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Índice de contenidos
Prefacio de esta edición
1. El milagro diario
2. El deseo de superar el propio programa
3. Precauciones antes de empezar
4. La causa de los problemas
5. El tenis y el alma inmortal
6. Recordar la naturaleza humana
7. Controlar la mente
8. El estado de ánimo reflexivo
9. Interés por las artes
10. Nada en la vida es aburrido
11. Lectura seria
12. Peligros a evitar
Cómo vivir las 24 horas del día
ARNOLD BENNETT
1910
Este prefacio, aunque colocado al principio, como debe ser un prefacio, debe leerse al final del libro.
He recibido una gran cantidad de correspondencia relativa a esta pequeña obra, y se han publicado muchas reseñas sobre ella, algunas de ellas casi tan largas como el propio libro. Pero casi ningún comentario ha sido adverso. Algunas personas han objetado la frivolidad del tono; pero como el tono no es, en mi opinión, en absoluto frívolo, esta objeción no me ha impresionado; y si no se hubiera hecho un reproche de mayor peso, casi podría haberme convencido de que el volumen era impecable. Sin embargo, se ha hecho una crítica más seria -no en la prensa, sino por parte de varios corresponsales obviamente sinceros- y debo tratarla. Una referencia a la página 43 mostrará que anticipé y temí esta desaprobación. La frase contra la que se ha protestado es la siguiente: "En la mayoría de los casos [el hombre típico] no siente precisamente pasión por su negocio; en el mejor de los casos no le disgusta. Comienza sus funciones comerciales con cierta reticencia, tan tarde como puede, y las termina con alegría, tan temprano como puede. Y sus motores, mientras se dedica a su negocio, rara vez están a pleno rendimiento".
Me aseguran, con acentos de inequívoca sinceridad, que hay muchos hombres de negocios -no sólo los que ocupan altos cargos o tienen buenas perspectivas, sino modestos subordinados sin esperanza de estar nunca mucho mejor- que sí disfrutan de sus funciones empresariales, que no las eluden, que no llegan a la oficina lo más tarde posible y se van lo más temprano posible, que, en una palabra, ponen toda su fuerza en su trabajo diario y están realmente fatigados al final del mismo.
Estoy dispuesto a creerlo. Lo creo. Lo sé. Siempre lo he sabido. Tanto en Londres como en provincias me ha tocado pasar largos años en situaciones de subordinación en los negocios; y no se me escapó el hecho de que una cierta proporción de mis compañeros mostraba lo que equivalía a una honesta pasión por sus deberes, y que mientras se dedicaban a esos deberes vivían realmente al máximo de lo que eran capaces. Pero sigo convencido de que estos individuos afortunados y felices (más felices quizás de lo que suponían) no constituían ni constituyen una mayoría, ni nada parecido a una mayoría. Sigo convencido de que la mayoría de los hombres de negocios decentes y concienzudos (hombres con aspiraciones e ideales) no se van a casa, por regla general, realmente cansados. Sigo convencido de que ponen no tanto sino tan poco de sí mismos como pueden conscientemente para ganarse la vida, y que su vocación les aburre más que les interesa.
Sin embargo, admito que la minoría es lo suficientemente importante como para merecer atención, y que no debería haberla ignorado tan completamente como lo hice. Toda la dificultad de la minoría trabajadora fue expresada en una sola frase coloquial por uno de mis corresponsales. Escribió: "Tengo tanto interés como cualquiera en hacer algo que "supere mi programa", pero permítame decirle que cuando llego a casa a las seis y media de la tarde no estoy ni mucho menos tan fresco como usted parece imaginar".