Cuentos dramáticos - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Cuentos dramáticos E-Book

Emilia Pardo Bazán

0,0

Beschreibung

Cuentos dramáticos (1901) fueron recogidos y publicados por la propia Emilia Pardo Bazán. Se trata de conjunto de relatos que ofrecen un amplio abanico temático, desde las cuestiones más sociales como la familia, la mujer, los hijos y la pareja contemporánea, hasta los asuntos psicológicos, históricos, policiacos y fantásticos, entre otros.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 297

Veröffentlichungsjahr: 2018

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Emilia Pardo Bazán

Cuentos dramáticos

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Cuentos dramáticos.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9953-819-8.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-366-5.

ISBN ebook: 978-84-9007-774-0.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

En tranvía 11

Adriana 19

Vitorio 25

«Las desnudas» 33

Semilla heroica 39

Justiciero 45

Elección 51

«La Chucha» 57

El vino del mar 65

Fuego a bordo 71

La paz 89

Suerte macabra 95

El guardapelo 101

La ventana cerrada 107

Infidelidad 113

De vieja raza 119

Benito de Palermo 125

Ley natural 131

El comadrón 137

El voto de Rosiña 143

Vivo retrato 149

El décimo 155

La puñalada 159

En el Santo 165

Santos Bueno 169

Sustitución 173

La «Compaña» 179

La dentadura 183

Inspiración 189

Oscuramente 195

El ahogado 201

El molino 207

Aventura 215

El oficio de difuntos 221

«Juan Trigo» 227

El camafeo 233

Voz de la sangre 239

Libros a la carta 245

Brevísima presentación

La vida

Emilia Pardo Bazán (1851-1921). España.

Nació el 16 de septiembre en A Coruña. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890. En su adolescencia escribió algunos versos y los publicó en el Almanaque de Soto Freire.

En 1868 contrajo matrimonio con José Quiroga, vivió en Madrid y viajó por Francia, Italia, Suiza, Inglaterra y Austria; sus experiencias e impresiones quedaron reflejadas en libros como Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889) o Por la Europa católica (1905).

En 1876 Emilia editó su primer libro, Estudio crítico de Feijoo, y una colección de poemas, Jaime, con motivo del nacimiento de su primer hijo. Pascual López, su primera novela, se publicó en 1879 y en 1881 apareció Viaje de novios, la primera novela naturalista española. Entre 1831 y 1893 editó la revista Nuevo Teatro Crítico y en 1896 conoció a Émile Zola, Alphonse Daudet y los hermanos Goncourt. Además tuvo una importante actividad política como consejera de Instrucción Pública y activista feminista.

Desde 1916 hasta su muerte el 12 de mayo de 1921, fue profesora de Literaturas románicas en la Universidad de Madrid.

En tranvía

Los últimos fríos del invierno ceden el paso a la estación primaveral, y algo de fluido germinador flota en la atmósfera y sube al purísimo azul del firmamento. La gente, volviendo de misa o del matinal correteo por las calles, asalta en la Puerta del Sol el tranvía del barrio de Salamanca. Llevan las señoras sencillos trajes de mañana; la blonda de la mantilla envuelve en su penumbra el brillo de las pupilas negras; arrollado a la muñeca, el rosario; en la mano enguantada, ocultando el puño del encas, un haz de lilas o un cucurucho de dulces, pendiente por una cintita del dedo meñique. Algunas van acompañadas de sus niños: ¡y qué niños tan elegantes, tan bonitos, tan bien tratados! Dan ganas de comérselos a besos; entran impulsos invencibles de juguetear, enredando los dedos en la ondeante y pesada guedeja rubia que les cuelga por las espaldas.

En primer término, casi frente a mí, descuella un «bebé» de pocos meses. No se ve en él, aparte de la carita regordeta y las rosadas manos, sino encajes, tiras bordadas de ojetes, lazos de cinta, blanco todo, y dos bolas envueltas en lana blanca también, bolas impacientes y danzarinas que son los piececillos. Se empina sobre ellos, pega brincos de gozo, y cuando un caballero cuarentón que va a su lado —probablemente el papá— le hace una carantoña o le enciende un fósforo, el mamón se ríe con toda su boca de viejo, babosa y desdentada, irradiando luz del cielo en sus ojos puros. Más allá, una niña como de nueve años se arrellana en postura desdeñosa e indolente, cruzando las piernas, luciendo la fina canilla cubierta con la estirada media de seda negra y columpiando el pie calzado con zapato inglés de charol. La futura mujer hermosa tiene ya su dosis de coquetería; sabe que la miran y la admiran, y se deja mirar y admirar con oculta e íntima complacencia, haciendo un mohín equivalente a «Ya sé que os gusto; ya sé que me contempláis». Su cabellera, apenas ondeada, limpia, igual, frondosa, magnífica, la envuelve y la rodea de un halo de oro, flotando bajo el sombrero ancho de fieltro, nubado por la gran pluma gris. Apretado contra el pecho lleva envoltorio de papel de seda, probablemente algún juguete fino para el hermano menor, alguna sorpresa para la mamá, algún lazo o moño que la impulsó a adquirir su tempranera presunción. Más allá de este capullo cerrado va otro que se entreabre ya, la hermana tal vez, linda criatura como de veinte años, tipo afinado de morena madrileña, sencillamente vestida, tocada con una capotita casi invisible, que realza su perfil delicado y serio. No lejos de ella, una matrona arrogante, recién empolvada de arroz, baja los ojos y se reconcentra como para soñar o recordar.

Con semejante tripulación, el plebeyo tranvía reluce orgullosamente al Sol, ni más ni menos que si fuese landó forrado de rasolís, arrastrado por un tronco inglés legítimo. Sus vidrios parecen diáfanos; sus botones de metal deslumbran; sus mulas trotan briosas y gallardas; el conductor arrea con voz animosa, y el cobrador pide los billetes atento y solícito, ofreciendo en ademán cortés el pedacillo de papel blanco o rosa. En vez del olor chotuno que suelen exhalar los cargamentos de obreros allá en las líneas del Pacífico y del Hipódromo, vagan por la atmósfera del tranvía emanaciones de flores, vaho de cuerpos limpios y brisas del iris de la ropa blanca. Si al hacerse el pago cae al suelo una moneda, al buscarla se entrevén piececitos chicos, tacones Luis XV, encajes de enaguas y tobillos menudos. A medida que el coche avanza por la calle de Alcalá arriba, el Sol irradia más e infunde mayor alborozo el bullicio dominguero, el gentío que hierve en las aceras, el rápido cruzar de los coches, la claridad del día y la templanza del aire. ¡Ah, qué alegre el domingo madrileño, qué aristocrático el tranvía a aquella hora en que por todas las casas del barrio se oye el choque de platos, nuncio del almuerzo, y los fruteros de cristal del comedor solo aguardan la escogida fruta o el apetitoso dulce que la dueña en persona eligió en casa de Martinho o de Prast!

Una sola mancha noté en la composición del tranvía. Es cierto que era negrísima y feísima, aunque acaso lo pareciese más en virtud del contraste. Una mujer del pueblo se acurrucaba en una esquina, agasajando entre sus brazos a una criatura. No cabía precisar la edad de la mujer; lo mismo podría frisar en los treinta y tantos que en los cincuenta y pico. Flaca como una espina, su mantón pardusco, tan traído como llevado, marcaba la exigüidad de sus miembros: diríase que iba colgado en una percha. El mantón de la mujer del pueblo de Madrid tiene fisonomía, es elocuente y delator: si no hay prenda que mejor realce las airosas formas, que mejor acentúe el provocativo meneo de cadera de la arrebatada chula, tampoco la hay que más revele la sórdida miseria, el cansado desaliento de una vida aperreada y angustiosa, el encogimiento del hambre, el supremo indiferentismo del dolor, la absoluta carencia de pretensiones de la mujer a quien marchitó la adversidad y que ha renunciado por completo, no solo a la esperanza de agradar, sino al prestigio del sexo.

Sospeché que aquella mujer del mantón ceniza, pobre de solemnidad sin duda alguna, padecía amarguras más crueles aún que la miseria. La miseria a secas la acepta con feliz resignación el pueblo español, hasta poco hace ajeno a reivindicaciones socialistas. Pobreza es el sino del pobre y a nada conduce protestar. Lo que vi escrito sobre aquella faz, más que pálida, lívida; en aquella boca sumida por los cantos, donde la risa parecía no haber jugado nunca; en aquellos ojos de párpados encarnizados y sanguinolentos, abrasados ya y sin llanto refrigerante, era cosa más terrible, más excepcional que la miseria: era la desesperación.

El niño dormía. Comparado con el pelaje de la mujer, el de la criatura era flamante y decoroso. Sus medias de lana no tenían desgarrones; sus zapatos bastos, pero fuertes, se hallaban en un buen estado de conservación; su chaqueta gorda sin duda le preservaba bien del frío, y lo que se veía de su cara, un cachetito sofocado por el sueño, parecía limpio y lucio. Una boina colorada le cubría la pelona. Dormía tranquilamente; ni se le sentía la respiración. La mujer, de tiempo en tiempo y como por instinto, apretaba contra sí al chico, palpándole suavemente con su mano descarnada, denegrida y temblorosa.

El cobrador se acercó librillo en mano, revolviendo en la cartera la calderilla. La mujer se estremeció como si despertase de un sueño, y registrando en su bolsillo, sacó, después de exploraciones muy largas, una moneda de cobre.

—¿Adónde?

—Al final.

—Son quince céntimos desde la Puerta del Sol, señora —advirtió el cobrador, entre regañón y compadecido—, y aquí me da usted diez.

—¡Diez!... —repitió vagamente la mujer, como si pensase en otra cosa—. Diez...

—Diez, sí; un perro grande... ¿No lo está usted viendo?

—Pero no tengo más —replicó la mujer con dulzura e indiferencia.

—Pues quince hay que pagar —advirtió el cobrador con alguna severidad, sin resolverse a gruñir demasiado, porque la compasión se lo vedaba.

A todo esto, la gente del tranvía comenzaba a enterarse del episodio, y una señora buscaba ya su portamonedas para enjugar aquel insignificante déficit.

—No tengo más —repetía la mujer porfiadamente, sin irritarse ni afligirse.

Aun antes de que la señora alargase el perro chico, el cobrador volvió la espalda encogiéndose de hombros, como quien dice: «De estos casos se ven algunos.» De repente, cuando menos se lo esperaba nadie, la mujer, sin soltar a su hijo y echando llamas por los ojos, se incorporó, y con acento furioso exclamó, dirigiéndose a los circunstantes:

—¡Mi marido se me ha ido con otra!

Este frunció el ceño, aquél reprimió la risa; al pronto creímos que se había vuelto loca la infeliz para gritar tan desaforadamente y decir semejante incongruencia; pero ella ni siquiera advirtió el movimiento de extrañeza del auditorio.

—Se me ha ido con otra —repitió entre el silencio y la curiosidad general—. Una ladronaza pintá y rebocá, como una paré. Con ella se ha ido. Y a ella le da cuanto gana, y a mí me hartó de palos. En la cabeza me dio un palo. La tengo rota. Lo peor, que se ha ido. No sé dónde está. ¡Ya van dos meses que no sé!

Dicho esto, cayó en su rincón desplomada, ajustándose maquinalmente el pañuelo de algodón que llevaba atado bajo la barbilla. Temblaba como si un huracán interior la sacudiese, y de sus sanguinolentos ojos caían por las demacradas mejillas dos ardientes y chicas lágrimas. Su lengua articulaba por lo bajo palabras confusas, el resto de la queja, los detalles crueles del drama doméstico. Oí al señor cuarentón que encendía fósforos para entretener al mamoncillo, murmurar al oído de la dama que iba a su lado.

—La desdichada esa... Comprendo al marido. Parece un trapo viejo. ¡Con esa jeta y ese ojo de perdiz que tiene!

La dama tiró suavemente de la manga al cobrador, y le entregó algo. El cobrador se acercó a la mujer y le puso en las manos la dádiva.

—Tome usted... Aquella señora le regala una peseta.

El contagio obró instantáneamente. La tripulación entera del tranvía se sintió acometida del ansia de dar. Salieron a relucir portamonedas, carteras y saquitos. La colecta fue tan repentina como relativamente abundante.

Fuese porque el acento desesperado de la mujer había ablandado y estremecido todos los corazones, fuese porque es más difícil abrir la voluntad a soltar la primera peseta que a tirar el último duro, todo el mundo quiso correrse, y hasta la desdeñosa chiquilla de la gran melena rubia, comprendiendo tal vez, en medio de su inocencia, que allí había un gran dolor que consolar, hizo un gesto monísimo, lleno de seriedad y de elegancia, y dijo a la hermanita mayor: «María, algo para la pobre.» Lo raro fue que la mujer ni manifestó contento ni gratitud por aquel maná que le caía encima. Su pena se contaba, sin duda, en el número de las que no alivia el rocío de plata. Guardó, sí, el dinero que el cobrador le puso en las manos, y con un movimiento de cabeza indicó que se enteraba de la limosna; nada más. No era desdén, no era soberbia, no era incapacidad moral de reconocer el beneficio: era absorción en un dolor más grande, en una idea fija que la mujer seguía al través del espacio, con mirada visionaria y el cuerpo en epiléptica trepidación.

Así y todo, su actitud hizo que se calmase inmediatamente la emoción compasiva. El que da limosna es casi siempre un egoistón de marca, que se perece por el golpe de varilla transformador de lágrimas en regocijo. La desesperación absoluta le desorienta, y hasta llega a mortificarle en su amor propio, a título de declaración de independencia que se permite el desgraciado. Diríase que aquellas gentes del tranvía se avergonzaban unas miajas de su piadoso arranque al advertir que después de una lluvia de pesetas y dobles pesetas, entre las cuales relucía un duro nuevecito, del nene, la mujer no se reanimaba poco ni mucho, ni les hacía pizca de caso. Claro está que este pensamiento no es de los que se comunican en voz alta, y, por lo tanto, nadie se lo dijo a nadie; todos se lo guardaron para sí y fingieron indiferencia aparentando una distracción de buen género y hablando de cosas que ninguna relación tenían con lo ocurrido. «No te arrimes, que me estropeas las lilas.» «¡Qué gran día hace!» «¡Ay!, la una ya; cómo estará tío Julio con sus prisas para el almuerzo...» Charlando así, encubrían el hallarse avergonzados, no de la buena acción, sino del error o chasco sentimental que se le había sugerido.

* * *

Poco a poco fue descargándose el tranvía. En la bocacalle de Goya soltó ya mucha gente. Salían con rapidez, como quien suelta un peso y termina una situación embarazosa, y evitando mirar a la mujer inmóvil en su rincón, siempre trémula, que dejaba marchar a sus momentáneos bienhechores, sin decirles siquiera: «Dios se lo pague.» ¿Notaría que el coche iba quedándose desierto? No pude menos de llamarle la atención:

—¿Adónde va usted? Mire que nos acercamos al término del trayecto. No se distraiga y vaya a pasar de su casa.

Tampoco me contestó; pero con una cabezada fatigosa me dijo claramente: «¡Quia! Si voy mucho más lejos... Sabe Dios, desde el cocherón, lo que andaré a pie todavía.»

El diablo (que también se mezcla a veces en estos asuntos compasivos) me tentó a probar si las palabras aventajarían a las monedas en calmar algún tanto la ulceración de aquella alma en carne viva.

—Tenga ánimo, mujer —le dije enérgicamente—. Si su marido es un mal hombre, usted por eso no se abata. Lleva usted un niño en brazos...; para él debe usted trabajar y vivir. Por esa criatura debe usted intentar lo que no intentaría por sí misma. Mañana el chico aprenderá un oficio y la servirá a usted de amparo. Las madres no tienen derecho a entregarse a la desesperación, mientras sus hijos viven.

De esta vez la mujer salió de su estupor; volvióse y clavó en mí sus ojos irritados y secos, de horrible párpado ensangrentado y colgante. Su mirada fija removía el alma. El niño, entre tanto, se había despertado y estirado los bracitos, bostezando perezosamente. Y la mujer, agarrando a la criatura, la levantó en vilo y me la presentó. La luz del Sol alumbraba de lleno su cara y sus pupilas, abiertas de par en par. Abiertas, pero blancas, cuajadas, inmóviles. El hijo de la abandonada era ciego.

El Imparcial, 24 febrero 1890.

Adriana

Dejé caer el periódico, exclamando con sorpresa dolorosa:

—Pero ¡esa pobre Adriana! Morirse así, del corazón, casi de repente... ¡Nadie estaba enterado que padeciese tal enfermedad!

—Yo sí lo sabía —declaró el vizconde de Tresmes—, y aún sabía más: sabía cuándo y cómo adquirió el padecimiento, y es cosa curiosa.

—Entérenos usted —suplicamos todos.

Y el vizconde, que rabiaba siempre por enterar, nos contó la historia siguiente:

—Adriana Carvajal, casada con Pedro Gomara, vivía dichosísima. Los esposos reunían cuanto se requiere para disfrutar la felicidad posible en el mundo: juventud y amor, salud y dinero, que son la salsa o condimento de los Primeros platos, sin él desabridos, amargos a veces. Faltábales, sin embargo, un heredero, un niño en quien mirarse; pero la suerte no había de mostrarse avara en esto, y les envió, por fin, el rapaz más lindo que pudo soñar la fantasía de una madre, apasionada y loca ya desde antes de la maternidad, como era Adriana. Al nacer el chico (a quien pusieron por nombre Ventura, en señal de la que les prometía su nacimiento), Adriana estuvo en grave peligro, y el doctor declaró que no volvería a tener sucesión. El delirio con que marido y mujer amaban a su Venturita fue causa de que oyesen complacidos el vaticinio del doctor. ¡Un solo hijo, y todo para él! ¡Adriana libre ya por siempre de riesgos y trabajos! Tanto mejor..., y a vivir y a cuidar del retoño.

Este se crió hermoso y lozano como una rosa. Yo, que no soy nada aficionado a los chicos —advirtió sonriendo en vizconde de Tresmes—, confieso que aquél me hacía muchísima gracia. Aparte de su lindeza (parecía uno de los angelitos que pintaba Murillo, morenos y de pelo oscuro), tenía un no sé qué simpático, una mezcla de inocencia y picardía, una risa tan fresca, unas acciones tan imprevistas y tan originales, una precocidad (pero no de esas precocidades empalagosas de chiquillo sabio y serio, que me revientan, sino la precocidad de un diablillo con un ingenio celestial), que, vamos, no había más remedio que llevarle juguetes y dulces, por el gusto de sentarle un rato sobre las rodillas.

De la chifladura de sus padres sería inútil hablar, porque ustedes la adivinan. Estaban chochitos; no conocían otro Dios que el tal muñeco. Adriana no se había apartado un instante de su cuna, vigilando a la nodriza, arrebatándole el pequeño así que acababa de mamar, vistiéndole, desnudándole, bañándole y guardándole el sueño... Y así que empezó a interesarse por el mundo exterior, a extender las manitas y a pedir «tochas», les faltó tiempo para darle cuanto deseaba y mil objetos más, que ni se le ocurrían ni podían ocurrírsele. La hermosa casa antigua con jardín que habitaban los Gomara se llenó de cachivaches. ¡Y bichos! El arca de Noé. Los caballos de cartón andaban mezclados con los pájaros vivos; sobre un ferrocarril mecánico veríais un pulcro galguito de carne y hueso; el coche tirado por carneros era abandonado por una gran caja de soldados autómatas, que hacían el ejercicio... Crea usted que derrochaban dinero en semejantes chucherías, y yo le dije alguna vez a Adriana, porque tenía confianza con ella:

—Hija, estáis malcriando a este pequeñín...

—Déjele que se divierta ahora —me contestaba—; demasiado rabiará algún día... ¡Ojalá pueda ofrecerle siempre lo que le haga dichoso!

El repertorio de los juguetes y sorpresas se agota pronto, y no sabía ya Adriana qué nueva emoción dar a Ventura, cuando el cocinero de la casa, que había andado embarcado diez años y conservaba amigotes en todas las regiones del planeta, se descolgó un día regalando al chico un mono. Soy poco inteligente en Historia natural, y no me pidan ustedes que clasifique la alimaña; solo les diré que ni era de esos monazos indecorosos y feroces que nadie se atreve a tener en las casas, como el orangután, ni tampoco de esos titíes engurruminados y frioleros que se pasan la vida tiritando entre algodón en rama. Más bien era grande que pequeño; tenía el pelaje gris verdoso y el hocico de un rojo mate, como el de hierro oxidado; se veía que estaba en la juventud y rebosando fuerza, y aunque goloso y travieso como toda la gente de su casta, no era maligno. Inteligente e imitador en grado sumo, no podía hacerse delante de él cosa que no parodiase, y su agilidad y presteza nos divertían muchísimo; era cosa de risa verle fingir que fregaba platos o que rallaba pan en la cocina, y saltar sobre el lomo de los caballos para ayudar al lacayo en sus faenas de limpieza.

A pesar de la índole relativamente benigna del mono, su inquietud y su vivacidad obligaban a tenerle preso en una caseta con fuerte cadenilla, porque ya dos veces se había escapado a corretear por árboles y chimeneas; cuando se le soltaba había que vigilarle, y a Venturita, que acababa de cumplir los tres años y que idolatraba en el mono, era preciso guardarle también para que no desatase la cadenilla, pues lo hacía con habilidad singular.

Una tarde que había yo almorzado en casa de Gomara y estábamos tomando el té en un cenador del jardín —me acuerdo como si fuera ahora mismo, porque hay cosas que impresionan, aunque uno no quiera—, vimos cruzar como un rayo al mono; tan como un rayo, que más bien lo adivinamos que lo vimos. «¡Adiós, ya se ha escapado ese maldito de cocer!», dijo Pedro Gomara, levantándose; y Adriana, con sobresalto instintivo, lo primero que exclamó fue: «¿Dónde estará Ventura?» «Ese le habrá soltado, de fijo», respondió Pedro, que frunció el entrecejo ligeramente. En el mismo instante resonó un agudo chillido de mujer, un chillido que revelaba tal espanto, que nos heló la sangre; y voces de hombres, las voces de los criados que nos servían, y que corrían hacia el cenador, clamando con angustia: «Señorito, señorito», nos obligaron a precipitarnos fuera. Adriana nos siguió sin decir palabra; un grupo formado por los sirvientes y la desesperada niñera nos rodeó, señalando hacia el tejado de la casa; y allí, al borde de la última hilera de tejas, sentado en el conducto de cinc, que recogía aguas de lluvias, estaba el mono con el niño en brazos.

El padre, con ademanes de loco, iba a precipitarse al zaguán para subir a las bohardillas y salir al tejado; yo pedía una escalera para intentar el desatino de subir por ella a la formidable altura de tres pisos, cuando Adriana, muy pálida (¡qué palidez la suya, Dios!) y con los ojos fuera de las órbitas, nos contuvo, murmurando en voz sorda y cavernosa, una voz que sonaba como si pasase al través de trapos húmedos:

—Por la Virgen..., quietos..., todos quietos..., no se mueva nadie... Y silencio..., no chillar..., no chillar...; hagan como yo... Quietos...; si le asustamos, le tira.

Sentimos instantáneamente que tenía razón la madre y quedamos lo mismo que estatuas. Era el mayor absurdo que intentásemos luchar en agilidad y en vigor, sobre un tejado, con un mono. Antes que nos acercásemos estaría al otro extremo del tejado, y el niño, estrellado en el pavimento.

Era preciso jugar aquella horrible partida: aguardar a que el mono, por su libre voluntad, se bajase con el niño. Yo miraba a Adriana; su palidez, por instantes, se convertía en un color azulado; pero no pestañeaba. El mono nos hacía gestos y muecas estrafalarias, apretando y zarandeando a su presa, y de improviso se oyó distintamente el llanto de la criatura, llanto amarguísimo, de terror; sin duda acababa de sentir que estaba en peligro, aunque no lo pudiese comprender claramente. La madre tembló con todo su cuerpo, y el padre, inclinándose hacia mí, sollozó estas palabras:

—Tresmes, usted, que es buen tirador... Una bala en la cabeza... Voy por la carabina.

Idea insensata, delirante, porque aun siendo yo un Guillermo Tell, al matar al mono haríamos caer al niño; pero no tuve tiempo de negarme; intervino Adriana con un «no» tan enérgico, que su marido se mordió los puños... Y la madre, terriblemente serena, añadió enseguida:

—Si le miramos, nunca bajará... Hay que retirarse... Hay que esconderse; que no nos vea.

Nos recogimos al cenador, desgarramos la pared de enredaderas, y desde allí, como se pudo, espiamos al enemigo. ¿Les estremece a ustedes la situación? ¡Pues estremézcanse más! Duró veinte minutos. Sí; los conté por mi reloj. En esos veinte minutos, el mono depositó al niño en el tejado, le acarició como había visto hacer a la niñera, le obligó a pasear cogido de la mano, le aupó sobre la chimenea y le llevó a cuestas, a caballito (un sainete, que en otra ocasión nos haría desternillarnos). Durante esos veinte minutos, Pedro anhelaba; a Adriana no se le oía ni respirar. Por fin, el mono miró hacia abajo, hizo varios visajes y, recogiendo a Ventura, se descolgó rápidamente con su carga, lo mismo que un funámbulo sin cuerda, al jardín... Entonces salimos con explosión todos, todos, menos la madre, que había caído redonda, y el animal, asustado, soltó al chico ileso y se refugió en su caseta.

Aquella tarde Adriana sufrió dos sangrías, que no sacaron más que gotas negras, y desde entonces padeció del corazón. Parecía que se había repuesto mucho en estos últimos años; pero, ¡bah!, la herida era mortal y ella no lo ignoraba...

—¿Y qué fue del mono? —preguntamos como chiquillos.

—Tuve yo que pegarle el tiro... ¡Si viesen ustedes que me daba lástima! —repuso el vizconde.

El Imparcial, 12 octubre 1896.

Vitorio

—Sí, señores míos —dijo el viejo marqués, sorbiendo fina pulgarada de «cucarachero», golpeando con las yemas de los dedos la cajita de concha, lo mismo que si la acariciase—. Yo fui, no solo amigo, sino defensor y encubridor de un capitán de gavilla. ¿No lo creen ustedes? ¡Histórico, histórico! A mi ladrón le ahorcaron en Lugo, y consta en autos.

Lo que se ignoró siempre (los jueces, en ese punto, no consiguieron hacer ni tanto así de luz) es el verdadero nombre que llevaba el ladrón, allá en sus mocedades, antes de dedicarse a tan infamante oficio, cuando se educaba conmigo en el Colegio de Nobles de Monforte. Desde que se metió a capitán de forajidos le conocieron por Vitorio; así le llamaremos. ¡Líbreme Dios de echar baldón sobre una familia antigua e ilustre y deshacer lo que el pobrecillo llevó a cabo con el valor que ustedes verán, si me atienden.

Les aseguro que en el Colegio de Nobles no tuve compañero que me pareciese más simpático. De carácter vivo y vehemente, de inteligencia clara y feliz memoria, estudiaba con suma facilidad; los maestros estaban encantados de él. Al mismo tiempo, travesura que en el colegio se ejecutase, era sabido: ¿quién la discurrió? Vitorio. No sé qué maña se daba, que siempre era cabeza de motín, y todos nos poníamos a sus órdenes, reconociendo su iniciativa y su autoridad. Era en sus resoluciones tenacísimo y violento, pero pundonoroso hasta dejárselo de sobra, y si alguien me dice entonces que Vitorio pararía en ladrón, creo que al tal le deshago yo la cara a bofetones.

Como siempre fui enclenque y enfermizo, Vitorio me había tomado bajo su protección, y más de una vez escarmentó a los colegiales que me jugaban pasaditas. Esto, y el ascendiente que ejercía por su manera de ser, hicieron que yo fuese consagrando a Vitorio apasionada adhesión.

Un día recibió Vitorio cartas de su casa, y con ellas la amarguísima noticia de que su padre, que era viudo, se disponía a contraer segundas nupcias.

El paroxismo de ira del muchacho, que adoraba en el recuerdo de su madre, fue tremebundo; espumaba de rabia, se retorcía, se quería romper la cabeza contra la pared del dormitorio. Le consolé lo mejor que pude, y cuando ya le creía aplacado, he aquí que se levanta de noche y me propone que nos descolguemos por la ventana, atando las sábanas unas a otras, y que, andando diez leguas, lleguemos a tiempo de impedir la boda de su padre. La fascinación de Vitorio era tal, que al pronto consentí en el absurdo proyecto, y si invencibles dificultades materiales no nos lo estorbasen, creo que lo realizamos.

Poco tardé en salir del colegio, y en bastantes años nada supe de Vitorio. Estudié Derecho en Compostela, me casé, enviudé, y, teniendo que arreglar cuestiones de intereses, me establecí en mi casa de aldea de los Adrales, situada entre Monforte y Lugo, en país montuoso.

Hablábase mucho, en las veladas junto al fuego, de la gavilla que recorría aquellas inmediaciones, y de la original conducta de su jefe. Contábase que tenía prohibido matar y atormentar, a menos que le hiciesen resistencia; que jamás despojaba por completo una casa, sino que siempre cuidaba de dejar algún dinero a los robados, para que no careciesen de todo en los primeros instantes; que algunas veces sus robos llenaban el fin de reparar antojos de la suerte, pues daba al pobre lo del rico, al segundón lo del mayorazgo, al seminarista lo del racionero y al arrendatario lo del señor. Añadían que era galante con las damas, y que éstas, aunque robadas, no le querían mal, ni mucho menos. En resumen: la clásica silueta del «bandido generoso», y si de Vitorio no hubiese más que decir, se podía ahorrar el relato o sustituirlo por historias muy análogas, verbigracia, la de José María.

Aun cuando yo, por precisión, guardaba en casa dinero (entonces no era tan fácil como hoy ponerlo a buen recaudo), y aunque no alardeo de valiente, ello es que las noticias referentes a la gavilla me alarmaron poco, y seguí cenando siempre con las ventanas abiertas —era muy calurosa la estación— y quedándome entretenido en leer hasta que me entraba sueño, sin pensar en cerrarlas. Una noche, estando bien descuidado, cátate que, lo mismo que una bala, cae a mis pies un hombre, pálido, demacrado, con la ropa hecha trizas, y sin que yo tuviera tiempo a nada, exclama, cogiéndome de un hombro, en tono lastimero:

—¡Sálvame, Jerónimo! Soy fulano..., tu compañero, tu antiguo amigo. Me persiguen, mi vida está en tus manos.

Le hice señas de que no temiese; corrí a trancar la ventana con barra doble; cerré también las puertas, y tendí los brazos a Vitorio, porque ya le había reconocido. Aunque desfigurado y muy variado por la edad, reconstruí aquella cabeza hermosa, morena, de facciones tan delicadas y de tan viril expresión. No sin gran sorpresa mía, Vitorio se resistió a abrazarme, y murmuró fatigosamente:

—Dame algo...: hace tres días que no pruebo alimento.

Le serví de la cena que aún estaba allí sin recoger, y así que reparó sus fuerzas, me dijo:

—No me abraces, Jerónimo. Soy el capitán de gavilla de quien tanto habrás oído, y por milagro no estoy en poder de los que quieren ahorcarme. Si me conservas algún cariño, ocúltame y déjame dormir, si no, échame; pero no digas a nadie cómo y dónde me conociste...

Existía en los Adrales un precioso escondrijo antiguo, una especie de desván practicado bajo otro desván, oculto por un segundo tabique, y con salida a una escalerilla recatada en el hueco de la pared, y que moría al pie del bosque. Allí metí a Vitorio, y aunque la fuerza que le perseguía rodeó mi casa, y aunque se la dejé registrar sin oponer reparo, no encontraron al fugitivo, ni era posible, a no estar en el secreto, que solo sabíamos el mayordomo y yo. Conjurado el peligro, no quise que se alejase Vitorio hasta que descansó bien, se lavó, se afeitó, se vistió con ropa mía y tuvo en el cinto dos ricas pistolas inglesas y en la bolsa oro. No le pregunté palabra, no le dirigí observaciones ni le di consejos, y esta delicadeza fue, sin duda, la que le movió a decirme poco antes de marchar:

—Jerónimo, ¿te acuerdas de la boda de mi padre y de aquel disparate que queríamos hacer en el colegio? Pues de no hacerlo vino mi perdición. Cuando llegué a mi casa encontré dueña de ella a una madrastra que obligaba a mi hermana a que la sirviese, y que hasta la pegaba delante de mí, ¡delante de mí! Tú me has conocido... Recordarás mi carácter... ¡Asómbrate! Yo, al pronto, supe reprimirme, y hablé a mi padre como un hombre habla a otro hombre. Le dije que quería llevarme a mi hermana, y que solo le pedía algún auxilio en dinero para que ella no se muriese de hambre. Me contestó con desprecio, con enojo, y me ordenó que respetase a mi madrastra. Entonces, fuera de mí, le dije que mi madrastra no merecía respeto, y que se lo demostraría antes de un año. Y así fue, Jerónimo: a los pocos meses mi madrastra y yo... ¿Entiendes? ¡Me lo propuse y lo conseguí..., lo conseguí...! ¡Por «aquello», y no por «lo de ahora», merezco que me cojan y me ahorquen...! En fin: lo cierto es que mi padre no pudo dudar de su afrenta, y me echó de casa, maldiciéndome, apaleándome y prohibiéndome que usase su nombre jamás. El resto ya lo sabes... Adiós, voy a reunirme con mi gente, que andará esparcida por la montaña.

Desapareció y supe que la gavilla se había retirado de aquellos contornos, metiéndose sierra adentro, por sitios casi inaccesibles. Dos años después del imprevisto lance, se habló mucho de un robo cometido por Vitorio en casa de un señor canónigo de Lugo. Consistía la originalidad en que el robo lo había realizado Vitorio solo, en una ciudad y a las doce del día. Hallábanse juntos el buen canónigo y cierto clérigo de misa y olla, jugando al tute, por más señas, cuando vieron entrar a un caballero apersonado y galán que los saludo muy cortésmente.

—Soy Vitorio —dijo—; pero no se asusten ustedes, que no traigo ánimo de hacerles ningún mal. Entendámonos como se entiende la gente de buena educación; vengo por los cinco mil duros en onzas de oro que el señor canónigo guarda ahí, debajo de esa arquilla; con levantar un ladrillo numerado, aparecerá el escondrijo.

—¡Cinco mil duros! —gritó el canónigo, más muerto que vivo—. Pero, señor de Vitorio, ¡si jamás he poseído esa suma!

Y el clérigo, oficiosamente, exclamaba:

—¡Ea!, señor canónigo, no haya más; dé usted al señor de Vitorio esos cuartos, siquiera por la gracia y la amabilidad con que los pide.

—Déselos usted, si los tiene, y no disponga de caudales ajenos —replicaba, afligido, el canónigo.

Y Vitorio, siempre afable, añadía:

—Bien dice el señor canónigo; este cura, mientras le aconseja a usted que se desprenda de tan gruesa suma, se está escondiendo en la pretina una tabaquera de plata, como si Vitorio fuese algún ratero que cogiese porquerías semejantes. Pero, señor canónigo, yo sé que los cinco mil duros ahí están; yo me veo en un grave apuro (que si no, no molestaría a persona tan respetable como usted). Buen ánimo; si puedo, he de restituírselos.

Y con gallardo ademán entreabrió su abrigo, viéndose relucir la culata de unas pistolas (quizás las mías). El trémulo canónigo y el abochornado clérigo alzaron el ladrillo y entregaron a Vitorio los talegones. El forajido se inclinó, hizo mil cortesías, y los hombres, que con un grito hubieran podido perderle, se quedaron más de diez minutos sin habla, mientras él, tranquilamente, bajaba las escaleras.

Sin embargo, el clérigo, que era sañudo y rencoroso, la tuvo guardada, como suele decirse. Un día de feria, saliendo de la catedral, creyó reconocer a Vitorio en un aldeano que llevaba a vender una pareja de bueyes, y le siguió con cautela. Notó que el aldeano tenía las manos blancas y finas, y corrió a delatarle. Hizo rodear la taberna donde había observado que entraba, y así cogieron en la ratonera al célebre capitán, a quien ya sin esperanzas de alcanzarle perseguían por montes y breñas.