Cuentos valencianos - Vicente Blasco Ibañez - E-Book

Cuentos valencianos E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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Beschreibung

Colección de relatos del autor Vicente Blasco Ibáñez que tienen como protagonista su tierra natal de Valencia y las condiciones tanto políticas como sociales de su época en la región.-

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Vicente Blasco Ibañez

Cuentos valencianos

59.000 EJEMPLARES

Saga

Cuentos valencianos

 

Copyright © 1919, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509724

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

CUENTOS VALENCIANOS

DIMÒNI

I

Desde Cullera á Sagunto, en toda la valenciana vega, no había pueblo ni poblado donde no fuese conocido.

Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados, las comadres llamábanse unas á otras con ademán gozoso y los hombres abandonaban la taberna.

—¡Dimòni! ¡Ya está ahí Dimòni!

Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y soplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía la rústica ovación con la indiferencia de un ídolo.

Era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares ó bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un nuevo miembro creado por la Naturaleza en un acceso de filarmonía.

Las mujeres, que se burlaban de aquel insigne perdido, habían hecho un descubrimiento: Dimòni era guapo. Alto, fornido, con la cabeza esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba al patricio romano, pero no de aquellos que en el período de austeridad vivían á la espartana y se robustecían en el campo de Marte, sino de los otros, de aquellos de la decadencia, que en las orgías imperiales afeaban la hermosura de raza coloreando su nariz con el bermellón del vino y deformando su perfil con la colgante sotabarba de la glotonería.

Dimòni era un borracho. Los privilegios de su dulzaina, que por lo maravillosos le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas.

Su fama de músico le hacía ser llamado por los clavarios de todos los pueblos, y veíasele llegar carretera abajo, siempre erguido y silencioso, con la dulzaina en el sobaco, llevando al lado, como gozquecillo obediente, al tamborilero, algún pillete recogido en los caminos, con el cogote pelado por los tremendos pellizcos que al descuido le largaba el maestro cuando no redoblaba sobre el parche con brío, y que si, cansado de aquella vida nómada, abandonaba al amo, era después de haberse hecho tan borracho como él.

No había en toda la provincia dulzainero como Dimòni; pero buenas angustias les costaba á los clavarios el gusto de que tocase en sus fiestas. Tenían que vigilarle desde que entraba en el pueblo, amenazarle con un garrote para que no entrase en la taberna hasta terminada la procesión, ó muchas veces, por un exceso de condescendencia, acompañarle dentro de aquélla para detener su brazo cada vez que lo tendía hacia el porrón. Aun así, resultaban inútiles tantas precauciones, pues más de una vez, marchando grave y erguido, aunque con paso tardo, ante el estandarte de la cofradía, escandalizaba á los fieles rompiendo á tocar la Marcha Real frente al ramo de olivo de la taberna, y entonando después el melancólico De profundis cuando la peana del santo patrono volvía á entrar en la iglesia.

Y estas distracciones de bohemio incorregible, estas impiedades de borracho, alegraban á la gente. La chiquillería pululaba en torno de él, dando cabriolas al compás de la dulzaina y aclamando á Dimòni, y los solteros del pueblo se reían de la gravedad con que marchaba delante de la cruz parroquial, y le enseñaban de lejos un vaso de vino, invitación á la que contestaba con un guiño malicioso, como si dijera: «Guardadlo para después.»

Ese después era la felicidad de Dimòni, pues representaba el momento en que, terminada la fiesta y libre de la vigilancia de los clavarios, entraba en posesión de su libertad en plena taberna.

Allí estaba en su centro, junto á los toneles pintados de rojo obscuro, entre las mesillas de cinc jaspeadas por las huellas redondas de los vasos, aspirando el tufillo del ajoaceite, del bacalao y las sardinas fritas que se exhibían en el mostrador tras mugriento alambrado, y bajo los suculentos pabellones que formaban, colgando de las viguetas, las ristras de morcillas rezumando aceite, los manojos de chorizos moteados por las moscas, las obscuras longanizas y los ventrudos jamones espolvoreados con rojo pimentón.

La tabernera sentíase halagada por la presencia de un huésped que llevaba tras sí la concurrencia, é iban entrando los admiradores á bandadas; no había bastantes manos para llenar porrones; esparcíase por el ambiente un denso olor de lana burda y sudor de pies, y á la luz del humoso quinqué veíase á la respetable asamblea, sentados unos en los cuadrados taburetes de algarrobo con asiento de esparto y otros en cuclillas en el suelo, sosteniéndose con fuertes manos las abultadas mandíbulas, como si éstas fueran á desprenderse de tanto reir.

Todas las miradas estaban fijas en Dimòni y su dulzaina.

—¡L’agüela! ¡Fes l’agüela!

Y Dimòni, sin pestañear, como si no hubiera oído la petición general, comenzaba á imitar con su dulzaina el gangoso diálogo de dos viejas, con tan grotescas inflexiones, con pausas tan oportunas, con escapes de voz tan chillones, que una carcajada brutal é interminable conmovía la taberna, despertando á las caballerías del inmediato corral, que unían á la baraúnda sus agudos relinchos.

Después le pedían que imitase á la Borracha, una mala piel que iba de pueblo en pueblo vendiendo pañuelos y gastándose las ganancias en aguardiente. Y lo mejor del caso es que casi siempre estaba presente la aludida, y era la primera en reirse de la gracia con que el dulzainero imitaba sus chillidos al pregonar la venta y las riñas con las compradoras.

Pero cuando se agotaba el repertorio burlesco, Dimòni, soñoliento por la digestión del alcohol, lanzábase en su mundo imaginario, y ante un público silencioso y embobado imitaba la charla de los gorriones, el murmullo de los campos de trigo en los días de viento, el lejano sonar de las campanas, todo lo que le sorprendía cuando por las tardes despertaba en medio del campo, sin comprender cómo le había llevado allí la borrachera pillada la noche anterior.

Aquellas gentes rudas no se sentían ya capaces de burlarse de Dimòni, de sus soberbias «chispas» ni de los repelones que hacía sufrir al tamborilero. El arte algo grosero pero ingenuo y genial de aquel bohemio rústico causaba honda huella en sus almas vírgenes, y miraban con asombro al borracho, que, al compás de los arabescos impalpables que trazaba con su dulzaina, parecía crecerse, siempre con la mirada abstraída, grave, sin abandonar su instrumento mas que para coger el porrón y acariciar su seca lengua con el glu-glu del hilillo del vino.

Y así estaba siempre. Costaba gran trabajo sacarle una palabra del cuerpo. De él sabíase únicamente, por el rumor de su popularidad, que era de Benicófar, que allá vivía en una casa vieja que conservaba aún porque nadie le daba dos cuartos por ella, y que se había bebido en unos cuantos años dos machos, un carro y media docena de campos que heredó de su madre.

¿Trabajar? No, y mil veces no. Él había nacido para borracho. Mientras tuviese la dulzaina en las manos no le faltaría pan; y dormía como un príncipe cuando, terminada una fiesta y después de soplar y beber toda la noche, caía como un fardo en un rincón de la taberna ó en un pajar del campo, y el pillete tamborilero, tan ebrio como él, se acostaba á sus pies cual un perrillo obediente.

II

Nadie supo cómo fué el encuentro; pero era forzoso que ocurriera, y ocurrió. Dimòni y la Borracha se juntaron y se confundieron.

Siguiendo su curso por el cielo de la borrachera, rozáronse, para marchar siempre unidos, el astro rojizo de color de vino y aquella estrella errante, lívida como la luz del alcohol.

La fraternidad de borrachos acabó en amor, y fuéronse á sus dominios de Benicófar á ocultar su felicidad en aquella casucha vieja, donde por las noches, tendidos en el suelo del mismo cuarto donde había nacido Dimòni, veían las estrellas que parpadeaban maliciosamente á través de los grandes boquetes del tejado adornados con largas cabelleras de inquietas plantas. Aquella casa era una muela vieja y cariada que se caía en pedazos. Las noches de tempestad tenían que huir, como si estuvieran á campo raso, perseguidos por la lluvia, de habitación en habitación, hasta que por fin encontraban en el abandonado establo un rinconcito, donde entre polvo y telarañas florecía su extravagante primavera de amor.

¡Casarse!... ¿para qué? ¡Valiente cosa les importaba lo que dijera la gente! Para ellos no se habían fabricado las leyes ni los convencionalismos sociales. Les bastaba el amarse mucho, tener un mendrugo de pan á mediodía, y sobre todo algún crédito en la taberna.

Dimòni mostrábase absorto, como si ante su vista se hubiese abierto ignorada puerta mostrándole una felicidad tan inmensa como desconocida. Desde la niñez, el vino y la dulzaina habían absorbido todas sus pasiones; y ahora, á los veintiocho años, perdía su pudor de borracho insensible, y como uno de aquellos cirios de fina cera que llameaban en las procesiones, derretíase en brazos de la Borracha, sabandija escuálida, fea, miserable, ennegrecida por el fuego alcohólico que ardía en su interior, apasionada hasta vibrar como una cuerda tirante, y que á él le parecía el prototipo de la belleza.

Su felicidad era tan grande, que se desbordaba fuera de la casucha. Acariciábanse en medio de las calles con el impudor inocente de una pareja canina, y muchas veces, camino de los pueblos donde se celebraba fiesta, huían á campo traviesa, sorprendidos en lo mejor de su pasión por los gritos de los carreteros, que celebraban con risotadas el descubrimiento. El vino y el amor engordaban á Dimòni; echaba panza, iba de ropa más bien cuidado que nunca, y sentíase tranquilo y satisfecho al lado de la Borracha, aquella mujer cada vez más seca y negruzca, que, pensando únicamente en cuidarle, no se ocupaba en remendar las sucias faldillas que se escurrían de sus hundidas caderas.

No le abandonaba. Un buen mozo como él estaba expuesto á peligros; y no satisfecha con acompañarle en sus viajes de artista, marchaba á su lado al frente de la procesión, sin miedo á los cohetes y mirando con cierta hostilidad á todas las mujeres.

Cuando la Borracha quedó embarazada, la gente se moría de risa, comprometiéndose con ello la solemnidad de las procesiones.

En medio él, erguido, con expresión triunfante, con la dulzaina hacia arriba, como si fuese una descomunal nariz que olía al cielo; á un lado el pillete, haciendo sonar el tamboril, y al opuesto la Borracha, exhibiendo con satisfacción, como un segundo tambor, aquel vientre que se hinchaba cual globo próximo á estallar, que la hacía ir con paso tardo y vacilante, y que, en su insolente redondez, subía escandalosamente el delantero de la falda, dejando al descubierto los hinchados pies bailoteando en viejos zapatos y aquellas piernas negras, secas y sucias como los palillos que movía el tamborilero.

Aquello era un escándalo, una profanación, y los curas de los pueblos sermoneaban al dulzainero:

—Pero ¡gran demonio! Cásate al menos, ya que esa perdida se empeña en no dejarte ni aun en la procesión. Yo me encargaré de arreglaros los papeles.

Pero aunque él decía á todo que sí, maldito lo que le seducía la proposición. ¡Casarse ellos! ¡Bueno va!... ¡Cómo se burlaría la gente! Mejor estaban así las cosas.

Y en vista de su tozuda resistencia, si no le quitaron las fiestas, por ser el más barato y mejor de los dulzaineros, despojáronle de todos los honores anexos á su cargo, y ya no comió más en la mesa de los clavarios, ni se le dió el pan bendito, ni se permitió que entrasen en la iglesia el día de la fiesta semejante par de herejotes.

III

Ella no fué madre. Cuando llegó el momento, arrancaron en pedazos, de sus entrañas ardientes, aquel infeliz engendro de la embriaguez.

Y tras el feto monstruoso y sin vida, murió la madre, ante la mirada asombrada de Dimòni, que, al ver extinguirse aquella vida sin agonía ni convulsiones, no sabía si su compañera se había ido para siempre ó si acababa de dormirse, como cuando rodaba á sus pies la botella vacía.

El suceso tuvo resonancia, y las comadres de Benicófar se agrupaban á la puerta de la casucha para ver de lejos á la Borracha tendida en el ataúd de los pobres y á Dimòni en cuclillas junto á la muerta, voluminoso, lloriqueando y con la cerviz inclinada como un buey melancólico.

Nadie del pueblo se dignó entrar en la casa. El duelo se componía de media docena de amigos de Dimòni, haraposos y tan borrachos como éste, que pordioseaban por los caminos, y el sepulturero de Benicófar.

Pasaron la noche velando á la difunta, yendo por turno cada dos horas á aporrear la puerta de la taberna pidiendo que les llenasen una enorme bota; y cuando el sol entró por las brechas del tejado, despertaron todos tendidos en torno de la difunta, ni más ni menos que los domingos por la noche, cuando en fraternal confianza caían en algún pajar á la salida de la taberna.

¡Cómo lloraban todos!... Y ahora la pobrecita estaba allí, en el cajón de los pobres, tranquila como si durmiera, y sin poder levantarse á pedir su parte. ¡Oh, lo que es la vida!... ¡Y en esto hemos de parar todos!

Y los borrachos lloraron tanto, que al conducir el cadáver al cementerio todavía les duraba la emoción y la embriaguez.

Todo el vecindario presenció de lejos el entierro. Las buenas almas reían como locas ante espectáculo tan grotesco.

Los amigotes de Dimòni marchaban con el ataúd al hombro, dando traspiés que hacían mecerse rudamente la fúnebre caja como un buque viejo y desarbolado. Y detrás de aquellos mendigos iba Dimòni con su inseparable instrumento bajo el sobaco, siempre con aquel aspecto de buey moribundo que acababa de recibir un tremendo golpe en la cerviz.

Los chiquillos gritaban y daban cabriolas ante el ataúd, como si aquello fuese una fiesta, y la gente reía, asegurando que lo del parto era una farsa y que la Borracha había muerto de un hartazgo de aguardiente.

Los lagrimones de Dimòni también hacían reir. ¡Valiente pillo! Aún le duraba el «cañamón» de la noche anterior, y lloraba lágrimas de vino al pensar que ya no tendría una compañera en sus borracheras nocturnas.

Todos le vieron volver del cementerio, donde por compasión habían permitido el entierro de aquella gran perdida, y le vieron también cómo con sus amigotes, incluso el enterrador, se metía en la taberna para agarrar el porrón con las manos sucias de la tierra de las tumbas.

Desde aquel día, el cambio fué radical. ¡Adiós, excursiones gloriosas, triunfos alcanzados en las tabernas, serenatas en las plazas y toques estruendosos en las procesiones! Dimòni no quería salir de Benicófar ni tocar en las fiestas. ¿Trabajar?... eso para los imbéciles. Que no contasen con él los clavarios; y para afirmarse más en esta resolución, despidió al último tamborilero, cuya presencia le irritaba.

Tal vez en sus ensueños de borracho melancólico había pensado, mirando el hinchado vientre de la Borracha, en la posibilidad de que con el tiempo un muchacho panzudo, con cara de pillo, un Dimoniet, acompañase golpeando el parche las escalas vibrantes de su dulzaina. Ahora sí que estaba solo. Había conocido la dicha para que después su situación fuese más triste. Había sabido lo que era amor para conocer el desconsuelo; dos cosas cuya existencia ignoraba antes de tropezar con la Borracha.

Entregóse al aguardiente con el mismo fervor que si rindiera un tributo fúnebre á la muerta; iba roto, mugriento, y no podía revolverse en su casucha sin notar la falta de aquellas manos de bruja, secas y afiladas como garras, que tenían para él cuidados maternales.

Como un buho, permanecía en el fondo de su guarida mientras brillaba el sol, y á la caída de la tarde salía del pueblo cautelosamente, como ladrón que va al acecho, y por una brecha del muro se colaba en el cementerio, un corral de suelo ondulado que la Naturaleza igualaba con matorrales en los que pululaban las mariposas.

Y por la noche, cuando los jornaleros retrasados volvían al pueblo con la azada al hombro, oían una musiquilla dulce é interminable que parecía salir de las tumbas.

—¡Dimòni! ¿Eres tú?...

La musiquilla callaba ante los gritos de aquella gente supersticiosa que preguntaba por ahuyentar su miedo.

Y luego, cuando los pasos se alejaban, cuando se restablecía en la inmensa vega el susurrante silencio de la noche, volvía á sonar la musiquilla, triste como un lamento, como el lloriqueo lejano de una criatura llamando á la madre que jamás había de volver.

_________

¡COSAS DE HOMBRES!...

Cuando Visentico, el hijo de la siñá Serafina, volvió de Cuba, la calle de Borrull púsose en conmoción.

En torno de su petaca, siempre repleta de picadura de la Habana, agrupábase la chavalería del barrio, ansiosa de liar pitillos y escuchar estupendas historias con credulidad asombrosa.

—En Matanzas tuve yo una mulatita, que quería nos casáramos lueguito... lueguito. Tenía millones; pero yo no quise, porque me tira mucho esta tierresita.

Y esto era mentira. Seis años había permanecido fuera de Valencia, y decía tener olvidado el valenciano, á pesar de lo mucho que «le tiraba la tierresita». Había salido de allí con lengua, y volvía con un merengue derretido, á través del cual las palabras tomaban el tono empalagoso de una flauta melancólica.

Por su lenguaje y las mentiras de grandiosidad con que asombraba á la crédula chavalería, Visentico era el soberano de la calle, el motivo de conversación de todo el barrio. Su casaquilla de hilo rayado con vivos rojos, el bonete de cuartel, el pañuelo de seda al cuello, la banda dorada al pecho con el canuto de la licencia, la tez descolorida, el bigotillo picudo y la media romana de corista italiano, habíanse metido en el corazón de todas las chavalas y lo hacían latir con un estrépito sólo comparable al fru-fru de sus faldas de percal almidonadas en los bajos hasta ser puro cartón.

La siñá Serafina estaba orgullosa de aquel hijo que la llamaba «mamá». Ella era la encargada de hacer saber á las vecinas las onzas de oro que Visentico había traído de allá, y al número que marcaba, ya bastante exagerado, la gente añadía ceros sin remordimiento. Además, se hablaba con respeto supersticioso de cierto papelote que el licenciado guardaba, y en el cual el Estado se comprometía á dar tanto y cuanto... cuando mudase de fortuna.

No era extraño, pues, que un hombre de tantas prendas, rodeado del ambiente de la popularidad y poseedor de irresistibles seducciones, trajese loca á Pepeta (a) la Buenamosa, una vaca brava que por las mañanas revendía fruta en el Mercado, y con su falda acorazada, pañuelo de pita, patillas en las sienes y puntas de bandolina en la frente, pasaba la vida á la puerta de su casa, tan dispuesta á arañarse con la primera vecina como á conmover toda la calle con alguno de sus escándalos de muchachota cerril.

La gente consideraba naturales y justas las relaciones cada vez más íntimas entre Visentico y Pepeta. Eran la pareja más distinguida del barrio, y además, antes de que él se fuese á Cuba ya se susurraba si había algo entre ellos.

Lo que ya no le parecía tan claro á la gente es lo que diría el Menut, un chicuelo enteco y vicioso, empleado en el Matadero para repartir la carne; un pillete con la mirada atravesada y grandes tufos en las orejas, que siempre iba hecho un asco, y de quien se murmuraba si en distintas ocasiones había afanado borregos enteros.

Pepeta estaba loca; sólo una caprichosa como ella podía haber aguantado dos años los celos machacones y las exigencias tiránicas de un granuja rabiosillo, al que ella con su potente brazo de buena moza era capaz de deshacer la cara de un solo revés.

Y ahora iba á ocurrir algo. ¡Vaya si ocurriría! Adivinábanlo los vecinos sólo con ver al Menut, quien, con aspecto de perro abandonado, pasaba el día vagando por la calle, tan pronto en el cafetín de Panchabruta como frente á la casa de Pepeta, siempre sucio, con la camiseta listada de azul y la blusa al cuello impregnadas de la hediondez de la sangre seca.

Ya no repartía carneros á los cortantes de la ciudad; olvidaba su carrito mugriento, y embrutecido por la sorpresa, queriendo llenar aquel algo que le faltaba, sólo sabía beberse «águilas» en el cafetín ó ir tras Pepeta, humilde, cobarde, encogido, expresándose con la mirada más que con la lengua. Pero ella estaba ya despierta. ¿Dónde había tenido los ojos?... Ahora le parecía imposible que hubiese querido á aquel bruto, sucio y borrachín. ¡Qué abismo entre él y Visentico!... una figura de general, un chico muy gracioso en el habla, que cantaba guajiras y bailaba el tango como un ángel, y que, en fin, si no tenía millones y una mulata, ya se sabía que era por lo mucho que «le tiraba la tierresita».

Indignábase al ver que aquel granujilla forrado en la mugre de la carne muerta aún tenía la pretensión de que continuase lo que sólo había sido un capricho... una condescencia compasiva... ¡Arre allá! Cuando no manifestase su cariño con zarpadas y aprendiese á decirla ¡flor de guayaba! y ¡mulatita! como el otro, entonces podría ponerse en su presencia.

La buena moza fué inflexible, acabó por no escuchar, y desde entonces la calle de Borrull tuvo un alma en pena, que fué el Menut.

En las noches de verano, cuando el calor arrojaba á las familias en medio de la calle y se formaban corros en torno de las cenas servidas sobre mesitas de zapatero, la gente veía pasar al celoso chiquillo recatándose en la sombra, misterioso y fatídico como un traidor de melodrama.

La aparición terrorífica pasaba varias veces ante la puerta de Pepeta, lanzando miradas espeluznantes al coro que hacía la corte á la buena moza, y después desvanecíase por un escotillón: el cafetín donde el Menut, cual nuevo Prometeo, entregaba sus entrañas á las rampantes garras de las «águilas» amílicas.

¡Qué noches aquéllas! Los nuevos amores de Pepeta tenían la acera por escenario y por coro aquel corrillo donde sonaba el acordeón y ella recibía honores de reina festejada. A su lado la madre, una vieja insignificante, que no abría la boca sin recibir un bufido de Pepeta.

La calle, tostada todo el día por el sol, revivía con los primeros soplos de la noche.

Los lóbregos faroles, cuyos palmitos de gas parecían pintados en la pared con almazarrón, dejábanlo todo en fresca penumbra; en las puertas destacábanse las manchas blancas de la gente casi en paños menores; chorreaban rítmicamente los balcones con el riego de las plantas; en cada balaustrada asomaba un botijo; y de arriba, de aquel cielo obscuro que parecía un lienzo apolillado transparentando lejana luz, descendía un soplo húmedo que reanimaba á la tierra, arrancándola suspiros de vida.