Corazón del desierto - Carol Marinelli - E-Book
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Corazón del desierto E-Book

Carol Marinelli

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Beschreibung

Las leyes de su pueblo habían decretado que jamás podría ser suya… El príncipe Ibrahim se negaba a doblegarse a las normas que habían destruido a su familia. Por eso ocultaba sus emociones y rehuía sus responsabilidades. Georgie era precisamente la clase de mujer que debía evitar según los dictados del deber. Mundana, atormentada y nada interesada en ser reina. Todo un reto para Ibrahim. Atrapada en una tormenta de arena en el ardiente corazón del desierto, Georgie no pudo evitar rendirse al príncipe rebelde…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Carol Marinelli. Todos los derechos reservados.

CORAZÓN DEL DESIERTO, N.º 2126 - enero 2012

Título original: Heart of the Desert

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-392-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

PROBEMOS en otro sitio.

Georgie sabía que no tenían ninguna posibilidad de ser admitidas en ese exclusivo club.

Ni siquiera había tenido la intención de intentarlo.

En realidad, lo que más le apetecía era estar en la cama, pero era el cumpleaños de Abby. Las demás amigas se habían marchado y Abby aún no estaba dispuesta a dar por terminado un día tan señalado. Al parecer, no le importaba aguantar la interminable cola tras el cordón rojo, mientras los ricos y famosos pasaban por delante sin problema.

–Quedémonos. Es divertido mirar –insistió Abby mientras una joven de la alta sociedad londinense bajaba de una limusina–. ¡Fíjate en ese vestido! Voy a hacerle una foto.

Las cámaras de los paparazis iluminaron la calle mientras la joven posaba, acompañada de un actor de mediana edad. Georgie, que llevaba un fino vestido de tirantes y unas sandalias, temblaba de frío aunque, decidida a no aguarle la fiesta a su amiga, charlaba animadamente con ella. Abby llevaba mucho tiempo soñando con esa noche.

El portero se paseó ante la fila de gente y Georgie sintió renacer la esperanza de que les dijera que desistieran de entrar y se marcharan a sus casas. Sin embargo, avanzó con paso firme hacia ella. Nerviosa, se pasó una mano por los rubios cabellos, preocupada por si habían hecho algo malo. A lo mejor no estaban permitidas las fotos…

–Adelante, señoritas –el portero alzó el cordón rojo mientras las amigas se miraban indecisas, sin saber qué hacer–. Lo siento, no me había dado cuenta de que estaban aquí.

Georgie abrió la boca para preguntarle quién se suponía que eran, pero un codazo de Abby se lo impidió.

–Camina y calla.

Todo el mundo las miraba. Una primera cámara disparó el flash y, de inmediato, las demás la siguieron. Los fotógrafos habían supuesto que debía tratarse de «alguien».

–¡Éste es el mejor cumpleaños de mi vida!

Abby estaba fuera de sí de emoción, pero Georgie odiaba los focos y las miradas de los demás, aunque no podía negar que el corazón latía con fuerza en su pecho mientras eran conducidas hasta una mesa. Sintió un nudo en la garganta, acompañado de una extraña sensación en el estómago mientras empezaba a temerse que aquélla no había sido una equivocación del portero.

Sólo había una persona en el mundo que pudiera estar en ese lugar. Una persona que tenía el poder de abrir puertas imposibles. La persona en quien llevaba meses intentando no pensar. El hombre al que deseaba evitar a toda costa.

–Acepte nuestra disculpa, señorita Anderson –la sospecha se confirmó cuando el camarero empleó el que suponía era su apellido mientras les servía una botella de champán.

Georgie se sentó con las mejillas al rojo vivo, sin atreverse a levantar la vista hacia el hombre que se acercaba. Porque sabía que iba a ser él.

–Ibrahim nos ha pedido que la cuidemos.

No había manera de evitarlo. Georgie intentó aparentar indiferencia mientras ordenaba a su corazón y a su cuerpo que se calmara. Levantó la vista y, aunque consiguió sonreír tímidamente y aparentar controlar la situación, por dentro cada célula de su cuerpo daba brincos por los nervios y una inesperada sensación de alivio.

Alivio porque, a pesar de no querer admitirlo, de insistir en lo contrario, aún lo deseaba.

–Georgie.

El sonido de su voz, el ligero acento a pesar de la esmerada educación recibida, hizo que el estómago le diera un brinco. Se puso en pie para saludarlo y, por un instante, se encontró de vuelta en Zaraq, de vuelta en sus brazos.

–Ha pasado mucho tiempo –saludó él. Estaba a punto de marcharse con una joven rubia que le dedicó a Georgie una amenazante y posesiva mirada.

–En efecto –contestó ella con un tono de voz más agudo que el habitual–. ¿Qué tal estás?

–Bien –afirmó Ibrahim quien, en efecto, lo parecía a pesar de la vida que llevaba a tenor de lo que se publicaba sobre él.

Le pareció más alto de lo que recordaba, o quizás estuviera algo más delgado. Sus facciones eran más afiladas. Llevaba los negros cabellos también más largos aunque, a pesar de ser las dos de la mañana, estaban impecables. Los ojos negros y escrutadores, como aquel día, parecían esperar a encontrarse con los suyos y al final lo consiguió pues, al igual que aquel día, no pudo evitar mirarlo.

La boca no había cambiado. Aunque fuera el único rasgo del que dispusiera para identificarlo, lo haría sin vacilar. Reconocería esos labios entre un millón. Al contrario que el resto de sus rasgos, eran unos labios delicados y carnosos que, tiempo atrás, solían curvarse en una perezosa sonrisa que revelaban una dentadura perfecta. Sin embargo, aquella noche no sonreía. Forzada a mantener la extraña conversación mientras sus miradas se fundían, lo único que ocupaba su mente eran esos labios. Mientras él hablaba, sólo podía observar su boca y, a pesar del tiempo transcurrido, y estando en una abarrotada sala de fiestas con una rubia colgada del brazo, sólo deseaba besar esos labios.

–¿Cómo estás? –preguntó él educadamente–. ¿Qué tal tu nuevo negocio? ¿Tienes muchos clientes? –era evidente que no recordaba todos los detalles de aquella noche. Con emoción le había hablado de la aventura del Reiki y los aceites medicinales, y recordó lo interesado que parecía haberse mostrado. Dio gracias a la penumbra reinante en la sala pues había una posibilidad de que sus ojos se hubieran llenado de lágrimas.

–Va muy bien, gracias –contestó Georgie al fin.

–¿Has visto a tu sobrina últimamente? –insistió él en un tono exageradamente formal.

Georgie deseaba que regresara el verdadero Ibrahim, que la tomara de la mano y la arrastrara fuera de allí, que la llevara a su coche, a su cama, a un callejón, a cualquier parte donde sólo estuvieran ellos dos. Sin embargo, él parecía esperar una respuesta.

–No he vuelto desde… –ella sacudió la cabeza y se interrumpió. No podía continuar. Su mundo había quedado dividido en dos. Antes y después.

Desde que un beso la había cambiado para siempre.

Desde el amargo intercambio de palabras.

–No… no he vuelto desde la boda –balbuceó.

–Estuve allí el mes pasado. Azizah está muy bien.

Sabía que había regresado. A pesar de jurarse a sí misma que no iba a intentar encontrarlo, cada vez que hablaba con su hermana intentaba que la conversación forzara la aparición de su nombre. No estaba orgullosa de su comportamiento. Las palabras de Ibrahim se perdían entre el ruido del club y la única manera de continuar la conversación era inclinar la cabeza un poco más hacia él, cosa que, por motivos evidentes, no estaba dispuesta a hacer. La rubia bostezó y apretó el brazo de Ibrahim. Georgie le agradeció la ayuda para poder entrar en el club, así como la botella de champán y él le deseó buenas noches.

Hubo un fugaz instante de indecisión. Lo correcto sería despedirse con un beso en la mejilla, pero a medida que los dos rostros se acercaban, por mutuo acuerdo se detuvieron. Porque incluso en ese escenario el espacio entre ellos se había caldeado con un aroma, sutil y embriagador, tan intenso que debería estar prohibido.

Georgie sonrió con amargura.

–Buenas noches –contestó mientras él se dirigía hacia la puerta.

Todo el mundo se apartaba a su paso, admirando al bello ejemplar masculino antes de volverse hacia ella con expresión de curiosidad en los ojos. Porque incluso el breve saludo intercambiado con él le había convertido en «alguien». Sobre todo cuando, sin previo aviso, pareció cambiar de opinión y deshizo sus pasos como si lo impulsara una extraña fuerza que lo atrajera hacia ella. Igual que meses atrás. Georgie sintió el impulso de correr a su encuentro, pero se quedó de pie, temblando, con los ojos anegados en lágrimas, mientras lo veía acercarse e inclinar la cabeza para susurrarle al oído palabras que jamás habría esperado ni buscado en él.

–Lo siento.

Ella permaneció en silencio pues, de intentar hablar, se habría echado a llorar o, peor aún, se habría acercado a los labios que tanto deseaba besar.

–No por todo, pero sí por algunas de las cosas que dije. Tú no eres… –continuó él con voz ronca sin pronunciar aquella palabra que había resonado en los oídos de Georgie durante meses–. Lo siento.

–Gracias –consiguió contestar ella–. Yo también lo siento.

Porque lo sentía.

Cada día.

Cada hora.

Por segunda vez él se volvió para marcharse y ella no pudo soportar verlo partir de nuevo, de modo que decidió sentarse.

–¿Quién era ése? –preguntó Abby.

Georgie no contestó. Tomó un sorbo de champán que no consiguió calmar su sed por lo que insistió con un segundo trago antes de volverse hacia el hombre que jamás miraba atrás. Sin embargo, en aquella ocasión sí lo hizo, y el efecto fue tan devastador, el deseo tan intenso, que de haberle hecho el menor gesto, le habría seguido.

Con alivio vio que la puerta se cerraba, aunque necesitó unos instantes para recobrar la sensación de normalidad, para regresar a un mundo sin él.

–¿Georgie? –Abby mostraba signos de impaciencia.

–¿Te acuerdas de mi hermana, Felicity, la que vive en Zaraq? –Georgie observó a su boquiabierta amiga–. Ése era el hermano de su marido.

–¿Es un príncipe?

–Dado que Karim lo es –Georgie intentó aparentar indiferencia–, supongo que él también.

–Nunca hablaste de… –la voz de Abby se apagó, aunque su amiga supo qué quería decir.

A pesar de que la hermana de Georgie se había casado con un miembro de la realeza, a pesar de que Felicity había ido a Zaraq como enfermera, casándose con un príncipe, Georgie había hecho creer a sus amigos que Zaraq no era más que un puntito en el mapa y que ser un príncipe allí era de lo más habitual. No les había hablado de esas increíbles tierras, del interminable desierto que había sobrevolado, de los mercados y las tradiciones populares del campo que contrastaban con el brillo y lujo de la ciudad.

Y desde luego no les había hablado a sus amigos de él.

–¿Qué pasó allí?

–¿A qué te refieres?

–Volviste cambiada. Apenas hablaste de aquello.

–No fue más que una boda.

–Venga ya, Georgie, mira a ese tipo. Jamás había visto a un hombre tan guapo. Ni siquiera me enseñaste las fotos de la boda…

–No pasó nada –contestó, porque lo sucedido entre ella e Ibrahim jamás había trascendido, a pesar de que pensara en ello a diario.

–¡Dama de honor por tercera vez! –la voz de su madre aún resonaba en los oídos de Georgie, bromeando mientras esperaban el inicio de la ceremonia–. Según el dicho, si eres dama de honor en tres ocasiones, jamás… –su madre se había interrumpido, pues los habitantes de Zaraq no se mostraban interesados en su nervioso parloteo.

Sólo les importaba la boda que estaba a punto de celebrarse. A pesar de la pompa y el lujo, ni siquiera se trataba de la verdadera boda. Ésa había tenido lugar semanas atrás ante un juez. Pero después de que el rey se hubiera recuperado de una grave operación, y que Felicity fuera aceptada como una esposa adecuada para Karim, se había procedido a la celebración oficial antes de que el embarazo resultara demasiado evidente. Georgie sentía arder sus mejillas ante la sensación de culpa que albergaba en su interior. Si su madre supiera la verdad… Pero no había ningún motivo para que lo supiera, se tranquilizó a sí misma antes de verse lanzada de nuevo a un torbellino al abrir los ojos y encontrarse con la mirada de un hombre impresionante. Al igual que su padre y sus hermanos, llevaba uniforme militar, aunque no había hombre en el mundo que lo luciera mejor. Con pesar, recordó que, de haber estado en Inglaterra, le tocaría bailar con el padrino de la boda.

Supuso que desviaría la mirada, avergonzado por haber sido descubierto mirándola, pero no, mantuvo la mirada fija hasta que, avergonzada, fue ella quien la apartó. No le habían permitido elegir el traje de dama de honor y se encontraba incómoda vestida de color albaricoque con los rubios cabellos peinados en una apretada trenza que caía sobre un hombro, y demasiado maquillada para una piel tan pálida. No era así como le hubiera gustado que la viera por primera vez un hombre tan divino. Durante toda la ceremonia sintió su mirada sobre ella e incluso cuando no la miraba, sentía su atención.

No había sabido qué esperar de aquella boda, desde luego no diversión, pero después de los discursos, las formalidades, la interminable sesión de fotos, empezó a fijarse en las personas y el lugar que su hermana amaba. Hubo un pequeño respiro cuando el rey y sus hijos desaparecieron para regresar poco después sin uniforme, vestidos con traje oscuro. La música estalló y una sensual comitiva acompañó a los novios al salón de baile iluminado únicamente por velas. Atónita, observó a Karim inmóvil mientras su hermana se acercaba a él bailando. Su hermana, tan formal y estricta, sonreía y ejecutaba sensuales movimientos. Georgie apenas la reconocía.

Los invitados rodearon a los novios, pero ella estaba demasiado nerviosa para unirse a los demás. De repente sintió una cálida mano sobre la espalda, empujándola, y sintió el aroma de Ibrahim, oyó su voz susurrarle al oído.

–Debes unirte a la zeffa.

Georgie no sabía qué hacer. No sabía cómo bailar, pero, con él a su lado, lo intentó.

Sentía una fuerte corriente que partía del estómago hacia los muslos y los dedos de los pies, pero sobre todo sentía el momento, la energía, podía saborear el amor en el aire.

–La zeffa suele celebrarse antes de la boda, pero nosotros acomodamos las tradiciones a las necesidades de nuestro pueblo…

Ibrahim no se apartó de su lado en ningún momento, ni siquiera cuando la música se hizo más suave, y de repente se encontró bailando con él.

Compartieron un baile y, aunque fuera un puro formalismo, fue distinto. Estar en brazos de alguien tan fuerte, tan autoritario, resultaba confuso. Y ser consciente de cómo la miraba acabó por marearla.

–¿Estás bien? –él debía haberla seguido cuando, tras despedir a la feliz pareja, había regresado al interior para pedirle un vaso de agua a una camarera.

–Ha sido tan… –Georgie sacudió la cabeza–. Estoy bien. Estoy agotada, han sido unos días muy intensos. Jamás pensé que hubiera tantas cosas que hacer antes de una boda –sonrió con ironía–. Pensé que Felicity y yo podríamos pasar algún rato juntas. Ver el desierto…

–Hay demasiadas obligaciones –contestó Ibrahim–. Ven conmigo. Yo te enseñaré el desierto –señaló las escaleras con la cabeza y Georgie empezó a subir los peldaños.

Avanzaron por el pasillo hasta un balcón. Y allí, ante sus ojos, se extendía el desierto.

–Ahí está –señaló él con voz monótona–. Ya lo has visto.

Georgie soltó una carcajada. Le habían hablado del príncipe rebelde que odiaba el interminable desierto quien, según solía afirmar un irritado Karim, prefería pasar el tiempo en un abarrotado bar antes que buscar la paz que sólo podía proporcionar el aislamiento.

–¿Prefieres las ciudades? –preguntó ella en tono desenfadado. Sin embargo, él tenía la mirada fija en las oscuras sombras y no contestó–. Se parece al mar –al menos así se lo parecía, iluminado por la luz de la luna.

–Antes fue mar –le explicó Ibrahim–. Y algún día volverá a serlo… o al menos eso dicen.

–¿Dicen?

–Son historias que nos cuentan –él se encogió de hombros–. Yo prefiero la ciencia. El desierto no es para mí.

–Y sin embargo resulta fascinante –observó Georgie–. E intimidante –añadió tras un breve silencio–. Estoy preocupada por Felicity.

–Tu hermana es feliz.

Felicity, desde luego, parecía feliz. Se había enamorado de un atractivo cirujano, sin saber que era un príncipe. Era evidente que ambos estaban muy enamorados y encantados con el bebé que esperaban, pero Felicity aún echaba de menos su hogar y se esforzaba por ajustarse a las costumbres de su nueva familia.

–Quiere que me venga a vivir aquí con ella… para ayudarla con el bebé y todo eso.

–¡Puede permitirse una niñera! –exclamó Ibrahim, provocando la sonrisa de Georgie, que era de la misma opinión. Pero no era ése el único motivo por el que quería tenerla cerca.

–Quiere….

–Quiere cuidar de ti –intervino él.

Ibrahim ya había oído hablar de la hermana problemática. La que se había escapado de casa varias veces y había pasado la adolescencia entrando y saliendo de clínicas para desórdenes alimenticios. Karim se lo había advertido: Georgie era fuente de problemas.

–Felicity está preocupada por ti.

–Pues no hay motivo para ello –las mejillas de Georgie ardían. ¿Cuánto sabía ese hombre?

–Hubo un tiempo en que sí tuvo motivos. Estuviste muy enferma. Es normal que se preocupe –Ibrahim fue directo, aunque sin emitir ningún juicio.

–Estoy mejor ahora –se defendió ella–. Pero no consigo hacerle entender que ya no tiene motivos para preocuparse por mí. Ya sabes, cuando has tenido un problema, parece que todo el mundo contiene la respiración esperando que ese problema resurja. Como con esa sopa… –soltó una carcajada porque él había visto su gesto ante el plato–. Estaba fría.

–Jalik –le informó Ibrahim–. Pepino. Se supone que debe tomarse fría.

–Estoy segura que estará deliciosa una vez te acostumbras a ella. Yo lo intenté –insistió Georgie–, pero no pude acabármela. Incluso en el día de su boda, Felicity estaba pendiente de cada bocado que entraba por mi boca, al igual que mamá. No tiene nada que ver con haber sufrido algún desorden alimenticio, es que no me gusta la sopa de pepino.

–Me parece justo –asintió Ibrahim.

–Y por mucho que me muera de ganas por ver al bebé de mi hermana, por mucho que desee verme convertida en tía, ¡no quiero ser una niñera! –admitió ella–. Y eso sería para ellos si decidiera quedarme –añadió, sintiéndose un poco culpable por expresar sus sentimientos en voz alta, pero también aliviada por haberlo hecho.

–Tienes razón –admitió él–. Lo cual no estaría mal si hubieras decidido trabajar como niñera. ¿Es tu caso?

–No.

–¿Puedo preguntarte cuáles son tus intereses?

–He estudiado masaje terapéutico y aromaterapia. Me faltan un par de unidades y luego espero poder montar mi propio negocio, y seguir estudiando.

Georgie continuó contándole sus sueños. Le resultaba muy fácil hablarle y le contó muchos más detalles de los que había contado nunca a nadie. Le habló de cómo quería tratar a otras mujeres, de cómo los masajes y aceites la habían ayudado cuando nada más lo había hecho. A diferencia de muchas personas, Ibrahim no se burló de ella. Sin duda, y a pesar de no gustarle, era un hombre del desierto y entendía algo de esos remedios.

Ibrahim también habló de cosas que jamás le había confesado a nadie, como el motivo por el que no le gustaba el desierto.

–Se llevó a mi hermano.

Cuando Hassan y Jamal no parecían poder engendrar a un heredero, el frágil Ahmed había pasado a ser considerado candidato a rey. Pero, en lugar de enfrentarse a ello, Ahmed se había adentrado en el desierto para morir.

–Felicity me lo contó –Georgie tragó saliva–. Siento mucho tu pérdida.

Una tremenda pérdida. Ibrahim no lo soportó y cerró los ojos, pero el viento le llevó un soplo de arena. El desierto seguía allí, y lo odiaba.

–También se llevó a mi madre.

–Tu madre se marchó.

–Es la ley del desierto –él sacudió la cabeza y miró la extensión de arena que tanto aborrecía sin poder apenas creerse la conversación que estaba manteniendo.

Se volvió hacia Georgie, dispuesto a retractarse, a despedirse. Pero los ojos azules lo miraban expectantes y la habitualmente sonriente boca se mostraba seria, y sintió que era capaz de continuar hablando.

–Un día estaba aquí y éramos una familia. Al día siguiente se había marchado y no se le permitía regresar. Hoy se ha casado su hijo y ella está en Londres.

–Debe ser horrible para ella.

–Nada comparado con perderse el funeral de Ahmed, o al menos eso me dijo cuando hablé con ella por teléfono esta tarde.

–Lo siento.

Ibrahim quería que le dijera que lo comprendía, para poder burlarse de ella.

Quería que le dijera que sabía cómo se sentía, para poder rechazar su afirmación.

No quería que una mano sorprendentemente tierna le acariciara la mejilla. Pero ante el contacto sintió el deseo de apoyar el rostro contra la palma, de aceptar el sencillo gesto.

Él no sabía, sólo su terapeuta comprendería, lo determinante que había sido que su mano, por primera vez en la vida, instintivamente, se posara sobre un hombre. Georgie sintió la cálida brisa del desierto que pareció rodearles y lo único que deseaba era quedarse allí.

–Deberías marcharte –le aconsejó Ibrahim. Karim le había advertido sobre aquella mujer, advertido muy seriamente que no olvidara las costumbres de Zaraq mientras estuviera allí.

Y ella se marchó, dejándolo con la mirada fija en el desierto. Los dedos de la mano le ardían tras el breve contacto y su mente trabajaba aceleradamente.

–Dijiste que eran tediosos –Abby interrumpió los recuerdos de su amiga, unos recuerdos que había intentado suprimir–. No me lo había imaginado así en absoluto.

–Allí todo es diferente –contestó Georgie–. Las costumbres son diferentes, las normas…

No le apetecía el champán, no quería bailar con el hombre que se lo pedía, pero era la noche de Abby y no pudo negar que se estaba mejor allí dentro que en la calle. Ni por un segundo admitió ante su amiga que su mente vagaba en otro lugar, aunque hasta Abby parecía más interesada en Ibrahim que en el propio club.

–Volverás allí la semana que viene –le recordó Abby dándole un codazo–. ¿Estará él?

–Va lo menos posible –Georgie sacudió la cabeza–. Estuvo en la boda y regresó tras el nacimiento de Azizah, y acaba de regresar de allí. Volverá en unas semanas cuando nazca el futuro rey, y eso es mucho para él. Yo ya habré regresado para entonces y no volveré a verlo en años –tomó un trago de champán–. Bailemos.

Bailaron, se divirtieron y Georgie se portó como una buena amiga, quedándose hasta las cuatro de la mañana.

Aunque hubiera preferido estar en su casa.

Aunque hubiera preferido estar sola.

Para pensar en sus besos.

Para pensar en él.

Jamás se le había ocurrido que él pudiera sentirlo también.