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Las narraciones que forman el repertorio de Cuentos trágicos (1912) muestran, por un lado, crímenes, robos, asesinatos o trampas mortales, y, por otro, el interés de Pardo Bazán por el misterio y el suspense, con los que la escritora provoca en sus cuentos una inquietud tremenda en el lector, anunciando además en muchos de ellos una muerte trágica final. No es sorprendente que la autora gallega opte por reflejar un mundo misterioso, enigmático y mágico. Ese interés se relaciona, por un lado, con su preocupación por la psicología (ciencia que cobra especial importancia a finales del siglo XIX), y que en la escritura de doña Emilia se refleja principalmente desde 1890 y, por otro, con la percepción de los nuevos problemas sociales, que conllevan por ejemplo a la creación de las secciones criminales de la policía. Resulta imprescindible referir de qué manera Pardo Bazán empezó a cultivar el género policiaco, en estos Cuentos trágicos, así como sus opiniones sobre este nuevo género narrativo que nació a mediados del siglo XIX.
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Seitenzahl: 212
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Emilia Pardo Bazán
Cuentos trágicos
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: Cuentos trágicos.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-204-0.
ISBN rústica: 978-84-9953-827-3.
ISBN ebook: 978-84-9007-757-3.
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Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
El Pozo de la Vida 9
La mosca verde 13
El aljófar 17
La cana 23
La cita 30
Nube de paso 34
«Drago» 39
La tigresa 44
Durante el entreacto 48
La resucitada 52
El tesoro de los Lagidas 56
Dura Lex 60
El peligro del rostro 64
Recompensa 68
Dioses 72
Idilio 76
Por otro 80
La madrina 84
El pajarraco 88
La leyenda de la torre 95
La almohada 99
Hijo del alma 103
Arena 108
Argumento 113
«Santiago el Mudo» 117
La pasarela 122
Doradores 126
Libros a la carta 131
Nació el 16 de septiembre en A Coruña. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890. En su adolescencia escribió algunos versos y los publicó en el Almanaque de Soto Freire.
En 1868 contrajo matrimonio con José Quiroga, vivió en Madrid y viajó por Francia, Italia, Suiza, Inglaterra y Austria; sus experiencias e impresiones quedaron reflejadas en libros como Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889) o Por la Europa católica (1905).
En 1876 Emilia editó su primer libro, Estudio crítico de Feijoo, y una colección de poemas, Jaime, con motivo del nacimiento de su primer hijo. Pascual López, su primera novela, se publicó en 1879 y en 1881 apareció Viaje de novios, la primera novela naturalista española. Entre 1831 y 1893 editó la revista Nuevo Teatro Crítico y en 1896 conoció a Émile Zola, Alphonse Daudet y los hermanos Goncourt. Además tuvo una importante actividad política como consejera de Instrucción Pública y activista feminista.
Desde 1916 hasta su muerte el 12 de mayo de 1921, fue profesora de Literaturas románicas en la Universidad de Madrid.
Allí las caravanas hacen alto siempre, por la fama del agua, de la cual se refieren mil consejas. Según unos, al gustarla se restaura la energía; según otros, hay en ella algo terrible, algo siniestro.
Los devotos de Alí, yerno y continuador de la obra religiosa y política de Mohamed, profesan respeto especial a este pozo; dicen que en él apagó su sed el generoso y desventurado príncipe, en el día de su decisiva victoria contra las huestes de su jurada enemiga Aixa o Aja, viuda del Profeta. Como no ignoran los fieles creyentes, en esta batalla cayó del camello que montaba la profetisa, y fue respetada y perdonada por Alí, que la mandó conducir a La Meca otra vez. Aseguran que de tal episodio histórico procede la discusión sobre las cualidades del agua del Pozo de la Vida. Es fama que Aixa la ilustre, una de las cuatro mujeres incomparables que han existido en el mundo, al acercar a sus labios el agua cuando la llevaban prisionera y vencida, aseguró que tenía insoportable sabor.
El camellero no pensaba entonces en el gusto del agua. Miraba desvanecerse la nube de polvo de la caravana alejándose, y se veía como náufrago en el mar de arena del desierto.
Verdad que el pozo se encontraba enclavado en lo que llaman un oasis; diez o doce palmeras, una reducida construcción de yeso y ladrillo destinada a bebedero de los camellos y albergue mezquino y transitorio para los peregrinos que se dirigían a la mezquita lejana; a esto se reducía el oasis solitario. Devorado por la calentura, que secaba la sangre en sus venas, el camellero, frugal y sobrio siempre, ahora apenas se acercaba al alimento, a las provisiones de harina y dátiles. Su sostén era el agua del pozo.
—No en balde se llama el Pozo de la Vida... Bebiendo sanaré.
Transcurrieron dos o tres días. El abandonado no cesaba de sumergir el cuenco en el odre que al partir, con piadosa previsión, habían dejado lleno sus compañeros de caravana. Y pensaba para sí: «Mi mal me trastorna los sentidos. Esta agua, al pronto tan gustosa, ahora parece ha tenido en infusión coloquíntida.»
Al día tercero, algunas muchachas de la tribu de los Beni-Said, acampada a corta distancia en la vertiente de un valle árido, vinieron a cebar sus odres en el pozo. El enfermo solicitó de ellas que le renovasen la provisión, porque sus fuerzas no lo consentían. Una virgen como de quince años, de esbeltez de gacela, atirantó la cuerda con sus brazos morenos y el cangilón ascendió rebosando un líquido claro y frío como cristal. El enfermo tendió las manos ansiosas y hasta sonrió de gozo cuando la muchacha, en su cuenco de arcilla esmaltado de vivos colores, le presentó la prueba de aquella delicia. Pero, apenas humedeció la lengua, hizo un mohín de disgusto.
—¡Amarga más todavía que la del odre! —murmuró consternado.
La muchacha vertió otra vez agua en el cuenco y bebió despacio, con fruición.
—¿Qué dices de amargura? —interrogó burlándose—. Está más fresca que los copos de la nieve y más dulce que la leche de nuestras ovejas. Ha refrigerado y exaltado mi corazón. No he encontrado jamás agua tan sabrosa. Probad vosotras, a ver quién se engaña.
Y el grupo de jóvenes aguadoras, antes de cargar en las fundas de red de cuerda, al costado de sus asnillos, los colmados odres, bebió largos tragos de agua del pozo. Hiciéronlo riendo sin causa, disputándose los cuencos de donde el agua se derramaba mojando las túnicas listadas de rojo y blanco, las gargantas aceitunadas y tersas como dátiles verdes, los senos chicos y los brazos bruñidos y mórbidos. Los negros ovales ojos de las vírgenes relucían; sus dientes de granizo eran más blancos al través de los labios pálidos avivados por el agua. Cabalgaron después en los jumentos, acomodándose para caber entre los odres, y con carcajadas locas tomaron la vuelta de su aduar.
El camellero quedóse solo otra vez. Como había mirado desvanecerse la nubecilla de la caravana, vio perderse, en la ilimitada extensión, no del camino (el desierto es camino todo él), sino de la planicie, la polvareda que levantaba el trote de los asnos aguadores, azuzados por las muchachas. La fiebre le consumía. Desesperado, bebió. El agua amargaba más aún.
Los días desfilaron. El enfermo los contaba por los granos del rosario de gordas cuentas que, a fuer de devoto creyente musulmán, llevaba colgado de la cintura. Porque eran iguales todos los días. Los mismos amaneceres deslumbrantes de Sol en un cielo acerado; los mismos mediodías cegadores, crudamente magníficos, con lampos de brasa y rayos de Sol sin velo, refractados por la amarillenta llanura; las mismas encendidas tardes, caliginosas, espirando abrasadores soplos de terral, entrecortadas por rugidos y aullidos lejanos de fieras; las mismas noches de esplendidez implacable, en que el firmamento sombrío y puro se adornaba con sus astros y constelaciones más refulgentes, sin que ni una ráfaga de aire descendiese de la bóveda de bronce, empavonada de azul, ocelada de estrellas vivísimas, lucientes y duras como la mirada altiva del poderoso.
Y el enfermo, sin poderlo evitar, bebía, bebía... Y el agua era a cada trago más repugnante. Dijérase que las manos de los genios enemigos del hombre desleían en el pozo bolsas de hiel, puñados de sal, esencia de dolor. Llegó un momento en que las fuerzas del camellero se agotaron; en que la sola vista del agua le produjo escalofríos, y al pie del pozo se tendió en el agostado suelo resuelto a dejarse perecer, resignado y ansioso del fin.
Una voz que le llamó —una voz imperiosa y grave— le hizo abrir los ojos. Tenía ante sí a un santón, un viejo morabito de larga barba argentina, de remendado traje, apoyado en una cayada, con su zurrón de mendicante al hombro. La faz, requemada por el Sol, presentaba nobles, aguileños rasgos, y los ojos fijos en el enfermo, no revelaban piedad, sino meditación serena; el estado de un alma que conoce los Libros sacros y sondea el existir. En la mano derecha, el santón sostenía el cuenco lleno de agua; tal vez se disponía a apurarlo.
—No bebas, santo varón —aconsejó el camellero—. Es amarga como absintio. Te dará horror. Yo ya no la soporto.
Sin hacerle caso, el santo bebió, y ni mostró desagrado ni complacencia.
—Este agua —murmuró después de que se hubo limpiado la boca con el revés de su mano curtida por la intemperie— no es ni amarga ni dulce; su amargor y su dulzor están en el paladar de quien la bebe. ¿No han venido aquí, desde que languideces al pie del pozo, seres jóvenes y sanos? ¿No han bebido del agua?
—Han venido —respondió el camellero— unas mozas vírgenes, muy alborotadas, a tomar aguada para su aduar. Y han alabado lo refrigerante de la bebida.
—Ya ves —dijo reposadamente el santón—. Que el ángel Azrael mire por ti y te permita encontrar tolerable al menos el agua del pozo. Yo te llevaría conmigo, sacándote de este mal paso; pero mi jumento no puede con más carga y tengo que adelantar camino para incorporarme a una caravana, porque si voy solo me devorarán las fieras.
Y el santón se alejó recitando un versículo del Corán. Al ver su silueta oscura desvanecerse en el horizonte inflamado, el camellero sintió que su última esperanza desaparecía, y en transporte delirante, acercóse al brocal del pozo, se agarró a él con ambas manos y, no sin trabajoso esfuerzo —¡hasta para darse la muerte se necesita vigor!—, se precipitó dentro, de cabeza.
..............................
Y las aguas del Pozo de la Vida, desde que se arrojó a su profundidad el camellero, siguen siendo dulces para algunos, amargas para bastantes... Solo hay que añadir que los de paladar fino las encuentran gusto a muerto.
El Imparcial, 29 de mayo de 1905.
Recostados en las mecedoras, hablábamos despacio, emperezados y esperando con ansia el primer soplo del atardecer que abanicase nuestras sienes. El tema de la conversación era que el calor disuelve las energías, y disertábamos sobre esa influencia psicológica de los climas, que ya empieza a reconocerse en la historia.
—Buena es —decía el científico— la firmeza de carácter; excelente su cultivo intensivo, y acertaría el que afirmó que del propio destino es autor cada hombre; pero a mí, esta naturaleza que nos rodea y nos agobia, me produce una impresión de fatalidad tan profunda, que casi no me atrevería a pensar en contrarrestarla. ¿Qué somos ante las fuerzas naturales?
—Lo somos todo —exclamó el pensador—. Esas fuerzas naturales, las hemos puesto a nuestros pies, a nuestro servicio. Cada día más saldremos vencedores en nuestra lucha con ellas.
—Crea usted que se toman el desquite; al final no vencemos nosotros... —respondió el doctor, pensativo—. Y como el Sol descendiese, esplendoroso hacia el castañar, y una ráfaga suave, cargada de partículas de humedad, viniese de la represa del molino, reanimándonos, se decidió el doctor a contar un episodio de su vida médica...
—Era hijo de viuda aquel muchacho tan simpático, a quien yo conocí en el balneario de Caldasrojas, y que todas las tardes paseaba un rato conmigo por los caminos solitarios y las sendas aldeanas, confiándome sus esperanzas, sus aspiraciones y su tenacísima labor. La decorosa estrechez en que quedaron el chico y su madre a la muerte del padre, los esfuerzos de la pobre mujer para salir a flote y dar carrera a su hijo, habían influido en el carácter de Torcuato, haciéndole hombre consciente desde la niñez, y desarrollando en él, con extraño vigor, las facultades de la voluntad perseverante, sin un desmayo ni una vacilación, y con esa especie de iluminación genial, que lo mismo puede demostrarse en la creación artística que en la conducta. A los once años, Torcuato llevaba los libros de una tienda de la antigua ciudad universitaria, donde vivía; a los trece, prestaba el mismo servicio en varios establecimientos, ganando lo suficiente para sostenerse él y su madre, y a la vez estudiaba, robando horas al sueño, tan imperioso en el período crítico de la pubertad. Mejor dicho: la pubertad fue vencida, en sus inquietudes y en sus torturadoras distracciones, por la constancia de Torcuato. Ni curiosidades ni devaneos le desviaron de su marcha hacia un objeto y un fin. Su vida estaba regulada cronométricamente; ni migaja de tiempo perdía. Se había fijado, al minuto, el que debía invertir en lavarse, cepillarse, comer, dormir; y el programa se cumplía exactamente. ¡Digo mal! A veces, Torcuato se sustraía tiempo a sí mismo, y realizaba trabajos extraordinarios que pagasen las matrículas y algún gasto inevitable, extraordinario también. No rehusaba por soberbia tarea ninguna; capaz sería de limpiar zapatos si creyese que le compensaba la remuneración. Escribía discursos para los graduandos, sermones para los canónigos, prospectos, para los industriales, memorias, para los secretarios de asociaciones... todo lo que le valiese un duro y un amigo y protector. Así, al terminar brillantemente la carrera, obtuvo en la Universidad un empleo con mediano sueldo: lo necesario, lo estricto, el modo de esperar y resistir hasta conseguir algo de lo infinito soñado.
Al preguntarle yo a Torcuato si no había estado enfermo nunca (una enfermedad arruina al que lleva exactamente empalmados gastos con ingresos), me respondió:
—¡Enfermo! No tuve tiempo de enfermar... ¡Lo único que se me resintió algo fue el estómago, y por eso me ve usted aquí, en Caldasrojas, en el camino, y ocioso, y sin mi madre, por primera vez de mi vida! ¡Estoy embriagado de sensaciones; loco perdido de aire libre y de olor de flores y árboles! Pero ¡no crea usted que aun así me aparto de mi camino! Por más que mi juventud se me suba a la cabeza —¡y hay horas en que se me sube, y al corazón también, y espumante y furiosa!—, la voluntad está sobre todo. Mando en mí, y no habrá fuerza que me impida llevar a término mis planes de asegurar el porvenir, la vejez tranquila y dichosa de mi madre, y mi propia suerte. Tengo algún entendimiento, alguna disposición: otro malgastaría este capital; yo lo beneficiaré con réditos crecidos. El que quiere, puede. ¡Es el Evangelio!
Me hablaba así Torcuato a la vuelta de un paseo por la carretera que conduce al Borde, en la cual ritma la conversación el chirrido quejumbroso del eje de los carros cargados, que pasan lentos, sin alzar polvo, en la melancolía de la puesta de Sol. No se borrará de mi memoria: dos de estos carros cruzaban en sentido contrario al nuestro, y su carga era de pieles de buey a medio curtir, mercancía que se exporta en la costa para Inglaterra. El Sol, moribundo, se reflejaba en los pelajes cobrizos manchados de blanco amarillento. Torcuato accionaba con la diestra y de pronto vi que en ella refulgía una chispa verde, metálica, y que él sacudía la mano, como el que espanta un bichejo incómodo.
—¡Maldita! Me ha picado...
Sentí un escalofrío, que no era razonado, sino involuntario, y cogí la mano de Torcuato vivamente. No se notaba señal de la picadura. Seguimos andando, pero yo no había perdido las ganas de charlar, y miraba de reojo a mi joven amigo. A poco noté que maquinalmente rascaba el sitio de la picadura, y vi deshacerse la vesícula recién formada y sustituirla una depresión negruzca. Me «sentí» palidecer. Distábamos más de una legua del pueblecillo.
—Aprisa, andemos... No vale nada la picada esa, pero querría quemársela a usted con un cáustico.
—¡Se me está hinchando la mano! —murmuró Torcuato con más sorpresa que alarma.
Comprendí que ignoraba el mal horrible que pueden transmitir esas mosquitas preciosas, de esmeralda, que se han posado en despojos de animales carbunclosos... ¡El carbunclo! —repetía dentro de mí, temblando de horror y de lástima...—. ¡El carbunclo! ¡La pústula maligna!
Abreviaré el relato de aquella tragedia... Cuando desnudamos en la rebotica a Torcuato, para operar, ya no era la mano, era el brazo lo que se inflaba rápidamente. No cabía duda, el brazo debía cortarse. Única esperanza. Pero ¿cómo? ¿Sin cloroformo, casi sin instrumentos? Mientras venían de mi casa los chismes, sudando frío y con una angustia compasiva que me partía el alma, me fue preciso notificarle al enfermo la verdad. ¡Qué ojos me echó! ¡Qué mundo de horror, de protesta y de dolor en aquellos ojos!
—¡El brazo derecho! ¿Y mi madre? ¿Y cuando lo sepa? —balbuceó, lívido.
—Aquí de la voluntad... —pronuncié, creo que más horrorizado que la víctima—. ¡Es necesario! No hay remedio.
¡Cuántas veces me he arrepentido del martirio que le di! Fuese por la tardanza e indecisión irremediable de los primeros momentos, fuese porque la infección venía de mano armada, la operación no logró salvar al desventurado. Prefiero no detallar su fin, los síntomas espantosos, el tétano como desenlace... Si los médicos puntualizásemos ciertos casos, la humanidad se aborrecería a sí propia, como dijo Salomón, por haber nacido... He sacado a cuento este caso cruel para que se vea lo que puede una mosquita verde, muy linda por cierto, y lo que vale contra la mosquita una voluntad humana, firme, decidida, templada en la desgracia y el trabajo. ¡No somos nada!...
La noche caía. Las luciérnagas empezaban a encender sus linternas misteriosas.
Todos los años, el 22 de agosto, celébrase en la iglesia de la Mimbralera, que el vulgo conoce por «la Mimbre de los frailes», solemne función de desagravios.
La Mimbralera había sido convento de dominicos, construido, con espaciosa iglesia, bajo la advocación de Nuestra señora del Triunfo, por los reyes de Aragón y Castilla, en conmemoración de señalada victoria. La imagen, desenterrada por un pastor al pie de una encina, no lejos del campo de batalla, y ofrecida al monarca aragonés la víspera del combate, fue colocada en el camarín, que la regia gratitud enriqueció con dones magníficos.
Aunque relegada al pie de la sierra, en paraje bravío y montuoso, próxima solamente a un pueblecillo de escaso vecindario, la iglesia del Triunfo gozó de universal nombradía, y la fama de la milagrosa Virgen, extendiéndose fuera de la región, cundió por España entera. Más de un rey, de la trágica dinastía de Trastámara o de la melancólica dinastía de Austria, vino a la Mimbralera en cumplimiento de voto, en acción de gracias por algún favor obtenido del cielo mediante la intercesión de la Virgen del Triunfo, dejando, al marcharse, acrecentado el tesoro con rica presea. Las reinas, no pudiendo ir en persona, enviaban de su guardajoyas arracadas, ajorcas, piochas, tembleques y collares; y doña Mariana, madre de Carlos II, queriendo sobrepujarlas a todas, regaló el incomparable manto, de brocado de oro con recamo de esmeraldas y gruesas perlas, amén de infinitos hilos de aljófar; una red de hilos, que recordaba el rocío de la mañana sobre los prados, y que al salir la imagen en procesión, se soltaban y eran recogidos piadosamente por los devotos en un cuenco, ya destinado de tiempo inmemorial a este uso.
El amor del pueblo de Villafán había salvado del saqueo este manto célebre y el resto del tesoro de la Virgen, en la época de la exclaustración; y el día 21 de agosto, fiesta de la Mimbralera, la imagen, luciendo completas sus alhajas, bajaba del convento al pueblo, seguida de inmenso gentío venido de toda la sierra. Descansaba en la plaza Mayor y se recogía a su camarín antes de ponerse el Sol, permaneciendo en él, engalanada y ataviada, hasta el amanecer del siguiente día, hora en que la camarera, ayudada por dos mozas de lo mejor del lugar, iba a desnudar a la Reina del cielo, recoger sus preseas y vestimenta y sustituirla por la ropa de diario.
El año del robo, memorable en los humildes anales de Villafán, al entrar la camarera —esposa del juez municipal, señora de mucho visto— en el trasaltar, y subir las escaleras que conducen a la plataforma donde se apoya la peana de la imagen, por poco se cae muerta.
La efigie estaba despojada, sin manto ni joyas, solo con la túnica interior de tisú. Y, detalle espantoso: estaba decapitada. La cabeza, serrada a raíz de los hombros, más abajo del sitio donde se atornillaba la gargantilla de piedras preciosas, había desaparecido.
Media hora después, el pueblo entero, frenético, delirante de indignación, invadía la iglesia, y los comentarios y las hipótesis principiaban a hervir en el aire. Alcalde, secretario, médico, juez, párroco, sargento de la Guardia Civil, cuanto allí representaba la autoridad y la ley se reunía para deliberar. Era preciso descubrir a los malhechores, sin pérdida de tiempo, porque de otro modo el vecindario de Villafán haría una que fuese sonada. Ya, sobre el desesperado llanto del mujerío, se destacaban las voces amenazadoras de los hombres, los tacos, las interjecciones y las blasfemias, y las manos, vigorosas, se crispaban alrededor del garrote, o requerían, en las vueltas de la faja, la navaja de muelles.
Dos cosas interesaban mucho: prender a los culpables, y luego, impedir que los hiciesen trizas. Si no se lograba lo primero, lo que importaba de veras, la multitud haría lo segundo con el cura, con el sacristán, con todos los que debían velar, y no habían velado, por la adorada patrona del pueblo, cuya mutilación acababan de comprobar, entre rugidos de ira. Prender a los culpables. Sí; pero... ¿dónde estaban?
Ese ruido sordo y profundo como la subida de la marea; ese eco de un acento repetido por centenares de voces, que se llama el rumor público, acusaba ya, designaba ya a los reos. No eran, ni podían ser, sino los acróbatas que la víspera, en la plaza, habían ejecutado sus habilidades y recogido buena cosecha de cuartos. ¡Aquellos pillastres vagabundos, aquellos titiriteros, se llevaban el tesoro de la Virgen! Al anochecer, desbaratado el tabladillo, recogidos y cargados en carros y jaulas los chirimbolos y los dos o tres monos y perros sabios, se les había visto alejarse en dirección a la Mimbralera, diciendo que se proponían trabajar al día siguiente en Guijadilla. Para bergantes así, avezados a toda truhanería, no era difícil acampar en el robledal y, sigilosamente, entre las sombras, asaltar la iglesia, a tales horas solitaria. El sacristán, contrito y trémulo, confesaba que en vez de vigilar había dormido a pierna suelta en su domicilio, una de las mejores celdas del antiguo convento; el cura de la Mimbralera no negaba haber pernoctado en el pueblo, en casa del alcalde, después de una cena copiosa. ¿Quién pensaba en la posibilidad del atroz sacrilegio? Los ladrones, teniendo por delante la noche entera, pudieron despacharse a su gusto. Patentes se veían las señales: la puertecilla lateral de la iglesia se encontraba forzada, abierta de par en par; tres hierros de la verja del camarín, limados y arrancados, dejando boquete para cabida de un cuerpo; y en el propio camarín, sobre el piso de mármoles, huellas de pasos, fragmentos de madera, un serrucho olvidado al borde de la peana, revelaban la forma en que el atentado debió de cometerse. Como decía muy bien Ricardo el Estudiante el hijo de la difunta tía Blasa, que era el que más enardecía a la amotinada muchedumbre, los infames ni aun se cuidaban de esconder los instrumentos del delito. ¡Ellos, ellos eran! ¡No cabía dudarlo!
Púsose en movimiento la Guardia Civil, y a pesar de oponerse formalmente el sargento, la precedieron bastantes mozos, de los más resueltos y fornidos, que así andan diez leguas a pie como trincan a un criminal, aunque tenga las fuerzas del hércules de la compañía, el titiritero que levantaba en vilo, jugando, una pesa de hierro mayor que el bolo en que remata el campanario de la Mimbralera. «¡A descubrir a los ladrones, contra!»
Sin embargo, el veterano sargento de la guardia, mordiéndose de soslayo el mostacho rudo, parecía rumiar no sé qué recelos, no sé qué sospechas misteriosas. Su mirada astuta, penetrante como un punzón, escrutaba el grupo que marchaba a vanguardia, capitaneado por Ricardo, el Estudiante, que blandía una vara recia, profiriendo imprecaciones contra los sacrílegos.