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Este volumen de relatos contiene una serie de cuentos de la destacada autora gallega, los cuales son: El catecismo. El caballo blanco. La exangüe. La armadura. El Torreón de la Esperanza. El Palacio frío. El Templo. El milagro de la diosa Durga. Entre razas
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Veröffentlichungsjahr: 2020
Emilia Pardo Bazán
CUENTOS DE LA PATRIA
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 978-88-3295-617-7
Greenbooks editore
Edición digital
Febrero 2020
www.greenbooks-editore.com
Vengadora
El Catecismo
El caballo blanco
"La exangüe"
La armadura
El torreón de la esperanza
El palacio frío
El templo
El milagro de la diosa Durga
Entre razas
En aquellos días de angustia y zozobra, surcados por relámpagos de entusiasmo a los cuales seguía el negro horror de las tinieblas y la fatídica visión del desastre inmenso; en aquellos días que, a pesar de su lenta sucesión, parecían apocalípticos, hube de emprender un viaje a Andalucía, adonde me llamaban asuntos de interés. Al bajarme en una estación para almorzar, oí en el comedor de la fonda, a mis espaldas, gárrulo alboroto. Me volví, y ante una de las mesitas sin mantel en que se sirven desayunos, vi de pie a una mujer a quien insultaban dos o tres mozalbetes, mientras el camarero, servilleta al hombro, reía a carcajadas. Al punto comprendí: el marcado tipo extranjero de la viajera me lo explicó todo. Y sin darme cuenta de lo que hacía, corrí a situarme al lado de la insultada, y grité resuelto:
-¿Qué tienen ustedes que decir a esta señora?
Porque a mí pueden dirigirse.
Dos se retiraron, tartamudeando; otro, colérico, me replicó:
-Mejor haría usted, ¡barajas!, en defender a su país que a los espías que andan por él sacando dibujos y tomando notas.
Mi actitud, mi semblante, debían de ser imponentes cuando me lancé sobre el que así me increpaba. La indignación duplicó mis fuerzas, y a bofetones le arrollé hasta el extremo del comedor. No me formo idea exacta de lo que sucedió después; recuerdo que nos separaron, que la campana del tren sonó apremiante avisando la salida, que corrí para no quedarme en tierra, y que ya en el andén divisé a la viajera entre un compacto grupo que me pareció hostil; que me entré por él a codazos, que le ofrecí el brazo y la ayudé para que subiese a mi departamento; que ya el tren oscilaba, y que al arrancar con brío escuché dos o tres silbidos, procedentes del grupo...
Sólo entonces acudió la reflexión: pero no me arrepentí de mis arrestos, y únicamente me pregunté por qué había metido en mi departamento a la viajera causa del conflicto. ¿Para protegerla mejor quizás?... ¿Quizás para hablar con ella a mis anchas y esclarecer mis dudas, averiguando si, en efecto, era una traidora enemiga? Lo primero que hice fue examinarla despacio, mientras ella se acomodaba y colocaba su raído saquillo en la red. Anglosajona, saltaba a la vista: la marca étnica no podía desmentirse. Carecía de belleza: sus facciones sin frescura, sus ojos amarillentos, su cuerpo desgarbado, su talle plano, le quitaban toda gracia perturbadora. Y para que me sedujese menos, bastó el movimiento que hizo al volverse hacia mí y tenderme virilmente una mano huesuda y rojiza, que estrechó la mía, sacudiéndola. Con voz, eso sí, muy timbrada y dulce, la extranjera pronunció:
-Gracias, señor; mil gracias.
Confuso, disculpé mi rasgo:
-Yo no podía consentir aquella barbaridad. De seguro que usted no espía, señora; acaso ni es usted americana siquiera. Inglesa, ¿verdad?
-¡Ah! No, señor. Soy, en efecto, yanqui.
Y al notar que me estremecía, añadió, alzando el brazo y cogiendo su saquillo:
-Pero no soy espía. Vea mi álbum y mis dibujos.
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