Cuentos de Marineda - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Cuentos de Marineda E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Beschreibung

Cuentos de Marineda es una recopilación de cuentos cortos de Emilia Pardo Bazán, género prolífico por excelencia en ella, llegando a publicar más de seiscientos a lo largo de su vida. -

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Seitenzahl: 111

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Emilia Pardo Bazán

Cuentos de Marineda

 

Saga

Cuentos de Marineda

 

Copyright © 1915, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726685374

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

POR EL ARTE

Mientras residí en la corte desempeñando mi modesto empleo de doce mil en las oficinas de Hacienda, pocas noches recuerdo haber faltado al paraíso del teatro Real. La módica suma de una peseta cincuenta, sin contrapeso de gasto de guantes ni camisa planchada -porque en aquella penumbra discreta y bienhechora no se echan de ver ciertos detalles-, me proporcionaba horas tan dulces, que las cuento entre las mejores de mi vida.

Durante el acto, inclinado sobre el antepecho o sobre el hombro del prójimo, con los ojos entornados, a fuer de dilettante cabal, me dejaba penetrar por el goce exquisito de la música, cuyas ondas me envolvían en una atmósfera encantada. Había óperas que eran para mí un continuo transporte: Hugonotes, Africana, Puritanos, Fausto, y cuando fue refinándose mi inteligencia musical, El Profeta, Roberto, Don Juan y Lohengrin. Digo que cuando se fue refinando mi inteligencia, porque en los primeros tiempos era yo un porro que disfrutaba de la música neciamente, a la buena de Dios, ignorando las sutiles e intrincadas razones en virtud de las cuales debía gustarme o disgustarme la ópera que estaba oyendo. Hasta confieso con rubor que empecé por encontrar sumamente agradables las partituras italianas, que preferí lo que se pega al oído, que fui admirador de Donizetti, amigo de Bellini, y aun me dejé cazar en las redes de Verdi. Pero no podía durar mucho mi insipiencia; en el paraíso

me rodeaba de un claustro pleno de doctores que ponían cátedra gratis, pereciéndose por abrir los ojos y enseñar y convencer a todo bicho viviente. Mi rincón favorito y acostumbrado, hacia el extremo de la derecha, era, por casualidad, el más frecuentado de sabios; la facultad salmantina, digámoslo así, del paraíso. Allí se derramaba ciencia a borbotones y, al calor de las encarnizadas disputas, se desasnaban en seguida los novatos. Detrás de mí solía sentarse Magrujo, revistero de El Harpa -periódico semiclandestino-, cuyo suspirado y jamás cumplido ideal era una butaca de favor, para darse tono y lucir cierto frac picado de polilla y asaz anticuado de corte. A este Magrujo competía ilustrarnos acerca de si las "entradas" y "salidas" de los cantantes iban como Dios manda; y desempeñaba su cometido como un gerifalte, por más que una noche le pusieron en visible apuro preguntándole qué cosa era un semitono y en qué consistía el intríngulis de cantar sfogatto. A mi izquierda

estaba Dóriga, un chico flaco, ayudante de una cátedra de Medicina, el cual tenía el raro mérito de no oír nunca a los cantantes, sino a la orquesta, y para eso, de no oírla en conjunto, sino a cada instrumento por su lado, de manera que, al caer el telón, nos tarareaba pianísimo, con entusiasmo loco, los compases, ¡morrocotudos! de los violines antes del aria del tenor, o las notas ¡de buten!, que tiene el corno inglés después del coro de sacerdotes, verbigracia. Un poco más lejos, silencioso y mamando el puño de su bastón, que era una esfera de níquel, veíamos a don Saturnino Armero, oráculo respetadísimo, ya porque sólo hablaba en contadas ocasiones y para resolver las disputas de mayor cuantía, ya porque era uno de esos maniáticos de arte que tienen la habilidad de meterse por el ojo de una aguja en casa de las eminencias más ariscas e inaccesibles, y ahí le tienen ustedes íntimo amigo de Arrieta, y de Sarasate, y de Gayarre y de Uetam y de Monasterio, y él sabía antes que

nadie el tren por que llegaba la Patti a Madrid, y esperaba a la diva en el andén, y a él le confiaba la Reszké la cartera de viaje, para que hiciese el favor de llevársela hasta su domicilio, y él asistía a las conversaciones más privadas, siempre silencioso y mamando el puño del bastón, pero oyendo con toda su alma, sin pestañear siquiera, adquiriendo conocimientos profundos y erudición peregrina y datos siempre nuevos. Este mortal iniciado podía disfrutar butaca gratis, pues desde el empresario hasta el último tramoyista, todo el mundo era amigo de don Saturnino Armero; pero iba al paraíso por no mudarse camisa después de embaular el garbanzo.

Quien más alborotaba el corro era Gonzalo de la Cerda, teniente de Estado Mayor, con puntas y collares de artista. Éste no venía siempre a las altas regiones; muchas noches le veíamos en las butacas luciendo su linda y afeminada figura y su blanquísima pechera, y no dando punto de reposo a los gemelos. Cuando subía a compartir nuestra oscuridad, se armaba un alboroto, una Babel de discusiones, que no nos entendíamos. Porque La Cerda, de puro quintaesenciado y sabihondo que era en asuntos de música, nos traía mareados a todos, diciendo cosas muy raras. Aseguraba formalmente que el peor modo de entender y apreciar una ópera era oírla cantar. Eso se queda para el profano vulgo; los verdaderos inteligentes no gozan con que les interpreten otros las grandes páginas; han de traducirlas ellos, sin intermediario, en silencio absoluto, leyéndolas con el cerebro y el pensamiento, lo mismo que se lee un libro, el cual no hay duda que se entiende mucho mejor leyéndolo para sí que si nos lo lee otra persona.

-Según eso -le replicábamos- el verdadero placer de la música, ¿lo saborean principalmente los sordos?

Contábanos, además, La Cerda que él se pasaba horas larguísimas, desde la una hasta las cuatro de la madrugada, acostado, con la luz encendida, la partitura, sinfonía o sonata sobre el estómago, interpreta que te interpretarás, tan absorto, que se creía en el quinto cielo.

-Entonces, ¿para qué viene usted aquí? -le gritaban todo el corro unánime.

-Para que no me lo cuenten. Y tampoco se viene siempre al teatro por la función, contestaba sonriendo, mientras las vecinitas (teníamos por allí dos o tres de recibo) hacían que se ruborizaban, dándose aire muy aprisa con el abanico japonés.

Aún chillábamos y aturdíamos más a La Cerda por su inexorable modo de maltratar nuestras óperas preferidas. Aida le parecía una rapsodia, una cosa que "no le había resultado" a Verdi; Rigoletto, un mal melodrama; Somnámbula, arrope manchego; Fausto, una zarzuela. Esto fue lo que acabó de sulfurarnos. ¡Una zarzuela, Fausto, el Fausto de Gounod! ¡La ópera que siempre llenaba el paraíso; la que sabíamos todos de memoria y tarareábamos enterita desde la sinfonía hasta la apoteosis final! Y nada, él firme en que era una zarzuela -"una mala zarzuela", añadía con descaro-, falta de inspiración, de seriedad y de frescura. En prueba de este aserto, canturreaba algunos motivos de Fausto, que, efectivamente, se encuentran en zarzuelas antiguas: a lo cual replicábamos nosotros entonando motivos también zarzueleros y hasta callejeros y flamencos, que, sobre poco más o menos, pueden encontrarse en el Don Juan, de Mozart; con lo cual imaginábamos aplastarle, porque el Don Juan era para nosotros la autoridad suprema, la ópera indiscutible; lo demás podía ponerse en tela de juicio; pero al nombrar Don Juan, boca abajo todo el mundo. Vimos, sin embargo, con indignación profunda, que ni ese sagrado respetaba el iconoclasta de La Cerda. Para él, Don Juan era una ópera riquísima en temas y asuntos, pero mal trabada y defectuosa en su composición; algo parecido a esos libros gruesos, tesoro de noticias eruditas, y que nadie lee enteros; únicamente se archivan en las bibliotecas, como obras de consulta, para hojearlos si ocurre.

Cuando le preguntábamos a La Cerda si había alguna ópera que él considerase perfecta, digna de proponerse hoy por modelo, solía citarnos las de Wagner y también otras de compositores franceses, como Massenet, Bizet, etc. -que para mí ni son carne ni pescado-. Ello es que entre la feroz intransigencia del iconoclasta, la crítica parcial de Dóriga, las observaciones de Magrujo y las escasas, pero contundentes advertencias de don Saturnino, yo iba ilustrando mi criterio, y ya casi me juzgaba doctor en estética musical. En el dichoso rincón llovían maestros. Cada cual tenía su especialidad: el uno se sabía de memoria las óperas, y en el entreacto nos cantaba todo el acto pasado y el futuro; el otro estaba fuerte en argumentos: sabía al dedillo la letra de los recitados, y por él nos enterábamos de lo que decía el coro, y del motivo por qué andaba tan furioso el tenor, o la tiple tan melancólica; el de más allá despuntaba en la crónica de entre bastidores, y nos revelaba secretos psicofísicos, que son clave de muchas ronqueras, de varios catarros y de ciertos "gallos" intempestivos. Insensiblemente, con los "elementos que cada cual aportaba", tomando de aquí y de acullá, a todos se nos formaba el gusto y se nos desarrollaba de un modo portentoso el chichón de la filarmonía. Añádase a esto el grato calor de intimidad que en el paraíso une a gentes que, acabada la temporada de ópera, no vuelven a verse en todo el año; el gusto de estar en contacto perpetuo con hermosas cursis, tan amables que, mientras llegaba, me guardaban el sitio, colocando en él sus abrigos para señal; la sección de chismografía y despellejamiento de las damas de alto coturno que, a vista de pájaro, distinguíamos tan orondas, y a veces tan aburridas, en sus palcos forrados de carmesí, entre un mar de caliente luz y un vago centelleo de pedrerías; el placer de sudar mientras fuera nevaba; otras mil ventajas y atractivos que el paraíso reúne, y diga cualquiera si no había yo de pasarlo bien en mi rinconcito.

Por desgracia, el amigo de un diputado poderoso codició mi puesto en la oficina y en la corte, y como favor especial se me dio a escoger entre la traslación o la cesantía. Claro que me agarré a lo primero con dientes y uñas; pero se me partía el corazón al despedirme de mi paradisíaca banqueta. Pude lograr ir a Marineda de Cantabria, capital de provincia afamada por su buen clima y su próspero comercio, y donde con mi sueldecillo y mis metódicas aficiones, que ya iban siendo de solterón empedernido e incurable, esperaba llevar una existencia apacible y pálida, sin alegrías ni disgustos de marca mayor, cumpliendo mi obligación y procurando no meterme con nadie; en suma, vegetar, que es mi humilde aspiración de hombre oscuro, resignado a no dejar huella grande ni chica en la memoria de sus semejantes.

Instaléme en una casita de huéspedes de las de poco trapío, aunque céntrica y regida por patrona agasajadora y afable, y arreglé como un cronómetro mis quehaceres y mis horas. Mañana y tarde, a la oficina; un paseo antes de anochecer, por las Filas y calle Mayor; al café y al Casino de la Amistad un rato, así que se encendía luz, para leer los periódicos y echar un párrafo con los conocidos; y a las once, a casa, donde me esperaba mi camita de hierro, a cada paso más solitaria y melancólica...

Es infalible que al poco tiempo de residir en provincia, todo hombre de bien se siente inclinado al matrimonio y echa de menos los "purísimos goces del hogar". La situación del soltero, considerado "partido", "proporción" o "colocación" para las niñas, se pasa de comprometida y difícil en pueblos semejantes a Marineda. Por todas partes se le tienden lazos, se le asestan flecheras miradas y tiernas sonrisas; los amigos casados -supongo que con la intención de un miura- le asaetean a bromas incitándole a entrar en el gremio; las mamás y papás le dedican peligrosas amabilidades o, si la niña es rica, le obsequian con inesperados sofiones; pero, sobre todo, el tedio, la insufrible pesadez de la vida angosta le producen eso que ahora llaman "sugestión", y le incitan a acurrucarse en un caliente nido familiar que se supone asilo de la dicha, sin que para esta ilusión, como para las demás humanas, haya escarmiento posible en cabeza ajena. En mí influía especialmente el aburrimiento

de las noches. Porque ni el Casino de la Amistad, con sus mesas de tresillo y su gabinete de lectura, ni otros pequeños centros de reunión que se formaban en cafés, boticas y tiendas, equivalían, desde que empezaron las largas y lluviosas veladas de otoño, a mi querido paraíso.