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Lois Greiman

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Beschreibung

Durante toda su vida, Brenna O'Shay había soñado con ser policía. Estaba decida a demostrar que podía hacer muy bien ese trabajo, y Nathan Fox le brindó la oportunidad perfecta. Lo que menos le apetecía a Nathan era tener guardaespaldas, así que contrató a la pequeña, curvilínea y preciosa Brenna. Le encantaba la idea de que ese bombón protegiera su cuerpo día y noche. Pero ella iba a demostrarle que no sólo era capaz de salvarle la vida, también podía robarle el corazón...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Lois Greiman

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazón protegido, n.º 1064- mayo 2022

Título original: His Bodyguard

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-660-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CLARO. Contrataré a un guardaespaldas —Nathan Fox se levantó de la mesa del autocar de Los Cowboys y golpeó el mostrador con la taza de café—. Cuando se hiele el infierno.

—¡Maldita sea! —gritó Sarge Bartel—. No me mato a trabajar para que tú…

—¡Eh! —Paul Grand, en calzoncillos, levantó la cabeza del periódico—. Parece que tendrás que contratar a alguien, Nathan. Aquí pone que ayer estaban a veinte grados bajo cero en Dakota del Norte. ¿No eres de allí? De Hell, que significa infierno, en Dakota del Norte.

—¡Se llama Hill! —corrigió Nathan.

Paul Grand tenía el ritmo salvaje de un batería, pero el alma tranquila de un ermitaño. Era el pacificador por excelencia de Los Cowboys. Sin embargo, esa cualidad no hacía que Nathan lo tratara con más consideración que a cualquiera que le llevara la contraria.

—¡Hill, Dakota del Norte! Qué poco sabes de la divina tierra del norte, traidor confederado —dijo Fox, yendo hacia la puerta. Se paró y se inclinó hacia la persiana entrecerrada—. ¡Vaya! ¿Quién será toda esa gente con una pancarta? Paul… —entrecerró los ojos como si leyera—, «Paul Grand… ¡Club de admiradores!» Oye, Paul —el batería se ocultaba tras el periódico cual perro apaleado, con los ojos azules muy abiertos.

—¿Qué? —gimió Paul. Nathan miró por la ventana.

—Bueno, no son más de una docena. Pero vienen hacia aquí. Si no quieres recibirlos en calzoncillos, tendrás que ponerte unos vaqueros, chico.

Paul se levantó de golpe y retrocedió hacia la pared, tropezando con un enorme gato atigrado, que maulló airado y salió corriendo hacia el dormitorio.

—¡Estás de broma! —musitó Paul. Nathan negó con la cabeza, miró por la ventana y se encogió de hombros.

—Bueno… sí, supongo que sí.

—¡Que cerdo! —Paul se dejó caer en la silla—. No le busques un guardaespaldas, Sarge. Si alguien se la tiene jurada, seguro que tiene buenas razones. Deja que lo pillen.

—¿Estás de broma? —Nathan se puso el sombrero y cruzó la cocina del autobús—. Mis admiradores me adoran —paró ante la puerta—. ¿Sabes por qué? —silencio—. Porque soy un tipo totalmente encantador —concluyó Nathan.

Era una cita tan antigua que nadie recordaba quien la utilizó por primera vez. Pero Nathan se llevaba la palma en cuanto a repetirla.

—Cállate, Fox —corearon los chicos cansinamente.

Nathan salió fuera con una mueca en los labios. El calor del sol le golpeó como la coz de una mula. No echaba de menos las temperaturas bajo cero de su pueblo, pero hubiera agradecido una ligera brisa. ¿Cómo podían aguantar ese calor los sureños?

—¡Eh! —gritó Sarge, saliendo—. ¡No hemos acabado!

—Ya te lo he dicho, Sarge. No necesito guardaespaldas —Nathan se encaminó hacia el hotel. Los tacones de sus botas resonaron en el asfalto y la enorme hebilla de su cinturón centelleó al sol.

—O contratas a alguien que te proteja o puedes buscarte otro manager.

—Entonces considérate despedido —dijo Nathan, y entró al hotel.

—Ya, ¿y quién entrevistará a los candidatos? —resopló Sarge, siguiéndolo con su eterno portapapeles en la mano.

—Pensaba en que lo hicieras tú —replicó Nathan.

—¿Y quién contratará a mi sustituto?

—Tú.

—¿Y quien resolverá los problemas cuando el nuevo meta la pata?

—Supongo que también tendrás que ser tú.

—¡Lo sé! —asintió Sarge. Llegó a la pequeña sala de reuniones que había reservado y miró a Nathan con mala cara—. No me importó cederte el escenario para que te convirtieras en una estrella, Fox, pero he conseguido que el grupo funcione y no pienso permitir que…

—¡Otra vez no! —gruñó Nathan; llevó la mano al picaporte, pero Sarge bloqueó la puerta con el hombro.

—No te van a liquidar mientras yo dirija el cotarro.

—¿Liquidar? —Nathan sonrió—. Ya sabes lo que opina el psiquiatra de tu afición a la novela negra, Sarge.

—Le he enseñado las cartas a la policía. A ellos no les parecen graciosas esas amenazas.

—A los polis nada les parece gracioso. Si tienen sentido del humor, los expulsan del cuerpo —replicó Nathan. El rostro de Sarge se ensombreció.

—¡Maldita sea, Fox! —Sarge cerró la puerta de un golpe.

—Dios, hace calor —gruñó Nathan. Se quitó el sombrero y se pasó el dorso de la mano por la frente.

—Toma que sí —afirmó Rover, que pasaba por allí con un vaso de café—. En casa seguiríamos quitando la nieve a paladas —tenía los ojos rojos, y aspecto de haber dormido bajo un camión, pero para ser guitarrista no tenía mala pinta. Llevaba en el grupo desde el principio, pero aún recordaba lo que era helarse el trasero descargando estiércol un invierno de Dakota del Norte. Eso hacía más tolerables los viajes, el calor de Mississippi, e incluso la falta de intimidad.

—Mira —dijo Nathan, recordando con cierta nostalgia los tiempos en que Sarge era el vocalista y aún sonreía de vez en cuando—. Me pensaré lo del guardaespaldas, pero tengo una entrevista con una chica de la revista Catfish. Dicen que está como un tren —suspiró—. Me temo que ahora no tengo tiempo para guardaespaldas.

—Eso mismo dijiste el mes pasado —le recordó Sarge, con tono irritado.

—No por eso deja de ser verdad —sonrió Nathan, abriendo la puerta. Entró, miró a su alrededor y se le heló la sonrisa. Volvió a salir—. ¿Sarge?

—¿Sí? —el tono de Sarge pasó de irritado a hiriente.

—¿Por qué hay una docena de hombres de cuello seboso ahí dentro?

—Porque les dije que vinieran —Sarge bajó las cejas rubias hacia los fríos ojos azules, y sacó la barbilla hacia fuera, como un bulldog excitado.

—¿Por qué?

—Porque necesitas protección.

Nathan Fox rechinó los dientes. ¿Por qué se había hecho músico? ¿Por qué no albañil, zapatero… o criador de cerdos? Siempre le habían gustado los cerdos.

—Escucha, Bartel —dijo lentamente—. Necesito unas vacaciones, necesito un cocinero y, sin duda, una chica igualita que la que se casó con mi viejo. Lo que no necesito es guardaespaldas.

—¡Desde luego que sí!

Nathan miró por la ventana, e hizo una mueca.

—Dios, parece que hubieran venido a un funeral.

—Pues contrata a uno, para que no sea el tuyo.

—¿Y mi entrevista? —preguntó Nathan.

—Ella esperará —dijo Sarge. Se miraron con furia.

—Eres un tozudo insoportable —dijo Fox.

—Eso te ha hecho ganar un montón de dinero.

Nathan se planteó si debía discutir. Le gustaba pensar que él mismo era responsable de su éxito; pero fue Sarge quien creó el grupo. Después decidió hacerse manager, y era muy bueno; por desgracia, su personalidad era más áspera que el papel de lija.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó al fin.

—Entra, habla con ellos, y dime cuál te conviene.

—No me conviene ninguno. Elige tú.

—¿Y pasarme seis meses aguantando tus quejas sobre mi elección? De eso nada. Te conozco demasiado.

Pero no lo suficiente para entender cuánto le irritaba la situación a Nathan. Ya era malo tener un conductor para el autobús, alguien que organizara los conciertos y contestara su correo. Ahora, guardaespaldas; sólo porque un par de tíos aburridos le mandaban cartas amenazadoras. Era demasiado, le robaba independencia, era como perder parte de sí mismo.

—Si quieres dejarlo, dilo —espetó Sarge, sin apartar su mirada helada del rostro de Nathan, su tono tenía un cierto tinte esperanzado. Por primera vez en más de una década, Nathan se preguntó si Sarge estaría harto.

—No estás obligado a seguir con esto —dijo Nathan.

—¿Sugieres que debería dejarlo yo?

—Sé que últimamente estás muy tenso.

—¿Y tú no estás preocupado?

—No son más que cartas.

—¿Y los accidentes?

—Eso, accidentes —Nathan se encogió de hombros—. No es razón para dejarlo.

—Entonces, tengo trabajo que hacer —replicó Sarge, abriendo la puerta y cediéndole el paso a Nathan.

La sala estaba llena de sillas que crujían bajo el peso de los candidatos. A la derecha de Nathan había un tipo con un cuello muy parecido al de un toro, y una expresión algo menos amistosa.

Si Tyrel se enteraba de que su hermano pequeño iba a contratar a alguien para que lo protegiera de sus admiradores, se partiría de risa. Y más aún su padre, que opinaba que los músicos eran menos varoniles que… bailarinas.

—Gracias por venir —Sarge se situó en el centro de la habitación—. Me llamo Sarge Bartel. Yo soy quien os ha convocado. Y éste es Nathan Fox —señaló a Nathan con la cabeza—. Él es la estrella y él es quien necesita un guardaespaldas, así que le dejaré que elija.

Nathan echó una ojeada a los rostros cuadrados de expresión beligerante y a las inmensas espaldas. Perfecto, si necesitara un matón. Pero, que uno de esos tipos se uniera al grupo ¡era ridículo! Sarge debía estar de broma. Un vistazo a su manager lo convenció de que no era el caso. Si no fuera tan triste, sería para desternillarse.

—Buenos días —Nathan se aclaró la garganta. Siempre se sentía seguro en el escenario, pero esos tipos de manos peludas lo intimidaban—. Hemos tenido problemas de seguridad. Supongo que por eso estáis aquí —el tipo con cuello de toro lo miraba fijamente, y a Nathan le dio grima—. Tenemos que reforzar la seguridad —se sonrió; cuando estaba incómodo solía bromear, y cualquier cosa era preferible a estar allí de pie como un idiota—. Así que he decidido que saltéis todos al ruedo y os las apañéis como podáis. El superviviente se queda con el trabajo.

Se hizo un silencio absoluto. Algunos hombres miraron agresivamente a los compañeros más cercanos y uno incluso hizo crujir los nudillos.

Nathan pensaba que eran una panda de brutos cuando oyó una risa. No fue una carcajada ronca y profunda, sino la risa dulce y cantarina de una mujer.

Nathan giró con rapidez. Estaba justo a la derecha de la puerta, con labios como fresas y ojos brillantes. Eran verdes, decidió Nathan, como un prado en primavera. Y sus piernas… eran tan largas como un mes de enero en Dakota.

Era como una luz en la oscuridad. Sonrió y ella lo miró con expresión de humor y arrepentimiento.

—La quiero a ella —suspiró Nathan, inclinándose hacia Sarge. No lo decía en serio, debía ser la periodista. Su presencia iba a irritar a Sarge: no le gustaban los imprevistos, la espontaneidad, ni las bromas. Su lema era «Ten siempre un plan alternativo, por si acaso».

De hecho, nunca se separaba de su portapapeles, que en ese momento sujetaba una lista de nombres codificados con colores fluorescentes y estrellas. Sarge miró a la mujer fijamente

—Quizá será mejor que nos presentemos —dijo Sarge—. Empezaremos por este lado —miró a la mujer. Fascinado, Nathan hizo lo mismo.

Tenía el pelo pelirrojo y recogido hacia arriba. Llevaba un blusa de seda color lima. El tono dorado de su piel llevó a Nathan a preguntarse si sería un moreno uniforme, de la cabeza a los pies. Habría dado medio año de sueldo para comprobarlo.

—Soy… —hizo una ligera pausa—. B. T. O’Shay —concluyó, con un adorable y sugerente acento sureño.

—¿O’Shay? —Sarge dio vuelta a una página y miró una lista de nombres. Cuando levantó la cabeza sus ojos destellaron, no le gustaban las sorpresas—. ¿Es B. T. O’Shay?

Ella se irguió más en la silla, pero aun así, su cabeza apenas llegaba a la altura de la oreja del tipo que tenía a la derecha.

—Sí, ésa soy yo —replicó, con tono de desafío.

Cuando el cerebro de Nathan comprendió la situación; él sonrió. Era un tipo afortunado. La chica estaba allí para ofrecerse como guardaespaldas y pasar día y noche a su lado. Se imaginó a esa preciosa fémina siguiéndolo como si fuera su sombra y sintió un latigazo de júbilo.

Era genial. No sólo se libraría de contratar a un guardaespaldas de verdad, podía pagarle a esa seductora damita para que le hiciera compañía y, al mismo tiempo, fastidiar a Sarge. A juzgar por la expresión de su manager, la señorita O’Shay, tiesa como una institutriz, no le hacía ninguna gracia.

—¿Es B. T. O’Shay de Seguridad Bartman? —insistió Sarge. Lo dijo como si la chica se hubiera olvidado de su nombre y asumido otra personalidad.

La sonrisa de Nathan se triplicó. ¿Por qué aguantar a uno de esos brutos hinchados de hormonas cuando podía elegirla a ella?

—Correcto —dijo la joven—. Hace casi un año que trabajo para Bartman.

—Un año. Vaya —dijo Nathan—. ¿Se han cargado a alguno de tus clientes?

—De momento siguen todos vivos, señor Fox —su forma de decir «señor Fox» le provocó temblores.

—¿Has oído? —le preguntó a Sarge, alzó las cejas como si estuviera impresionado—. Ni una sola baja.

El manager lo miró fijamente e hizo una mueca.

—¿Su nombre? —preguntó al siguiente candidato.

—Fields. Frank Fields, señor.

—¿De seguridad Stirling? —Sarge pasó la página.

—Sí, señor —casi ladró el tipo.

—¿Cuánto tiempo hace que trabaja con ellos?

—Cinco años, señor.

Nathan se volvió hacia B. T. O’Shay. ¿Qué significaría la B.? ¿Brenda? ¿Bambi? Le gustaba el nombre de Bambi. Le hacía pensar en algo suave y cariñoso, acurrucado en sus brazos como un corderito soñoliento. Siempre le habían gustado los corderos.

—¿Dónde trabajó antes? —preguntaba Sarge.

Nathan se preguntó qué hacía ella allí. Quizás era un truco para conseguir una exclusiva, no le sorprendería.

—Estuve en la marina, señor.

Quizá sólo era una admiradora que había ideado esa estratagema para conocerlo. Si ese era el caso, admiraba su ingenio y recompensaría su tenacidad.

—¿Y usted? —preguntó Sarge al siguiente tipo.

—Kevin Anderson. Tres años con Seguridad Warrior. Fui guardaespaldas de Madonna.

—¿En serio?

—Sí. Dijo que tenía muy buena… técnica —soltó una risa sugerente, pero Nathan ni lo oyó.

Los ojos de Bambi eran muy grandes, como los del famoso cervatillo. Una estrecha falda marfil ensalzaba unas piernas dignas de un pura sangre. Las pecas que salpicaban su nariz le daban un aspecto de niña simpática y traviesa.

—Davey Braun. Compañía Kingpin.

Un collar de perlas adornaba un cuello largo y esbelto, que apetecía besar.

—Mac Greenly. Seguridad Be Safe. Campeón de lucha libre de Tennessee.

Su cara era preciosa y su cintura diminuta. Pero lo que le fascinaba era lo que había entre medias. A su hermano Tyrel le atraían las piernas, pero Nathan siempre había preferido partes más blandas. Aunque su pecho no era grande, casi suspiró al mirarlo.

Quizás fuera una cantante que quería una oportunidad. Estaba dispuesto a pagarle un sueldo para tranquilizar a Sarge y alejar a todos esos mastines. Incluso la dejaría hacer coros si tenía buena voz. Y después…

—¿Has oído eso? —preguntó Sarge—. Campeón de lucha libre de Tennessee.

—Ya. ¿Puedo hablar contigo, Sarge?

—Claro.

—¿Afuera?

—Todavía no se han presentado todos.

—Vamos —murmuró Nathan, saliendo. Sarge lo siguió.

El vestíbulo estaba vacío.

—Contrata a O’Shay.

—¿A la chica? ¿Quieres que contrate a la chica?

—Eso es. Ponla en nómina hoy..

—Estás loco.

—¿Yo? —Nathan puso cara de sorpresa—. Trabaja para… —miró la lista de Sarge—. Seguridad Bartman, le has puesto dos estrellas.

—No sabía que era una mujer.

—Sarge, no serás machista, ¿verdad? —Nathan retrocedió como si estuviera anonadado.

—Si estás harto de los escenarios, dilo. No hace falta que te hagas matar. Pero si quieres seguir, contratarás a un verdadero…

—Guardaespaldas, ya —Nathan levantó una mano—. Llevas tiempo diciendo que necesito protección, y por fin estoy de acuerdo. Necesito a alguien que proteja mi cuerpo, y ella es la persona indicada.

—No sabes nada de ella.

—Falso. Mide alrededor de un metro sesenta y cinco, ojos verdes, pelirroja, más o menos 90-60-90, y creo que vi un pequeño lunar en… —se señaló el pecho— en el derecho.

—Entérate, imbécil. No pienso contratar a nadie, sin hacer una entrevista completa.

—Bueno… —Nathan suspiró, se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el pelo—. Hazlo a tu manera. Entrevista —se puso el sombrero y lo echó hacia atrás—. Después contrata a Bambi.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

BRENNA Theresa O’Shay gritó, saltó en el aire y le pegó una patada en la cabeza al muñeco colgado, que giró como una peonza, golpeó el techo y se soltó de la cadena, estrellándose contra la pared.

Brenna hizo una mueca pero siguió alerta, con los músculos tensos. Como era de esperar, el muñeco se quedó torcido y aplastado contra la esquina. Brenna se relajó, hizo una reverencia a su vapuleado contrincante y agarró una toalla.

Estaba en forma. Era un arma letal, una máquina de matar. Estaba… aterrada.

¡Virgen Santísima! ¿Qué había hecho? No era un guardaespaldas lleno de testosterona, esteroides y agresividad masculina. Era recepcionista de una empresa de seguridad. Pesaba poco más de cincuenta kilos, medía uno sesenta y cinco, y en Seguridad Bartman ni siquiera había protegido los caramelos.

Pero no por gusto. Le había pedido a Roger una oportunidad. De hecho, aceptó el trabajo en Bartman a condición de que en el futuro entraría en activo.

Debió comprender que eso no ocurriría en cuanto Roger le dijo que estaba guapísima detrás del mostrador. Debió notarlo al ver cómo los hombres le miraban las piernas. Nunca pasaría del mostrador de recepción. A pesar de su esfuerzo y de sus cualidades, no había hombre que tuviera fe en su capacidad.

Hasta que conoció a Nathan Fox y sintió un destello de esperanza. Por fin, alguien la tomaba en serio. Alguien había mirado más allá de su sexo y adivinado que era de puro acero.

Aún sentía remordimientos por mantener en secreto la llamada de Sarge; se la había jugado. Pero no podía seguir en recepción hasta que el tiempo y la frustración destruyeran sus sueños. Tenía veintitrés años y sabía que lo suyo era ser agente de la ley. Lo llevaba en la sangre, era genético, igual que el pelo rojo y el genio irlandés. Heredó la piel clara de su madre, pero la determinación de su padre.

La llamada de Sarge Bartel la hizo pensar. ¿Y si no decía nada de la entrevista? ¿Y si se presentaba ella?

Al final, su jefe la llevó a hacerlo. Le preguntó cuándo la pondría en activo y él contestó que iba a subirle el sueldo porque no quería perder a la recepcionista que preparaba el mejor café de todo Mississippi.

No le pegó una patada en el estómago, como deseaba hacer. No le gritó. Ni siquiera le dio un golpe de karate en el cuello. Volvió a su mesa, llamó a Sarge y le comunicó que Seguridad Bartman enviaría a B. T. O’Shay a la entrevista, dos semanas más tarde.

Decidida y con el corazón desbocado dedicó horas a leer artículos sobre el hombre que la prensa especializada en música country llamaba «The Fox».

Conocía desde su talla de sombrero a su personalidad que, según una mujer de Arkansas, era tan carismática que enamoraría a una víbora.

Brenna archivó miles de datos en su mente. Después se rompió la cabeza decidiendo cómo enfocar la entrevista: cómo vestirse, hablar, andar y saludar.

Recorrió tiendas de ropa masculina durante dos días, y se probó desde trajes de raya fina a pantalones de soldado. La verdad le dolió como una patada en los riñones, parecía un mafioso afeminado. Quizás le sacara una risa a Nathan Fox, pero poco más.

Hiciera lo que hiciera, los demás candidatos iban a parecer más duros que ella. Todos tendrían más experiencia, y algunos estarían mejor adiestrados que ella. No podía ganarles en su propio juego.

Reanudó su investigación y en un artículo de un New York Times, encontró la solución. Nathan había admitido que, si bien le preocupaba su seguridad, no quería un guardaespaldas que lo siguiera como un bulldog. Quería llevar una vida normal, al menos en la medida de lo posible para una superestrella.

Entonces planificó su estrategia. Tardó otros tres días en elegir la ropa, pero en vez de trajes y sombreros ahora buscaba perlas y zapatos de salón.

¡Y funcionó! Nathan Fox la había contratado; había comprendido el coraje que necesita una mujer para competir en el terreno de los hombres, para atreverse a entrar con falda en una habitación en la que la testosterona se masca en el ambiente. Reconoció su talento.

—Señorita O’Shay.

La sonrisa de Fox golpeó a Brenna como el sol de mediodía. Era aún más guapo en persona que en fotografía. Estar en su suite de hotel, sabiendo que él dormía en la habitación de al lado le daba taquicardia.

—Señor Fox —dijo y le dio la mano, acordándose de apretar con fuerza, para parecer confiada, pero no con tanta que diera la impresión de estar a la defensiva.

Lo más difícil ya estaba hecho; había hablado con Sarge, que no parecía nada contento cuando firmó el contrato que afirmaba que era empleada de Fox Inc., y que la empresa la pagaría directamente. La chaqueta de seda, que sólo tardó dos horas en elegir, seguía libre de manchas de sudor.

—Me alegra volver a verte —la voz de Fox sonó tan melodiosa como ella la recordaba. Según una periodista de Vermont, sus ojos eran del color del sirope de arce; una bobada. Eran más oscuros, recordaban el color de los granos de café recién molidos, tan cálidos que la estaban embobando.

—¿Te apetece desayunar?

—Oh — ella apartó la mano avergonzada, se había quedado paralizada. Si echaba a perder esa oportunidad, tendría que pasarse el resto de la vida con el trasero pegado a una silla de oficina—. No, gracias. Mejor que empiece a trabajar.

—¿Ya? Sólo son… —Fox miró el reloj. Tenía la muñeca ancha y fuerte salpicada de vello oscuro—. Las ocho. En punto —hizo una mueca—. No serás siempre tan puntual, ¿verdad?

—Intento serlo.

—Ya —él se aclaró la garganta y le hizo una seña para que lo siguiera—. Yo también. Se supone que a las ocho voy a correr.

—He leído que te gusta correr.

—¿Has leído sobre mí? —sonó halagado.

A ella le pareció raro, al fin y al cabo tenía millones de admiradores, no podía extrañarle que supiera algo de él. Cometió el error de mirarlo para ver si parecía sincero. Su brillante sonrisa la obnubiló el cerebro pero hizo un esfuerzo para recuperarse.

—Sí. Me pareció conveniente leer un par de artículos —más bien un par de cientos—. Procuro informarme sobre mis clientes antes de trabajar para ellos.

—No leerías que soy un bromista inmaduro ¿verdad? Porque no es cierto. Nunca le enviaría a un crítico bombones rellenos de laxante.

—¿Hiciste eso?

—Ejem… no. ¿Por qué lo preguntas? —dijo él. Ella se echó a reír. Aunque era guapo a morir, su aire campechano la tranquilizaba.

—Me temo que no leí nada negativo. Todas las entrevistas estaban firmadas por mujeres.

Fox se rió y la condujo hacia una puerta, mientras ella se mordía la lengua. Era como decir que ninguna mujer le encontraría un defecto. Probablemente era cierto, pero no debía darle la impresión de que ella estaba de acuerdo.

—¿Se ha sonrojado, señorita O’Shay? —inquirió.

—Hace bastante calor —le contestó, mirando fijamente al frente. Su cutis no era lo que más apreciaba de su herencia genética.