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Cuentos de mí mismo es una colección de relatos cortos con un marcado sabor autobiográfico del autor Miguel de Unamuno. En ellos reflexiona sobre su pasado, sobre su vida actual y su posición en las letras españolas.-
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Seitenzahl: 201
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Miguel de Unamuno
Saga
Cuentos de mí mismo
Copyright © 1997, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726598360
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Era un domingo de verano; domingo tras una semana laboriosa; verano como corona de un invierno duro.
El campo estaba sobre fondo verde vestido de florecillas rojas, y el día convidando a tenderse en mangas de camisa a la sombra de alguna encina y besar al cielo cerrando los ojos. Los muchachos reían y cuchicheaban bajo los árboles, y sobre éstos reían y cuchicheaban también los pájaros. La gente iba a misa mayor, y al encontrarse saludaban los unos a los otros como se saludan las gentes honradas. Iban a dar a Dios gracias porque les dio en la pasada semana brazos y alegría para el trabajo, y a pedirle favor para la venidera. No había más novedad en el pueblo que la sentida muerte del buen Mateo, a los noventa y dos años largos de edad, y de quien decían sus convecinos: «¡Angelito! Dios se lo ha llevado al cielo. ¡Era un infeliz, el pobre…!» ¿Quién no sabe que ser un infeliz es de mucha cuenta para gozar felicidad?
Si todos estaban alegres, si por ser domingo bailoteaba en el pecho de las muchachas el corazón con más gana y alborozo, si cantaban los pájaros y estaba azul el cielo y verde el campo, ¿por qué el pobre Juan estaba triste? Porque Juan había sido alegre, bullicioso e infatigable juguetón; porque a Juan nadie le conocía desgracia y sí abundantes dones del buen Dios, ¿no tenía acaso padres de que enorgullecerse, hermanos de que regocijarse, no escasa fortuna y deseos cumplidos?
Desde que había vuelto de la capital en que cursó sus estudios mayores, Juan vivía taciturno, huía todo comercio con los hombres y hasta con los animales, buscaba la soledad y evitaba el trato.
Por el pueblo rodaban de boca en boca sus extraños dichos, o mejor, dicharachos, amargos y sombríos, pensamientos teñidos no con el verde de los campos de su aldea, sino con el triste color de las callejuelas de la capital. Lo menos veinte veces diarias en otros tantos días habíanle oído decir: «La vida, ¿merece la pena de que se la viva?» Sólo hablaba del dolor y de la pena; eran sus relatos tristes y sus conversaciones amargas. Aumentaba la extrañeza de los cándidos aldeanos de cada día, porque era bien extraño un joven que hacía alarde de sentimientos hostiles a las creencias de sus convecinos, y, a renglón seguido de negar todo más allá del más allá, les enjaretaba una larga homilía a cuenta de la vanidad de las cosas humanas.
Su padre empezó preocupándose y acabó por dejar perder su buen humor, y la madre empezó perdiéndolo y acabó escaldándose los ojos a puro llorar. Porque Juan a sus solícitas preguntas sólo contestaba: «¡Es manía!» Si no tengo nada…, si estoy triste será porque así nací…; unos ven en claro, otros en negro.» Consultaron al médico, respetable viejecito que sabía mucho más de lo que creía saber, y contestó: «¡Bah! Eso no es nada; déjenle y ya vendrá a su tiempo el remedio. Este muchacho se ha empeñado en no levantar la vista del suelo…, casualmente aquí…, aquí donde hay un cielo tan azul. Y, sobre todo…, ¿dónde habrá unos ojos como los que por acá menudean…? ¡Bah, bah, bah! Déjenle que tope con sus ojos… ¡Vaya, vaya, ojos necesita, ojos…! ¡No quiere ver con los suyos!»
No era pequeña la ojeriza que mi buen Juan había tomado al médico, implacable socarrón, hombre vulgar y despiadado que jamás topó con el aburrido estudiante sin pincharle con alguna irónica observación. Era realmente cargante y molesto aquel vulgarote de médico de aldea, que se reía de la honda tristeza de un alma infeliz y no comprendida. «¡Tristezas teóricas, Juanito, tristezas teóricas…! ¡Ojos…!, ¡ooooojos!, ¡te faltan ojos para mirar al cielo!» Y Juanito pasaba bufando y añadiendo al terrible torcedor de un espíritu que se carcomía a sí mismo los sarcasmos de un mundo imbécil que aguza el dolor y embota la sombra de la escasa dicha. Aquel médico era el mundo, no cabe duda; la encarnación del mundo.
Juan se encerraba a solas larguísimas horas y leía y releía y volvía a releer. ¿Qué leía? Sus padres nunca lo supieron; vieron, sí, unos librotes en enrevesado gringo, con títulos enmarañados, muchas sch y pf y otras letras igualmente armoniosas y algún que otro tomo de versos. En uno de ellos se representaba en una viñeta un hombre llorando al pie de un sauce llorón, y otras cosas de tan pésimo gusto.
A la caída de la tarde, cuando el sol se acostaba en la montaña y los viejos salían con sus nietos a jugar ante las puertas, Juan salía también a pasear sus tristezas por el pueblo alegre, como un mendigo pasea sus harapos por las calles. «¡Adiós, Juanito!», le decían éstos. «¡Adiós, don Juan!», decíanle aquéllos, unos y otros con la sonrisa en la boca y la compasión en el alma. «¡Adiós!», contestaba secamente el desdichado.
Había a la salida del pueblo y al borde del camino una casita con un emparrado delantero y bajo el emparrado un banco de nogal. Allí Magdalena servía un refrigerio a los paseantes y a los viajeros.
Como a Magdalena se le había muerto el padre, quedó su madre viuda, y, lo que es peor que quedarse viuda, siéndolo ya, enfermó y quedó paralítica, dejando a su hija sin amparo. Era joven ésta cuando murió su padre, lo era menos cuando enfermó su madre, y se encontró en el cielo azul por techo, y por suelo y cama el campo verde. Los amigos de su padre le tendieron sus callosas manos y le pusieron aquella cantina, con cuyos escasos recursos atendía a su madre y se atendía.
¡Cuidado si era alegre la muchacha! Cuentan que nació la chica bajo aquel mismo emparrado; cuentan que era en un día de cielo azul y campo verde, y cuentan, además, que el viento tibio agitaba los racimos al compás que la niña sus manecitas. Añaden que su primer llanto fue llanto que parecía risa; cuentan que en aquella alma puso Dios todos los colores bellos, todos los perfumes suaves.
Juan venía a sentarse en aquel banco, y allí refrescaba su garganta, ya que no la sequedad de su alma. Era para el triste un verdadero misterio aquella muchacha alegre en una vida trabajosa, siempre sonriendo a la suerte que le ponía cara seria.
—Buenas tardes, don Juan. ¿Quiere usted algo?
—Trae lo que ayer.
—Ya van acortando los días y alargando las noches.
—Es natural.
—¡Si usted viera cuánto siento que se vaya el verano!
—Pues tiene que irse. A mí me aburre tanto sol; calienta los cascos y no deja hacer nada.
—¡Si usted viera cómo juegan los mosquitos con ese rayo de luz que suele pasar por la ventana! ¡Hasta el polvo se ve!
—Mejor es el día nublado.
—A mí me gustan las nubes cuando se rompen y se ve un cachito de cielo, tan azul…, tan azul…
—¡Ilusión óptica…!
—¿Ilusión… qué?
—No he dicho nada, muchacha.
—Pero… ¿qué le pasa a usted, don Juan?
—¡Mira! Llámame Juan, o Juanito, o como quieras; pero don Juan no…, el don es feo.
Y oyó una voz:
—Vamos, Juanito, vamos… ¡A ver si encuentras los ojos, vamos, hombre! Mira qué hermosas están las uvas… ¡Bah, bah, bah! ¡Si el mundo es detestable!
Era el implacable médico, que pasaba.
—Ese hombre me revienta.
—¿Por qué, don Juan? Si es muy bueno… y tan alegre. A mí me gustan los viejos alegres.
—¿Pues no decía usted ayer que es mejor no discurrir?
—A poder ser, sí.
Y etc., etc., etc., Juan apuraba su vaso, pagaba y se marchaba, diciéndose para sus adentros: «¡Pobre muchacha! Debe sufrir aunque lo oculta.» Y la pobre Magdalena se quedaba cabizbaja y meditando: «Cuando está tan triste, ¿qué tendrá?»
Juan al siguiente día volvía y tornaba a volver, y se hizo ya asiduo parroquiano del banco de nogal.
Un día de tantos estuvo revolviendo papelotes, que se llevó en los bolsillos, leyéndolos y corrigiéndolos, y al recogerlos para pagar y marcharse cayósele uno.
Cuando ya se hubo alejado, Magdalena notó en el suelo y recogió el olvidado papel. Era mujer y lo leyó:
«La vida es un monstruo que se devora; sufre al sentirse devorada, y goza al devorar. Los placeres se olvidan luego; persisten los dolores, amargando la vida. Mañana, cuando esté más sereno el día, más claro el cielo y más tibio el aire, se extinguirá la lámpara, y, perdidos en nuevas combinaciones, rodarán los elementos de la conciencia. Dices ¡ya viene!, ¡ya viene!; y cuando extiendes los brazos, vuelves la frente mustia y exclamarás: ¡es tarde, ya pasó! Da vueltas el mundo y al año vuelve al punto que partió, siempre en torno del Sol, sin alcanzarle nunca, que si acaso le alcanzara nos reduciríamos a polvo. ¿Por qué será el mundo como es? ¡Libertad, libertad! ¡Ah, necios! ¿Quién nos libertará de nosotros mismos? Sombra de sombra es todo, y la luz que se proyecta, luz fría y fuego fatuo. Ver todos los días salir el sol para hundirse, y hundirse para volver a salir. Yo pagaré con minutos como horas mis pasadas horas como minutos; el tiempo no perdona. Nací, vi el mundo, no me gustó, ¿es esto tan extraño? ¡Triste del alma que camina sola! Y ¿dónde encontrar un alma hermana? Comer para vivir y vivir para comer, horrible círculo vicioso. ¡Quién pudiera vegetar! Como un parásito que se agarra a un árbol para nutrirse, así se han agarrado a las últimas telas de mi cerebro estas ideas para atormentarme. No hay cosa más hermosa que dormir, cerrar los ojos y perderse. Hay más bocas que pan, hay más deseos que dichas. Tú sufrirás, y cuando hayas acabado de sufrir volverás a sufrir de nuevo. Consuelos y no ciencia me hacen falta. Yo soy mi mayor enemigo, yo amargo mis alegrías, yo aguzo mis pesares. ¿Dónde están el cielo de mi aldea, los pájaros que anidaban en mi casa? Tú que tienes en tu mano el sueño, déjalo caer sobre mí y no me lo quites nunca; dame un sueño sin despertar…»
Magdalena no siguió leyendo; inclinó su cabeza hermosa y secó en vano con el extremo del delantal sus ojos, porque tuvo que volverlos muchas veces a secar. Ella apenas comprendía lo que estaba leyendo, pero lo sentía, y sintió también un nudo en la garganta y como una bola caliente que por su interior chocara contra el pecho y se hiciera polvo, derramándose en escalofríos por el cuerpo. No hubo ya buen humor para la muchacha, y al través de sus lágrimas mal curadas vio descomponerse la luz como nunca había visto.
Por la tarde murió el sol, y Juan llegó como siempre a sentarse en el banco de nogal. Magdalena no estaba allí como otros días.
—¡Magdalena!
—¡Señorito…!
La muchacha apareció más triste, más taciturna, llevando con incierto pulso el diario refresco, que colocó sobre la mesa.
—¿Qué te pasa? Hoy tienes algo.
—Tome, señor.
Y alargó a Juan el pícaro papel origen de la pena.
Más fuerte que ella fue su dolor, más fuerte que el sombrío espíritu del parroquiano, que se infiltró en aquella alma de azul celeste; inclinó su cabeza y corrieron sus lágrimas por sus mejillas rojas, mientras el hipo la ahogaba.
Juan tomó el papel, vio lo que era, lo estrujó, miró entre sombrío y avergonzado a la joven y dejó descansar su fatigada cabeza en sus ociosas manos. Todos los vientos de tempestad se desencadenaron sobre aquel espíritu perdido en las tinieblas; vaciló, cayó, se alzó, para volver a caer, a tornar a levantarse; pasaron en revuelto maridaje los pájaros que anidaban en su casa y los murciélagos de la callejuela, el sol de mediodía y la oscuridad de la noche; toda la angustia le llenó el alma; sintió el único verdadero dolor que en años no había sentido, y sus lágrimas acrecieron el contenido del vaso.
A través de ellas vio pasar por el camino como una flecha un ágil viejecillo. Juan se secó los ojos con la manga, se levantó, arrugó el ceño para ponerse sereno, pagó y se marchó, sin probar el olvidado refrigerio, diciendo: «¡Hasta mañana!»
Cuando quedó sola Magdalena, secó también sus ojos y, como tenía ardiente y seca la garganta, apuró de un trago aquel refresco bañado con las primeras lágrimas de un pesimista. En su alma renació la luz y la alegría; esperó y se serenó.
A la entrada del pueblo encontró Juan al médico, al implacable médico, que esta vez le pareció más amable, más simpático y dulce.
—¡Olé, Juanito, olé! ¿Qué tienes, hombre, qué tienes, que traes tan encendidos los ojos? ¡Ya los has encontrado…! Mira, mira el cielo; mañana estará muy claro… Mañana es domingo…, irás a misa… y luego al banco de nogal…
Y, acercándose al oído, añadió:
—¡Tienes que secarte las lágrimas, bárbaro, bárbaro, más que bárbaro! ¿Dónde has aprendido a hacer daño al prójimo? ¡Conque es malo el mundo, y tú quieres hacerlo peor…! Ya estás salvo…, esto se cura llorando… Mañana mirarás al cielo con sus ojos, pero hoy a la noche quemarás todas esas imbecilidades que has ido ensartando. ¡Anda tontuelo, dame la mano… y a dormir!
La mano temblorosa y débil del joven oprimió la fuerte y tranquila del anciano.
—¡A dormir se ha dicho!
—Para despertar mañana.
Al día siguiente, Juan llegó muy temprano al banco de nogal y volvió más tarde; al mes, sus padres habían recobrado la calma y la alegría, y el pesimista era el más alegre, enredador y campechano de toda la comarca. Le saludaban con más amabilidad, se detenía en todas partes, y tenía la debilidad de creer que bajo aquel emparrado se veía mejor el cielo, y que los ojos de Magdalena habían convertido el detestable mundo en un paraíso y ahogado al monstruo de la vida que le devoraba. No eran los ojos, yo lo sé; era el alma de la muchacha, en que Dios había puesto su santa alegría, los colores más claros y los perfumes más suaves.
Lo que debía seguir vino de reata, era obligado.
Juan aprendió a esperar, y esperando unió lo venidero a lo presente, la dicha del perenne mañana de este mundo a la dulzura del dejarse vivir y el dejarse querer.
Cuando en adelante tuvo penas, y penas reales, no las ocultó, que dando el placer de que le consolaran recibió el de ser consolado. La verdadera abnegación no es guardarse las penas, es saberlas compartir.
(El Noticiero Bilbaíno, Bilbao, 25-X-1886)
Érase en Artecalle, en Tendería o en otra cualquiera de las siete calles, una tiendecita para aldeanos, a cuya puerta paraban muchas veces las zamudianas con sus burros. El cuchitril daba a la angosta portada y constreñía el acceso a la casa un banquillo lleno de piezas de tela, paños rojos, azules, verdes, pardos y de mil colores para sayas y refajos; colgaban sobre la achatada y contrahecha puerta pantalones, blusas azules, elásticos de punto abigarrados de azul y rojo, fajas de vivísima púrpura pendientes de sus dos extremos, boinas y otros géneros, mecidos todos los colgajos por el viento noroeste, que se filtraba por la calle como por un tubo, y formando a la entrada como un arco que ahogaba a la puertecilla. Las aldeanas paraban en medio de la calle; hablaban, se acercaban, tocaban y retocaban los géneros; hablaban otra vez, volvían a regatear y al cabo se quedaban con el género. El mostrador, reluciente con el brillo triste que da el roce, estaba atestado de piezas de tela: sobre él unas compuertas pendientes que se levantaban para sujetarlas al techo con unos ganchos y servían para cerrar la tienda y limitar el horizonte. Por dentro de la boca abierta de aquel caleidoscopio, olor a lienzo y humedad por todas partes, y en todos los rincones, piezas, prendas de vestido, tela de tierra para camisas de penitencia, montones de boinas, todo en desorden agradable, en el suelo, sobre bancos y estantes, y, junto a una ventana que recibía la luz opaca y triste del cantón, una mesilla con su tintero y los libros de don Roque.
Era una tienda de género para la aldeanería. Los sentidos frescos del hombre del pueblo gustan los choques vivos de colorines chillones, buscan las alegres sinfonías del rojo con el verde y el azul, y las carotas rojas de las mozas aldeanas parecen arder sobre el pañuelo de grandes y abigarrados dibujos. En aquella tienda se les ofrecía todo el género a la vista y al tacto, que es lo que quiere el hombre que come con ojos, manos y boca. Nunca se ha visto género más alegre, más chillón y más frescamente cálido, en tienda más triste, más callada y más tibiamente fría.
Junto a esa tienda, a un lado, una zapatería con todo el género en filas, a la vista del transeúnte; al otro lado, una confitería oliendo a cera.
Asomaba la cabeza por aquella cascara cubierta de flores de trapo el caracol humano, húmedo, escondido y silencioso, que arrastra su casita, paso a paso, con marcha imperceptible, dejando en el camino un rastro viscoso que brilla un momento y luego se borra.
Don Roque de Aguirregoicoa y Aguirrebecua, por mal nombre Solitaña, era de por ahí, de una de esas aldeas de chorierricos o cosa parecida, si es que no era de hacia la parte de Arrigorriaga. No hay memoria de cuándo vino a recalar en Bilbao, ni de cuándo había sido larva joven, si es que lo fue algún tiempo, ni se sabía a punto cierto cómo se casó, ni por qué se casó, aunque se sabía cuándo, pues desde entonces empezaba su vida. Se deduce a priori que le trajo de la aldea algún tío para dedicarle a la tienda. Nariz larga, gruesa y firme; el labio inferior saliente; ojos apagados a la sombra de grandes cejas; afeitado cuidadosamente; más tarde calvo; manos grandes, y pies mayores. Al andar se balanceaba un poco.
Su mujer, Rufina de Bengoechebarri y Goicoechezarra, era también de por ahí, pero aclimatada en Artecalle: una ardilla, una cotorra y lista como un demonio. Domesticó a su marido, a quien quería por lo bueno. ¡Era tan infeliz Solitaña! Un bendito de Dios, un ángel, manso como un cordero, perseverante como un perro, paciente como un borrico.
El agua que fecunda a un terreno esteriliza a otro, y el viento húmedo que se filtraba por la calle oscura hizo fermentar y vigorizarse al espíritu de doña Rufina, mientras aplanó y enmoheció al de don Roque.
La casa en que estaba plantando don Roque era viejísima y con balcones de madera; tenía la cara más cómicamente trágica que puede darse: Sonreía con la alegre puerta y lloraba con sus ventanas tristes. Era tan húmeda que salía moho en las paredes.
Solitaña subía todos los días la escalera estrecha y oscura, de ennegrecidas barandillas, envuelta en efluvios de humedad picante, y la subía a oscuras sin tropezarse ni equivocar un tramo, donde otro se hubiera roto la crisma, y mientras la subía lento e impasible temblaba de amor la escalera bajo sus pies y le abrazaba entre sus sombras.
Para él eran todos los días iguales e iguales todas las horas del día: se levantaba a las seis; a las siete bajaba a la tienda; a la una comía; cenaba a eso de las nueve, y a eso de las once se acostaba, se volvía de espaldas a su mujer y, recogiéndose como el caracol, se disipaba en el sueño.
En las grandes profundidades del mar viven felices las esponjas.
Todos los días rezaba el rosario, repetía las avemarías como la cigarra y el mar repiten a todas horas el mismo himno. Sentía un voluptuoso cosquilleo al llegar a los ora pro nobis de la letanía; siempre, al agnus, tenían que advertirle que los ora pro nobis habían dado fin; seguía con ellos a fuerza de inercia; si algún día, por extraordinario caso, no había rosario, dormía mal y con pesadillas. Los domingos lo rezaba en Santiago, y era para Solitaña goce singular el oír medio amodorrado por la oscuridad del templo que otras voces gangosas repetían con él, a coro, ora pro nobis, ora pro nobis.
Los domingos, a la mañana, abría la tienda hasta las doce, y a la tarde, si no había función de iglesia y el tiempo estaba bueno, daban una vuelta por Begoña, donde rezaban una salve y admiraban siempre las mismas cosas, siempre nuevas para aquel bendito de Dios. Volvía repitiendo: «¡Qué hermosos aires se respiran desde allí!»
Subían las escaleras de Begoña, y un ciego, con tono lacrimoso y solemne:
—Considere, noble caballero, la triste oscuridad en que me veo… La Virgen Santísima de Begoña os acompañe, noble caballero…
Solitaña sacaba dos cuartos y le pedía tres ochavos de vuelta. Más adelante:
—Cuando comparezcamos ante el tribunal supremo de la gloria…
Solitaña le daba un ochavo. Luego una mujercilla viva:
—Una limosna, piadoso caballero…
Otro ochavo. Más allá, un viejo de larga barba blanca, gafas azules, acurrucado en un rincón con un perro y con la mano extendida. Otro más adelante, enseñando una pierna delgada, negra, untosa y torcida, donde posaban las moscas. Dos ochavos más. Un joven cojo pedía en vascuence, y a éste Solitaña le daba un cuarto. Aquellos acentos sacudían en el alma de Don Roque su fondo yacente y sentía en ella olor a campo, verde como sus paños para sayas, brisas de aldea, vaho de humo del caserío, gusto a borona. Era una evocación que le hacía oír en el fondo de sí mismo, y, como salidos de un fonógrafo, cantos de mozas, chirridos de carros, mugidos de buey, cacareos de gallina, piar de pájaros, algo que reposaba formando légamo en el fondo del caracol humano, como polvo amasado con la humedad de la calle y de la casa.
Solitaña y el mostrador de la tienda se entendían y se querían. Apoyando sus brazos cruzados sobre él, contemplaba a los chiquillos que jugaban en el regatón para desagüe, chapuzando los pies en el arroyo sucio. De cuando en cuando, el chinel, adelantando alternativamente las piernas, cruzaba el campo visual del hombre del mostrador, que le veía sin mirarle y sacudía la cabeza para espantar alguna mosca.
Fue en cierta ocasión como padrino a la boda de una sobrina; «a refrescar un poco la cabeza —decía su mujer—, a estirar el cuerpo, siempre metido aquí como un oso. Yo ya le digo: Roque, vete a dar un paseo; toma el sol, hombre, toma el sol, y él, nada». A los tres días volvió diciendo que se aburría fuera de su tienda; él lo que quería es encogerse y no estirarse; los estirones le causaban dolor de cabeza y hacían que circulara por todas sus venas la humedad y la sombra que reposaban en el fondo de su alma angelical: eran como los movimientos para el reumático. «Mamarro, más que mamarro —le decía doña Rufina—, pareces un topo». Solitaña sonreía. Otro de sus goces, además del de medir tela y los ora por nobis, era oír a su mujer que le reñía. ¡Qué buena era Rufina!
Venía alguna mujer a comprar.
—Vamos, ya me dará usted a dieciocho.
—No puede ser, señora.
—Siempre dicen ustedes lo mismo; ¡es usted más carero…! Lo menos la mitad gana usted. Nada, ¡a dieciocho, a dieciocho…!
—No puede ser, señora.
—¡Vaya!, me lo llevo… ¡Tome usted…!
—Señora, no puede ser…
—¡Bueno!, lo será…; siquiera a dieciocho y medio; vaya, me lo llevo…
—No puede ser, señora.
—Pues bien; ni usted ni yo: a diecinueve.
—No puede ser…
Vencida al fin por el eterno martilleo del hombre húmedo, o se iba o pagaba los veinte. Así es que preferían entenderse con ella, que, aunque tampoco cedía, daba razones, discutía, ponderaba el género; en fin, hablaba. Pero para los aldeanos no había como él; paciencia vence a paciencia.