Cuentos de la patria - Emilia Pardo Bazán - E-Book

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Emilia Pardo Bazán

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Beschreibung

en aquellos dias de angustia y zozobra, surcados por relampagos de entusiasmo a los cuales seguia el negro horror de las tinieblas y la fatidica vision del desastre inmenso; en aquellos dias que, a pesar de su lenta sucesion, parecian apocalipticos, hube de emprender un viaje a Andalucia, adonde me llamaban asuntos de interes.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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Cuentos de la patria

de

Emilia Pardo Bazán

INDICE

Cuentos de la patria

Vengadora

El Catecismo

El caballo blanco

"La exangüe"

La armadura

El torreón de la esperanza

El palacio frío

El templo

El milagro de la diosa Durga

Entre razas

Vengadora

En aquellos días de angustia y zozobra, surcados por relámpagos de entusiasmo a los cuales seguía el negro horror de las tinieblas y la fatídica visión del desastre inmenso; en aquellos días que, a pesar de su lenta suce-sión, parecían apocalípticos, hube de emprender un viaje a Andalucía, adonde me llamaban asuntos de interés. Al bajarme en una estación para almorzar, oí en el comedor de la fonda, a mis espaldas, gárrulo alboroto. Me volví, y ante una de las mesitas sin mantel en que se sirven desayunos, vi de pie a una mujer a quien insultaban dos o tres mozalbetes, mientras el camarero, servilleta al hombro, reía a carcajadas. Al punto comprendí: el marcado tipo extranjero de la viajera me lo explicó todo. Y sin darme cuenta de lo que hacía, corrí a situarme al lado de la insultada, y grité resuelto:

-¿Qué tienen ustedes que decir a esta se-

ñora? Porque a mí pueden dirigirse.

Dos se retiraron, tartamudeando; otro, colérico, me replicó:

-Mejor haría usted, ¡barajas!, en defender a su país que a los espías que andan por él sacando dibujos y tomando notas.

Mi actitud, mi semblante, debían de ser imponentes cuando me lancé sobre el que así me increpaba. La indignación duplicó mis fuerzas, y a bofetones le arrollé hasta el extremo del comedor. No me formo idea exacta de lo que sucedió después; recuerdo que nos separaron, que la campana del tren sonó apremiante avisando la salida, que corrí para no quedarme en tierra, y que ya en el andén divisé a la viajera entre un compacto grupo que me pareció hostil; que me entré por él a codazos, que le ofrecí el brazo y la ayudé para que subiese a mi departamento; que ya el tren oscilaba, y que al arrancar con brío escuché dos o tres silbidos, procedentes del grupo...

Sólo entonces acudió la reflexión: pero no me arrepentí de mis arrestos, y únicamente me pregunté por qué había metido en mi departamento a la viajera causa del conflicto.

¿Para protegerla mejor quizás?... ¿Quizás pa-ra hablar con ella a mis anchas y esclarecer mis dudas, averiguando si, en efecto, era una traidora enemiga? Lo primero que hice fue examinarla despacio, mientras ella se acomo-daba y colocaba su raído saquillo en la red.

Anglosajona, saltaba a la vista: la marca étni-ca no podía desmentirse. Carecía de belleza: sus facciones sin frescura, sus ojos amarillen-tos, su cuerpo desgarbado, su talle plano, le quitaban toda gracia perturbadora. Y para que me sedujese menos, bastó el movimiento que hizo al volverse hacia mí y tenderme virilmen-te una mano huesuda y rojiza, que estrechó la mía, sacudiéndola. Con voz, eso sí, muy tim-brada y dulce, la extranjera pronunció:

-Gracias, señor; mil gracias.

Confuso, disculpé mi rasgo:

-Yo no podía consentir aquella barbari-dad. De seguro que usted no espía, señora; acaso ni es usted americana siquiera. Inglesa,

¿verdad?

-¡Ah! No, señor. Soy, en efecto, yanqui.

Y al notar que me estremecía, añadió, alzando el brazo y cogiendo su saquillo:

-Pero no soy espía. Vea mi álbum y mis dibujos.

Hojeé el álbum. Estaba atestado de apun-tes arquitectónicos y croquis de tipos pinto-rescos: una ventana florida, una reja salomó-

nica, un borriquillo, un paleto...

-¿Es usted artista?

-Muy poco...; mera afición... Por mi oficio: soy "tipógrafo". Trabajo..., es decir, trabajaba, en una imprenta de Boston. Ahora no sé qué haré.

Mi curiosidad se inflamó. Adiviné un misterio, y me prometí aclararlo. La voz de mi protegida tenía tan blandas inflexiones, sus pupilas estaban tan húmedas de gratitud al encontrarse con las mías, que pensé: "Por un momento eres dueño de esta mujer. Aprove-cha este instante y sorprende su alma, desdeñando el barro que la envuelve; es más gloriosa siempre una conquista del espíritu."

Con diplomacia suma, murmuré, inclinándome:

-No. Temo que crea usted que quiero co-brarme de tan insignificante servicio como el que tuve la suerte de prestarle...

La extranjera calló; pero un tinte rosado, vivo, fluido, se esparció por su marchito rostro, embelleciéndolo... Era un arrebol de alegría, de ilusión, de agradecimiento pasional ante frases de galante respeto, que acaso por vez primera resonaban en sus oídos. La vi llevarse la mano al corazón, y, fingiéndome distraído, noté que me miraba de un modo expresivo, afanoso. La voz de plata se elevó conmovida:

-Pues prefiero contarle lo que me pasa, si no le molesta... Tal vez, después de oírme, ya no me tendrá nunca por una espía.

Solícito, y demostrando rendimiento, me acerqué, no sin arrojar antes el cigarro que acababa de encender en aquel instante.

-No soy espía -declaró ella lentamente-, y no puedo serlo porque detesto el sentimiento patriótico, opuesto a la fraternidad universal.

La guerra entre naciones... la repruebo. ¡Los pobres, luchando y muriendo...; los poderosos, recogiendo el honor y el fruto!... Sin embargo, señor..., a esa gente que me insultaba la perdono; comprendo su ceguedad; casi admiro su furia... ¿Qué pensarían si supiesen...?

Aquí se detuvo, y apoyando uno de sus dedos huesudos sobre los labios, me reco-mendó discreción acerca de lo que iba a revelar.

-Si supiesen... que vengo trayendo un ramo de oliva al través del Atlántico..., a pro-poner la alianza de los oprimidos y los mise-rables de allá a los de aquí. Mi conocimiento del español, debido a que pasé años de mi niñez en Méjico, hizo que me escogiesen para esta misión... He explorado el terreno en las comarcas obreras y mineras...

Después de breve pausa:

-Va usted a oír una cosa rara... En Espa-

ña casi he perdido la fe, "mi fe"... No veo la urgencia de ciertas medidas que "allá" aplica-remos inmediatamente, antes que crezca el monstruo del militarismo y la fuerza nos sub-yugue. Aquí no existen esas horribles desigualdades, esas colosales desproporciones entre la suerte de los hombres. Aquí no noto la tiranía del dinero ni la insensatez del gastar y del gozar, basada en la brutalidad ciega del millón de millones. Aquí no hay Cresos que, como nuestro Rockefeller..., ¿no sabe usted?, el rey del petróleo..., o Astor, el rey de las minas..., sudan oro y se burlan de Dios... En nuestro país domina la abominación de la ri-queza..., se alza el ídolo de metal..., y allí, y no aquí, es donde la justicia debe hacer su oficio... ¡Y justicia haremos! ¡Se lo prometo a usted! ¡Y pronto! ¡Ah! ¡España! Yo la adoro...

Es muy pobre, muy noble, muy simpática, muy sencilla... ¡Nada contra España! Este será mi consejo, señor... Aquí no he encon-trado la miseria negra... No siento impulsos de destruir..., ¡y soy feliz, tan feliz! ¡Si usted supiese...!

Irradiaban las pupilas de la sectaria, y su pecho liso y sin morbidez anhelaba, palpitaba de entusiasmo. Comprendí el error que había hecho confundir a la fanática de la Humanidad con la fanática del patriotismo; a la "insatisfe-cha" con la espía. Entre tanto, el tren avanzaba, tragan [...]