Corazones de plata - Josephine Lys - E-Book
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Corazones de plata E-Book

Josephine Lys

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Beschreibung

Finalista del VI Premio Internacional HQÑ ¿Puede el diablo caer rendido a los pies del amor? Kate McNall ha encontrado en Londres, como acompañante de su prima Beth, la tranquilidad que ansiaba tras abandonar su hogar en Escocia. Tras su estatus de solterona se esconde una mujer fuerte, inteligente y hermosa que no desea que su mundo cambie. Sin embargo, un encuentro fortuito con el marqués de Strackmore hará que este se trastoque de forma irremediable. Gabriel Blake, marqués de Strackmore, vuelve a Londres después de un tiempo alejado de su tierra natal. Apodado como el Diablo por parte de la sociedad, los rumores sobre su pasado siguen persiguiendo su nombre convirtiéndole en un hombre a temer. Hasta que Kate, una escocesa desafiante y bella, se cruza en su camino para tentar su frío y egoísta corazón. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 María José López Sánchez

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazones de plata, n.º 193 - mayo 2018

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com,

Fotolia y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-194-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Escocia, 1820

 

—¡Maldita sea! ¿En qué demonios estaba pensando Kate para salvar a ese vulgar bastardo? ¡Un crío de cinco años! Debería haber dejado que el carro lo aplastase como a un gusano.

Martha, la anciana curandera del clan McNall, miró a su jefe en silencio. La luz entraba tímidamente en el despacho del hombre más poderoso de aquellas tierras, confiriéndole un aspecto más rudo y hostil del que ya tenía.

«A veces la vida es muy injusta», pensó Martha, intentando que en su mirada no se notara la repugnancia que las palabras y los actos de Ian McNall le provocaban.

A sus sesenta años, si algo le había enseñado la vida, era que existían momentos en los que más valía no expresar lo que uno realmente pensaba.

En un acto reflejo, miró de reojo hacia la vieja puerta de madera que permanecía entreabierta. Había dejado a Kate en su habitación algo más calmada. Para tener tan solo catorce años, era muy fuerte. Irónicamente, esa muchacha era la única de aquella casa que merecía el apellido McNall.

Hizo un pequeño gesto con la cabeza en señal de pesar. Si Kate hubiese sido hombre, otro destino les aguardaría. Sería el siguiente jefe del clan y el título no pasaría a manos de su hermano pequeño, un niño enclenque y malicioso que se parecía a su padre mucho más de lo deseable.

—¿Y dices que no volverá a andar con normalidad?

Martha salió de sus pensamientos cuando oyó la pregunta. Ya había respondido varias veces a lo mismo en los últimos minutos, pero parecía que el jefe se resistía a creer lo que escuchaba una y otra vez de sus labios. Era como si esperase que la respuesta a su pregunta cambiase por arte de magia.

—Así es —contestó Martha con contundencia—. La pierna se ha roto por varios sitios y no ha sido una fractura limpia.

—¡Maldita sea! ¡Mil veces! —dijo McNall estrellando su puño cerrado sobre la mesa de roble, que emitió un leve crujido.

Su hija era una muchacha hermosa, con su larga cabellera pelirroja y sus grandes ojos verdes. Cualquier joven, y en especial el primogénito de los McDougal, hubiese estado encantado de tenerla como esposa, pero ahora…

Martha retrocedió un paso ante la furia del jefe de su clan.

—Todos los planes que tenía para ella se han ido al infierno. El joven McDougal no seguirá comprometido con ella después de esto. ¡¿Quién iba a querer casarse con una tullida?! ¡¿Quién?! —gritó.

La anciana miró de nuevo hacia la puerta. Esperaba que la joven, por su bien, estuviese dormida. No quería que a su dolor, ya de por sí insoportable, se le sumase el provocado por las palabras de su padre.

Al no ser la fractura limpia, la pierna nunca quedaría bien. Ella intentaría hacer todo lo que pudiese por Kate, pero la realidad era que, en el mejor de los casos, se quedaría coja para toda la vida.

Martha miró a McNall.

—Intentaré que sane lo mejor posible, pero ha de saber que la herida es grave.

McNall levantó la mirada hacia ella muy lentamente. Sus ojos se oscurecieron tanto que Martha temió por un instante que pudieran leer dentro de ella.

—¿Está diciéndome que puede peligrar la vida de mi hija?

El tono, casi esperanzado, con el que dotó el viejo a sus palabras, hizo que Martha sintiera un regusto amargo en la boca.

—Sí, eso es lo que le estoy diciendo. Existe la posibilidad de que se infecte la herida por donde el hueso desgarró la carne y se le envenene la sangre.

McNall se tocó la barba de varios días con la mano, como si sopesase esa idea, no con el dolor o la desesperación con la que un padre la recibiría, sino con cierta especulación.

Martha hubiese escupido allí mismo sobre el nombre de ese individuo si no fuese porque ese mismo hombre era del que dependían todo su clan y ella misma.

—Está bien —dijo con un gesto con la mano—. Haga lo que pueda por ella.

Martha salió de la habitación tan rápido como sus cansadas piernas le permitieron. Nada le apetecía más que alejarse de aquel hombre.

 

 

Kate apretó los puños mientras sentía el sabor salado de las lágrimas en sus labios. El silencio, tan solo perturbado por la conversación que tenía lugar en la habitación de al lado, le había permitido escuchar cada una de las palabras como si se hubiesen dicho en su presencia.

El dolor de la pierna había menguado, pero el que sentía en el pecho, oprimiéndole el diafragma hasta hacerla creer que no podría respirar, no cesaba.

Se quedaría coja en el mejor de los casos… eso era lo que había dicho Martha.

¿Y qué era lo que había dicho su padre?

Apretó los dientes cuando una punzada de dolor le atravesó la pierna. Respiró varias veces rápido, antes de tomar aire hasta llenar de nuevo sus pulmones. Ahora mismo no podía pensar en su padre. Él nunca la había valorado. Desde pequeña, había sido consciente de ello. Por ese motivo se había esforzado por superarse, para demostrar a su padre su valía. Aprendió a montar a caballo mejor que cualquier muchacho del clan, adquirió amplios conocimientos sobre cosechas, ganado, caballos, y no había nada que no supiera de cómo manejar una casa y su economía.

Empezó a estudiar a escondidas aquellas materias que le estaban vedadas porque eran solo para caballeros. La enseñanza dirigida a las mujeres de su posición, limitada a la música, el dibujo, idiomas y literatura era demasiado poco para su inquieta mente, y ella quería saber más.

Sin que nadie se diera cuenta, sacaba a hurtadillas libros de la biblioteca de matemáticas, astronomía, filosofía, arte, historia, e incluso espiaba las clases que recibía su hermano David de manos de los mejores maestros que su padre había contratado para la educación de su único hijo varón.

Y una vez que empezó, ya no pudo parar. El ansia de aprender, en vez de menguar, creció con el estudio de las nuevas materias.

Kate cerró los ojos una vez más y se obligó a sí misma a dejar de llorar. No era tiempo de lamentaciones, se dijo, no era tiempo de pensar en el pasado. Su vida, quisiese o no, ya no sería la misma.

En aquel instante juró que no moriría en aquella cama.

Volvería andar. Como que se llamaba Kate McNall.

Capítulo I

 

 

 

 

 

Inglaterra, 1832

 

Gabriel Blake, marqués de Strackmore, miró su reloj de bolsillo con la excesiva tranquilidad que le caracterizaba y que ponía tan nervioso a todo aquel que estuviese en su presencia.

Decían de él que era un hombre sombrío, malhumorado, prepotente, imperturbable, asocial, e incluso una vez escuchó referirse a él como un ser diabólico.

Quizás todos esos adjetivos fuesen verdad y apropiados a su persona, pero aquella noche no haría honor a ellos.

A su pesar, iba a ir en contra de su propia naturaleza.

Por alguna extraña razón que todavía no acababa de entender, había decidido salvar al incauto de su primo.

Derek Montfield, su primo hermano, era el único de la familia con el que mantenía relación, si se le podía llamar así a escuchar la cháchara incesante de Montfield mientras él le miraba con evidente hastío. Bonachón y demasiado hablador, Derek era el único que parecía tener una insana tendencia a no creer lo que se decía de él, y pensar que, en el fondo, era buena persona.

Cuando su primo se le acercó en medio de la fiesta de lady Meck y le contó en confidencia que la señorita Elizabeth Teswood le había citado en la biblioteca más tarde, sospechó de inmediato de las intenciones de dicha señorita.

Los Teswood estaban arruinados, una noticia que, a pesar de no ser pública, estaba en boca de todos.

Su primo, en cambio, tenía dinero y un título de conde que hacía las delicias de los padres sin escrúpulos, que deseaban un título más que el bienestar de sus hijas. Además, Derek era excesivamente confiado, cualidad que en extremo le había llevado a ser utilizado por los que le rodeaban con demasiada frecuencia.

Y para rematar, su primo no era precisamente un adonis. Otra referencia a tener en cuenta.

Todo ello, unido a las miradas casi furtivas que el señor Teswood dirigía a su hija y después a Derek, no hizo sino confirmar lo que ya sospechaba: que aquello era una trampa. Por ese motivo, y sin saber todavía muy bien por qué, convenció a Derek de no acudir a la cita, ocupando él su lugar.

El suave ruido de la puerta de la biblioteca al abrirse devolvió a Strackmore al presente. La señorita Teswood iba a llevarse una desagradable sorpresa aquella noche.

 

 

Elizabeth Teswood entró tímidamente en la sala, intentando localizar a lord Montfield en ella.

Quizás no hubiese ido, pensó aliviada. Su padre la había obligado a hacer aquello, según sus palabras, «por el bien de la familia».

A Elizabeth se le revolvía el estómago cada vez que se acordaba de esas palabras, así que intentó por enésima vez aquella noche olvidarse de ellas y centrarse en lo que debía hacer si lord Montfield estaba allí. La verdad era que creía que Derek no se merecía aquello. Había hablado solo un par de veces con él en el pasado, pero siempre le había parecido un caballero amable y educado.

Miró hacia los sillones del fondo que de espaldas a la entrada no ofrecían visión de sus posibles ocupantes. Al no ver movimiento alguno siguió recorriendo la sala con la mirada, esperanzada de que en verdad Derek no hubiese acudido a la cita.

Pero esa esperanza… murió demasiado pronto y de forma abrupta.

Elizabeth notó su presencia antes de verle.

Estaba delante de ella, a solo unos pasos.

Desde su posición, no podía apreciarlo con claridad. La escasa iluminación en aquella zona de la estancia dificultaba su visión. Sin embargo, a Elizabeth no le hizo falta verle mejor para saber que aquel no era el hombre con el que se había citado.

El hombre que en esos instantes salía de la penumbra era mucho más alto que lord Montfield, y su figura más fuerte y atlética.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

El hombre siguió acercándose a ella hasta que…

Elizabeth sintió que el suelo se abría bajos sus pies. Todo le daba vueltas.

La sangre se le congeló en las venas mientras trataba de tragar saliva en vano.

—¡Lord Strackmore! ¡Usted…! —dijo balbuceando cuando pudo articular alguna palabra coherente.

Las historias que le habían contado sobre él habían hecho que el apodo con el que le llamaban fuese del todo adecuado.

Lord Diabólico, le llamaban en petit comité.

Su pelo moreno, un poco más largo de lo que dictaba la moda y algo ondulado, y sus ojos negros como las alas de un cuervo, imprimían a su mirada una fuerza que parecía no ser de este mundo. Era tan penetrante, todo en él era tan intenso, que su sola presencia imponía temor hasta al hombre más bragado.

Por puro instinto, Elizabeth intentó huir, pero en su afán por desaparecer se tropezó con la alfombra que había bajo sus pies y terminó en brazos del mismísimo diablo.

Antes de desmayarse, pudo escuchar cómo la puerta de la estancia se abría con un golpe seco y cómo las palabras de su padre morían en su boca al darse cuenta de quién era el hombre que sostenía a su hija.

 

 

—¿Cómo se atreve a…?

Strackmore miró al señor Teswood, que a falta de otras palabras se había quedado mudo de golpe.

¿Se estaba poniendo azul?

Strackmore cogió a la señorita Teswood y la acomodó en un sillón cercano.

—Pasen —dijo el marqués arrastrando la última sílaba, lo que hizo que tanto el señor Teswood como el testigo que había llevado para su desfachatez, el señor Menried, tragasen saliva al unísono.

Torpemente ambos hombres entraron y cerraron la puerta tras de sí.

Strackmore era testigo de cómo el padre de la joven intentaba guardar la compostura, aunque sin mucho éxito.

—¿Qué… qué hace con mi hi-hija? —preguntó torpemente.

—Creo que eso lo sabe usted mejor que yo, ¿verdad? Salvo por el pequeño detalle de que no era a mí a quien pensaba encontrar aquí —dijo Gabriel elevando suavemente una ceja, lo que hizo que el señor Menried diese un paso atrás, dejando solo a Teswood.

—No sé de qué está hablando, milord —contestó el padre de la joven, algo más repuesto.

Strackmore tomó aire antes de sentenciar:

—Sabe perfectamente lo que pretendía enviando a su hija a una cita secreta con lord Monfield.

La acusación implícita en las palabras del marqués hizo que Teswood adquiriese color en las mejillas.

—¿No estará insinuando que…?

—No lo insinúo. Lo afirmo —dijo Strackmore dando un paso al frente.

—Pero qué demonios… —dijo el señor Teswood—. Es a usted al que he encontrado con mi hija en sus brazos y…

Un sonido parecido a un gruñido salió de los labios de Gabriel. Aquello fue suficiente para hacer que ambos hombres volvieran a palidecer. Nadie le llevaba la contraria al marqués, nunca. Corrían rumores entre la sociedad de lo que les había pasado a los que habían osado hacerlo.

Antes de que Strackmore pudiese decir lo que pensaba de aquellos dos individuos, la puerta de la biblioteca volvió a abrirse. Eran lady Meck y lady Husd.

Strackmore pensó que aquella biblioteca tenía más público que el estreno de una ópera en Covent Garden. ¿Habían vendido entradas o qué?

Las dos mujeres abrieron los ojos como platos al ver la escena, sobre todo cuando repararon en la señorita Elizabeth Teswood, desmayada sobre la butaca y colocada de mala manera, con la cabeza colgándole por uno de los brazos del sillón y las piernas arrastrando por el suelo.

Lady Meck, la anfitriona, era una mujer de edad avanzada muy querida y admirada en Londres. Viuda y sin hijos, había sido en sus tiempos una dama de armas tomar; sin embargo, la dama que la acompañaba era harina de otro costal. Lady Husd era la más cotilla de todo Londres.

—Pero ¿qué ha pasado? —dijo lady Meck mirando alternativamente a Strackmore y al señor Teswood.

Aquello ya estaba empezando a adquirir tintes de comedia barata, pensó Gabriel, que fijó sus ojos en el padre de la dama. A este se le veía cada vez más nervioso. Teswood se había metido en un callejón sin salida y lo sabía. El hombre parecía que fuese a sufrir una apoplejía de un momento a otro.

Si decía la verdad, acabaría repudiado por la alta sociedad, y si mentía y afirmaba que su hija había sido ultrajada, acabaría con la reputación de la misma, y él terminaría desangrándose al amanecer en un duelo que sería tan inevitable como seguro su desenlace. Teswood sabía que no tendría ninguna posibilidad frente a su oponente.

Gabriel era bien conocido por su puntería y su falta de escrúpulos.

Strackmore estaba a punto de terminar con aquella situación cuando un carraspeo procedente del fondo de la biblioteca los dejó a todos con la boca abierta.

 

 

Kate pensó que, si tuviera que elegir quién de los presentes estaba más sorprendido, lo tendría francamente difícil. El padre de la señorita Teswood y el señor Menried estaban blancos como la cal, y el marqués la miraba como si fuese un monstruo de dos cabezas.

Se hubiese echado a reír si no fuese porque allí estaba en juego la reputación de una joven.

Al ver la posición de la señorita Teswood, sintió compasión por ella. No conocía mucho a Elizabeth, pero siempre le había parecido gentil y de buen corazón. En ese preciso instante, tal y como la habían dejado sobre el sillón, parecía que le hubiese pasado un huracán por encima.

Lady Meck la miró con franca curiosidad.

—¿Alguien podría decirme que está pasando aquí, por favor? —preguntó la anfitriona, elevando una octava la voz al final de la frase. Parecía que la paciencia de lady Meck se estaba acabando.

Kate blandió una de sus mejores sonrisas antes de contestar y dejar a lord Strackmore con la palabra en la boca.

—Creo que yo puedo explicártelo, Sofía.

El marqués la miró directamente, y Kate sonrió aún más.

Por todos los diablos, ¿quién era aquella mujer?

Gabriel no daba crédito. Le había lanzado una de sus miradas más fulminantes y ella le había sonreído.

Entonces el marqués alzó una ceja. Eso no fallaba nunca. Había visto hombres como castillos desviarse de su camino ante tal gesto y…

A Gabriel no se le desencajó la mandíbula porque la tenía bien apretada.

La mujer le devolvió el gesto. Alzó levemente su ceja izquierda antes de desviar su atención a lady Meck, como si él no ofreciera ningún interés.

¿Pero de dónde demonios había salido? ¿Y qué pretendía? Le estaba sacando de quicio por momentos.

—Pues francamente, me encantaría que lo hicieras, Kate —dijo lady Meck mirándola fijamente.

A Kate nunca le había gustado faltar a la verdad, pero en aquella situación, hizo lo único que podía hacer: mentir como una bellaca.

—Pues… —dijo arrastrando las palabras mientras sentía la mirada de todos los presentes sobre su persona.

Eso, sin presión, como le gustaba hacer las cosas.

—Verás, Sofía, como tú bien sabes, yo me había retirado un rato a la biblioteca porque me sentía algo indispuesta.

Esa parte era la única verdad que iba a salir de su boca, pensó Kate, que ya había cogido carrerilla.

Lady Meck asintió con la cabeza. Ella misma la había acompañado allí un rato antes. Sabía de la dolencia de Kate, y que esa noche, con el cambio del tiempo, se había agudizado. Por eso había acudido de nuevo a la biblioteca. Para saber si estaba mejor de su indisposición.

—Estaba tranquila —continuó Kate— cuando me pareció escuchar la puerta. Al no sentir nada más pensé que había sido mi imaginación. Un momento después, cuando oí unas voces, supe con certeza que no estaba sola. Al no haberme dado a ver antes, pensé que causaría más turbación si lo hacía en ese preciso instante, sin embargo, ahora me doy cuenta de mi equivocación —dijo Kate mirando a lord Strackmore y lady Meck— y les pido disculpas. Sin embargo, no puedo sino pensar que mi equivocada decisión ha servido para poder aclarar este malentendido, pues sin duda es solo eso, un lamentable malentendido. Lo que yo escuché accidentalmente y de lo que puedo dar fe como testigo es de que la señorita Elizabeth Teswood entró en la biblioteca acompañada por lord Strackmore, el cual solo pretendía ayudar a la señorita Teswood, que se sentía débil y mareada. La mala fortuna hizo que la señorita Elizabeth se desmayase antes de llegar al sillón. El señor Teswood entró en ese preciso instante, malinterpretando una situación que puedo asegurar era del todo decorosa y decente.

Kate pensó que debería dejarlo ya. Si seguía adornando la historia, al final le darían una medalla a lord Strackmore, y si lo que había escuchado de él era cierto, aquello no se lo iba a creer nadie. Y a tenor de cómo la estaba mirando en ese preciso momento, algo de cierto debían de encerrar los rumores que circulaban sobre el marqués, porque Kate estaba segura de que lord Strackmore deseaba asesinarla. Muy lentamente.

Capítulo II

 

 

 

 

 

Gabriel pensó que aquella mujer con suave acento escocés tenía madera para el teatro. ¿Pero cómo había podido soltar aquellas sartas de mentiras y quedarse tan tranquila?

Sintió el tic en su ojo izquierdo, ese que hacía presagiar que todas las furias de su interior iban a desatarse. Sin duda la causante era aquella arpía pelirroja. Desde luego que él tampoco iba a decir la verdad, pero ¿quién le había dado a aquella mujer vela en este entierro?

Había estado allí todo el tiempo, había escuchado todo lo que había ocurrido y no había dado cuenta de su presencia en ningún momento. ¿Por qué? ¿Con qué intención? ¿Por qué ahora salía de su escondite e intentaba salvar la situación? Y por todos los diablos, ¿por qué le sonreía? ¿Es que esa mujer no sabía cuándo estaba en franco peligro?

 

 

Kate sabía que su proceder no había sido el más adecuado, pero todo había sucedido tan deprisa que, ¿qué podía haber hecho? Al principio, cuando creyó oír algo, pensó que realmente había sido su imaginación la que le había jugado una mala pasada, y cuando comprendió que realmente no era así, que no estaba sola, imaginó que iba a ser una testigo involuntaria de una cita romántica. No quiso ser indiscreta y se hundió en el sillón, intentando pasar desapercibida.

Cuando después entró el señor Teswood y la situación se tornó seria, fue cuando tomó conciencia de lo que en realidad estaba pasando allí. Y al entrar posteriormente lady Meck, no tuvo más remedio que dejar de ocultarse, porque la anfitriona sabía con certeza que ella se encontraba allí. Y lo de contar toda esa sarta de mentiras… bueno… al mirar a la señorita Teswood, algo la impulsó a intentar salvaguardar la reputación de la joven. No sabía cómo reaccionaría el señor Teswood, ni lord Strackmore. De este último solo sabía lo que había escuchado entre cotilleos, y francamente no había sido nada favorable hacia su persona. Lo más amable que había oído de él era que si no te cruzabas en su camino podías escapar ileso.

Y aquella noche, a tenor de cómo la miraba en ese momento el marqués, había debido infligir por lo menos media docena de sus reglas, porque no había duda de que la miraba con un sentimiento cercano a la ira. Una ira contenida y fría que le puso los pelos de punta.

Kate dejó de lado sus pensamientos cuando vio que el señor Teswood y el señor Menried ayudaban a la señorita Elizabeth, que empezaba a salir de su letargo, a ponerse en pie. LadyMeck se ofreció a acompañarlos a una de las habitaciones del piso superior a fin de que la joven pudiese recuperarse del todo antes de volver a la fiesta, y así acallar cualquier habladuría que su desaparición hubiese podido suscitar.

Ella se dispuso a salir detrás de ellos cuando el marqués le cerró el paso.

 

 

Gabriel dio un paso al frente para impedir la salida de… ¿cómo la había llamado lady Meck?

—Creo que usted y yo deberíamos hablar un momento, señorita… —dijo Gabriel levantando suavemente la comisura de sus labios.

—Señorita Kate McNall —contestó Kate mirando fijamente a los ojos al marqués.

Gabriel tuvo que reconocer que aquella mujer le sorprendía más a cada segundo que pasaba en su compañía.

—Creo que le debo nuevamente una disculpa —se apresuró a decir Kate, antes de que el marqués la interrumpiera—. Si se ha sentido ofendido por mi presencia no revelada mientras ocurría todo este desagradable episodio, lo lamento, pero de verdad que no ha sido mi intención agraviarles. Cuando comprendí que no estaba sola, pensé que era mejor intentar pasar desapercibida. Al pensar que era una cita romántica, no quería que la situación fuese embarazosa para nadie, y bueno… al final no ha podido serlo más, ¿verdad? —preguntó con una sonrisa.

Gabriel iba a decir lo que pensaba de ese discurso cuando Kate volvió a interrumpirle. Sinceramente, ya había perdido la cuenta de las veces que aquella mujer había osado hacer eso. Debía de ser un don de la muchacha.

—Sí, sí, ya sé —dijo Kate, gesticulando con las manos cuando vio que el marqués iba a replicar algo que, seguro, no le iba a gustar—. Ya sé que después no debería haber contado esa historia, pero francamente, tomé una decisión, quizás apresurada, pero no disponía de mucho tiempo. La tensión era palpable, e hice lo que pensé que era mejor para todos. Ya sé que no era de mi incumbencia, pero vi la expresión del señor Teswood. Estaba demasiado nervioso, y la señorita Elizabeth Teswood podía haber perdido su reputación. Siempre he pensado que es una muchacha amable y de buen corazón.

En ese momento del discursito, Gabriel se acomodó, apoyándose en la mesa que había a sus espaldas, cruzando los pies a la altura de los talones. Viendo cómo McNall se animaba por momentos, presintió que aquello iba para largo.

—¿Y no pensó que yo era capaz de hacerme cargo de la situación? —preguntó Gabriel con un tono de voz demasiado calmado. Sabía por experiencia que cuando hacía eso, su interlocutor solía tragar saliva.

Pero aquella mujer no era humana. ¡Por el amor de Dios! Le estaba mirando y podía ver cómo una sonrisa chispeaba en sus preciosos ojos verdes.

¿Había pensado que eran preciosos? ¡Maldita sea!

—Creí que un testigo neutral sería más convincente que una de las partes —dijo Kate, haciendo un pequeño mohín con los labios que a Gabriel le desesperó hasta confines inimaginables.

Kate pensó que, si el marqués pudiese echar humo, ella ya estaría chamuscada.

Gabriel abandonó su postura relajada y se irguió, aportando a su figura un aire más regio y amenazante.

—¿Sabe lo que pienso, señorita McNall?

Kate iba a decir algo cuando Gabriel la miró fijamente.

—Ni se le ocurra —dijo de forma contundente—. Yo la he escuchado a usted, y ahora es mi turno.

—¿Y por qué hace una pregunta si no espera que le respondan? —preguntó Kate alzando una ceja.

Gabriel sintió cómo volvía con más fuerza el tic de su ojo izquierdo.

—¿Lo está haciendo aposta?

Kate le miró fijamente.

Gabriel endureció su mandíbula de forma ostensible.

—¿Se supone que ahora sí debo responder? —preguntó Kate con fingida inocencia.

Ya era oficial, pensó Gabriel. Deseaba estrangular a aquella mujer con sus propias manos.

Dio un paso al frente, acercándose más a Kate.

—¿Qué es lo que busca? ¿Qué quiere sacar con todo esto? ¿Favores, quizás?

Kate sintió cómo las mejillas se le ponían del color de las amapolas.

Una cosa era que el marqués estuviese enfadado por su intromisión. Una intervención que Kate no había deseado en absoluto. Y otra cosa bien distinta que insinuara que ella iba buscando algo con lo que había hecho, que su actuación había sido premeditada.

Algo dentro de ella se rebeló.

—¿Sabe una cosa, lord Strackmore? A mí siempre me han gustado mucho los acertijos y los enigmas —le dijo mirándole fijamente.

Gabriel se quedó sin parpadear. Aquello era lo último que esperaba que la señorita McNall le dijera en respuesta a sus acusaciones. ¿Pero a qué venía ese cambio de tema? ¿Qué… qué decía de enigmas ni chorradas por el estilo?

—¿De qué está hablando? —preguntó Gabriel con una voz profunda y pausada.

Kate esbozó una media sonrisa.

—Cuando escuchaba cosas de usted, antes de conocerle esta noche, todas me llevaban a pensar que era usted un ser complejo, lleno de matices. Creí que quizás sus congéneres no lo conocían realmente, que era una especie de enigma. Me intrigaba, si he de ser sincera, pero después de conocerle esta noche, me ha decepcionado por completo. Es usted un hombre simple y sin ningún misterio. Es como tantos otros necios que piensan que las personas actúan movidas siempre por algún interés oculto. Que nadie hace nada por nadie si no es a cambio de algo.

Kate suspiró antes de decirle las últimas palabras a los ojos.

—Una verdadera lástima. —Su acento escocés resultó más audible de lo que lo había sido durante toda la conversación.

Gabriel sintió que la mandíbula se le desencajaba. ¿Había escuchado bien? ¿Le había llamado simple y necio? ¿Sin ningún misterio? Ella no le conocía.

—Kate, lord Strackmore, ¿va todo bien?

La pregunta formulada por lady Meck desde la puerta de la biblioteca rompió el silencio que se había instalado entre los dos. Ninguno se había dado cuenta de la presencia de la anfitriona, que había vuelto de nuevo.

—Creo que deberíamos volver a la fiesta —continuó lady Meck con curiosidad. La forma en que lord Strackmore miraba a Kate, con una intensidad desconcertante, le hizo pensar que allí había pasado algo de lo que no era conocedora. Cualquiera que tuviese ojos en la cara podía darse cuenta de la tensión que reinaba entre los dos.

Lord Strackmore fue el primero en romper el silencio.

—Por supuesto, lady Meck.

Gabriel había respondido sin dejar de mirar a Kate, haciendo que varias arruguitas apareciesen en la comisura de sus ojos.

Sofía pensó que aquello no presagiaba nada bueno.

—¿Me permite? —preguntó Gabriel a Kate, mientras le ofrecía el brazo para salir de la habitación.

Kate no tuvo más remedio que decir que sí. Una negativa hubiese sido una ofensa, una falta de cortesía que después hubiese tenido que explicar a lady Meck. Pero aquel hombre… jamás nadie la había mirado con la intensidad con la que él lo hacía, como si no existiese nada más.

—Claro —contestó mientras apoyaba su mano en el brazo del marqués.

Una especie de calambre la recorrió de arriba abajo al tocar a Strackmore. Quizás hubiese sido por toda la tensión de los últimos instantes, pero lo que sintió a su contacto, la dejó momentáneamente perturbada.

El marqués ofreció el otro brazo a lady Meck, que también aceptó su cortesía con una sonrisa en los labios.

Cuando comenzaron a andar, Gabriel se dio cuenta de que la señorita McNall cojeaba de manera ostensible.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó Gabriel, disminuyendo el paso.

Kate le miró de reojo y sonrió.

—Por supuesto. Estoy perfectamente, gracias.

Strackmore se dio cuenta de que esa sonrisa estaba dibujada con cierto esfuerzo en sus labios. Los ojos de lady Kate indicaban algo muy distinto. Él sabía captar esas cosas, sencillamente porque era condenadamente bueno haciendo exactamente eso, disfrazar lo que realmente pensaba y sentía.

Cuando llegaron al salón, el baile estaba en su punto álgido. Las vigorosas notas de un vals resonaban por la estancia, impregnando de su energía a los invitados, que giraban a su compás por la pista a una velocidad vertiginosa.

Kate vio a sus tíos y a su prima cerca de la puerta, sentados cómodamente en unas elegantes sillas color beis.

—Si me excusan, he de volver con mi familia —dijo Kate mientras intentaba retirar la mano del brazo de Strackmore.

Gabriel lo impidió, posando la suya sobre la de ella.

—Ha sido un placer conocerla, señorita Kate McNall. Espero volver a verla próximamente. Tenemos una conversación pendiente que me complacería mucho terminar.

Kate vio cómo el marqués pronunciaba esas últimas palabras dotándolas de una fuerza abrumadora. Había sido una promesa. La del marqués diciéndole que no daba aquello por terminado.

Kate alzó una ceja mientras esbozaba una de sus más deslumbrantes sonrisas.

—Por supuesto, lord Strackmore. Será un placer volver a charlar con usted. Lady Meck… —dijo Kate, despidiéndose también de la anfitriona antes de girar sobre sí misma y poner distancia entre el marqués y su persona.

 

 

Gabriel sintió un cierto vacío al ver cómo lady Kate McNall se alejaba.

¡Eso era una soberana estupidez!, pensó rápidamente. Estaba claro que intentar hacer el bien al prójimo le había producido unos efectos secundarios nada deseables.

Lady Meck aún continuaba a su lado. Gabriel sintió su mirada incisiva y curiosa.

—Strackmore, si no te conociera desde que eras un niño, llegaría a pensar que Kate te ha causado cierta impresión.

Gabriel conocía a lady Meck desde siempre. Ella y su marido habían sido buenos amigos de sus padres. Era la única que no había creído los rumores y chismorreos que circularon sobre su persona cuando su hermano Patrick y su mujer, Elaine, murieron en un accidente de carruaje.

Lady Meck se puso más seria. Miró alrededor y después a él.

—Gracias por no preguntarle acerca de su dolencia. Tengo en mucha estima a esa muchacha, y no me gustaría que nadie le causara daño alguno.

Gabriel miró fijamente a lady Meck.

—Por lo que he visto esta noche, la muchacha sabe defenderse muy bien sola —replicó, cruzando los brazos a la altura del pecho.

Lady Meck sonrió abiertamente ante sus palabras.

—Sí, eso es verdad. Kate tiene su carácter. Me recuerda a mí cuando era joven, sin embargo, tiene demasiado buen corazón.

—Sí, y eso es siempre un problema, ¿verdad? —dijo Gabriel.

Lady Meck miró a Strackmore con atención.

—Me alegro de que hayas vuelto. Sin ti, la sociedad londinense no es lo mismo.

—¿Demasiado aburrida? ¿Falta de chismorreos, quizás? —preguntó Gabriel con un tono burlón.

Lady Meck le miró con aire divertido.

Strackmore se había ido dos años atrás, poco después de la tragedia de su familia, y eso había alimentado más si cabe las historias que circulaban sobre él. En honor a la verdad, Strackmore se mostraba como un hombre duro, frío, distante e imperturbable frente al sufrimiento ajeno, pero Sofía sabía que debajo de todo eso había un hombre extremadamente inteligente, fuerte, justo y con un sentido del humor que ella adoraba. Su aspecto atractivo, casi hipnótico, le confería un aura de misterio que atrapaba a todo aquel que estuviese cerca de él. Lady Meck, que lo conocía desde que era un bebé, sabía que ese otro hombre que el marqués escondía con celo incluso de sí mismo era un hombre fascinante, y esperaba que con el tiempo alguien pudiese descubrirlo. Ni por un momento se había creído las mentiras y patrañas que la gente había comentado entre cuchicheos. Él jamás habría hecho nada parecido.

—Exactamente —le contestó lady Meck—. Tú siempre le pones sal a esta sociedad tan sosa.

Strackmore guiñó un ojo a lady Meck, antes de sonreír de medio lado.

Si alguien hubiese visto ese gesto diría que el marqués no estaba en su sano juicio.

Lady Meck soltó una carcajada por lo bajo. Los próximos meses se le antojaban más interesantes desde ese momento.

Capítulo III

 

 

 

 

 

—Buenos días, excelencia.

Gabriel levantó los ojos de las facturas que estaba ojeando y que se encontraban encima de la mesa de su escritorio.

—Buenos días, Simmons.

Simmons Gate era su secretario. Un hombre enjuto y serio con una incipiente calvicie, que estaba a su servicio hacía más de diez años.

—Aquí tiene los primeros resultados de la inversión que realizó en la naviera Spencer’s.

Simmons, hombre poco dado a ninguna expresión, hizo una breve mueca. Algo cercano a una pequeña sonrisa, pero que solo parecía un borrón sobre sus finos labios.

—Perfecto —dijo Gabriel—. Déjalo encima de la mesa. Después les echaré un vistazo.

No estaba bien visto que un caballero entrara en el mundo de los negocios, pero Strackmore no pensaba lo mismo. Era rematadamente bueno con los números, y en los últimos años, desde la muerte de su padre, había duplicado la fortuna familiar.

—Si eso es todo, seguiré con mis deberes, excelencia —dijo Simmons dejando la carpeta con toda la información.

—Espera… tengo otro trabajo que quiero que realices antes.

Gabriel soltó una de las facturas que tenía en la mano y miró fijamente a su secretario.

—Quiero que investigues a alguien.

Simmons se colocó bien los anteojos, que prácticamente reposaban en la punta de su nariz.

—¿Algún accionista de la naviera? ¿Un socio del club, quizás?

—No —dijo Gabriel poniéndose en pie—. Quiero un informe sobre lady Kate McNall. Es sobrina del conde de Harrington.

—¿Debo centrarme en algún aspecto en particular de la vida de lady McNall?

Gabriel se acercó a la ventana de su despacho. El día, que estaba nublado, no arrojaba mucha luz al interior de la habitación.

—Quiero saber todo lo que puedas averiguar sobre ella —dijo volviendo a mirar a su secretario—. Le agradecería que fuese rápido en su investigación.

Simmons frunció la frente, provocando que unas arrugas pronunciadas dibujaran gruesas líneas en su piel. Siempre hacía ese gesto cuando se enfrentaba a un nuevo reto.

—Lo tendrá en unas horas —dijo con seguridad.

Strackmore sonrió de medio lado. En labios de cualquier otro, esas palabras podían ser tomadas como un farol, una fanfarronada, pero en Simmons, no. Ese hombre era capaz de sacar información hasta de debajo de las piedras.

—Eso es todo, Simmons.

—Excelencia —dijo el secretario antes de encaminarse hacia la puerta y salir de la estancia.

Una vez a solas Gabriel volvió a tomar asiento frente a su escritorio. Debía admitir que lady Meck había tenido razón al decirle que lady Kate McNall le había causado cierta impresión. Era verdad, pero no como lady Meck pensaba. Pocas personas en su vida habían conseguido sorprenderle, y aquella mujer lo había hecho la noche anterior sobradamente. Le intrigaba, había despertado dentro de él una curiosidad que creía muerta hacía tiempo. Demasiado, quizás. Ya ni se acordaba de la última vez que alguien había conseguido descolocarle como lo había hecho lady Kate McNall. Le había hecho frente, cuando Gabriel sabía de sobra que nadie osaba llevarle la contraria. Y lo había hecho con tal agudeza que Gabriel estuvo a punto de perder su carácter impasible de forma histórica.

Sabía leer en los ojos de las personas como si fuesen en un libro abierto, pero los enormes ojos verdes de McNall estaban cerrados a cal y canto. Eso despertó en él otra cosa. Su curiosidad. Alguien capaz de guardar tan bien sus sentimientos, sus pensamientos, de controlar de forma tan férrea sus reacciones, merecía toda su atención.

Mirar a los ojos de lady Kate McNall había sido como mirarse en un espejo.

 

 

Kate llegó a casa de sus tíos temprano. No podía decirse que hubiese tenido que caminar en exceso, ya que vivían prácticamente al lado. Se había trasladado a Londres hacía poco más de un año, después de la muerte de su padre.

Sus tíos habían insistido en que fuera a vivir con ellos, pero Kate declinó su invitación cortésmente. Para que su situación fuese totalmente decorosa y nadie pudiese objetar nada, habló con su tía abuela Alice. Mayor y aquejada de una pronunciada sordera, estuvo más que dispuesta a acompañarla en su estancia en Londres. Alice se había casado muy joven. Un matrimonio acordado por su familia, en el que nunca fue feliz. Tras quedarse viuda, y tener que vivir en casa de familiares que no le ofrecían ningún tipo de intimidad ni de libertad, la oferta de Kate le pareció como un soplo de aire fresco. A su llegada a Londres, Kate alquiló una pequeña casa en Marlborough Square con todas las comodidades y muy cercana a la casa de sus tíos.

—Hola, corazón. Ya veo que hoy estás mejor.

La mujer de su tío, Emily, sonrió abiertamente al verla. Era una mujer hermosa por fuera y por dentro. Muy bajita, pero de proporciones algo generosas, impregnaba con su alegría a todo aquel que se hallaba cerca de ella. Morena y de grandes ojos azules, un rasgo que había heredado su prima, tenía un carácter confiado y generoso. Su tío siempre bromeaba con ello. Decía que su mujer era demasiado buena, tanto que siempre encontraba una causa que apoyar, que arruinarle sería cuestión de tiempo. Llevaba diciendo lo mismo veinte años.

—Sí, estoy mejor —dijo Kate después de darle un beso en la mejilla.

Era cierto que ese día la pierna le molestaba menos, lo que provocaba que no se pronunciara tanto su dolencia al caminar.

—Siéntate y toma algo, querida.

La familia se disponía a desayunar, aunque su prima y su tío todavía no habían hecho acto de presencia en el salón.

—He tomado algo antes de salir de casa, pero sabes que soy una golosa. No voy a decir que no a esos panecillos con arándanos.

Kate tenía un vicio con el dulce, debía reconocerlo, y aunque limitaba sus ingestas, era evidente que a veces fracasaba estrepitosamente en su propósito.

—¡Hola, Kate!

Su prima Beth entró en la habitación con una energía arrolladora. Con el vestido amarillo que llevaba puesto y su pelo negro azabache, sus enormes ojos azules destacaban aún más. Era la sensación de la temporada, y Kate disfrutaba viendo lo feliz que parecía hacerle su presentación en sociedad.

Beth se acercó a ella, le dio un abrazo de oso y un sonoro beso en la mejilla.

—Hija mía, a ciencia cierta que tu prima tiene que estar hasta la coronilla de ti —dijo su tío Harrington desde la puerta, mientras doblaba el periódico del día.