EL PÁJARO
VERDE.
I.
Hubo,
en época muy remota de esta en que vivimos, un poderoso
Rey, amado con extremo
de sus vasallos, y poseedor de un
fertilísimo, dilatado
y populoso
reino, allá en las regiones de Oriente.
Tenía
este Rey inmensos tesoros y daba fiestas espléndidas.
Asistían en su
corte las más gentiles damas y los más discretos y valientes
caballeros que
entonces había en el mundo. Su ejército era numeroso y aguerrido.
Sus naves
recorrían como
en triunfo el Océano.
Los parques y jardines, donde solía cazar y holgarse, eran
maravillosos por su
grandeza y frondosidad, y por la copia de alimañas y de aves que en
ellos se
alimentaban y vivían.
Pero
¿qué diremos de sus palacios y de lo que en sus palacios se
encerraba, cuya
magnificencia excede a toda ponderación? Allí muebles riquísimos,
tronos de oro
y de plata, y vajillas de porcelana, que era entonces menos común
que ahora;
allí enanos, jigantes, bufones y otros monstruos para solaz y
entretenimiento
de S. M.; allí cocineros y reposteros profundos y eminentes, que
cuidaban de su
alimento corporal, y allí no menos profundos y eminentes filósofos,
poetas y
jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a su espíritu, que
concurrían a su
consejo
privado,que decidían las
cuestiones más arduas de
derecho, que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y
logogrifos, y que
cantaban las glorias de la dinastía en colosales epopeyas.
Los
vasallos de este Rey le llamaban con razón
el
Venturoso. Todo iba
de bien en mejor durante
su reinado. Su
vida había sido un tejido de felicidades, cuya brillantez empañaba
solamente
con negra sombra de dolor la temprana muerte de la señora Reina,
persona muy
cabal y hermosa a quien S. M. había querido con todo su corazón.
Imagínate,
lector, lo que la lloraría, y más habiendo sido él, por el mismo
acendrado
cariño que le tenía, causa inocente de su muerte.
Cuentan las historias de
aquel país que ya llevaba el Rey siete años de matrimonio sin
lograr sucesión,
aunque vehementemente la deseaba, cuando ocurrieron unas guerras en
país
vecino. El Rey partió con sus tropas; pero antes se despidió de la
señora Reina
con mucho afecto. Esta, dándole un abrazo, le dijo al oído:—No se
lo digas a
nadie para que no se rían si mis esperanzas no se logran, pero me
parece que
estoy en cinta.
La
alegría del Rey con esta nueva no tuvo límites, y como todo le sale
bien al que
está alegre, él triunfó de sus enemigos en la guerra, mató por
su propia mano a tres o
cuatro reyes que le
habían hecho no sabemos qué
mala pasada,
asoló ciudades, hizo cautivos, y volvió cargado de botín y de
gloria a la
hermosa capital de su monarquía.
Habían
pasado en esto algunos meses; así es que al atravesar el Rey con
gran pompa la
ciudad, entre las aclamaciones y el aplauso de la multitud
y el repiqueteo de las
campanas, la Reina
estaba pariendo, y parió con felicidad y facilidad, a pesar del
ruido y
agitación y aunque era primeriza.
¡Qué
gusto tan pasmoso no tendría S. M. cuando, al entrar en la
realcámara,
el comadrón mayor del reino le presentó a una hermosa princesa que
acababa de
nacer! El Rey dio un beso a su hija y se dirigió lleno de júbilo,
de amor y de
satisfacción, al cuarto de la señora Reina, que estaba
en la cama tan colorada,
tan fresca y tan bonita como una rosa de
Mayo.
—¡Esposa
mía!—exclamó el
Rey, y la estrechó
entre sus brazos. Pero el Rey era tan robusto y era tan viva la
efusión de su
ternura, que sin más ni menos ahogó sin querer a la Reina. Entonces
fueron los
gritos,
la desesperación y el
llamarse a sí propio animal, con otras elocuentes muestras de
doloroso
sentimiento. Mas no por esto resucitó la Reina, la cual, aunque
muerta, estaba
divina. Una sonrisa de inefable deleite se
diría
que aún vagaba sobre sus labios. Por ellos, sin duda, había
volado el
alma envuelta en un suspiro de
amor, y
orgullosa de haber sabido inspirar cariño bastante para producir
aquel abrazo.
¡Qué mujer verdaderamente enamorada no envidiará la suerte de esta
Reina!
El
Rey probó el mucho cariño que le tenía, no sólo en vida de ella,
sino después
de su muerte. Hizo voto de viudez y de castidad perpetuas, y supo
cumplirle.
Mandó componer a los poetas una corona fúnebre, que aun dicen
que se tiene en aquel
reino como la más preciosa joya de la literatura nacional. La corte
estuvo tres
años de luto. Del mausoleo que se levantó a la Reina sólo fue
posteriormente el
de Caria un mezquino remedo.
Pero
como, según dice el refrán, no hay mal que dure cien años, el Rey,
al cabo de
un par de ellos, sacudió la melancolía, y se creyó tan venturoso o
más
venturoso que antes. La Reina se le aparecía en sueños, y le decía
que estaba
gozando de Dios, y la Princesita crecía y se desarrollaba que era
un contento.
Al
cumplir la Princesita los quince años, era, por su hermosura,
entendimiento y
buen trato, la admiración de cuantos la miraban y el asombro de
cuantos la
oían. El Rey la hizo jurar heredera del trono, y trató luego de
casarla.
Más
de quinientos correos de gabinete, caballeros en sendas cebras
de posta, salieron a la
vez de la capital
del reino con despachos para otras tantas cortes, invitando a todos
los
príncipes a que viniesen a pretender la mano de la Princesa, la
cual había de
escoger entre ellos al que más le gustase.
La
fama de su portentosa hermosura había recorrido ya el mundo todo;
de suerte
que, apenas fueron llegando los correos a las diferentes cortes, no
había
príncipe, por ruin y para poco que fuese, que no se decidiera a ir
a la capital
del
Rey Venturoso, a competir en
justos, torneos y ejercicios de ingenio por la mano de la Princesa.
Cada cual
pedía al Rey su padre armas, caballos, su bendición y algún dinero,
con lo cual
al frente de una brillante comitiva, se ponía en camino.
Era
de ver cómo iban llegando a la corte de la Princesita todos estos
altos
señores. Eran de ver los saraos que había entonces en los palacios
reales. Eran
de admirar, por último, los enigmas que los príncipes se proponían
para mostrar
la respectiva agudeza; los versos que escribían; las serenatas que
daban; los
combates del arco, del pugilato y de la lucha, y las carreras de
carros y de
caballos, en que procuraba cada cual salir vencedor de los otros y
ganarse el
amor de la pretendida novia.
Pero
ésta, que a pesar de su modestia y discreción, estaba dotada, sin
poderlo
remediar, de una índole arisca, descontentadiza y desamorada,
abrumaba a los príncipes con su desdén, y de
ninguno de ellos se le
importaba un ardite. Sus discreciones le parecían frialdades,
simplezas sus
enigmas, arrogancia sus rendimientos y vanidad o codicia de sus
riquezas el
amor que le mostraban. Apenas se dignaba mirar sus ejercicios
caballerescos, ni
oír sus serenatas, ni sonreír agradecida a sus versos de amor. Los
magníficos
regalos, que cada cual le había traído de su tierra, estaban
arrinconados en un
zaquizamí del regio alcázar.
La
indiferencia de la Princesa era glacial para todos los
pretendientes. Sólo uno,
el hijo del Kan de
Tartaria, había
logrado salvarse de
su indiferencia
para incurrir en su odio. Este Príncipe adolecía de una
fealdad sublime. Sus
ojos eran oblicuos, las mejillas y la barba
salientes, crespo y enmarañado el pelo, rechoncho y pequeño el
cuerpo, aunque
de titánica pujanza, y el genio intranquilo, mofador y orgulloso.
Ni las
personas más inofensivas estaban libres de sus burlas, siendo
principal blanco
de ellas
el Ministro de Negocios
extranjeros del
Rey
Venturoso, cuya gravedad, entono
y cortas luces, así como lo
detestablemente que hablaba el
sanscrito,
lengua diplomática de entonces, se prestaban algo al escarnio y a
los chistes.
Así
andaban las cosas, y las fiestas de la corte eran más brillantes
cadadía.
Los Príncipes, sin embargo, se desesperaban de no ser queridos; el
Rey
Venturoso
rabiaba al ver que su hija no acababa de decidirse; y
ésta
continuaba erre que erre en no hacer caso de ninguno, salvo del
Príncipe
tártaro, de quien sus pullas y declarado aborrecimiento vengaban
con
usura al famoso ministro
de su padre.
II.
Aconteció,
pues, que la Princesa, en una hermosa mañana de primavera, estaba
en
su
tocador.La
doncella
favorita
peinaba
sus
dorados,
largos
y
suavísimos cabellos. Las
puertas de un balcón, que daba al jardín, estaban abiertas para
dejar entrar el
vientecillo fresco y con él el aroma de las flores.
Parecía
la Princesa melancólica y pensativa y no dirigía ni una palabra
a su sierva.
Ésta
tenía ya entre sus manos el cordón con que se disponía a enlazar la
áurea
crencha de su ama, cuando a deshora entró por el balcón un
preciosísimo pájaro,
cuyas plumas parecían de esmeralda, y cuya gracia
en el vuelo dejó
absortas a la señora y a su sirvienta. El
pájaro, lanzándose rápidamente sobre esta última, le arrebató de
las manos el
cordón, y
volvió a salir volando
de
aquella estancia.
Todo
fue tan instantáneo que la Princesa apenas tuvo tiempo de ver al
pájaro, pero
su atrevimiento y su hermosura le causaron la más extraña
impresión.
Pocos
días después, la Princesa, para distraer sus melancolías, tejía una
danza con
sus doncellas, en presencia de los Príncipes. Estaban todos en los
jardines y
la miraban embelesados. De pronto sintió la Princesa que se le
desataba una
liga, y suspendiendo el baile, se dirigió con disimulo a un
bosquecillo cercano
para atársela de nuevo. Descubierta tenía ya S. A. la bien torneada
pierna,
había estirado ya la blanca media de seda, y se preparaba a
sujetarla con la
liga que tenía en la mano, cuando oyó un ruido de alas, y vio venir
hacia ella
el pájaro verde, que le arrebató la liga en el ebúrneo pico y
desapareció al
punto. La Princesa dio un grito y cayó desmayada.
Acudieron
los pretendientes y su padre. Ella volvió en sí, y lo primero que
dijo
fue:—«¡Que me busquen al pájaro verde... que me le traigan vivo...
que no le
maten... yo quiero poseer vivo al pájaro verde!»
Mas
en balde le buscaron los Príncipes. En balde, a pesar de lo mandado
por la
Princesa de que no se pensase en matar al pájaro verde, se soltaron
contra él
neblíes, sacres, gerifaltes y hasta águilas caudales, domesticadas
y
adiestradas en la cetrería. El pájaro verde no pareció ni vivo ni
muerto.
El
deseo no cumplido de poseerle atormentaba a la Princesa y
acrecentaba su mal
humor. Aquella noche no pudo dormir. Lo mejor que pensaba de los
Príncipes era
que no valían para nada.
Apenas vino el día, se
alzó del lecho, y en ligeras ropas de levantar, sin corsé ni
miriñaque, más
hermosa e interesante en aquel
deshabillé,
pálida y ojerosa, se dirigió con su doncella, favorita a lo más
frondoso del
bosque que estaba a la espalda de palacio, y donde se alzaba el
sepulcro de su
madre. Allí se puso a llorar y a lamentar su suerte.—¿De qué me
sirven, decía,
todas mis riquezas, si las desprecio; todos los Príncipes del
mundo, si no los
amo; de qué mi reino, si no te tengo a ti, madre mía; y de qué
todos mis
primores y joyas, si no poseo el hermoso pájaro verde?
Con
esto, y como para consolarse algo, desenlazó el cordón de su
vestido y sacó del
pecho un rico guardapelo, donde guardaba un rizo de su madre, que
se puso a
besar. Mas apenas empezó
a besarle, cuando
acudió más rápido que nunca el pájaro verde, tocó con su ebúrneo
pico los
labios de la Princesa, y arrebató el guardapelo, que durante tantos
años había
reposado contra su corazón, y en tan oculto y deseado lugar había
permanecido.
El robador desapareció en seguida, remontando el vuelo y
perdiéndose en
las nubes.
Esta
vez no se desmayó la Princesa; antes bien se paró muy colorada
y dijo a la
doncella:—Mírame, mírame los
labios; ese pájaro insolente me
los ha
herido, porque me arden.
La
doncella los miró y no notó picadura ninguna; pero indudablemente
el pájaro
había puesto en ellos algo de ponzoña, porque el traidor no volvió
a aparecer
en adelante, y la Princesa fue desmejorándose por grados, hasta
caer enferma de
mucho peligro. Una fiebre singular la consumía, y casino hablaba
sino para
decir:—Que no le maten... que me le traigan vivo... yo quiero
poseerle.
Los
médicos estaban de acuerdo en que la única medicina para curar a la
Princesa,
era traerle vivo el pájaro verde. Mas ¿dónde hallarle? Inútil
fue que le buscasen los
más hábiles
cazadores. Inútil que se ofreciesen
sumas enormes
a quien le trajera.
El
Rey Venturoso reunió un gran congreso
de sabios a fin de que averiguasen, so pena de incurrir en su justa
indignación, quién era y dónde vivía el pájaro verde, cuyo recuerdo
atormentaba
a su hija.
Cuarenta días y cuarenta noches estuvieron lo
sabios reunidos, sin
cesar de meditar y disertar sino para dormir un poco y alimentarse.
Pronunciaron muy doctos y elocuentes discursos, pero nada
averiguaron.—Señor,
dijeron al cabo todos ellos al
Rey, postrándose
humildemente a sus pies e hiriendo el polvo con las respetables
frentes, somos
unos mentecatos; haz que nos ahorquen; nuestra ciencia es una
mentira:
ignoramos quién sea el pájaro verde, y sólo nos atrevemos a
sospechar si será
acaso el ave fénix del Arabia.
—Levantaos,
contestó el Rey con notable magnanimidad, yo os perdono
y os agradezco la
indicación sobre el ave fénix. Sin tardanza
saldrán siete de vosotros con ricos presentes para la reina de
Sabá, y con
todos los recursos de que yo puedo disponer para cazar pájaros
vivos. El fénix
debe de
tener su nido en el
país sabeo, y de allí
habéis de traérmele, si no queréis que
mi cólera
regia os castigue aunque tratéis de evitarla escondiéndoos en
las entrañas de la
tierra.
En
efecto, salieron para el Arabia siete sabios de los más versados en
lingüística, y entre ellos el Ministro de Negocios extranjeros,
sobre lo cual
tuvo mucho que reír el Príncipe tártaro.
Este
príncipe envió también cartas a su padre, que era el más famoso
encantador de
aquella edad, consultándole sobre el caso del pájaro verde.
La
Princesa, en el ínterin, seguía muy mal de salud y lloraba tan
abundantes
lágrimas, que diariamente empapaba en ellas más de cincuenta
pañuelos. Las
lavanderas de palacio estaban con esto muy afanadas, y como
entonces ni la
persona más poderosa tenía tanta ropa blanca como ahora se usa, no
hacían más
que ir a lavar al río.
III.
Una de estas lavanderas,
que era, valiéndonos de cierta expresión a la moda, una pollita muy
simpática,
volvía un día, al anochecer, de lavar en el río los lacrimosos
pañuelos de la
Princesa.
En
medio del camino, y muy distante aún de las puertas de la ciudad,
se sintió
algo cansada y se sentó al pié de un árbol. Sacó del bolsillo una
naranja; y ya
iba a mondarla para comérsela, cuando se le escapó de las manos y
empezó a
rodar por aquella cuesta abajo con singular ligereza. La
muchachuela corrió en
pos de su naranja; pero mientras más corría, más la naranja se
adelantaba, sin
que jamás se parase y sin que ella llegase a alcanzarla en la
carrera, si bien
no la perdía de vista. Cansada de correr, y sospechando, aunque
poco
experimentada en las cosas del mundo, que aquella naranja tan
corredora no era
del todo natural, la pobre se detenía a veces y pensaba en desistir
de su
empeño; pero la naranja al punto
se