Cuentos de Navidad y Año Nuevo - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Cuentos de Navidad y Año Nuevo E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Beschreibung

Cuentos de Navidad y Año Nuevo es una recopilación de cuentos cortos de Emilia Pardo Bazán, género prolífico por excelencia en ella, llegando a publicar más de seiscientos a lo largo de su vida. -

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Seitenzahl: 52

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Emilia Pardo Bazán

Cuentos de Navidad y Año Nuevo

 

Saga

Cuentos de Navidad y Año Nuevo

 

Copyright © 1914, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726685367

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

FANTASÍA

- I - LA NOCHEBUENA EN EL INFIERNO

Hacía un frío siberiano y estaba tentadora para pasar las últimas horas de la noche la cerrada habitación, la camilla con su tibia faldamenta que me envuelve como ropón acolchado, y el muelle- sofá de damasco rojo, donde el cuerpo encuentra mil posturas regalonas en que digerir pacíficamente la sopa de almendra y la compota perfumada con canela en rama. ¡Pero no asistir a la Misa del Gallo en la catedral! ¡No oír los gorgojeos del órgano mayor cuando difunde por los aires las notas, trémulas de regocijo, del Hosanna! ¡Nochebuena, y quedarse así, egoístamente, acurrucada, al amor del brasero! No puede ser; ánimo; un abrigo, guantes, calzado fuerte... A la calle en seguida.

Bañada por la misteriosa claridad de la luna, la ciudad episcopal dormía. Extensas zonas de sombra y sábanas de infinita blancura argentada alternaban en las desiertas calles. Nunca éstas me habían parecido tan solitarias, tan fantásticamente viejas, ni tan adustos los cerrados caserones que ostentan su blasón cual ostentaría la venera un caballero santiaguista, ni tan medrosos los sombríos soportales, que descansan en capiteles bizantinos.

El bulto embozado que al través de aquellos túneles de piedra se desliza a paso de fantasma, ¿no podrá suceder que realmente lo sea? ¡Lo es, sin duda! ¡Lo es! Siento que la sangre se congela en mis venas al observar cómo el bulto, saliendo de las tinieblas del soportal, se dirige a mí y se me pone delante, mudo, derecho, con un dedo apoyado en los labios. Olas de luz lunar le envuelven y me permiten distinguir su faz de cera, que recatan el alto cuello de un montecristo azul y las alas de un sombrero de fieltro caprichosamente abollado. ¡Yo conozco a este hombre... es decir, yo le conocí en otro tiempo, cuando era niña!... ¡Le vi un instante, y nunca olvidé su melancólica y pensativa silueta! Entonces, los estudiantes recitaban sus versos y celebraban sus dichos impregnados de mordaz ironía... Pero, un año después de haberle visto yo, el poeta se pegó un tiro: la bala le entró por la oreja izquierda y le salió por la sien. ¿Cómo es que pasados cuatro lustros me lo encuentro en la calle, a estas horas, la noche del 24 de diciembre, camino de la catedral?

Quiero preguntárselo, y me sucede lo que cuando probamos a gritar en sueños; en mi laringe no se forman sonidos. Él tampoco habla: me hace señas de que le siga..., y le sigo, en dirección a la basílica, cuya masa enorme se alza dominando la Quintana de Muertos.

En vez de entrar por el pórtico bizantino, donde se agolpan los fieles que concurren a la misa nocturna, mi guía y yo nos pegamos al muro de la fachada nueva, y ante nosotros se abre sin ruido una puertecilla pintada de rojo, que yo siempre había visto cerrada. Un pasadizo estrecho, que se enrosca por las entrañas de piedra de la catedral y se va sumiendo cada vez más hondo, se nos presenta: mi fatídico guía se enhebra por él, y yo voy en pos, sin miedo. Verdosas vegetaciones, humedad rezumada por los poros de la cantería, dan a aquel pasadizo gran semejanza con el interior de los acueductos. Allá, a lo lejos, oscila una lucecilla, y diríase que, en vez de acercarnos a ella, la vemos cada vez más distante. Bajamos y bajamos cuestas, rampas, escalones casi insensibles al principio, después tan escabrosos y pendientes, que ya, más que bajar, creo rodar a tropezones. La fatiga y unos asomos de susto me detienen un instante, y entonces mi guía, siempre callado, se vuelve y me hace señas de que continúe. Ya no son escalones; son despeñaderos pedregosos, cantiles de berrequeña, tajos inmensos, de donde amenazan desplomarse gigantescos pedruscos, y luego, una playa árida, escueta, límite de un mar pesado y aceitoso, con olas de un gris de plomo fundido... A la izquierda divisamos resplandores rojizos, intermitentes, como si algún incendio devorase el caserío de los pescadores de aquella ribera maldita.

-Oye, poeta -digo a mi guía, que no da señales de detenerse; antes sigue en dirección del incendio- no quiero más. No sé adónde me llevas, y contigo no voy tranquila. Debes de ser ánima del otro mundo, porque consta que el tiro fue mortal, y tu sepulcro, que luce una inscripción enfática, se les enseña a los curiosos en un cementerio muy poblado de cipreses y adelfas. No tengo preocupaciones, pero la broma ya me parece pesada. Te desconjuro. Rezaré por ti; rezaré devotamente... si me vuelves al punto a la plaza de la catedral.

-¿De qué me sirven a mí los rezos? -contestó mi guía, en voz serena y desesperada, voz de hielo, por decirlo así-. Ven conmigo, y no pidas guía mejor, que Virgilio no había de molestarse en servirte de cicerone. Yo fui uno de los poetas menores del Parnaso romántico: la musa no me amaba lo bastante para hacerme inmortal, y quise ser inmortal desposando a mi musa con la muerte... ¡Ojalá detrás de ésta no hubiese encontrado sino la nada!

Al hablar así, el poeta no hacía contorsiones; su cara, de busto de mármol, no se descomponía ni se alteraba; sólo sus ojos me parecieron anegados en un llanto... que era fuego a la vez.

-¿Estás en el Infierno? -pregunté, con tanta piedad como asombro.

-Así lo llamáis los vivos -respondió el condenado-. Nosotros lo llamamos Mundo inferior, y a su rey le nombramos el Bajísimo.

-¿Por oposición al Altísimo?

Sólo contestó con un suspiro el poeta.