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Libro de ensayo que recoge todas las conferencias dadas por el escritor Vicente Blasco Ibáñez en distintos ambientes políticos y académicos. Los temas de los textos incluídos abarcan desde el análisis político, la reflexión de corte social, la literatura, el naturalismo o el realismo en el arte.-
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Vicente Blasco Ibañez
Dadas en Buenos Aires por el eminente escritor y novelista español
Saga
Conferencias completas
Copyright © 1930, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726509731
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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América vista desde España
Ante todo, deseo cumplir con un deber de afecto y de conciencia. Hace pocos días, en esta misma sala, experimenté una de las mayores y de las más grandes—tal vez la más grande—satisfacción de mi vida. Me refiero al saludo que Anatole France me dirigiera, saludo que interpreto como dirigido, más que á mí, á la literatura española. Devuelvo ese saludo con la efusión del discípulo, y lamento que el que me lo dirigió no se encuentre en esta sala, como acaba de hacérmelo saber por medio de una afectuosa carta en la que, por razones de salud, se excusa de concurrir á esta conferencia. No estoy en mi país, pero me considero como en él por razones de raza é idioma; pero me permito desear que en él reciba las mayores satisfacciones el heredero de Voltaire, á quien saludo como al hombre de la tolerancia y de la sonrisa amable. Anatole France es apóstol de la tolerancia, y esta virtud es condición única é indispensable de la vida en común. Como los pasajeros que van en un barco y accidentalmente viven en él, los hombres deben aprenden á perdonarse y sufrirse los unos á los otros, tributándose mutuamente el mayor de los respetos.
Me arrepiento—dijo—haberle dado título á esta primera conferencia, desde que, propiamente, ella no es una conferencia, sino un prólogo ó un preámbulo previo á las que han de venir después. Como en el drama lírico wagneriano, en la sinfonía del preámbulo se diseñan los motivos que han de aparecer en los actos sucesivos. Confusos en un principio, se perfilan después, cuando el conjunto total de la obra puede explicarlos. Así también esta conferencia puede aparecer algo desordenada, como es prólogo de las otras. Expondré ante vosotros, nietos de España, ya que no hijos, sangre de sangre, carne de carne, nervio de nervio de España, lo que fué y será la madre patria. Quiero hablaros de la leyenda negra de España, surgida como una consecuencia de opiniones falsas vertidas en varios siglos de propaganda antipatriótica de la magnífica epopeya desarrollado durante los siete siglos de la reconquista que hizo de nuestra patria un hervidero de razas y preparó el advenimiento de la otra epopeya: la del descubrimiento del nuevo mundo.
Hablaré igualmente del período de nuestra historia, en el que á dos mujeres sublimes, doña Isabel la Católica y doña Juana la Loca, se asocia la figura de color el visionario. Hablaré de Cervantes el ingenioso padre del ingenioso Hidalgo de la Mancha, del teatro español, Tirso de Molina, Lope de Vega y Calderón; de los místicos y Santa Teresa de Jesús, de Quevedo, de Goya, de Velázquez y Castelar.
Nada más que por darle un título he llamado á esta conferencia «La República Argentina, vista desde España». Pero después de darle el título, me siento arrepentido, porque hace pocos días que en este país me encuentro y podía correr peligro al emitir mis juicios. Recuerdo el caso ocurrido á un periodista de Centro América que en viaje á Europa, ancló su barco frente á la bahía de Vigo, casi á mediodía. Como el capitán no le permitiese desembarcar, instalado en la toldilla, sin ver otra cosa que las dos ó tres personas que á esa hora de sol y de calor se paseaban por los muelles, escribió en las cuartillas para su diario las siguientes frases: «Vista España. Sus habitantes parecen ser gente pacífica y de escasa instrucción, se nota en ellos, la influencia preponderante de la religión». Ciertamente, no estoy en las condiciones ni en la situación de aquel periodista, pero de este país no conozco sino lo que en estos días de estadía he visto y lo que á su respecto he leído en los libros. Si me dejara llevar sólo de mis entusiasmos, podría caer en algo que para algunos fuera adulación, Pero no hay peligro de tal cosa. Mi vida ha sido ejemplo de lo contrario, y de ser adulador de los hombres y de sus instituciones, otra muy diversa sería mi posición de hoy. Si no soy adulador, tampoco soy pesimista, porque el pesimismo, que es índice de inferioridad, busca lo malo antes que lo bueno, los delitos antes que las virtudes. En la República Argentina, ciertamente, hay mucho malo; ¿y cómo no ha de haberlo si tiene apenas cien años de vida independiente y medio siglo sólo de constitución política? En Europa, á pesar del transcurso de siglos y más siglos, las viejas naciones de largo tiempo atrás constituídas, se encuentran cargadas de defectos. Hoy no veo sino el exterior de este país, la parte externa, y todo lo que veo es grande y me enorgullece como español que considero vuestras glorias, glorias de España.
He venido á este país, por el interés que él ha despertado siempre en mí y porque—¿por qué no decirlo?—español de antigua cepa, seis meses de estadía en el mismo punto, me producen la imperiosa necesidad de la aventura. En España, los escritores somos ó soldados ó místicos, hombres de espada ó hombres de comunión espiritual. En el fondo de cada espíritu español vive un batallador; y no creáis, que aquellos sublimes aventureros de los otros tiempos, venían sólo buscando un puñado de oro. Ansiaban nuevas tierras para sus nuevas hazañas, para dar nuevas páginas de gloria á las páginas de la historia patria.
Habituado á los viajes, he experimentado en éste mis mayores emociones. En medio de las brumas del mar, he evocado las débiles barquillas de aquellos navegantes audaces que, sin brújula, se lanzaban al misterio, y en medio del misterio descubrían un nuevo mundo que es hoy la esperanza de la civilización mundial; y he evocado muchas veces, mirando las olas, á aquellos impertérritos caballeros del ideal que me han precedido.
Mi primera impresión al llegar á enfrentar las costas americanas, fué dolorosa. Supe con sorpresa, esas sorpresas que chocan y conmueven, la muerte de un argentino ilustre, la muerte de Emilio Mitre, uno de los ciudadanos que con su vida y sus virtudes honraba esta grande é inmensa nación. Si romano antiguo fuera en lugar de español, aquella noticia dada así, inesperada, hubiera sido de mal augurio y me hubiera incitado á retroceder. Había muerto uno de mis mejores amigos, á quien mucho amara al través de la distancia y que algunos meses antes, en una de sus cartas, me escribía cariñosamente incitándome á cumplir mis propósitos manifestados de visitar estas tierras. Y ya que lo he nombrado, experimento también la necesidad de recordar á su ilustre padre, el patricio eminente, que al igual de aquellos españoles á la vez soldados y pensadores, fue historiador cariñoso de las hazañas de los héroes argentinos, poeta que sintió la vida como un ritmo, ciudadano que amó su patria como uno de sus mejores hijos, político que luchó por la organización institucional de su país y guerrero que defendió con honor lo que con honor á su salvaguarda se confiara; en una palabra, que revivió la existencia de aquellos españoles ilustres que siembran de gloria las páginas más altivas de nuestro pasado. Y no me limito á traer mi saludo á los Mitre, familia ennoblecida por el talento y el mérito propio, lo traigo también para los caudillos que han cooperado con sus luchas á elevar este pueblo; y no los nombro porque me vería obligado á citar algunos de los presentes y no quisiera que mis palabras fueran torpemente interpretadas, creyendo que escondería trás el elogio el interés.
Debo á fuer de sincero, señoras y señores, declarar que venía á Buenos Aires prevenido. Con cuantos viajeros he hablado, muchos de ellos argentinos, al contarme admirativamente, las riquezas, los progresos, el sorprendente camino recorrido por este país, me negaban existiera aquí lo artístico, lo pintoresco, lo que se impone y deja profunda y delicada huella en las almas. Pero yo después de haber recorrido esta ciudad, haberme impresionado de sus inmensas fuerzas de colmena, reconozco que aquellos argentinos que así me hablaban eran más españoles que un español, pues sabido es que parece primera obligación de todo español hablar mal de su país.
La impresión que me produjo Buenos Aires, la comparo tan sólo á la que me produjera Constantinopla y Río Janeiro. Recuerdo á Constantinopla como entre nubes de ensueños; la veo bajo un cielo azul claro, son sus minaretes blancos, con sus cúpulas donde juguetea la luz mirándose en colores y rematadas con sus medias lunas de oro, adormecida sobre el Bósforo, calle por donde pasaron todas las razas, cruzaron todas las civilizaciones; la veo con la pesadez de su fatalismo mulsumán, con su impresionante grandeza dormida. A Río Janeiro, que lo vi envuelto en las últimas horas de la tarde, cuando la luna parece detenerse recreándose en la contemplación de las montaañs y reflejarse sobre la ciudad, en las primeras horas de la aurora cuando el sol, ese mismo sol americano que sale como un gigantesco proyectil de la boca de un cañón surgiendo como empujado, como impaciente para prodigar oro y enriquecer todo el horizonte, como deseoso de brillar en la bahía llenándola de peces coloreados, de detallar las montañas... Y ante su visión sorberbia comprendí cuanta razón le asistía al gran Humboldt, cuando la consideró una de las ciudades más hermosas del mundo. Y al acercarme á Buenos Aires, afanoso de que pasaran las horas, subí á cubierta del transalántico que me conducía, anhelando gustar del placer de verla aparecer entre las primeras brumas, levantarse entre las primeras caricias del astro rey. Pasaban las horas y Buenos Aires no se me aparecía. Pero de pronto, como rasgándose el telón de neblina que lo ocultaba, se me ofreció en toda su inmensidad. Francamente, no fué la impresión que me produjo, una impresión grata: aquello era gigantesco, imponente, suntuoso si se quiere; aquella ciudad que no parecía tener límites, que no finalizaba nunca, que se perdía sin terminarse á la distancia, debía pesar sobre la historia y el porvenir. Y mientras la contemplaba, á mi memoria acudió una de las poesías de ese hondo genio de mi patria que se llamó Quevedo. Habla éste en una de sus composiciones de un gigante de tan exageradas líneas, que su cabellera estaba formada por bosques y sus barbas por cañaverales. Y para daros más exacta idea de lo que quería expresar al darle magnitud á su personaje, os diré que Quevedo nos lo presenta como queriendo librarse de los parásitos que lo molestaban, y los parásitos eran del tamaño de tigres y leones. Semejante á aquel gigante se me ocurrió Buenos Aires, al ver penetrar en sus diques los trasatlánticos— ciudades flotantes—como si fueran ovejas que encerraba en sus corrales poniéndolas al servicio de la civilización, al adivinarla con sus millares de edificios donde vivía el alma tan dilatada que rompe con el molde, con lo circunscripto de la palabra y que es preciso verla y sentirla palpitar, moviendo, impulsando, conduciendo un pueblo.
Y he comprendido también señoras y señores, ante esa ciudad que se descorría como un mundo ante mi vista, que los argentinos no sois grandes por solo esfuerzos propios; lo sois también, porque el mundo trabaja para vosotros. Me recordáis al envolverme, al sentir á mi alrededor esa vida tumultuosa, desbordante de progresos, uno de esos cuentos feéricos en que se habla de seres nacidos al amparo de una buena estrella. Vienen hacia ellos las hadas bondadosas y cada una de ellas otorga un don, regala, adorna con una virtud, con una gracia nueva. Sois como los niños de esas fábulas «charmantes»; sois de un pueblo privilegiado, al cual la naturaleza, á manos llenas, ha derramado sus dones. Con sólo poner viguetas y rieles llenáis vuestro inmenso territorio de ferrocarriles que aquí y allá van llevando la civilización y la vida nueva, llamando á los brazos para que se fortalezcan y hasta se agoten en el trabajo fecundador; á los cerebros para que vayan á traducir en hechos las ideas que los agitan. Vienen á vosotros el italiano trayéndoos sus energías y su inteligencia nerviosa, delicadamente creadora, el inglés aportando sus capitales, el alemán ofreciéndoos parte de su industria... y los españoles os damos nuestro cariño sin medida, nuestra labor; y si nada os diéramos, ya os lo dimos todo, todo, hasta quedarnos exhaustos. Os dimos un territorio que regáramos con sangre, que llenáramos con heroísmos; en ese territorio os construímos la casa solariega, altiva, nobiliaria, donde es señor por derecho propio ese espíritu que jamás se inclina y que siempre asciende buscando culminarse en perfecciones; os dimos también el sentimiento del honor, del honor castellano, el más fiero y el más puro de todos los pueblos, el que enorgullece á nuestras mujeres, que no reconocen ni más vías ni admiten más sendero que el que le señala esa línea, que el que impone la virtud...
Sí, señoras y señores, la gloria de España es América. Podemos hojear la historia: en ella brillan grandes sucesos nuestros. Son cuarteles del escudo ibérico Pavía, San Quintín y Lepanto. Pero Pavía no nos dió, ni había razón alguna nos diera, la dominación de Italia; San Quintín no nos abrió ni nos entrego—tampoco era motivada—á Francia, y Lepanto no impidió continuaran los musulmanes amenazando con su semibarbarie á la Europa. Esos hechos nada valen si se los compara con el descubrimiento y la conquista del nuevo continente. La gloria de España la inmortalizaron aquellos obscuros marinos que partían de las costas ibéricas para engrandecer el mundo. Nada recuerdan los tiempos que pueda tener el significado ni la grandiosidad de ese poema de tres siglos. Un nuevo mundo que, lleno de impaciencias, semejaba adelantarse para recibir en su seno á aquellos esforzados campeones que, con una cruz y una espada, iban á incorporar á la humanidad la mitad de la tierra...
Hay dos historias, señoras y señores, en todos los pueblos: una que se ha enseñado hasta hace poco tiempo, y que nos relata hazañas y se ha hecho para repetir minuciosamente: la vida de los reyes y de los señores; otra que recién empieza á estudiarse y ha ensanchado el campo, ampliando el escenario, y como sabia maestra nos educa en el respeto de la acción modesta, humilde, nos invita á penetrar en las corrientes ocultas de las colectividades. Con ella, que es la verdadera, aprendemos á encariñarnos, á sentir la grandeza de aquellos «aventureros del ideal», á asombrarnos ante aquel manantial de energías que se derramó por todos los rincones de América y que han eternizado á España. Si mañana uno de esos horrorosos cataclismos que convulsionan el globo, que sobrepujan la imaginación más atrevida, sacudiera al continente europeo y la península ibérica desapareciera bajo las aguas, por mérito de aquellos hombres, al otro lado del mar diez y ocho Españas continuarían cantando el poema épico, inmenso, que la madre las enseñara un día á escribir y admirara al verlo completar con nuevos impulsos, con nuevas formas y nuevas fuerzas...
Y aquellos hombres, al ensanchar á su patria, la fijaron límites que ningún poder es capaz de empequeñecer. Patria no quiero decir, como algunos pretenden, estrechando el significado de la idea, un territorio bordeado con líneas fronterizas. Las fronteras se ensanchan ó se acortan en virtud de circunstancias las más diversas. Patria no es una bandera—las banderas pueden cambiar, reemplazarse; no es la raza— España es un hervidero de razas, vosotros también lo sois.— ¿Qué es entonces lo que constituye la patria? Es algo ideal, algo alado, algo que siempre flota en el ambiente y nunca se condensa de un modo definitivo. Y para vosotros y nosotros, aquellos hombres nos dieron una patria común, nos dieron ese algo alado con la lengua, el idioma más rico, más prodigiosamente rico de cuantos se conocen, nos dieron con ese algo que no se rompe jamás, que hermana á americanos y españoles y que hasta el fin de los siglos nos recordará un hogar común y nos ata á un mismo y grande destino.
Y esa patria del idioma que es de americanos y españoles, á España le agotó parte de su vida de grandeza ascendente. Al decir esto, quiero ocuparme de lo que se ha dado en llamar decadencia y que no ha sido sino momento falto de fuerzas, anemia, decaimiento, final de grandezas, porque no se puede ser eternamente grande y porque la historia demuestra que no se puede por siempre detentar el cetro del poderío. Muchas veces he querido explicarme las razones ó causas que tal período de la vida de España produjeron y he recogido las razones que otros dieran. ¿Fué por exceso de guerras y por intolerancia de religión? Tal vez por eso. Posiblemente estas causas militaron, y yo mismo, en diversas ocasiones, he indicado la intolerancia religiosa como una de las principales. Hoy no pienso así. Es cómodo, muy cómodo atribuir á España el monopolio del sentimiento de la intolerancia y del fanatismo; pero menester es recordar que en ese mismo tiempo se llevaba en Francia aquel hecho que ha quedado escrito con el título de la de San Bartolomé; en Inglaterra, María Tudor instituía la inquisición y en cada uno de los Estados de Alemania se hacia lo propio. Es que la causa de aquella postración de España no era esa: provenía del fenómeno de haber dado á luz á diez y ocho hijos en corto espacio de tiempo.
Estas naciones del nuevo mundo se poblaban con lo mejor de la raza. Ya en otra ocasión he recordado la frase de Bismarck cuando decía que eran preferibles tres guerras á una inmigración, porque en la guerra muere por igual el fuerte y el débil, el bueno y el malo, el sabio y el ignorante, mientras que la inmigración arrastra á la gente de energía, á la gente de esfuerzos y empuje. A América vino lo mejor en materia de vigor. A los pocos miles de hombres que quedaban después de un sinnúmero de guerras, en vez de darles descanso, se los dirigía á estas tierras. Y aquella continua sangría á la raza, produjo lo que sólo es ó fué final de grandeza. Los pueblos no pueden ser eternamente dominados. Si así fuera, si en manos de sólo uno de ellos residiera siempre el poder supremo, morirían las energías de los otros, desaparecería la emulación y la historia sería monótonamente igual. La vida es cambio, acción, movimiento. De los pueblos grandes de otros tiempos nada queda. Ejemplo de ello, Grecia, Roma el pueblo judío. Afortunadamente, de España queda su pueblo, su espíritu y su idioma, elementos suficientes par perpetuarla á través del infinito del tiempo.
España ama por igual á América, por igual á sus diez y ocho nacionalidades, é iguales son ante el cariño la República Argentina, Honduras ó Nicaragua. Pero así como entre los miembros que componen una misma familia hay preferencias por aquél que por su inteligencia ó saber más se destaca, así también hay una preferencia por este país, que marcha á vanguardia de los restantes y es el que más aprisa ha recorrido el camino del progreso y de la civilización.
En la Argentina, una de las cosas que más admira y llama la atención, es su especial modo de ser, la grandeza de miras que ha presidido á su constitución política, el ambiente de libertad que en ella se respira. Antes de venir aquí, leí la sabia constitución de 1853, y al recorrer con la vista el preámbulo que precede á sus disposiciones, sentí un escalofrío intenso, producto de la intensa emoción que ante lo grandioso se experimenta. Aquella invitación generosa hecha á todos los hombres del mundo, á los hombres de todos los pueblos para venir á habitar en paz esta tierra, constituye un espectáculo poco común en la historia y en los tiempos. Tal frase rompe el concepto de la negrura de la vida que hace ver en cada hombre más que un amigo un enemigo; y realmente, se experimenta un consuelo al leer estas palabras de bondad y filantropía, como en medio del paganismo sensual del pasado se experimentó al escuchar aquella voz que partiendo de un obscuro rincón de Judea decía: «Todos sois hermanos... amaos los unos á los otros». Los constituyentes argentinos fueron verdaderos profetas y clarovidentes que alcanzaron los perfiles de la visión del futuro. Cuando este país sea más conocido en Europa y con él sus leyes y legislación de fondo, se valorará todo el mérito de esa invitación generosa que plantea uno de los primeros jalones en el camino de la fraternidad universal.
El ejemplo de las otras legislaciones pone de relieve el mérito de la Argentina. Grecia fué grande, pero fué grande para el griego, no para el meteco; Roma tuvo una sabia legislación, pero de ella no disfrutó el extranjero, el bárbaro.
Otra nota, nota simpática de este país, es su escudo. Recuerdo perfectamente, como si fuera ayer, la impresión profunda que me produjo la primera vez que lo ví en la puerta de la legación argentina en Madrid. Es el único escudo verdaderamente republicano.
En él no hay armas de destrucción ó animales de fuerza, como en la heráldica europea. Nada más que el gorro frigio de la libertad y dos manos entrelazadas, que si en un tiempo significaron la unión de las provincias, bien pueden hoy significar la mano de la Argentina entrelazada con la de Europa en estrecha unión.
Y para concluir, señoras y señores, con este preámbulo que he creído obligado como una introducción á las conferencias que he de seguir, diré, precisando el pensamiento directriz de ésta, que tres idiomas se disputan hoy el dominio del mundo: el ruso, el inglés y el español. El ruso, que se habla en una zona de Europa, en una dilatada extensión de Asia, que ha invadido alguno de los estados balcánicos y el principado de Montenegro; el inglés, bien lo saben ustedes, cuán extendido se halla en el mundo; el español, que es lengua materna en mi país, en casi todo el centro y Sud de América, y que estuvo con cariño conservado por esos judíos que expulsados en otrora de la península, errantes por Bosnia, Tesalónica, Hertzegovina y Marruecos, hablan con nostalgia de tierras que abandonaron y donde queda el sello de su raza, el poderío de su inteligencia. El ruso no es de temer. Sus fracasos en el Extremo Oriente le han cerrado sus expansiones. Las revoluciones internas del gran imperio lo obligan á concentrarse. Quedan el inglés y el español. Ellos se disputarán, hablados por los ingleses no nacidos en Inglaterra, y los españoles no nacidos en España, la hegemonía del porvenir. Yo no dudo sobre el triunfo. Será nuestro. El mundo latino alcanzará la victoria, porque vosotros, y con vosotros América hispana, pueblos fundentes al abrir los brazos á todas las banderas, y á los hombres de todos los climas, moldeáis las generaciones que en vuestro enorme crisol se vierten, y en cada hijo que nace en estos suelos de democracia, de libertad, ponéis el alma soñadora y atrevida de América. Yo no dudo que nos corresponderán los laureles, porque tenéis el empuje, la virilidad de los dominadores....
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La leyenda negra de España
Permitidme, señoras y señores, que antes de entrar al desarrollo del tema de esta conferencia, haga un breve exordio. En la conferencia anterior, en el deseo manifiesto y deliberado de no herir una modestia que considero tan grande como los propios méritos de la persona á que me refiero, dejé de saludar al doctor Joaquín V. González, brillante representación de la intelectualidad argentina. Lo hago hoy no sólo en nombre mío, sino de la España intelectual, literaria y universitaria, que ve en él una de las más altas exteriorizaciones del pueblo argentino, un gigante de su pensamiento.
Saludo y agradezco, igualmente, las atenciones de la culta prensa argentina que no ha tenido sino bondades para mí y atenciones para el colega y compañero, desde que yo también soy y pertenezco á la familia de los periodistas.
Dicho esto, no quiero pasar adelante sin hacerme cargo de ciertas ideas vertidas con ocasión de mi primera conferencia. Soy y he sido siempre hombre de lucha y de batalla, pero en mi país, no en este. Desde España contestaré las objecciones que mis ideas levantan ó pueden levantar. Aunque me considero hermano de los argentinos por espíritu y por raza, no puedo olvidar que soy un huésped. Los huéspedes, no discuten. Guardan las reglas de la cortesía y esperan que los otros han de saber igualmente guardarlas.
Con grande é inesperada extrañeza he visto la impresión provocada por mis palabras. Diríase que por el solo hecho de ser español, se considerase á una persona en pugna con el pasado y con el alma del pueblo argentino; y me ha dolido que en este hermoso país que generosamente invita á todos los demás al banquete de la vida, se considere al español en último plano. No sé, realmente, si tan largos siglos de incruentos sacrificios deben ser pagados con tan negra ingratitud. Sé que las expresiones surgidas no son la exteriorización de la opinión general, pero antes que se tergiversen las ideas por mí vertidas, deseo hacer una explicación. España, como todos los países, tiene en su historia páginas de gloria y páginas negras, hechos grandes y hechos mezquinos. Pero dió todo lo que tenía, todo lo que podía dar. No dió más porque no podía y es de advertir que en aquella época de la vida del mundo ninguna otra nación hubiese podido dar más porque ninguna tenía un nivel intelectual ó de civilización más elevado.
Uno de los absurdos es echarnos en cara lo que llaman nuestro fanatismo.
Yo, aquí, en la Argentina, vuelvo la vista á mi alrededor y encuéntrome, en este país que tiene libertad de conciencia y de cultos, con que la gran mayoría de su población y casi todas sus mujeres siguen profesando la religión católica, que es la del Estado. ¿Qué crimen, pues, cometió España trayendo el catolicismo á esta nación?
Acerca de la inmigración, yo sé bien que su corriente se derramaría amorfa como el caudal de un río sin cauce ó como un metal falto de troquel. Pero aunque muchos lo duden, esa inmigración tiene su cauce y su troquel, que es la nacionalidad argentina, y por consiguiente, tiene también sus caracteres propios. De lo contrario, resultaría este pueblo un simple protoplasma, que no habría sufrido las naturales evoluciones de la vida y del desarrollo orgánico.
La Argentina es como el mar, como el mar inmenso. La inmigración es como la lluvia, que cayendo en las aguas marinas, toma el sabor de esas aguas en que ha caído. ¿Qué culpa tenemos de que este pueblo, por su tradición y por su historia sea de origen español?
Otro error es decir que los españoles apenas poblaron este país, y que en este sentido apenas pueden considerarse durante los tres siglos de dominación española, dos expediciones de alguna importancia numérica: la de don Pedro de Mendoza y la de don Pedro de Ceballos, pues los medios de comunicación de aquellos tiempos no permitían el transporte de masas humanas numerosas. Decir esto, es desconocer en absoluto el camino que seguía la repoblación española en América, pues el que siguen los actuales trasatlánticos no es el que seguían las antiguas carabelas. La ruta era otra: desde España al golfo de Méjico, por el istmo de Panamá, y así desde el Perú se infiltró por el norte de la República Argentina la inmigración en este país. Para comprobarlo basta observar el carácter tradicional de las provincias argentinas del norte. La entrada por el Brasil no era posible por los contínuos temporales de sus costas oceánicas.
Aun hay otro error. Se habla de decadencia española haciendo ver como que yo, al referirme á eso, insinúo que España viene á pedir amparo á la nación Argentina, y conviene denotar que cuando se habla de decadencia española es de una que ha pasado ya, que creo y espero que no volverá. No hubo en España decadencia sino desde el siglo XVII al XIX. En el siglo en que estamos, España es una nación que á lo menos marcha por el camino del progreso. No tiene, es verdad, el poderío de otrora, ni lo necesita, porque lo que engrandece á los pueblos no es el fuego de la guerra, sino la paz. España, que en 1810, tenía 11.000.000 de habitantes, cuenta en 1909 con 20.000.000.
Los españoles somos un pueblo dividido allí, en España, por divergencias de ideas, monárquicas y republicanas; pero dentro de esta división del pensamiento, nos encontramos en una situación económica buena. Somos de los países en que los ingresos importan más que los gastos. Tenemos nuestra industria, nuestros adelantos agrícolas, y representamos y valemos algo en Europa. Los escritores españoles no seremos ahora como en tiempos de Cervantes y de Lope, épocas en que culminó la literatura española. Pero nuestros escritores actuales son traducidos á todos los idiomas, y hay un centro de gran prestigio intelectual en el antiguo continente y en el mundo entero que en tres años ha acordado dos veces el premio Nobel á dos eminencias españolas: á don José Echegaray y á Ramón y Cajal.
Entremos ahora en el terreno de la conferencia, que como antes lo he dicho, lleva por título «La leyenda negra de España», título un poco vago, que parece pudiese referirse á todo aquello que en nuestro pasado se refiere á la intolerancia habida en materia religiosa. No es así, sin embargo. Sobre España hay dos leyendas: la leyenda dorada y la leyenda negra. La primera hace que, por tendencia simpática, á través del prisma del afecto, se nos vea como héroes, como dioses, como superhombres. Tiene esta leyenda una parte de verdad; pero no es exacta en su fondo, pues fuera falso decir que España fué siempre cuna de hombres extraordinarios. Hubo allí muchos Quijotes, cierto es, mas no menos cierto es que no escasearon los Sanchos Panzas. Dejemos, pues, de lado la grata leyenda dorada, y pasemos á ocuparnos de la negra, llena de mentiras, que poco á poco la ciencia histórica ha ido desvaneciendo. Sin embargo, justo es consignar que si el error no persiste ya en las alturas del pensamiento, ni entre los hombres que á esta clase de estudios se dedican, queda aún en los elementos populares y vive todavía en los países donde se hace historia barata y fácil, en parte porque los odios de raza hacen que el maestro repita errores al alumno.
Hemos sido los españoles objeto de odios concitados, y no han faltado pueblos que durante tres siglos se han dedicado con empeño á hablar mal de España y á mentir acerca de ella. En parte, puede explicarse la razón de ser de estas cosas, teniendo presente que España ha sido un pueblo dominador, y los pueblos dominados no siempre olvidan la venganza que de la servidumbre nace. Las afirmaciones antojadizas hechas contra España, pueden referirse á dos: á su incapacidad intelectual para cooperar ó participar del movimiento intelectual ó científico, y á la crueldad ó ferocidad puesta en práctica en su manera de colonizar. Y es de advertir—para hacer resaltar toda la injusticia de esta última frase—que los pueblos que más han mortificado á sus pueblos son los que con más tesón nos tildan de crueles. Inglaterra ha exterminado razas al extremo de que, poco tiempo hace, moría el último tasmán. Las razas de los pueblos subyugados por España subsisten aún, porque dejó en sus dominios lo que en ellos encontró.
No quiero insistir en esto, porque se trata de sucesos que se leen constantemente en periódicos y libros. No hablaré de la civilización del Congo, que produce escándalo y protesta en los sentimientos de las gentes humanitarias; ni de la colonización francesa, porque en Francia hay hombres eminentes que protestan de los procedimientos en práctica. Y dejando todo esto de lado, me referiré á un testimonio de mayor excepción para probar que España no ha sido cruel. El más grande de los geógrafos modernos, Eliseo Reclús, que es anarquista, no de los que arrojan bombas, sino de doctrinas anárquicas, no hace á la monarquía española cargos injustos, y confiesa que más de la mitad de la población en casi todas las repúblicas americanas, tiene sangre indígena; y deduce de ahí, lógicamente, que no fué tan grande la crueldad ni el exterminio ejercido por los españoles en América.
Otro de los cargos que se hacen á España, consiste en decir que no ha influído en la marcha científica de la humanidad.
Tengo á este respecto que citar tal número de nombres y de obras, que me permitiré leerlos para no incurrir en error.
Durante todo el siglo XV, XVI y parte del XVII, hemos sido uno de los pueblos más cultos de Europa y uno de los que por la civilización más hemos trabajado. Tal vez éste que á primera vista parece mérito inmenso no sea tal, si se tiene en cuenta lo que en aquellas épocas era España: hervidero de razas en cuya mentalidad tanto influyeron los árabes y los judíos que proyectaron rayos científicos en la obscuridad de la Edad Media. Ha tenido España, ya en aquellos tiempos, grandes instituciones científicas que no han tenido imitación hasta el presente. Lo que hoy realizan los grandes millonarios norteamericanos que dejan sus fortunas á los institutos de enseñanza, existía ya en España en los siglos á que me refiero. Allí estaba la Universidad de Salamanca y la gran Universidad de Humanidades de Alcalá. No fueron ellas fundadas por los monarcas ni vivían de los renglones del presupuesto oficial. Fundáronlas los ricos, los simples particulares, los nobles, los comerciantes de recursos y vivían una vida independiente, con organización y jurisdicción especial, con tribunales propios, al extremo de que ni para el nombramiento de los profesores intervenía la autoridad real. Los elegían los alumnos, sin tener presente otra consideración que la del saber de las personas.
Como recuerdo histórico puede traerse el del Cardenal Cisneros, uno de los que con más ahinco se dedicó al progreso de aquellos colegios trilingües, así llamados porque en ellos se estudiaba el griego, el latín y el hebreo, quien cuando vió que primaba demasiado el estudio de la teología iniciaba los estudios sobre la literatura. Todo lo que él tenía en materia de riquezas, fué para su querida Universidad de Alcalá, pues en medio de su grandeza, siguió siempre ocupando su modesta celda de fraile. Y es del caso, señores, recordar como un ejemplo típico, que cuando regresó de la conquista de Orán, trayendo sobre sus camellos adornados con ricas guadralpas los tesoros enormes que constituían el botín de guerra, antes que acudir á un llamado que los reyes le hicieran desde Valladolid, dirigió sus pasos á la Universidad, y en ella depositó todas sus riquezas en pro de la cultura de España y los de la humanidad entera. Este hecho hermoso ha sido cantado, hace poco, en estrofas llenas de admiración, por un escritor francés.
La campaña contra la intelectualidad española empezó en Francia en tiempos de Luis XIV, monarca que deseaba extender el poderío de su patria.
Deliniers fué el primero que en su Historia del reinado de Luis XIV tacha de ineptitud intelectual á los españoles. Lo siguieron Escalígero y Cassano en Italia, pretendiendo fundar la ineptitud de los españoles en las condiciones del clima peninsular. Decían que en España no podía haber hombres de Estado y de ciencia, y sí, solamente, ascetas y soldados, santos y conquistadores. Con esto glosaban, á dos siglos de retardo, las teorías de un sabio respetable, aunque apasionado, el inglés Buckle, que dice así, textualmente refiriéndose á los españoles: «Es esta una raza perturbada en su mentalidad por los volcanes y los temblores de tierra».
Muchos argentinos han estado en España, y todos mis compatriotas de la Argentina la conocen. No insistiré, pues, en demostrar que no ha habido volcanes en España, sino en los más remotos tiempos prehistóricos. Durante los siglos de nuestra historia escrita, no hay noticias de que haya habido volcán alguno. Temblores de tierra, claro que ocurren, de poca importancia. Pero si los volcanes y los temblores de tierra pudiesen perturbar la mentalidad de los pueblos, figuraos lo que hubiera sido de Sicilia, Nápoles, Grecia, y de una civilización tan grande como la de Atenas y la de Italia, nación sin duda culta y progresista, una de las más brillantes y civilizadas de Europa.
La campaña hispanófoba á que me refiero arreció con Reynal—que escribía en la Enciclopedia Metódica un artículo cuyo texto era éste: «¿Qué ha hecho y qué progresos ha producido España durante cuatro siglos?»—con Fieramoschi, Betinelli y Bazano, y tan insultantes eran los escritos contra España, de tal índole esas obras, que un moderno escritor francés, Morcau Facio las ha calificado de libelos calumniosos é indecentes. Ya fueron respondidos en oportunidad por el Conde de Aranda, Cabanillas y otros publicistas del siglo XVIII.
Hay en todas las naciones hispanófilos, es decir, que defienden á España y demuestran su cultura intelectual en todas las manifestaciones del pensamiento humano.
Pero hay también hispanófobos, que en su manía de negar toda gloria á España, cuando se trata, por ejemplo de Luis Vives, dicen, muy sueltos de cuerpo: nació en Valencia, pero á los 20 años viajó por Europa, y como no se es del país en donde se nace, sino del país en que se habita, ese sabio no es español. Así por negárselo todo á España, se dice también cuando se trata de Colón, por ejemplo; es verdad que por España y por los Reyes Católicos pudo Colón descubrir y descubrió América; pero nació en Génova. Luego, Colón no es español.
¡Sil Ha habido una ciencia española; no hay sino que estudiar la historia y recoger sus datos para evidenciar cuánto fué y cuánto influyó en la Península y en todas las universidades de Europa. La ciencia española, cuando dominaba España al mundo, fué eminentemente católica, porque el catolicismo era idea dominante, vida práctica y estado genuino de los españoles. Pero aún así, y al lado de racionalistas como Luis Vives, hay sabios y filósofos como Miguel Servet, que, saliéndose por completo del dogma, proclamaron el libre pensamiento.
Bastarían los nombres de Luis Vives y de Miguel Servet para demostar que España fué una nación de ciencia. En cuanto á Vives, que desde 1511 vivió fuera de España, irradiando sus ideas por Flandes, Francia é Inglaterra, su fama se ha mantenido intacta. Servat fué un hombre de esos que sólo podría producir España en aquellas épocas, templadas como al calor de una fragua, un batallador nacido tres siglos antes de cuando debió nacer, venido al mundo cuando se disputaban el predominio dos escuelas: el catolicismo y el protestantismo. Representaba una tendencia enemiga para ambas escuelas: era un librepensador y no podía poner tranquilo los pies en ninguna parte; iba vagando por Europa, sin encontrar un punto de reposo.
Fué éste un hombre de genio tan grande como Colón y Magallanes. Aquellos ampliaron los límites y la visión del mundo; Servet fué el primero que descubrió el gran secreto del organismo del hombre, que explicó cuales eran las funciones del corazón; fué quien descubrió la circulación de la sangre. Y este bienhechor de la humanidad, un asceta que no conoció los placeres de la vida, este hombre no tuvo espacio ni sitio para él en la tierra. En Francia, la inquisición francesa lo encerró en la cárcel; logró escapar, y refugiándose en Ginebra, creyó que allí respetaríase la libertad humana; cayó allí en manos de la inquisición protestante, en manos de Calvino, que lo odiaba con el mayor de los odios: ¡el odio literario!