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Mi acuerdo con el multimillonario… ¡Se ha complicado! Como princesa heredera de Marlsdoven, me enseñaron a comportarme con honor, resiliencia, capacidad de liderazgo… Y, sin embargo, ahora que estoy sentada frente al hombre más exasperadamente obstinado y sexy del mundo, me quedo completamente sin palabras. ¿Santiago de Almodóvar quiere construir un sórdido casino en mis tierras? ¡Pues bien, mi deber es proteger a mis ciudadanos! Pero cada palabra que pronuncia despierta un deseo atroz dentro de mí. Y ahora me pide que me vaya a España con él, sola, para que vea su imperio y demostrarme que estoy equivocada. Gobernar una nación puede ser duro, pero ¿negar nuestra química? ¡Eso es impensable!
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Seitenzahl: 185
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Clare Connelly
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cuatro noches en su cama, n.º 2887 - octubre 2021
Título original: My Forbidden Royal Fling
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-207-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
¡Trío multimillonario!
El titular me grita justo por encima del hermoso rostro de Santiago de Almodóvar. Sus ojos miran directamente al objetivo de la cámara, por lo que parece que me está mirando a mí. Y, aunque nos separan varios países, un escalofrío me recorre la columna vertebral. Está flanqueado por dos mujeres guapísimas, una rubia y otra pelirroja, diferentes en apariencia, pero sin duda intercambiables para un hombre como Santiago. Aprieto los labios con gesto de desprecio.
–¿De verdad es este el hombre con el que quiere involucrase? –no puedo evitar resoplar mientras me dirijo al primer ministro de mi país, un hombre que siempre he pensado que tenía buen juicio.
–Tengo entendido que su reputación no es muy buena, Alteza –me llega su risa avergonzada desde el otro lado de la línea–. Pero cuenta con una financiación sólida y su inversión tiene el apoyo de todo el parlamento.
–No es que su reputación sea mala, es que es vergonzosa. Según mi breve investigación, no hay nada recomendable en este hombre excepto su «sólida financiación» –digo en voz baja.
Necesito ganar tiempo. El hecho de que su inversión cuente con el apoyo de todo el parlamento dice mucho.
Me lo tomo como la suave advertencia que pretende el ministro.
Esto es un hecho consumado. Aunque técnicamente se requiere mi aprobación para firmar el acuerdo, estaría yendo contra mi parlamento y contra décadas de precedentes legales si me niego.
Pero ¿cómo diablos puedo dejar que esto ocurra? ¿Qué pensarían mis padres? Eso es fácil. Aunque hayan muerto hace ya muchos años, puedo escuchar la voz de mi padre hablando alto y claro. Escucho su desaprobación, su tristeza. Esto es exactamente lo contrario a lo que él querría, y yo juré que siempre seguiría sus pasos.
Dejo caer la cabeza hacia delante y la apoyo en la palma de la mano libre mientras agarro con fuerza el teléfono con la otra.
–Ofrece una fortuna por la tierra.
Me siento invadida por la desolación. En esta tierra ya no hay rey, ni tampoco reina. Solo estoy yo, una princesa que intenta desesperadamente evitar la ruina financiera del reino sin sacrificar la cultura de mi pueblo, haciendo todo lo posible para hacer justicia a mi título como mis padres habrían esperado.
–Pero ¿a qué precio? –murmuro, sentándome más recta.
Entonces escucho la voz de mi padre surgiendo de la nada.
«Tienes que recordar que somos Marlsdoven, y cuando el mundo llama a nuestra puerta, debemos responder sin permitir que nos pisoteen. Debemos proteger a toda costa lo que nos hace únicos».
–Mi ayudante le enviará los contratos, Alteza. Si pudiera firmarlos…
–Los miraré y me pondré en contacto con usted –lo interrumpo.
Odio la idea de que un hombre así posea una pieza tan importante del patrimonio de la ciudad, y detesto
sus planes para el lugar… un casino ostentoso y llamativo que convertirá nuestro ancestral principado en lo opuesto a la visión de mi padre.
Soy la responsable de este país. El trono me pertenece temporalmente, y mi deber es cuidar de mi pueblo lo mejor que pueda. ¿Qué diría mi padre si supiera que estoy permitiendo que esto ocurra?
«Haz que valga la pena». Escucho su consejo tan real como si hubiera susurrado las palabras en la habitación. Me siento todavía más recta y agarro el teléfono con ambas manos.
–¿Primer ministro?
–¿Sí, Alteza?
–Me gustaría reunirme con él. Hacer que valga la pena. ¿Y si puedo conseguir que acepte términos que realmente hagan que esta idea valga la pena? Y, si no le gusta mi sugerencia, entonces es libre de marcharse. Después de todo, es obvio que quiere la tierra, así que ¿por qué no hacer un trueque con él, asegurarnos de que el acuerdo sea lo más ventajoso posible?
–No hay necesidad de llegar a eso.
Le escandaliza la idea, y lo entiendo. A Santiago le precede su reputación. Es un seductor hasta la médula, un hombre famoso por su estilo de vida de playboy.
–¿Le preocupa que no sea capaz de manejarlo, señor?
El primer ministro suspira.
–Es un negociador feroz.
–Me las arreglaré –murmuro con tirantez desviando los ojos hacia la pantalla–. Por favor, organícelo lo antes posible. Gracias.
Es solo una foto, pero sus ojos parecen burlarse. Cierro el ordenador y echo la silla hacia atrás.
Si Santiago quiere comprar este terreno, deberá pasar antes por unos cuantos aros. Y si no está dispuesto a hacerlo, entonces puede irse al infierno.
LA LUZ del sol baña el patio del palacio con un pálido resplandor.
Los abedules que lo rodean forman un efecto de celosía en el suelo y en el hombre que se acerca a mí con grandes zancadas.
Llevo días preparándome para esto, para él. El informe de seguridad sobre el magnate español es extenso y detallado, tal y como yo solicité. Me confirmó gran parte de las cosas que yo había descubierto a través de mi propia búsqueda. Lleva una vida alocada e imprudente y no se preocupa de su reputación ni de su salud o, hasta donde yo sé, por ninguna persona. Santiago de Almodóvar es el tipo de hombre que detesto.
Su zancada es larga debido a su estatura, casi dos metros, por lo que se acerca a mí demasiado rápido. Me mira fijamente con aquellos ojos de un marrón intenso, casi dorado, como los de un lobo, enigmáticos y profundos. Parecía como si pudiera ver a través de mí.
Empasto una sonrisa helada en la cara. Va vestido de traje… más o menos. Lleva un pantalón azul marino, camisa blanca desabrochada al cuello y americana. Sin corbata. Resulta un atuendo sorprendentemente informal para un invitado al palacio de Sölla, pero el consejo de seguridad incluyó una nota advirtiendo que Santiago tenía muy poca consideración por las convenciones establecidas. Me pregunto si no será una herramienta que utiliza para confundir a la gente desde la primera reunión y así ganar ventaja en las negociaciones.
Cuando se acerca, espero que haga la reverencia que dicta mi rango. Él se detiene a medio metro de mí, y su sonrisa, también falsa, despierta sin saber por qué mariposas en mi interior. Busca mi mirada con la suya, y siento de pronto un escalofrío. Lo reprimo y, haciendo caso omiso a su falta de protocolo, extiendo la mano.
–Gracias por venir, señor de Almodóvar
–Princesa…
Pronuncia mi título con un acento ronco, cálido y especiado como el sol de Barcelona que alimentaba su alma cuando era niño. Otro escalofrío amenaza mi equilibrio, pero es sustituido rápidamente por un relámpago cuando curva su mano mucho más grande alrededor de la mía con firmeza y confianza. Su roce envía mil voltios de electricidad desde las yemas de mis dedos hasta el brazo y luego por todo el cuerpo. Necesito toda mi compostura para ocultar mi reacción, pero retiro la mano tan rápido como puedo y flexiono los dedos.
–Por favor –señalo hacia los escalones y trago saliva para disimular la ronquera en mi voz.
¿Por qué, de entre todas las personas del mundo, tengo que sentir una repentina atracción sexual por Santiago de Almodóvar? Tengo veinticuatro años y nunca he besado a un hombre. No es fácil salir con alguien cuando eres la única superviviente de la familia real Marlsdoven. Tal vez también influye saber que mis padres habían elegido a mi marido por mí, un matrimonio concertado antes de que yo naciera. Su mayor anhelo era que me casara con el hijo menor de sus amigos más cercanos. Yo me enteré poco después de que murieran, y tal vez fuera eso lo que me impidió relacionarme con nadie. Nunca había sentido una atracción que provocara chispas en mí.
¿Por qué este hombre?
¿Por qué ahora?
Aprieto los dientes, recordándome a mí misma todas las razones por las que necesito concentrarme. Su deseo de comprar valiosos terrenos de la corona y colocar un casino a la orilla del río de esta antigua y orgullosa ciudad es una amenaza a todo lo que me importa. Tengo que controlar esto.
–Bonito palacio –murmura cuando cruzamos por las enormes puertas doradas flanqueadas por un guardia vestido con el uniforme de gala.
El cumplido no suena ni remotamente genuino. En todo caso, parece una burla. Frunzo el ceño sorprendida, porque la mayoría de los invitados que vienen a Sölla están tan abrumados por las estancias milenarias y la grandiosa decoración, que tengo que trabajar horas extras para que se sientan cómodos antes de que podamos entablar una conversación sensata.
Pero este hombre tiene una gran riqueza personal. La cantidad que gana al año es superior al PIB total de mi país, así que deduzco que no es fácil impresionarlo.
No puedo evitar sentir una punzada burlona en mi interior. Porque una cosa es la riqueza y el lujo, y otra la historia. Pero ¿qué se puede esperar de un hombre que ha hecho su fortuna construyendo casinos donde la gente va a perder todo lo que gana y toda esperanza? Personas como mi tío, cuya adicción terminó costándole en última instancia la vida.
Aquel pensamiento me atraviesa, y por un segundo siento un pánico nauseabundo. Mis padres odiaban el juego. ¿Qué diría mi padre sobre construir un casino aquí en Marlsdoven?
Santiago no hace ningún amago de charla banal mientras le guío a través del gran vestíbulo hacia otro más estrecho pero no menos impresionante, flanqueado por retratos de la familia real con cientos de años de antigüedad.
Han preparado una sala para nuestra reunión, pero me doy cuenta del error nada más entrar, porque la sala no es grande, y aquí la presencia de Santiago resulta abrumadora. Se me acelera el pulso cuando me giro hacia él, mucho más consciente ahora de su presencia. No solo es alto, también es ancho, como un guerrero que se hiciera pasar por un hombre de negocios. Tengo la sensación de que podría domar a un león con sus propias manos. He visto docenas de fotos suyas, así que sabía que era guapo, pero hay matices que las cámaras no habían resaltado adecuadamente: por ejemplo, una cicatriz en la parte superior del labio que le da un aspecto ligeramente anguloso, y unas cuantas pecas en el puente de la nariz, apenas visibles debido a su piel bronceada. Tiene el cabello oscuro y grueso y ligeramente rizado en la nuca.
«Tratará de conseguir ventaja como pueda», me había advertido mi ayudante más cercana, Claudia. «No bajes la guardia».
–Alteza –dice entonces haciendo una reverencia la doncella que apareció en aquel instante–. ¿Sirvo ya el té?
–¿Le apetece tomar algo, señor Almodóvar? –pregunto girándome hacia mi invitado.
–Una cerveza –responde él al instante.
Me giro hacia la doncella
–Una cerveza para nuestro invitado y un té para mí, gracias.
No puedo evitar la sensación de que Santiago se está riendo de mí, y eso me molesta. Le indico con la mano los dos sillones colocados uno frente al otro al lado del enorme ventanal que enmarca una impresionante vista del río Laltussen.
Cuando él se sienta, lo hace como cabría esperar exactamente: sin asomo de respeto por el salón antiguo ni por su mobiliario. Se acomoda con las piernas abiertas y los codos apoyados en cada brazo mientras se inclina hacia delante. Yo me repliego casi automáticamente en mi propio sillón con las piernas muy juntas y las manos entrelazadas sobre el regazo. No podríamos ser más distintos. Él se siente completamente a gusto en su propio cuerpo; yo me he pasado la vida aprendiendo quién debo ser. A veces me pregunto si realmente sé quién soy realmente. ¿Quién podría haber sido si no hubiera nacido princesa, si las circunstancias no me hubieran convertido en el único miembro superviviente de la familia real a los diecisiete años?
Santiago me está mirando, esos ojos suyos me sobrepasan por un momento, así que olvido que está aquí a petición mía, que soy yo quien debo tomar las riendas de la reunión.
–He tenido la oportunidad de revisar su propuesta –digo con cautela. No quiero que mi voz revele mis verdaderos sentimientos, lo mucho que detesto la idea de tener aquí su monstruosidad de casino.
–¿Y qué le ha parecido, princesa? –pregunta él.
–Por favor, no tiene que llamarme así.
–¿Y cómo tengo que llamarla?
No soy una persona ceremoniosa, pero dudo en invitar a este hombre a usar mi nombre como lo haría normalmente. Necesito todos los límites que pueda establecer entre nosotros.
–La mayoría de mis invitados se refieren a mí como Alteza –señalo.
–¿Y eso es diferente a «princesa»? –pregunta Santiago mirándome con expresión cínica.
Yo desvío la vista hacia el río con gesto nervioso. Siento las mejillas sonrojadas.
–Digamos que estoy… más acostumbrada –murmuro obligándome a volver a mirarlo.
Al instante lamento haberlo hecho. Veo sus ojos clavados en mi cuello. ¿O es incluso más abajo, en la breve exposición de escote que deja al descubierto mi vestido?
El pulso se me acelera. No puedo negar lo que me hace sentir. Es como si me inundara la electricidad. Cierro los ojos por un momento para intentar recuperar el control. Cuando vuelvo a abrirlos, él me sigue mirando.
Se me acelera el pulso.
Entonces llaman a la puerta, una bienvenida intrusión. Me pongo de pie tensa y me acerco a ella. Otro miembro del personal está allí con una bandeja de plata en la mano. Hace una reverencia cuando me ve, pero antes de que pueda entrar, extiendo las manos para agarrar la bandeja. Ignoro su sorpresa y me giro con un solo movimiento. La puerta se cierra con un clic, dejándome a solas con Santiago. Coloco la bandeja en una mesa auxiliar y agarro el vaso alto de cerveza para acercárselo. Me tiemblan un poco las manos.
–Gracias, Alteza –murmura él con cierta sorna agarrándolo.
Vuelvo al lado de la bandeja y me sirvo una taza de té. No regreso a mi asiento. Está demasiado cerca de aquel hombre. Además, estar sentada no casa con mi estado de ánimo. Así que me dirijo a la ventana y miro hacia el río y hacia la ciudad que se extiende más allá.
–El proyecto es… ambicioso –esa no es ni por asomo la palabra que se me ocurre para describir su propuesta. Odio todo lo que está planeando.
–No más que muchos otros que he emprendido –responde él–. Este sería el primer casino de Marlsdoven, y usted no lo aprueba.
Suenan las alarmas en el fondo de mi mente. ¿Estará al tanto de lo de mi tío, o solo es una suposición?
–¿Por qué dice eso?
Santiago apura el vaso hasta la mitad antes de volver a dejarlo en la mesa.
–Las negociaciones han terminado. Su gobierno está listo para firmar.
–Esos terrenos pertenecen a la corona. El gobierno no puede firmar sin mi consentimiento.
En cuanto pronuncio la frase, me doy cuenta de que he hablado sin pensar.
–Y por eso ha organizado usted una reunión encubierta en el último momento, para evitar que el malvado promotor corrompa su pintoresco reino.
Siento una llamarada de fuego en mi interior. Mis labios se separan con un aliento de indignación; y agradezco tener la taza de té en la mano. No sé qué habría hecho en caso contrario. No recuerdo que me hayan hablado así nunca, con semejante falta de respeto, con tanto cinismo y antipatía.
–Esto no es una reunión encubierta –decido responder a la primera acusación. La segunda me resulta demasiado emocional, y no me fío de mí misma como para hablar de ello con sensatez–. Nada en mi vida está encubierto. Su nombre está en mi agenda diaria.
La incredulidad de Santiago resulta evidente.
–Se me ha indicado que entrara por la puerta de atrás del palacio, donde no hay presencia de fotógrafos.
Siento que se me pone un poco la piel de gallina, porque su observación es acertada. Aunque no es exactamente una reunión «encubierta», sí intenté mantenerla fuera del radar de la prensa.
–¿Te hubiera gustado que te hicieran fotos, Santiago? –pregunto a la defensiva.
Lo he llamado por su nombre de pila, y me doy cuenta de que me gusta cómo suena en mi boca.
–Yo no tengo ningún problema en que me cuelen en el palacio como si fuera un secreto vergonzoso, pero me parece revelador que hayas decidido que se hiciera así –dice él entonces, tuteándome también.
Ya da igual, la etiqueta ha quedado en segundo plano.
–No veo el sentido de anunciar tus intenciones a mi pueblo hasta que estemos seguros de que el proyecto va a salir adelante.
Santiago agarra el vaso de cerveza, lo apura antes de dejarlo sobre la mesa y se levanta con un movimiento ágil y elegante, caminando hacia mí antes de que pueda darme cuenta de lo que hace. No tengo tiempo de prepararme para su proximidad. Su loción para después del afeitado hace que se me acelere el pulso. Todas las hormonas de mi cuerpo bailan.
–Tu primer ministro está deseando que el proyecto se haga.
–Por supuesto. Vas a gastarte miles de millones de euros. Claro que está interesado.
–Pero a ti eso no te impresiona, ¿verdad? –pregunta mirando a su alrededor, como si quisiera enfatizar la riqueza que tengo al alcance de la mano.
Si él supiera… Nuestro pequeño país está lejos de ser próspero. La privatización de la mayoría de nuestros activos estatales tras la muerte de mis padres, cuando yo era demasiado joven e inexperta para entender lo que estaba ocurriendo a mis espaldas, significa que gran parte de nuestros ingresos se pagan a empresas extranjeras.
–La venta de tierras de la corona es un negocio difícil –murmuro recordando las lecciones que aprendí cuando tenía diecisiete años–. Cuando se venden, desaparecen. Todo tiene que estar estructurado para que las ventajas para el país superen la pérdida de este activo.
Santiago entrecierra los ojos.
–¿Y crees que ese no será el caso del casino?
«No. Los casinos son peligrosos». Me muerdo la lengua, porque sé lo contraproducente que sería confiar en la compasión y comprensión de este hombre.
–Podría ser –murmuró encogiéndome ligeramente de hombros.
El corazón me palpita con más fuerza a medida que nos acercamos al meollo de mi argumento. Yo quería impresionarle con la historia y la importancia cultural del país, pero él ha sido capaz de tocarme el nervio con mucha facilidad.
–Entonces hablemos, princesa. ¿Qué necesitas de mí?
QUÉ NECESITO de él?
Se me seca la boca mientras lucho por encontrar una respuesta. Mi cerebro está atascado, completamente abrumado por él. Así que, en lugar de centrarme en el asunto que tenemos entre manos, me doy cuenta de que estoy pensando en estirar el brazo y tocarlo para comprobar por mí misma que aquel amplio y musculoso pecho es tan firme como me lo imagino.
¿Qué diablos me está pasando?
–¿Y si repasamos tu propuesta? –sugiero, pensando que revisar contratos y papeles anulará el impacto que tiene en mí–. Así sería más fácil abordar mis preocupaciones.
–Podemos hacerlo –reconoce Santiago–. Pero primero me gustaría escuchar tus preocupaciones de tu boca. Ahora.
–¿Me estás dando órdenes? –respondo levantando una ceja.
–Oh, no se me ocurriría, Alteza –contesta a su vez Santiago con una pizca de sorna–. La única que da las órdenes aquí eres tú.
Siento que las mejillas me arden.
–No te pareces a nadie que haya conocido –la confesión se me escapa antes de que pueda detenerla.
–Me lo imagino. Seguramente la gente que viene a visitarte es muy complaciente.
Contengo el aliento ante su osadía.
–Creo que hemos empezado con mal pie, Santiago –murmuro tratando de encontrar un poco de control–. Tú no me conoces y yo no te conozco. No estás aquí para conocerme, y yo no tengo ningún interés en conocerte a ti. Lo que me importa es mi país, y el impacto que el megacomplejo de tu casino tendrá en la cultura de la zona.
Lo miro con los ojos entrecerrados, con la respiración entrecortada. Mi padre aparece en mi mente y siento un pánico que me revuelve el estómago. Siento que le estoy decepcionando.
–Así que tal vez deberíamos evitar cualquier observación personal y pasar a revisar los contratos, como te he sugerido.
–¿De verdad quieres evitar las observaciones personales? –pregunta él con suavidad.