Cuentos nuevos - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Cuentos nuevos E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Beschreibung

Cuentos nuevos (1894) de Emilia Pardo Bazán aparecían por vez primera en libro, aunque se hubiesen dado a conocer antes en publicaciones periodísticas. El asunto predominante en estos cuentos es el amoroso: historias de amor, «Agravante», «La hierba milagrosa», «Evocación», «La paloma negra», «Sedano», «Madre», y algunas otras, como «La flor seca» y «El voto». También aparecen, aunque tímidamente y sin demasiada profundidad, ciertos temas de actualidad: las teorías malthusianas («Sobremesa»), la emigración («El voto»), la cuestión social («Cuatro socialistas»). Hay unos pocos cuentos que manifiestan en sus asuntos o motivos una cierta dimensión metaliteraria: así, «La cruz roja», lúcida reflexión sobre el poder de la capacidad fabuladora, sobre los límites entre la realidad y la ficción. «La mariposa de pedrería» es una alegoría sobre la inspiración y la fantasía poética, sus condiciones y límites. «La calavera», es una fantasía sobre una obsesión que tiene algo —o mucho— de literaria. «El ruido», cuyo protagonista es un escritor en busca del inalcanzable ambiente de sosiego para su creación; el texto refleja de manera muy certera esa búsqueda de un nuevo lenguaje poético que acucia a la literatura finisecular.

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Seitenzahl: 303

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Emilia Pardo Bazán

Cuentos nuevos

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Cuentos nuevos.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-367-2.

ISBN rústica: 978-84-9953-820-4.

ISBN ebook: 978-84-9007-753-5.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

La niña mártir 11

El Cinco de Copas 16

Náufragas 20

Las dos vengadoras 25

La mariposa de pedrería 29

El ruido 33

El tornado 37

Agravante 42

La hierba milagrosa 46

Sobremesa 52

Evocación 56

Confidencia 60

Piña 65

La calavera 70

Cuatro socialistas 76

El tesoro 80

La paloma negra 84

Sedano 88

Madre 96

Cuento primitivo 101

La cena de Cristo 106

Apostasía 109

La flor de la salud 113

La flor seca 118

La cruz roja 122

Linda 127

Rosquilla de monja... 132

Geórgicas 136

El voto 140

Los huevos arrefalfados 144

El baile del Querubín 150

Coleccionista 161

En verso 165

El sino 169

Paracaídas 173

Libros a la carta 179

Brevísima presentación

La vida

Emilia Pardo Bazán (1851-1921). España.

Nació el 16 de septiembre en A Coruña. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890. En su adolescencia escribió algunos versos y los publicó en el Almanaque de Soto Freire.

En 1868 contrajo matrimonio con José Quiroga, vivió en Madrid y viajó por Francia, Italia, Suiza, Inglaterra y Austria; sus experiencias e impresiones quedaron reflejadas en libros como Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889) o Por la Europa católica (1905).

En 1876 Emilia editó su primer libro, Estudio crítico de Feijoo, y una colección de poemas, Jaime, con motivo del nacimiento de su primer hijo. Pascual López, su primera novela, se publicó en 1879 y en 1881 apareció Viaje de novios, la primera novela naturalista española. Entre 1831 y 1893 editó la revista Nuevo Teatro Crítico y en 1896 conoció a Émile Zola, Alphonse Daudet y los hermanos Goncourt. Además tuvo una importante actividad política como consejera de Instrucción Pública y activista feminista.

Desde 1916 hasta su muerte el 12 de mayo de 1921, fue profesora de Literaturas románicas en la Universidad de Madrid.

La niña mártir

No se trata de alguna de esas criaturas cuyas desdichas alborotan de repente a la prensa; de esas que recoge la policía en las calles a las altas horas de la noche, vestidas de andrajos, escuálidas de hambre, ateridas de frío, acardenaladas y tundidas a golpes, o dilaceradas por el hierro candente que aplicó a sus tierras carnecitas sañuda madrastra.

La mártir de que voy a hablaros tuvo la ropa blanca por docenas de docenas, bordada, marcada con corona y cifra, orlada de espuma de Valenciennes auténtico; de Inglaterra le enviaban en enormes cajas, los vestidos, los abrigos y las tocas; en su mesa abundaban platos nutritivos, vinos selectos; el frío la encontraba acolchada de pieles y edredones; diariamente lavaba su cuerpo con jabones finísimos y aguas fragantes, una chambermaid británica.

En invierno habitaba un palacete forrado de tapices, sembrado de estufas y caloríferos; en verano, una quinta a orillas del mar, con jardines, bosques, vergeles, alamedas de árboles centenarios y diosas de mármol que se inclinan parar mirarse en la superficie de los estanques al través del velo de hojas de ninfea...

Si quería salir, preparado estaba en todo tiempo el landó o el sociable; si prefería solazarse en casa, le abrían un armario atestado de juguetes raros, y salían de él, como salen de una viva imaginación los cuentos, seres maravillosos, creaciones de la magia moderna: el jockey vestido de raso azul y botón de oro, con su caballo que galopa de veras y salta zanjas; la muñeca que mueve la cabeza, y abre los ojos, y llama a sus papás con mimoso quejido infantil; la otra muñeca bailarina que, asiendo un aro de flores, gira, revolotea, se columpia, danza y repica con los pies y, por último, saluda al público, enviándole un beso volado; el cochecillo eléctrico, el acróbata, el mono violinista, el ruiseñor mecánico, que gorjea, sacude la cabeza y eriza las plumas; todos los autómatas, todos los remedos, todos los fantoches de la vida, que a tanto alto precio se compran para entretener a los hijos de padres acaudalados.

Pues no obstante, yo os digo que la niña de mi cuento era mártir, y que mártir murió, y que después de muerta, su cara, entre los pliegues del velo de muselina, mostraba más acentuada que nunca la expresión melancólica y grave, tan sorprendente en una criatura de diez años, adorada y criada entre algodones.

Mártir, creedlo; tan mártir como las abandonadas que en las noches de enero se acurrucan tiritando en el umbral de una puerta. La vida es así; para todos tienen destinado su trago de ajenjo; solo que a unos se lo sirve en copa de oro cincelada, y a otros en el hueco de la mano. El dolor es eternamente fecundo; unas veces da a luz en sábanas de holanda, y otras, sobre las guijas del arroyo.

Hija de padres machuchos, que contaban perdida toda esperanza de sucesión; única heredera de ilustre nombre y de pingües haciendas, la niña fue desde sus primeros años víctima de sus propios brillantes destinos. Pendientes de sus más leves movimientos, espiando su respiración, contando los latidos de su corazoncillo inocente, los dos cincuentones la criaron como se creía en el invernáculo la flor rara, predestinada a sucumbir al primer cierzo. Un médico, que bien podemos llamar de cámara, tenía especial encargo de llevar el alta y baja de las funciones fisiológicas de la criatura. Se apuntaban las chupadas de leche que pasaban del seno del ama a la boquita de la nena. Un reloj puntualísimo marcaba por minutos el sueño, el despertar, las horas de comer, la del aseo, la del paseo. Un termómetro graduaba el temple del agua de las abluciones; fina balanza pesaba el alimento y las ropas, según las prescripciones y órdenes minuciosas del doctor. Cuando vino la crisis de la dentición, y con ella el desasosiego, la impaciencia, la casa se convirtió en una Trapa: nadie alzaba la voz; nadie pisaba fuerte por no sobresaltar a la niña, por no quitarle el sueño.

El régimen pareció higiénico y se hizo permanente ya. Diríase que aquella morada sordomuda era una capilla erigida al dios del silencio; y la niña, con la singular adivinación que a veces demuestra la infancia, comprendiendo que allí los ruidos no tendrían eco, ni eco las risas, fue, desde que rompió a andar, calladita, formal, obediente, seria... tan seria y tan obediente, que daba una lástima terrible.

Hubo un terreno en que no pudo ser tan dócil. Desplegando la mejor voluntad, la niña no lograba sacar buen color, el color de manzana sanjuanera que alegra a las madres. Su tez de seda, satinada y transparente por la clorosis, se jaspeaba con venitas celestes y a trechos con la suave amarillez del marfil. Sus ojos azules, de un azul oscuro, eran hondos, tranquilos y resignados. Su boca parecía una rosa desteñida, mustia ya.

Sea por el cuidado que habían puesto en que no sintiese nunca la menor impresión de frío, o sea por el mismo empobrecimiento de la sangre, era tan friolera, que en el rigor del verano, vestía de lana blanca, con polainas y guantes blancos también. Al verla pasar toda blanca, esbelta, derecha, despaciosa, grave, las ideas sanas y humorísticas que infunde la niñez cedían el paso a otras ideas fúnebres, de claustro y de mausoleo. No creáis que sus padres no advertían que la niña era una lamparita de ésas que apaga un soplo. Tanto lo advertían, que por eso mismo cada día calafateaban mejor las rendijas por donde pudiese deslizarse una ráfaga perturbadora. Así que blindasen, acolchasen y forrasen completamente la casa, no penetraría el hálito sutil de la muerte. Vengan algodones, vengan telas, vengan clavos; aislemos a la niña. ¡Ah! ¡Si la madre pudiese restituirla a la concavidad del claustro materno, y el padre al calor de las entrañas generadoras! ¡Si fuese dable meterla en la campana neumática, o alojarla en la máquina donde incuban los polluelos!

Por la ventana, entreabriendo los pesados cortinajes, la niña veía a veces jugar en la calle a los desharrapados granujas. Frescos, risueños, turbulentos, derramando vida, los chicos se embestían con una cabeza de toro hecha de mimbres, o se liaban a cachete limpio, o se santiguaban con peladillas. En la quinta, desde donde se dominaba la playa, granujas también, los hijos de los pescadores, que, desnudos, bronceados, ágiles y saltadores como peces y, en bandadas como ellos, se bañaban, permaneciendo horas enteras dentro del agua verdosa en que se zampuzaban a manera de delfines.

Por orden del médico, la niña se bañaba también. Le habían preparado una cómoda y ancha caseta; allí la desnudaban y, arropada en mil abrigos, la llevaban a los brazos del bañero, que la sepultaba un momento en el mar y la sacaba inmediatamente, recibida la impresión. Esta impresión era, por cierto, terrible. La sangre fluía al corazón de la criatura: trémula y con las pupilas dilatadas, miraba aquel infinito espantable, aquel abismo de agua verde y rugiente, la ola que avanzaba pavorosa, cóncava, cerrándose ya como para devorarla; y los dientes de la niña castañeteaban, y pensaba para sí: «Tengo miedo.» Pero ni un grito ni un suspiro la delataban. El voto de silencio no lo rompía ni aun entonces. Solo que después, al ver desde la ventana a los traviesos gateras en familiaridad con las terribles olas, jugueteando con ellas lo mismo que gaviotas, pensaba la niña mártir: «¿Cómo harán para ser tan valientes esos chicos?»

Entre tanto, la Muerte, riéndose con siniestra risa de calavera, se acercaba a la señorial y cerrada mansión. Es de saber que no encontró ni puerta por donde pasar, ni siquiera por donde colarse, y hubo de entrar, aplanándose, por debajo de una teja, a la buhardilla; de allí, por el ojo de la llave, pasar a la escalera, y desde la escalera, enhebrarse por debajo de la levita del médico, que se metió casa adentro muy impávido, con la Muerte guardadita en el bolsillo, detrás de la fosforera.

A causa de tantas dificultades como encontró para insinuarse en la casa de la niña, la Muerte quedó algo quebrantada, y no se presentó con empuje y arresto, sino con mansedumbre hipócrita, tardando bastante en llevarse a la criatura. El tiempo que aguardó la Muerte a tomar bríos fue para la mártir larga cuestión de tormento.

Drogas asquerosas, pócimas nauseabundas por la boca, papeles epispásticos y vejigatorios sobre la piel; cauterio para las llagas que abría en su garganta la miseria de su organismo; todo se empleó, sin que rompiese el voto del silencio la víctima, y sin que sus verdugos atendiesen la súplica de sus vidriados ojos..., porque aquellos verdugos la idolatraban demasiado para perdonarle ni un detalle del suplicio. Solo en el último instante, cuando todavía le presentaban una cucharada de no sé qué mejunje farmacéutico, la niña suspiró hondamente, se incorporó, dijo que no tres veces con la cabeza y, echando los brazos al cuello de la insensata madre, pegando el rostro al suyo, murmuró muy bajo: «Abre la ventana, mamá.»

Era, sin duda, la congoja del postrer ataque de disnea que empezaba. Poco duró. Y la mártir quedó bonita, cándida, exangüe, pero con una expresión de amargura reconcentrada, como el que se va de la vida dejándose algo por hacer, por decir o por sentir; algo que era quizá la esencia de la vida misma.

En el ataúd forrado de raso, bajo las lilas blancas que la envolvían en aristocráticos aromas, los pobres despojos pedían justicia, se quejaban de un asesinato lento. Por ser la estación primaveral y la noche templada y por disipar el olor a cera y a difunto, los que velaban a la niña abrieron la ventana. Al entrar la bienhechora bocanada de aire libre, la carita demacrada pareció adquirir plácida expresión de reposo.

Tal vez no quería pasar sin orearse del encierro de su casa al encierro del nicho.

Nuevo Teatro Crítico, núm. 26, 1893.

El Cinco de Copas

Agustín estudiaba Derecho en una de esas ciudades de la España vieja, donde las piedras mohosas balbucean palabras truncadas y los santos de palo viven en sus hornacinas con vida fantástica, extramundanal. A más de estudiante, era Agustín poeta; componía muy lindos versos, con marcado sabor de romanticismo; tenía momentos en que se cansaba de bohemia escolar, de cenas a las altas horas en La flor de los campos de Cariñena, apurando botellas y rompiendo vasos; de malgastar el tuétano de sus huesos en brazos de dos o tres ninfas nada mitológicas, de leer y de dormir; y como si su alma, asfixiada en tan amargas olas, quisiese salir del piélago y respirar aire bienhechor, entraba en las iglesias y se paraba absorto ante los ricos altares, complaciéndose en los primores de la talla y las bellezas de la escultura, y sintiendo esa especial nostalgia reveladora de que el espíritu oculta aspiraciones no satisfechas y busca algo sin darse cuenta de lo que es.

Entre las iglesias a que Agustín se sentía más atraído, había dos adonde le llamaban no solo la nostalgia consabida, sino —fuerza es decirlo— otros móviles asaz profanos. Era la una soberbia basílica en que el arte del Renacimiento había agotado sus esplendores, y en ella, destacándose sobre el fondo de la luz de ancha ventana, se admiraba la escultura de cierta Magdalena bellísima, vestida solo de un pedazo de estera y de sus ondeantes y regios cabellos. Al través de la crencha rubia y del grosero tejido, se adivinaban líneas de euritmia celestial. Agustín devoraba con ojos ávidos a la santa meretriz y se deshacía en afán de resucitarla. En el otro templo predilecto de Agustín no había pecadoras bonitas, ni siquiera maravillas de arte; paredes casi desnudas, salpicadas por los sombríos lienzos del vía crucis; retablos humildes, una pila ancha, honda, llena de agua hasta el borde, y allá en el techo, en vez de emperifollada e historiada cúpula, un solo emblema pictórico, muy triste; sobre la fría blancura, cinco manchas de almazarrón, que recordaban a los distraídos cómo aquel templo pertenecía a una comunidad franciscana. Agustín llamaba a los chafarrinones bermejos el Cinco de Copas.

No podía acertar Agustín con la razón de sus visitas a la iglesia austera, desprovista de esa opulencia ornamental que fascina los sentidos. Quizá la soledad del convento, situado a un extremo de la población, al pie de una colina, en el repuesto Valceleste; quizá la misma silenciosa nave, donde retumbaba el ruido de los pasos; quizá las sugestivas figuras de los dos frailes, en oración a uno y otro lado del altar; quizá el oficio de difuntos, que ciertos días salmodiaba la comunidad de un modo tan profundo y extraño... Agustín, sin embargo, atribuía su interés por la escondida iglesia al Cinco de Copas embadurnado de almazarrón. Le inspiraba una especie de aversión atractiva. Irritábale lo grosero de la pintura, y, más que nada, sus denegridos y secos tonos. «Eso no ha sido sangre nunca. ¿En qué se parece eso a la sangre? ¡Vaya una manera de representar llagas! ¡Y qué frailes estos, que dejan ahí en el techo ese naipe ordinario y no lo borran siquiera por decoro!» Algunas veces el estudiante se llevaba a Valceleste a sus compañeros de aula y también de jarana y francachela, y, apoyados en la pila del agua bendita, no sin prodigar carantoñas a las devotas vejezuelas que entraban persignándose, hacían chacota del Cinco de Copas, celebrando la ocurrencia de quien tan oportuna y gráficamente lo bautizara.

De pronto, un interés nuevo y avasallador llenó la vida de Agustín. Había llegado al pueblo, estableciéndose en él, una familia que el estudiante conocía casualmente, relación de temporada de balneario; y como entrase a visitarlos algo temprano, antes de la hora de comer, tropezóse en el pasillo con la hija mayor, Rosario, de quince años, que salía de su cuarto, suelto el pelo y en ligerísimo traje. Chilló y huyó la niña; quedóse el estudiante confuso, pero la imagen apenas entrevista, el rielar del flotante pelo rubio sobre las carnes de nácar, le persiguió como visión de la fiebre, mezclando en su desenfrenada imaginación la inerte escultura de la Magdalena y la escultura viva de la doncella.

Del matrimonio pensaba horrores Agustín; constábale, además, que en muchos años no tenía probabilidad racional de sostener una familia; y aunque asomos de innata honradez le decían que era infame perder a la hija de unos amigos confiados y afectuosos, el mal deseo pudo más. Miradas, sonrisas, paseos por la calle, encuentros en la catedral, palabras de miel, cartas abrasadoras... No tanto se requería para vencer a la criatura inexperta, que ignoraba toda la extensión del mal. Al cabo de cuatro meses de asedio, Rosario otorgó la peligrosa cita. Sus padres salían del pueblo, a una aldeíta próxima; ella se quedaba sola, veinticuatro horas lo menos, con la vetusta y sorda criada; todo dispuesto a maravilla, como por el gran galeoto Lucifer.

Al recibir el aviso, Agustín sufrió un acceso de alegría insana; sus nervios se cargaron de electricidad, y sintióse poseído de tal necesidad de correr, gesticular y pegar brincos, que parecía loco. Faltaba una semana aún, y la enervante espera le sacaba de quicio. Llevaba cinco noches sin dormir y cinco días en que, rehusando el alimento sano y sencillo, le sostenían algunas copas de coñac. Cuando solo una tarde y una noche le separaban del instante supremo, resolvió dar largo paseo, a fin de que el ejercicio violento le permitiese dormir de víspera, por no caer malo y desperdiciar la ocasión.

Salió del pueblo, subió carretera arriba, respirando con deleite la frescura de la tarde, el olor de los pinares y de los prados, y dando un gran rodeo a campo traviesa alcanzó la senda que guiaba a lo alto de la colina, bajo la cual descansan Valceleste y el convento. Al llegar a la cruz del Humilladero, desde donde los peregrinos, cara contra el polvo, saludaban a la santa ciudad, Agustín sintió que le rendía la fatiga, y sentándose en las gradas durmió. ¿Cuánto tiempo? ¿Media hora? Tal vez más; porque cuando despertó, el Sol ya quería transponer las violadas crestas del monte.

Su primer pensamiento, al recordar, no fue para Rosario ni para las esperadas venturas, sino para el Cinco de Copas.

«¡Cuánto tiempo hace que no veo aquel mamarracho!», dijo entre sí el mozo, riendo en alto y registrando con la vista, allá en el fondo de Valceleste, el convento, el claustro, la huerta, las torres de la iglesia, que ya empezaban a anegarse en las sombras del crepúsculo. Casi al mismo tiempo que se acordaba de los rojos brochazos, sintió levísimo roce de pisadas, y un fraile, calada la capucha, sepultadas en las mangas ambas manos, cruzó por delante de él. Nada tenía de extraño que pasase un fraile a tales horas; sin duda, por ser la de la queda, regresaba a Valceleste; y, con todo, el estudiante percibió esa sensación súbita que no puede definirse y que es preludio del miedo. Antes de salvar el recodo de la senda, volvióse el fraile, y su cara puntiaguda, exangüe, sumida, chupada, momia, surgió de la capilla; sus pupilas cóncavas y ardientes se clavaron en Agustín y, sacando de la manga una pálida mano, hízole una seña... El estudiante se estremeció, pero al punto saltó del asiento de piedra.

«¡Bueno, y qué! Un fraile que me saluda... La cosa no tiene nada de particular... He de saber quién es, o no me llamo Agustín.»

Bajó precipitadamente la agria cuesta; ya no se veía allí rastro de fraile. No obstante, al acercarse al atrio, parecióle a Agustín que le veía entrar en el templo. «Irá a rezarle al Cinco de Copas. Allá voy yo también, y si el fraile flaco me habla, le digo que borren semejante adefesio.»

El templo estaba completamente vacío y casi oscuro; Agustín alzó la mirada hacia la cúpula, y apenas distinguió los cinco brochazos, confusos y lívidos. La idea fija de toda la semana remaneció entonces, al disiparse la vaga impresión de temor causada por la aparición frailesca. Mientras echaba atrás la cabeza para ver el famoso naipe. Agustín, súbitamente, recordó con gran lucidez a Rosario, y su inocencia, y su frescura de azucena en capullo... Sus oídos zumbaron, secósele el paladar..., y apenas la voluptuosa imagen invadió sus sentidos, notó que, de pronto, los cinco redondeles del techo adquirían color sangriento, abriéndose y palpitando como los labios de una herida. De su vivo seno fluían líquidas gotas, que empezaron a caer lentamente, con centelleo de rubíes, y que salpicaron el suelo todo alrededor del estudiante.

—¡Ahora veo que son verdaderas llagas! —gimió Agustín sin poder bajar las pupilas.

Una gota más gruesa, roja, resplandeciente, descendía de la llaga central, y despaciosa, pesada como plomo, vino a rebotar sobre la frente del estudiante...

• • •

Hace bastantes años que viste el sayal, habiéndose dejado en el mundo, para que otros los recojan, versos, devaneos, libros de Strauss y Buchner, naipes y risas. Alguna vez, en la portería de Valceleste, le he preguntado, a fin de animarle y ver qué contesta:

—Padre, ¿se acuerda del Cinco de Copas?

Nuevo Teatro Crítico, núm. 26, 1893.

Náufragas

Era la hora en que las grandes capitales adquieren misteriosa belleza. La jornada del trabajo y de la actividad ha concluido; los transeúntes van despacio por las calles, que el riego de la tarde ha refrescado y ya no encharca. Las luces abren sus ojos claros, pero no es aún de noche; el fresa con tonos amatista del crepúsculo envuelve en neblina sonrosada, transparente y ardorosa las perspectivas monumentales, el final de las grandes vías que el arbolado guarnece de guirnaldas verdes, pálidas al anochecer. La fragancia de las acacias en flor se derrama, sugiriendo ensueños de languidez, de ilusión deliciosa. Oprime, un poco el corazón, pero lo exalta. Los coches cruzan más raudos, porque los caballos agradecen el frescor de la puesta del Sol. Las mujeres que los ocupan parecen más guapas, reclinadas, tranquilas, esfumadas las facciones por la penumbra o realzadas al entrar en el círculo de claridad de un farol, de una tienda elegante.

Las floristas pasan... Ofrecen su mercancía, y dan gratuitamente lo mejor de ella, el perfume, el color, el regalo de los sentidos.

Ante la tentación floreal, las mujeres hacen un movimiento elocuente de codicia, y si son tan pobres que no pueden contentar el capricho, de pena...

Y esto sucedió a las náufragas, perdidas en el mar madrileño, anegadas casi, con la vista alzada al cielo, con la sensación de caer al abismo... Madre e hija llevaban un mes largo de residencia en Madrid y vestían aún el luto del padre, que no les había dejado ni para comprarlo. Deudas, eso sí.

¿Cómo podía ser que un hombre sin vicios, tan trabajador, tan de su casa, legase ruina a los suyos? ¡Ah! El inteligente farmacéutico, establecido en una población, se había empeñado en pagar tributo a la ciencia.

No contento con montar una botica según los últimos adelantos, la surtió de medicamentos raros y costosos: quería que nada de lo reciente faltase allí; quería estar a la última palabra... «¡Qué sofoco si don Opropio, el médico, recetase alguna medicina de estas de ahora y no la encontrasen en mi establecimiento! ¡Y qué responsabilidad si, por no tener a mano el específico, el enfermo empeora o se muere!»

Y vino todo el formulario alemán y francés, todo, a la humilde botica lugareña... Y fue el desastre. Ni don Opropio recetó tales primores, ni los del pueblo los hubiesen comprado... Se diría que las enfermedades guardan estrecha relación con el ambiente, y que en los lugares solo se padecen males curables con friegas, flor de malva, sanguijuelas y bizmas. Habladle a un paleto de que se le ha «desmineralizado la sangre» o de que se le han «endurecido las arterias», y, sobre todo, proponedle el radio, más caro que el oro y la pedrería... No puede ser; hay enfermedades de primera y de tercera, padecimientos de ricos y de pobretes... Y el boticario se murió de la más vulgar ictericia, al verse arruinado, sin que le valiesen sus remedios novísimos, dejando en la miseria a una mujer y dos criaturas... La botica y los medicamentos apenas saldaron los créditos pendientes, y las náufragas, en parte humilladas por el desastre y en parte soliviantadas por ideas fantásticas, con el producto de la venta de su modesto ajuar casero, se trasladaron a la corte...

Los primeros días anduvieron embobadas. ¡Qué Madrid, qué magnificencia! ¡Qué grandeza, cuánto señorío! El dinero en Madrid debe de ser muy fácil de ganar... ¡Tanta tienda! ¡Tanto coche! ¡Tanto café! ¡Tanto teatro! ¡Tanto rumbo! Aquí nadie se morirá de hambre; aquí todo el mundo encontrará colocación... No será cuestión sino de abrir la boca y decir: «A esto he resuelto dedicarme, sépase... A ver, tanto quiero ganar...»

Ellas tenían su combinación muy bien arreglada, muy sencilla. La madre entraría en una casa formal, decente, de señores verdaderos, para ejercer las funciones de ama de llaves, propias de una persona seria y «de respeto»; porque, eso sí, todo antes que perder la dignidad de gente nacida en pañales limpios, de familia «distinguida», de médicos y farmacéuticos, que no son gañanes... La hija mayor se pondría también a servir, pero entendámonos; donde la trataran como corresponde a una señorita de educación, donde no corriese ningún peligro su honra, y donde hasta, si a mano viene, sus amas la mirasen como a una amiga y estuviesen con ella mano a mano... ¿Quién sabe? Si daba con buenas almas, sería una hija más... Regularmente no la pondrían a comer con los otros sirvientes... Comería aparte, en su mesita muy limpia... En cuanto a la hija menor, de diez años, ¡bah! Nada más natural; la meterían en uno de esos colegios gratuitos que hay, donde las educan muy bien y no cuestan a los padres un céntimo... ¡Ya lo creo! Todo esto lo traían discurrido desde el punto en que emprendieron el viaje a la corte...

Sintieron gran sorpresa al notar que las cosas no iban tan rodadas... No solo no iban rodadas, sino que, ¡ay!, parecían embrollarse, embrollarse pícaramente... Al principio, dos o tres amigos del padre prometieron ocuparse, recomendar... Al recordarles el ofrecimiento, respondieron con moratorias, con vagas palabras alarmantes... «Es muy difícil... Es el demonio... No se encuentran casas a propósito... Lo de esos colegios anda muy buscado... No hay ni trabajo para fuera... Todo está malo... Madrid se ha puesto imposible...»

Aquellos amigos —aquellos conocidos indiferentes— tenían, naturalmente, sus asuntos, que les importaban sobre los ajenos... Y después, ¡vaya usted a colocar a tres hembras que quieren acomodo bueno, amos formales, piñones mondados! Dos lugareñas, que no han servido nunca... Muy honradas, sí...; pero con toda honradez, ¿qué?, vale más tener gracia, saber desenredarse...

Uno de los amigos preguntó a la mamá, al descuido:

—¿No sabe la niña alguna cancioncilla? ¿No baila? ¿No toca la guitarra?

Y como la madre se escandalizase, advirtió:

—No se asuste, doña María... A veces, en los pueblos, las muchachas aprenden de estas cosas... Los barberos son profesores. Conocí yo a uno...

Transcurrida otra semana, el mismo amigo —droguero por más señas— vino a ver a las dos ya atribuladas mujeres en su trasconejada casa de huéspedes, donde empezaban a atrasarse lamentablemente en el pago de la fementida cama y del cocido chirle... Y previos bastantes circunloquios, les dio la noticia de que había una colocación. Sí, lo que se dice una colocación para la muchacha.

—No crean ustedes que es de despreciar, al contrario... Muy buena... Muchas propinas. Tal vez un duro diario de propinas, o más... Si la niña se esmera..., más, de fijo. Únicamente..., no sé... si ustedes... Tal vez prefieren otra clase de servicio, ¿eh? Lo que ocurre es que ese otro... no se encuentra. En las casas dicen: «Queremos una chica ya fogueada. No nos gusta domar potros.» Y aquí puede foguearse. Puede...

—Y ¿qué colocación es esa? —preguntaron con igual afán madre e hija.

—Es..., es... frente a mi establecimiento... En la famosa cervecería. Un servicio que apenas es servicio... Todo lo que hacen mujeres. Allí vería yo a la niña con frecuencia, porque voy por las tardes a entretener un rato. Hay música, hay cante... Es precioso.

Las náufragas se miraron... Casi comprendían.

—Muchas gracias... Mi niña... no sirve para eso —protestó el burgués recato de la madre.

—No, no; cualquier cosa; pero eso, no —declaró a su vez la muchacha, encendida.

Se separaron. Era la hora deliciosa del anochecer. Llevaban los ojos como puños. Madrid les parecía —con su lujo, con su radiante alegría de primavera— un desierto cruel, una soledad donde las fieras rondan. Tropezarse con la florista animó por un instante el rostro enflaquecido de la joven lugareña.

—¡Mamá!, ¡rosas! —exclamó en un impulso infantil.

—¡Tuviéramos pan para tu hermanita! —sollozó casi la madre.

Y callaron... Agachando la cabeza, se recogieron a su mezquino hostal.

Una escena las aguardaba. La patrona no era lo que se dice una mujer sin entrañas: al principio había tenido paciencia. Se interesaba por las enlutadas, por la niña, dulce y cariñosa, que, siempre esperando el «colegio gratuito», no se desdeñaba de ayudar en la cocina fregando platos, rompiéndolos y cepillando la ropa de los huéspedes que pagaban al contado. Solo que todo tiene su límite, y tres bocas son muchas bocas para mantenidas, manténganse como se mantengan. Doña Marciala, la patrona, no era tampoco Rotchschild para seguir a ciegas los impulsos de su buen corazón. Al ver llegar a las lugareñas e instalarse ante la mesa, esperando el menguado cocido y la sopa de fideos, despachó a la fámula con un recado:

—Dice doña Marciala que hagan el favor de ir a su cuarto.

—¿Qué ocurre?

—No sé...

Ocurría que «aquello no podía continuar así»; que o daban, por lo menos, algo a cuenta, o valía más, «hijas mías», despejar... Ella, aquel día precisamente, tenía que pagar al panadero, al ultramarino. ¡No se había visto en mala sofocación por la mañana! Dos tíos brutos, unos animales, alzando la voz y escupiendo palabrotas en la antesala, amenazando embargar los muebles si no se les daba su dinero, poniéndola de tramposa que no había por dónde agarrarla a ella, doña Marciala Galcerán, una señora de toda la vida. «Hijas», era preciso hacerse cargo. El que vive de un trabajo diario no puede dar de comer a los demás; bastante hará si come él. Los tiempos están terribles. Y lo sentía mucho, lo sentía en el alma...; pero se había concluido. No se les podía adelantar más. Aquella noche, bueno, no se dijera, tendrían su cena...; pero al otro día, o pagar siquiera algo, o buscar otro hospedaje...

Hubo lágrimas, lamentos, un conato de síncope en la chica mayor... Las náufragas se veían navegando por las calles, sin techo, sin pan. El recurso fue llevar a la prendería los restos del pasado: reloj de oro del padre, unas alhajuelas de la madre. El importe a doña Marciala..., y aún quedaban debiendo.

—Hijas, bueno, algo es algo... Por quince días no las apuro... He pagado a esos zulúes... Pero vayan pensando en remediarse, porque si no... Qué quieren ustés, este Madrid está por las nubes...

Y echaron a trotar, a llamar a puertas cerradas, que no se abrieron, a leer anuncios, a ofrecerse hasta a las señoras que pasaban, preguntándoles en tono insinuante y humilde:

—¿No sabe usted una casa donde necesiten servicio? Pero servicio especial, una persona decente, que ha estado en buena posición..., para ama de llaves... o para acompañar señoritas...

Encogimiento de hombros, vagos murmurios, distraída petición de señas y hasta repulsas duras, secas, despreciativas... Las náufragas se miraron. La hija agachaba la cabeza. Un mismo pensamiento se ocultaba. Una complicidad, sordamente, las unía. Era visto que ser honrado, muy honrado, no vale de nada. Si su padre, Dios le tuviere en descanso, hubiera sido como otros..., no se verían ellas así, entre olas, hundiéndose hasta el cuello ya...

Una tarde pasaron por delante de la droguería. ¡Debía tener peto el droguero! ¡Quién como él!

—¿Por qué no entramos? —arriesgó la madre.

—Vamos a ver... Si nos vuelve a hablar de la colocación... —balbució la hija. Y, con un gesto doloroso, añadió:

—En todas partes se puede ser buena...

Blanco y Negro, núm. 946, 1909.

Las dos vengadoras

Al conde León Tolstoi

Había un hombre muy perseguido, no tanto por la suerte como por los demás hombres, sus prójimos y, especialmente, por los que debieran profesarle cariño y tenerle ley. No parecía sino que, por negra fatalidad, a Zenón —que así se llamaba— toda la miel se le volvía hiel o mejor dicho, ponzoña. Sus hermanos, que eran dos, se concertaron para despojarle de la herencia paterna y le dejaron en la calle, sin más ropa que la puesta, sin techo ni lumbre. Casóse, y su mejor amigo le afrentó públicamente con su mujer y, como si no bastase, la vil pareja le acusó de falsario, forjó pruebas contra él y logró que le sentenciasen a presidio, donde, inocente, arrastró largo tiempo el grillete de los criminales.

Aunque Zenón tenía al principio el alma abierta y generosa, el carácter noble y suma bondad, las traiciones, persecuciones y calumnias, el deshonor, los ultrajes y los desengaños fueron ulcerando su espíritu y cambiando su ser de tal manera que, en vez de resignarse y perdonar, como perdonó el Maestro, sintió poco a poco crecer en su corazón un espantable deseo, una sed ardentísima de venganza. Ya no ansiaba cumplir el tiempo de su condena por ser libre y volver a la sociedad, sino por buscar ocasión de saciar la ira que, gota a gota, había ido destilando. Pasábase las noches en vela fraguando planes que ejecutaría al punto de terminarse su cautiverio. Con paciencia, hilo a hilo, iba tejiendo la trama, y restregándose las manos gozoso, decía para sí: «Hoy salgo y mañana vuelvo a la prisión, pero de esta vez vuelvo por algo, por haber pagado a mis enemigos con usura el mal que me hicieron. Inocente me encerraron aquí, y otra vez me encerrarán culpable, pero habiendo saboreado las delicias del desquite. Véngueme yo, y álcese el patíbulo después.»

Cumplió Zenón su tiempo y salió de las cárceles, resuelto a poner por obra sus airados propósitos. Lo primero que determinó fue pegar fuego a la casa solariega que le pertenecía y de donde sus hermanos le habían expulsado con dolo. Aprovecharía las sombras de la noche y, disfrazado de pordiosero, oculto en un cobertizo, esperaría a que todos se entregasen al descanso, obstruiría bien las cerraduras de puertas y ventanas, y cuando estuviesen en el descuido del primer sueño, prendería las virutas impregnadas de resina, a fin de que todo ardiese como yesca. Así que las llamas subiesen muy altas y los clamores de los encerrados fuesen extinguiéndose —lo cual probaría que ya los tenía asfixiados el humo—, Zenón huiría, yendo a introducirse secretamente en su propia casa, donde la falsa mujer y el mal amigo estarían juntos. Zenón conocía bien las entradas y salidas y podía deslizarse y esconderse sin ser observado de nadie. Compró un puñal, porque a éstos deseaba verlos morir y saborear las convulsiones de su agonía.

Así que se puso el Sol, vistió sus ropas de mendigo y, apoyado en un palo, tomó el camino de la casa que pensaba incendiar. Caminaba como el Destino, entre tinieblas más densas cada vez, cuando a una revuelta de la carretera advirtió cierta claridad misteriosa que alumbraba vivamente el paisaje, y se le aparecieron, juntas y cogidas de la mano, dos mujeres que formaban singular contraste.

Una era amarilla, escuálida, tan escuálida que los huesos se entreparecían bajo la seca piel; tenía palmas de esqueleto, y al través de los polvorientos crespones negros que la cubrían, se notaba que carecía de seno y de toda redondez femenil; con la mano derecha empuñaba y esgrimía reluciente hoz. La otra mujer era lozana, mórbida, colorada, blanca y de un rubio encendido los cabellos; vestía gasas de mil colores: rojo, verde, rosa, azul, aunque pegada al cuerpo llevaba una túnica negrísima. Zenón miraba a las dos apariciones, como preguntando qué le querían, hasta que ambas dijeron a una voz: