Cuentos de Marineda - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Cuentos de Marineda E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Beschreibung

Mientras residi en la corte desempeñando mi modesto empleo de doce mil en las oficinas de Hacienda, pocas noches recuerdo haber faltado al paraiso del teatro Real. La modica suma de una peseta cincuenta, sin contrapeso de gasto de guantes ni camisa planchada -porque en aquella penumbra discreta y bienhechora no se echan de ver ciertos detalles-, me proporcionaba horas tan dulces, que las cuento entre las mejores de mi vida.

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Cuentos de Marineda

de

Emilia Pardo Bazán

Por el arte

Mientras residí en la corte desempeñando mi modesto empleo de doce mil en las oficinas de Hacienda, pocas noches recuerdo haber faltado al paraíso del teatro Real. La módica suma de una peseta cincuenta, sin contrapeso de gasto de guantes ni camisa planchada -porque en aquella penumbra discreta y bienhechora no se echan de ver ciertos detalles-, me proporcionaba horas tan dulces, que las cuento entre las mejores de mi vida.

Durante el acto, inclinado sobre el ante-pecho o sobre el hombro del prójimo, con los ojos entornados, a fuer de dilettante cabal, me dejaba penetrar por el goce exquisito de la música, cuyas ondas me envolvían en una atmósfera encantada. Había óperas que eran para mí un continuo transporte: Hugonotes, Africana, Puritanos, Fausto, y cuando fue refinándose mi inteligencia musical, El Profeta, Roberto, Don Juan y Lohengrin. Digo que cuando se fue refinando mi inteligencia, porque en los primeros tiempos era yo un porro que disfrutaba de la música neciamente, a la buena de Dios, ignorando las sutiles e intrin-cadas razones en virtud de las cuales debía gustarme o disgustarme la ópera que estaba oyendo. Hasta confieso con rubor que empecé por encontrar sumamente agradables las partituras italianas, que preferí lo que se pega al oído, que fui admirador de Donizetti, amigo de Bellini, y aun me dejé cazar en las redes de Verdi. Pero no podía durar mucho mi insi-piencia; en el paraíso me rodeaba de un claustro pleno de doctores que ponían cátedra gratis, pereciéndose por abrir los ojos y ense-

ñar y convencer a todo bicho viviente. Mi rincón favorito y acostumbrado, hacia el extremo de la derecha, era, por casualidad, el más frecuentado de sabios; la facultad salmantina, digámoslo así, del paraíso. Allí se derramaba ciencia a borbotones y, al calor de las encar-nizadas disputas, se desasnaban en seguida los novatos. Detrás de mí solía sentarse Magrujo, revistero de El Harpa -periódico semi-clandestino-, cuyo suspirado y jamás cumplido ideal era una butaca de favor, para darse tono y lucir cierto frac picado de polilla y asaz anticuado de corte. A este Magrujo competía ilustrarnos acerca de si las "entradas" y "salidas" de los cantantes iban como Dios manda; y desempeñaba su cometido como un gerifal-te, por más que una noche le pusieron en visible apuro preguntándole qué cosa era un semitono y en qué consistía el intríngulis de cantar sfogatto. A mi izquierda estaba Dóriga, un chico flaco, ayudante de una cátedra de Medicina, el cual tenía el raro mérito de no oír nunca a los cantantes, sino a la orquesta, y para eso, de no oírla en conjunto, sino a cada instrumento por su lado, de manera que, al caer el telón, nos tarareaba pianísimo, con entusiasmo loco, los compases, ¡morrocotu-dos! de los violines antes del aria del tenor, o las notas ¡de buten!, que tiene el corno inglés después del coro de sacerdotes, verbigracia.

Un poco más lejos, silencioso y mamando el puño de su bastón, que era una esfera de níquel, veíamos a don Saturnino Armero, orá-

culo respetadísimo, ya porque sólo hablaba en contadas ocasiones y para resolver las disputas de mayor cuantía, ya porque era uno de esos maniáticos de arte que tienen la habilidad de meterse por el ojo de una aguja en casa de las eminencias más ariscas e inacce-sibles, y ahí le tienen ustedes íntimo amigo de Arrieta, y de Sarasate, y de Gayarre y de Ue-tam y de Monasterio, y él sabía antes que nadie el tren por que llegaba la Patti a Madrid, y esperaba a la diva en el andén, y a él le confiaba la Reszké la cartera de viaje, para que hiciese el favor de llevársela hasta su domicilio, y él asistía a las conversaciones más privadas, siempre silencioso y mamando el puño del bastón, pero oyendo con toda su alma, sin pestañear siquiera, adquiriendo conocimientos profundos y erudición peregrina y datos siempre nuevos. Este mortal iniciado podía disfrutar butaca gratis, pues desde el empresario hasta el último tramoyista, todo el mundo era amigo de don Saturnino Armero; pero iba al paraíso por no mudarse camisa después de embaular el garbanzo.

Quien más alborotaba el corro era Gonzalo de la Cerda, teniente de Estado Mayor, con puntas y collares de artista. Éste no venía siempre a las altas regiones; muchas noches le veíamos en las butacas luciendo su linda y afeminada figura y su blanquísima pechera, y no dando punto de reposo a los gemelos.

Cuando subía a compartir nuestra oscuridad, se armaba un alboroto, una Babel de discusiones, que no nos entendíamos. Porque La Cerda, de puro quintaesenciado y sabihondo que era en asuntos de música, nos traía mareados a todos, diciendo cosas muy raras.

Aseguraba formalmente que el peor modo de entender y apreciar una ópera era oírla cantar. Eso se queda para el profano vulgo; los verdaderos inteligentes no gozan con que les interpreten otros las grandes páginas; han de traducirlas ellos, sin intermediario, en silencio absoluto, leyéndolas con el cerebro y el pensamiento, lo mismo que se lee un libro, el cual no hay duda que se entiende mucho mejor leyéndolo para sí que si nos lo lee otra persona.

-Según eso -le replicábamos- el verdadero placer de la música, ¿lo saborean principalmente los sordos?

Contábanos, además, La Cerda que él se pasaba horas larguísimas, desde la una hasta las cuatro de la madrugada, acostado, con la luz encendida, la partitura, sinfonía o sonata sobre el estómago, interpreta que te interpre-tarás, tan absorto, que se creía en el quinto cielo.

-Entonces, ¿para qué viene usted aquí? -

le gritaban todo el corro unánime.

-Para que no me lo cuenten. Y tampoco se viene siempre al teatro por la función, contestaba sonriendo, mientras las vecinitas (te-níamos por allí dos o tres de recibo) hacían que se ruborizaban, dándose aire muy aprisa con el abanico japonés.

Aún chillábamos y aturdíamos más a La Cerda por su inexorable modo de maltratar nuestras óperas preferidas. Aida le parecía una rapsodia, una cosa que "no le había re-sultado" a Verdi; Rigoletto, un mal melodra-ma; Somnámbula, arrope manchego; Fausto, una zarzuela. Esto fue lo que acabó de sulfu-rarnos. ¡Una zarzuela, Fausto, el Fausto de Gounod! ¡La ópera que siempre llenaba el paraíso; la que sabíamos todos de memoria y tarareábamos enterita desde la sinfonía hasta la apoteosis final! Y nada, él firme en que era una zarzuela -"una mala zarzuela", añadía con descaro-, falta de inspiración, de seriedad y de frescura. En prueba de este aserto, can-turreaba algunos motivos de Fausto, que, efectivamente, se encuentran en zarzuelas antiguas: a lo cual replicábamos nosotros en-tonando motivos también zarzueleros y hasta callejeros y flamencos, que, sobre poco más o menos, pueden encontrarse en el Don Juan, de Mozart; con lo cual imaginábamos aplas-tarle, porque el Don Juan era para nosotros la autoridad suprema, la ópera indiscutible; lo demás podía ponerse en tela de juicio; pero al nombrar Don Juan, boca abajo todo el mundo. Vimos, sin embargo, con indignación profunda, que ni ese sagrado respetaba el iconoclasta de La Cerda. Para él, Don Juan era una ópera riquísima en temas y asuntos, pero mal trabada y defectuosa en su composición; algo parecido a esos libros gruesos, tesoro de noticias eruditas, y que nadie lee enteros; únicamente se archivan en las bibliotecas, como obras de consulta, para hojearlos si ocurre.

Cuando le preguntábamos a La Cerda si había alguna ópera que él considerase perfecta, digna de proponerse hoy por modelo, solía citarnos las de Wagner y también otras de compositores franceses, como Massenet, Bi-zet, etc. -que para mí ni son carne ni pescado-. Ello es que entre la feroz intransigencia del iconoclasta, la crítica parcial de Dóriga, las observaciones de Magrujo y las escasas, pero contundentes advertencias de don Saturnino, yo iba ilustrando mi criterio, y ya casi me juzgaba doctor en estética musical. En el dichoso rincón llovían maestros. Cada cual tenía su especialidad: el uno se sabía de memoria las óperas, y en el entreacto nos cantaba todo el acto pasado y el futuro; el otro estaba fuerte en argumentos: sabía al dedillo la letra de los recitados, y por él nos enterábamos de lo que decía el coro, y del motivo por qué andaba tan furioso el tenor, o la tiple tan melancólica; el de más allá despuntaba en la crónica de entre bastidores, y nos revelaba secretos psi-cofísicos, que son clave de muchas ronqueras, de varios catarros y de ciertos "gallos" intem-pestivos. Insensiblemente, con los "elementos que cada cual aportaba", tomando de aquí y de acullá, a todos se nos formaba el gusto y se nos desarrollaba de un modo portentoso el chichón de la filarmonía. Añádase a esto el grato calor de intimidad que en el paraíso une a gentes que, acabada la temporada de ópe-ra, no vuelven a verse en todo el año; el gusto de estar en contacto perpetuo con hermosas cursis, tan amables que, mientras llegaba, me guardaban el sitio, colocando en él sus abrigos para señal; la sección de chismografía y despellejamiento de las damas de alto co-turno que, a vista de pájaro, distinguíamos tan orondas, y a veces tan aburridas, en sus palcos forrados de carmesí, entre un mar de caliente luz y un vago centelleo de pedrerías; el placer de sudar mientras fuera nevaba; otras mil ventajas y atractivos que el paraíso reúne, y diga cualquiera si no había yo de pasarlo bien en mi rinconcito.

Por desgracia, el amigo de un diputado poderoso codició mi puesto en la oficina y en la corte, y como favor especial se me dio a escoger entre la traslación o la cesantía. Claro que me agarré a lo primero con dientes y uñas; pero se me partía el corazón al despe-dirme de mi paradisíaca banqueta. Pude lo-grar ir a Marineda de Cantabria, capital de provincia afamada por su buen clima y su próspero comercio, y donde con mi sueldecillo y mis metódicas aficiones, que ya iban siendo de solterón empedernido e incurable, esperaba llevar una existencia apacible y pálida, sin alegrías ni disgustos de marca mayor, cum-pliendo mi obligación y procurando no me-terme con nadie; en suma, vegetar, que es mi humilde aspiración de hombre oscuro, resignado a no dejar huella grande ni chica en la memoria de sus semejantes.

Instaléme en una casita de huéspedes de las de poco trapío, aunque céntrica y regida por patrona agasajadora y afable, y arreglé como un cronómetro mis quehaceres y mis horas. Mañana y tarde, a la oficina; un paseo antes de anochecer, por las Filas y calle Mayor; al café y al Casino de la Amistad un rato, así que se encendía luz, para leer los periódicos y echar un párrafo con los conocidos; y a las once, a casa, donde me esperaba mi cami-ta de hierro, a cada paso más solitaria y melancólica...

Es infalible que al poco tiempo de residir en provincia, todo hombre de bien se siente inclinado al matrimonio y echa de menos los

"purísimos goces del hogar". La situación del soltero, considerado "partido", "proporción" o

"colocación" para las niñas, se pasa de comprometida y difícil en pueblos semejantes a Marineda. Por todas partes se le tienden lazos, se le asestan flecheras miradas y tiernas sonrisas; los amigos casados -supongo que con la intención de un miura- le asaetean a bromas incitándole a entrar en el gremio; las mamás y papás le dedican peligrosas amabili-dades o, si la niña es rica, le obsequian con inesperados sofiones; pero, sobre todo, el tedio, la insufrible pesadez de la vida angosta le producen eso que ahora llaman "suges-tión", y le incitan a acurrucarse en un caliente nido familiar que se supone asilo de la dicha, sin que para esta ilusión, como para las de-más humanas, haya escarmiento posible en cabeza ajena. En mí influía especialmente el aburrimiento de las noches. Porque ni el Casino de la Amistad, con sus mesas de tresillo y su gabinete de lectura, ni otros pequeños centros de reunión que se formaban en cafés, boticas y tiendas, equivalían, desde que empezaron las largas y lluviosas veladas de oto-

ño, a mi querido paraíso.

Faltábanme aquellas graciosas escaramu-zas artísticas a que yo estaba acostumbrado.

En Marineda se habla eternamente de cuestiones locales mezquinas, que me importaban un bledo, que ya me desesperaba oír comentar, si algunas veces con ingenuo y sandunga, por lo regular con machaconería insufrible. La misma murmuración (de la cual yo no renie-go, al contrario, pues la cuento entre las cosas más divertidas e instructivas que hay en el mundo) no tiene en provincia aquella lige-reza cortesana, que parece que les pone alas a los chistes; en provincia se gruñe quince días por lo que en Madrid entretiene y provoca chistes dos minutos, y más que latigazo, semeja la censura cruel carrera de baquetas, en que ya ningún corazón generoso puede dejar de interesarse por la víctima y detestar a los verdugos. Como además no soy muy aficionado al juego, faltábame el recurso de fundar una partida de tresillo. Malhumorado, me acostaba a las diez y conciliaba el sueño leyendo y releyendo La Correspondencia, El liberal, los periódicos de la corte, sobre todo cuando hablaban de la temporada lírica y traí-

an alguna crónica de Magrujo, quien, desde El Harpa, había logrado ascender a la Prensa de fuste y, sin duda, a la suspirada butaca de favor. Pero, gradualmente, se me hacía más árida y más triste la soledad de mi alcoba de posada, con sus cortinillas de muselina de dudosa limpieza, el feo lavabo de hierro, la desvencijada mesa de noche y la desolación de las ropas colgadas en la percha, que parecían siluetas fláccidas de ahorcados.

A principios de noviembre se abrió el Teatro principal, llamado Coliseo por la Prensa marinedina. Una compañía de zarzuela, ni mejor ni peor que las que actúan en la corte, se dedicó a refrescar los secos laureles del repertorio clásico: Magiares, Diamantes de la corona, Dominó azul, alternando con las zarzuelas nuevas, Molinero de Subiza, Tempestad, Anillo de hierro, y no sin intercalar de cuando en cuando La Gran Vía, Niña Pancha y otras humoradas de las que hoy gozan el favor del público. Como buen aficionado a la música, yo detesto la zarzuela; pero concurrí asiduamente al teatro por lo consabido

"¿Adónde vas, Vicente? A donde va la gente."

Los días en que se representaban ciertas obras de pretensiones, como La tempestad, me las echaba de entendido, despreciando aquella "ridícula parodia de la música formal"

y alzando desdeñosamente los hombros cuando algunos profanos de las butacas la ensalzaban mucho. Así fui ganando fama de competente y filarmónico, y empezaron a res-petarme los grupos que se formaban en los pasadizos. Mis once años de paraíso eran un diploma de suficiencia que imponía a los más lenguaraces. Cuando me veían, repantigado en mi butaca, fruncir el ceño a ciertos descui-dos de la tiple y subrayar las desafinaciones y los berridos del barítono, me decían con acento respetuoso:

-Estará usted aburrido, ¿eh, amigo Esté-

vez? Esto no es oír a la Patti ni a Gayarre.

-¡Bah! Lo que menos le importa a Estévez es lo que pasa en la escena- replicaban otros dándome en el hombro palmadicas.

Y era verdad. Generalmente, mis ojos tomaban la dirección de la platea cuarta, donde lucían sus encantos dos niñas de las más bonitas que honran a Marineda -y cuenta que allí las hay bonitísimas y a granel; una de las razones por que en aquel pueblo pesa tanto la soltería-. Las dos niñas sabían perfectamente que yo miraba hacia su palco; pero lo gracioso fue que al principio las miraba a ambas, pues me gustaban lo mismo; eran muy pare-cidas, como dos gotas, solo que una tenía la cara más cándida y la otra el respingo de la nariz le daba un aire de picardía saladísimo.

Por lo cual llegué a preferirla; más ellas, no sabiendo de fijo a cuál se dirigía el homenaje de mi "oseo", determinaron que era a la ino-centilla, y, en efecto, ésta fue la que, con disimulo y por el rabo del ojo, empezó a corresponder a mis amorosas finezas. A los pocos días me avine y acostumbré de tal modo al cambio, que hasta llegué a dudar si en efecto sería a Celinita y no a Natividad a quien desde el primer momento había dedica-do mis tiernas ansias.

En este entretenimiento inofensivo se pa-só la primera temporada teatral, que duró hasta fines de enero -setenta o setenta y cinco mortales zarzuelas que nos encajaron, entre el doble abono y las extraordinarias y beneficios-. Ya todo Marineda sabía de memoria los aires y letra de La Gran Vía y de Los lobos marinos; los pianos caseros nos martilleaban los oídos con música de las mismas obras, y las bandas militares las ejecutaban por las tardes en el paseo y en misa de tropa por las mañanas. A los artistas de la compañía los considerábamos como de la familia, por decirlo así, y el barítono y el gracioso se habían creado -lo afirmaban los periódicos- verdaderas simpatías en la población.

Sólo yo les ponía la proa, asegurando que los zarzueleros no merecen consideración de artistas, ni ese es el camino. En suma, ellos, el día que se marcharon, mostrábanse tristes, sintiendo dejar aquel pueblo donde tan afec-tuosamente se les trataba, donde alternaban con lo más granado del sexo masculino. La contralto, a quien le había salido un protector (según malas lenguas), iba hecha un mar de lágrimas. No me conmovió la partida de la compañía, lo confieso; sin embargo, al día siguiente de la marcha noté un vacío: las noches volvían a ser eternas, otra vez al Casino de la Amistad, en medio de un aguacero des-atado, a oír las mismas murmuraciones, a discutir horas enteras si la plaza de médico del hospital se le debió dar a Barboso o a Te-rreiros; y si fueron intrigas de Mengano o im-posiciones de Perengano; y Celinita metida en su casa o refugiada en ciertas tertulias case-ras, pero graves, donde yo no me atrevía ni a poner el pie, porque era tanto como ponerlo en la antesala de la iglesia, y al pensar en eso, con toda mi nostalgia de la familia, me entraban escalofríos.

Yo veía a Celinita en la platea, y me en-cantaba contemplarla, recreándome en el precioso conjunto que hacía su cara juvenil, muy espolvoreada de polvos de arroz como un dulce fino de azúcar; su artístico peinado, con un caprichoso lazo rosa prendido a la izquierda; su corpiño de "velo" crema, alto de cuello, según se estila, que dibujaba con pudor y atrevimiento la doble redondez del seno casto; pero cuando saltaba con la imaginación un lustro y me figuraba a la misma Celinita ajada por el matrimonio y la maternidad, con aquel pecho, tan curvo ahora, flojo y caído; malhumorada y soñolienta por la noche feroz que nos había dado nuestro tercer canario de alcoba..., entonces, a pesar de mis soledades nocturnas y mis ansias de vida íntima, me felicitaba de que Celinita se aburriese sola en alguna de esas tertulias de provincia donde las muchachas se ven obligadas a bailar el rigodón unas con otras mientras los hombres disponibles y casaderos entran furtivamente y embozados hasta los ojos, en la casa de tal o cual modistilla o cigarrera alegre, allá por los barrios extraviados y sospechosos.

A mediados de febrero comenzó a fermentar en Marineda una noticia. Venía, venía, venía y venía muy pronto, ¡nada menos que compañía de ópera!, ¡un cuarteto de primer orden, con cantantes aplaudidos y admirados en los mejores teatros de Portugal, de Italia y hasta de Rusia! La nueva circuló rápidamente y alborotó los corrillos y originó interminables polémicas. La mayoría de los marinedinos estaban a favor de la Empresa, aunque les escamaba un tanto lo de los precios, pues entre la compañía de zarzuela y los bailes de Carnaval andaban muy exprimidos los bolsillos, y, una butaca en dieciocho reales, ¡era un ladronicio escandaloso! Pero, en cambio, se llenaban la boca con decir que en su coli-seo tendrían un espectáculo no inferior a los que se disfrutan en Barcelona y Madrid. Gustábales leer en la lista del cuadro de compañía renglones sonoros, como: Prima donna, signora Eva Duchesini. Soprano, signora Lucrezia Fioravalle. Primo basso, signor Filiberto Cavaglione. Y más abajo de estos nombres melo-diosos y rimbombantes, que suenan como gorgoritos, una tentadora lista de óperas, de las cuales, desde hacía bastantes años, no se oía en Marineda sino algún trozo ejecutado por las charangas o hecho picadillo por los pianos: Lucía, Barbero, Fausto, ¡y hasta Roberto el Diablo y Hugonotes!

Desde el primer momento voté en contra de la compañía: oposición a rajatabla, con un furor que a veces me asombraba a mí mismo.

En primer lugar, me fastidiaba soltar dieciocho reales por ver mamarrachos, yo, que tanto tiempo había estado oyendo por seis reales o una peseta lo mejorcito que hay en Europa en materia de arte lírico. En segundo, mi conciencia de aficionado antiguo se sublevaba:

¿Qué Hugonotes ni qué alforjas en el teatro de Marineda? ¿Qué Roberto? ¿Quién era la Duchesini, muy señora mía, que jamás la había oído nombrar? ¿Qué becerro sería ese Cavaglione, conocidísimo en su casa a las horas de comer?

Sin embargo, como en provincia no hay originalidad posible en el vivir y es fuerza que todos vayan unos tras otros como mulos de reata, la perspectiva de encontrarme sólo en el salón del Casino de la Amistad, en aquel salón lúgubre cuando no lo puebla el ruido de las disputas; el terror de pasarme la velada en compañía de tres o cuatro catarros crónicos (el senado machucho que no suelta por nada su rincón); el recelo de que me llamasen tacaño, y dijesen que había querido ahorrar el dinero del abono; el fastidio de que viniesen a contarme novecientas grillas sobre la hermosura de la contralto y la voz del tenor, y acaso una comezón secreta de volver a cruzar mis ojos con los de Celina y fantasear amores sin riesgo ni compromiso, todo me impulsó a abonarme, escogiendo mucho la butaca, como se escoge la casa donde se piensa habitar largo tiempo.

Otras razones había para que aquel abono fuese un acontecimiento, un estímulo y un interés en mi monótona existencia. La oposición sañuda que yo había hecho por espacio de quince días a la ópera, me había dado ocasión de desplegar en corrillos, casinos, cafés y tiendas mis variados conocimientos en arte musical, y de lucir aquel mosaico de teorías, análisis, juicios y doctrinas que debía a la en-señanza de mis compañeros de paraíso.

Asombrábame, cual se asombraría el fonógra-fo si fuese consciente, de notar cómo me su-bían a la boca y se me salían por ella a borbotones las mismas palabras de mis doctores y maestros. Yo había absorbido, a modo de es-ponja, la sabiduría de todos ellos juntos. Unas veces charlaba con la verbosidad y petulancia de Magrujo; otras juntaba el pulgar y el índice, alzando los demás dedos y estirando el hocico para alabar un pizzicatto o un crescen-do, igual que Dóriga; ya imitaba la campanu-da gravedad del venerable Armero, dando exactísimos detalles biográficos, que todo el mundo ignoraba, acerca de Gayarre, Antón, Stagno, la Patti y la Theodorini; ya, como Gonzalo de la Cerda, desarrollaba aquellas profundas teorías de que el peor modo de entender una ópera es oírla cantar, y el más inefable placer artístico se cifra en tenerla sobre el estómago a las altas horas de la noche, entre el silencio, y leerla para sí. Hasta juré que esto último lo había yo ejecutado varias veces; y como el afirmar mucho que se sabe una cosa equivale a saberla, y ya desde la temporada de zarzuela alardeaba de entendido, mi reputación creció bastante, y me sentí temido, influyente y poderoso, lo cual halagó mi amor propio.

Cuando fui a recoger mi butaca, el encargado de la cobranza me dijo con suma defe-rencia y en voz conciliadora:

-Señor de Estévez, ya sabemos que entiende usted muchísimo de música... Verá usted que el cuadro de compañía es digno de figurar en cualquier parte... Creo que ha de quedar usted contento del bajo... es una notabilidad: también la tiple... Ya me dirá usted ciertas faltitas. ¿Usted me entiende?; por supuesto, que en teatros que no son el Real, hay que perdonarlas; y más les temo yo a los ignorantes, que nunca olfatearon una buena ópera, que a las personas ilustradas y competentísimas, como usted. Aquí (bajando la voz) no hay criterio propio; no, señor. En fin, le voy a decir a usted, en reserva, una cosa: ya tres o cuatro personas me han pedido que [...]