabía que era la verdad. Ningún hombre vivo podría desarmar a Valeria de la Hermandad con sus propias manos. Frunció el ceño, sus sensaciones eran una maraña de emociones contradictorias. Estaba enfadado, pero también divertido y lleno de admiración por su espíritu. Ardía en deseos de apoderarse de aquella espléndida figura y aplastarla entre sus brazos de hierro, pero deseaba enormemente no herir a la muchacha. Se debatía entre el deseo de sacudirla con fuerza y el de acariciarla. Sabía que si se acercaba más su espada se envainaría en su corazón. Había visto a Valeria matar a demasiados hombres en incursiones fronterizas y peleas de taberna como para hacerse ilusiones sobre ella. Sabía que era tan rápida y feroz como una tigresa. Podía desenvainar su espada y desarmarla, arrancarle la hoja de la mano, pero la idea de desenvainar una espada contra una mujer, incluso sin intención de herirla, le resultaba extremadamente repugnante.
—¡Maldita sea tu alma, libertina! —exclamó exasperado—. Voy a quitarte...
Empezó a acercarse a ella, su furiosa pasión le hacía temerario, y ella se preparó para una estocada mortal. Entonces se produjo una sorprendente interrupción en una escena a la vez ridícula y peligrosa.
—¿Qué es eso?
Fue Valeria quien exclamó, pero ambos se sobresaltaron violentamente, y Conan giró como un gato, con su gran espada relampagueando en la mano. En el bosque había estallado un espantoso griterío, gritos de caballos aterrorizados y agonizantes. Entremezclados con sus gritos, se oía el chasquido de huesos que se astillaban.
—Los leones están matando a los caballos —gritó Valeria.
—¡Leones, nada! —resopló Conan, con los ojos encendidos—. ¿Has oído rugir a un león? Yo tampoco. Escucha cómo crujen esos huesos: ni siquiera un león podría hacer tanto ruido matando a un caballo.
Él se apresuró a bajar por la rampa natural y ella lo siguió, olvidando su disputa personal por el instinto de los aventureros de unirse contra el peligro común. Los gritos habían cesado cuando se abrieron paso hacia abajo a través del velo verde de hojas que rozaba la roca.
—Encontré tu caballo atado junto al estanque —murmuró él, pisando tan silenciosamente que ella ya no se preguntaba cómo la había sorprendido en el peñasco—. Até el mío junto a él y seguí las huellas de tus botas. ¡Mira, ahora!
Habían salido del cinturón de hojas y miraban hacia la parte baja del bosque. Por encima de ellos, el techo verde extendía su oscuro dosel. Debajo de ellos, la luz del sol se filtraba lo suficiente para crear un crepúsculo teñido de jade. Los gigantescos troncos de los árboles situados a menos de cien metros parecían tenues y fantasmales.
—Los caballos deben de estar más allá de esa espesura, por allí —susurró Conan, y su voz podría haber sido una brisa moviéndose entre las ramas—. ¡Escuchad!
Valeria ya lo había oído, y un escalofrío le recorrió las venas; así que inconscientemente apoyó su blanca mano en el musculoso brazo castaño de su compañero. Desde más allá de la espesura llegaba el ruidoso crujir de huesos y el estridente desgarro de la carne, junto con los sonidos molientes y babosos de un horrible festín.
—Los leones no harían ese ruido —susurró Conan—. Algo se está comiendo a nuestros caballos, pero no es un león... ¡Crom!
El ruido cesó de pronto, y Conan maldijo en voz baja. Una brisa repentinamente levantada soplaba desde ellos directamente hacia el lugar donde se ocultaba el cazador invisible.
—¡Ahí viene! —murmuró Conan, levantando a medias la espada.
La espesura se agitó violentamente, y Valeria se aferró con fuerza al brazo de Conan. Ignorante de la sabiduría popular de la selva, sabía que ningún animal que hubiera visto jamás podría haber sacudido así la alta maleza.
—Debe ser tan grande como un elefante —murmuró Conan, haciéndose eco de su pensamiento. Su voz se apagó en un silencio atónito.
A través de la espesura se abrió paso una cabeza de pesadilla y locura. Unas mandíbulas sonrientes mostraban hileras de colmillos amarillos y goteantes; sobre la boca bostezante se arrugaba un hocico de saurio. Unos ojos enormes, como los de una pitón mil veces aumentados, miraban sin pestañear a los humanos petrificados que se aferraban a la roca. La sangre manchaba los labios escamosos y flácidos y goteaba de la enorme boca.
La cabeza, más grande que la de un cocodrilo, se extendía sobre un cuello de largas escamas en el que se alzaban hileras de púas dentadas, y tras ella, aplastando las zarzas y los arbolillos, se paseaba el cuerpo de un titán, un torso gigantesco y panzudo sobre unas patas absurdamente cortas. El vientre blanquecino casi rastrillaba el suelo, mientras que la espina dorsal dentada se elevaba más de lo que Conan hubiera podido alcanzar de puntillas. Una cola larga y puntiaguda, como la de un escorpión gargantuesco, salía por detrás.
—¡Regresa al risco, rápido! —espetó Conan, empujando a la muchacha detrás de él—. No creo que pueda trepar, pero puede pararse sobre sus patas traseras y alcanzarnos...
Con un chasquido y un desgarro de arbustos y árboles jóvenes, el monstruo se precipitó a través de los matorrales, y ellos huyeron por la roca ante él como hojas arrastradas por el viento. Cuando Valeria se zambulló en la frondosa pantalla, una mirada retrospectiva le mostró al titán alzándose temible sobre sus enormes patas traseras, tal como Conan había predicho. El pánico se apoderó de ella. Mientras se alzaba, la bestia parecía más gigantesca que nunca; su cabeza de hocico sobresalía entre los árboles. Entonces la mano de hierro de Conan se cerró sobre su muñeca y ella fue empujada de cabeza hacia la cegadora maraña de hojas, y de nuevo hacia el ardiente sol de arriba, justo cuando el monstruo caía hacia adelante con sus patas delanteras sobre el peñasco con un impacto que hizo vibrar la roca.
Detrás de los fugitivos, la enorme cabeza se estrelló entre las ramas, y durante un horrible instante contemplaron el rostro de pesadilla enmarcado entre las hojas verdes, con los ojos llameantes y las mandíbulas abiertas. Entonces los gigantescos colmillos chocaron inútilmente entre sí, y después la cabeza se retiró, desapareciendo de su vista como si se hubiera hundido en un estanque.