Danza de pasión - Katherine Garbera - E-Book

Danza de pasión E-Book

Katherine Garbera

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Beschreibung

Bailando con el deseo Quizá debido al húmedo calor, quizá al palpitante ritmo de la música, Nate Stern, millonario copropietario de un club nocturno, no pudo resistirse a los encantos de Jen Miller. Aunque en Miami se le consideraba un playboy, jamás coqueteaba con sus empleadas. Sin embargo, Jen le hizo romper aquella regla de oro. Aunque Jen sabía que acostarse con su jefe era peligroso, el encanto de ese hombre de negocios le hizo bajar la guardia. De sobra conocía la fama de Casanova de Nate; pero cuando él la rodeaba con los brazos, le era imposible resistirse.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Katherine Garbera. Todos los derechos reservados.

DANZA DE PASIÓN, N.º 1853 - mayo 2012

Título original: Taming the VIP Playboy

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0106-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

El ritmo de la Pequeña Habana latía en las venas de Jen Miller cuando aparcó el coche en una de las calles adyacentes a la Calle Ocho y se dirigió a Luna Azul, contenta de que los hermanos Stern la hubieran contratado como profesora de salsa en su club nocturno.

El club era poco común. Los hermanos Stern habían provocado un escándalo al comprar la vieja fábrica de cigarros puros, en el corazón de la Pequeña Habana, y transformarla en uno de los mejores clubs de Miami. Y algunos miembros de la comunidad cubano americana aún no se lo habían perdonado.

Con un bolso grande colgado del hombro, cruzó la impresionante entrada de Luna Azul. Y se detuvo un momento, como siempre hacía, para admirar la araña del techo de Dale Chihuly: el tema era un cielo nocturno con una enorme luna azul. El tema se extendía al logotipo del club y a los colores de los uniformes de los empleados.

Estaba contenta de trabajar ahí. Y más contenta aún de tener la oportunidad de bailar otra vez. Tres años antes, una mala decisión que tomó, basada en el corazón en vez de en la razón, era la causa de que le hubieran prohibido participar en baile de competición.

Pero ahora, ahí estaba, dando clases de su baile preferido, dando clases de salsa.

La salsa era un baile procedente del Caribe y, aunque ella era cien por cien americana, sentía ese baile dentro de sí, como si estuviera hecho a su medida.

Mientras se adentraba en el club, vio que estaban preparando el escenario principal para la actuación, aquella noche, de XSU, el grupo inglés de rock que había tenido un rotundo éxito en Estados Unidos el año anterior. Su hermana y la mejor amiga de ésta le habían rogado que les consiguiera entradas para el concierto, y ella se las había conseguido.

El club estaba dividido en varias zonas. En el piso bajo, delante del escenario, había una enorme pista de baile rodeada de mesas altas con taburetes y también mesas retiradas en pequeños y oscuros espacios reservados. En el piso superior, donde ella pasaba la mayor parte del tiempo, había una sala de ensayos con un pequeño bar y un entresuelo con vistas al piso bajo. Pero las auténticas joyas de este piso eran la galería, a la izquierda, y el escenario, al fondo.

Era ahí donde, cada noche, Luna Azul llevaba a cabo las famosas fiestas de los viernes por la noche de la Calle Ocho. En el club, todas las noches eran una fiesta de música y baile latinoamericanos en la que participaban los artistas más importantes de ese tipo de música.

Y ahí estaba ella, formando parte de aquello.

Cuando Jen entró en la sala de ensayos, su ayudante la saludó.

–Llegas tarde.

–No, Alison, llego justo a mi hora.

Alison arqueó una ceja. Aunque agradable y simpática, Alison tenía obsesión con la puntualidad.

–A propósito, he traído un nuevo CD –añadió Jen.

–¿Qué CD?

–Una recopilación de mi música preferida, viejos clásicos de la salsa. Quiero que la clase de esta noche sea diferente.

–¿Por qué? ¿Qué tiene esta noche de especial? –preguntó Alison.

–T.J. Martínez se ha apuntado.

–¿El jugador de béisbol de los Yankees?

–Sí. Y como es amigo de Nate Stern, he pensado que debíamos hacer un esfuerzo especial –había que tener contentos a los dueños del club y a sus amigos.

–Quizá deberías haber llegado un poco antes.

–Alison, para. Aún faltan treinta minutos para que la clase empiece.

–Lo sé, perdona. Es que hoy estoy un poco tonta.

–¿Por qué?

–Van a enviar a Marc a Afganistán otra vez.

–¿Cuándo? –preguntó Jen.

Marc era el hermano de Alison y los dos estaban muy unidos. Alison solía decir que Marc era la única persona que tenía en el mundo.

–Dentro de tres semanas. Yo…

Jen se acercó a su amiga y la abrazó.

–Ya verás como no le pasa nada. Marc sabe cuidar de sí mismo. Y mientras está fuera, sabes que puedes contar conmigo.

Alison le devolvió el abrazo.

–Tienes razón. Bueno, venga, dime qué canciones vas a poner esta noche.

Jen sabía que Alison necesitaba sumergirse en la música aquella noche con el fin de olvidar sus problemas durante un tiempo. Admiraba el valor de Alison. Debía ser muy duro tener un hermano soldado.

La música reverberó en la sala mientras Alison y ella comenzaron su rutina. Alison no bailaba mal, aunque no lo suficientemente bien como para formar parte del mundo del baile de competición. Pero, para el Luna Azul, era más que suficiente.

–Me gusta –dijo Alison.

–Estupendo. Y ahora, quiero que des un golpe de cadera más pronunciado en el sexto cambio de ritmo, así… –Jen hizo una demostración.

–Muy bien, señorita Miller.

Jen se tambaleó y, al volver la mirada, vio a Nate Stern en la puerta.

Era alto, alrededor de un metro ochenta y tres, de pelo rubio muy corto. El bronceado natural de su piel era la envidia de todo el mundo y cualquier ropa que se pusiera le sentaba bien. Era de mandíbula fuerte y tenía una pequeña cicatriz en la barbilla, resultado de un accidente de pequeño jugando al béisbol.

¿Por qué sabía ella tantas cosas de Nate? Sacudió la cabeza. Uno de los motivos por los que había solicitado aquel trabajo era que Nate Stern le gustaba desde que, siendo fan de los Yankees, le había visto jugar.

–Gracias, señor Stern –respondió ella.

–Jen, me gustaría hablar un momento con usted.

–Alison, ¿podrías dejarnos solos?

–No es necesario que Alison se vaya –dijo Nate Stern–. Por favor, venga conmigo a la galería.

Jen respiró hondo. No le gustaba recibir órdenes ni someterse a la voluntad de nadie.

–Continúa ensayando –le dijo a Alison.

Alison asintió, y Stern y ella se dirigieron a la galería.

Estaba nerviosa. Si quería seguir bailando, ese trabajo era todo lo que tenía. Si la despedían, iba a tener que dejar de bailar y aceptar el trabajo de secretaria en el despacho de abogados que su hermana, Marcia, le había ofrecido. Y no quería eso.

–¿Algún problema?

–No, todo lo contrario. Todo el mundo habla muy bien de usted y quería ver cómo son las clases.

–¿Va a asistir a la clase de esta noche? –preguntó Jen.

–Sí, así es.

–Ah, estupendo –respondió Jen con una falsa sonrisa–. Tengo entendido que uno de sus antiguos compañeros de equipo se ha apuntado a nuestra clase.

–Sí, Martínez. Yo quería venir para ver qué tal se maneja enseñando a bailar a alguien famoso.

Jen alzó los ojos hacia el techo. ¿Acaso ese hombre creía que iba a tratar a T.J. Martínez de forma diferente a como trataba al resto de sus alumnos?

–¿Cree que no voy a saber comportarme con una persona famosa?

–No tengo ni idea –contestó él–. Por eso es por lo que he decidido asistir a la clase.

Aunque estaba furiosa, Jen mantuvo la calma.

–Soy una profesional, señor Stern. Por eso es por lo que me contrató su hermano. No es necesario que asista a una de mis clases de salsa, le aseguro que sé hacer mi trabajo.

–¿Acaso le he ofendido? –preguntó Nate ladeando la cabeza.

–Sí, lo ha hecho.

Él le dedicó una rápida sonrisa, que le cambió la arrogante expresión que tenía por una encantadora.

–Lo siento, no era esa mi intención. La asistencia de gente famosa a este club es lo que nos hace estar por encima del resto de los clubs de Miami, y quiero que siga siendo así.

Jen asintió.

–Lo comprendo. Y le aseguro que la clase de esta noche no va a dañar la reputación de Luna Azul. Y estaré encantada de tenerle en mi clase esta noche.

–¿En serio?

–Sí –Jen giró sobre sus talones y comenzó a caminar en dirección a la sala de ensayos–. Porque, después de esta noche, va a tener que pedirme disculpas por haber puesto en duda mi profesionalidad.

La risa de él resonó en el vestíbulo.

Nate la observó mientras se alejaba, y se arrepintió de no haber ido allí antes. Jen Miller era graciosa, tenía agallas y era bonita. Tenía piernas largas y cuerpo esbelto. Era una buena bailarina y se le notaba hasta en la forma de andar.

Permaneció en el patio, contemplando el cielo del atardecer. Era febrero y hacía fresco. De la cocina del patio salía el olor a comida cubana.

Había hecho lo que tenía que hacer para mantener la imagen del club. Al fin y al cabo, él estaba al frente de Luna Azul; aunque tenía gracia ser el propietario, junto con sus hermanos, del club más famoso de la Pequeña Habana y no ser hispanoamericanos.

Nate era el menor de tres hermanos, Justin era el del medio y Cam el mayor. La idea de transformar la antigua fábrica de cigarros puros en un club nocturno había sido de Cam. Justin era el experto en finanzas y quien, desde el principio, sabía que ganarían dinero invirtiendo su fondo fiduciario en el club.

En ese tiempo, Nate, inmerso en el mundo del béisbol, se había limitado a firmar, y así había dado por zanjado el asunto. Pero cuando dos años más tarde una lesión en el hombro le obligó a dejar el béisbol, se alegró enormemente de que Cam y Justin hubieran comprado la fábrica y hubiesen abierto un club.

Enseguida descubrió que él también tenía algo que aportar al negocio: una larga lista de contactos entre los famosos.

Por mucho que le gustara el béisbol, era un Stern de pies a cabeza y, por lo tanto, muy sociable. Algo que los reporteros notaron en el momento en que llegó a Nueva York para jugar con los Yankees. Y él se había encargado de que hubiera continuado siendo así.

Utilizaba su fama para darle publicidad al club. Y aunque hacía ya más de seis años que había dejado el béisbol, seguía siendo uno de los diez jugadores más famosos del equipo.

–¿Qué haces aquí arriba? –le preguntó Justin al salir de la zona de cocina.

Justin era cinco centímetros más alto que él y tenía el cabello castaño oscuro. Los dos tenían los mismos ojos que su madre y la fuerte mandíbula de su padre, un rasgo característico de los varones Stern.

–Acabo de hablar con la profesora de salsa. T.J. va a venir a la clase de baile esta noche y quería estar seguro de que la profesora iba a saber comportarse.

–Le ha debido encantar.

–¿La conoces? –preguntó Nate, sintiendo una leve punzada de celos por la familiaridad con que su hermano hablaba de Jen.

–No mucho. Pero la entrevisté para el trabajo y tiene mucha confianza en sí misma. No le gusta que pongan en duda su profesionalidad.

–¿A quién le gusta eso? –preguntó Nate.

–A mí no, desde luego. Mañana tengo una reunión con las fuerzas vivas de la comunidad. Quieren que se tenga en cuenta su opinión respecto a la fiesta para celebrar el décimo aniversario del club.

–¿Cuándo van a aceptar que somos parte de esta comunidad y que no nos vamos a mover de aquí? –preguntó Nate.

–Nunca se van a dar por satisfechos –declaró Cam, que acababa de aparecer en el patio–. ¿Qué estáis haciendo aquí? Os necesito abajo, para recibir a la banda de música.

–Ahora mismo voy –dijo Nate–. También tengo que recibir al periodista del Herald. Y estoy casi seguro de que Jennifer López va a pasarse por aquí esta noche; está en la ciudad y su gente ha dicho que iba a acercarse al club. Y tengo que ver cuántos más famosos van a venir.

–Estupendo, me gusta lo que dices –dijo Cam.

–Lo sé, por eso me paso las noches de fiesta –contestó Nate.

–¡Ya! Lo haces porque te gusta –interpuso Justin.

–Claro que me gusta. Es genético. No he nacido para sentar la cabeza.

–¿Como papá? –preguntó Justin.

–Sí, como papá. Creo que es por eso por lo que él y mamá no se llevaban bien –dijo Nate.

–Por eso y porque mamá era muy fría –añadió Cam.

Nate apartó los ojos de sus hermanos. Su madre nunca había querido tener hijos y les había dedicado el menor tiempo posible. A cada uno de los tres le había afectado de forma diferente. En lo que a él se refería, no se fiaba de las mujeres, estaba convencido de que, tarde o temprano, siempre acababan abandonando al hombre con el que estaban.

–Bueno, creo que los tres sabemos lo que tenemos que hacer esta noche –declaró Cam–. ¿Qué tal tus negociaciones con las fuerzas vivas de la comunidad?

–Lentas. He invitado a unos cuantos al espectáculo de esta noche para que vean hasta qué punto somos parte de la Calle Ocho.

–Muy bien. Mantenme informado –dijo Cam.

–Lo haré.

Nate y sus hermanos bajaron al piso de abajo. Ahí en medio, con el club casi vacío, Nate miró a su alrededor. Era difícil creer que aquel lugar había sido una fábrica de cigarros puros.

De pequeño nunca había pensado en el futuro. Una vez que se convirtió en un jugador de béisbol profesional, había supuesto que continuaría jugando hasta los treinta y tantos años y que luego pasaría a trabajar de comentarista deportivo. Pero la lesión, tan joven, había cambiado sus objetivos.

Pero no le pesaba, le gustaba lo que hacía.

–Nate…

Se volvió y vio a T.J. Martínez en el vestíbulo, debajo de la estructura colgante de Chihuly.

–¡T.J., amigo! ¿Qué tal el vuelo?

–Bien, muy bien. Listo para un poco de acción esta noche.

–Igual que yo –respondió Nate estrechándole la mano a su amigo al tiempo que se abrazaban–. Tengo entendido que te has apuntado a clases de salsa.

–Mariah ha insistido mucho en que tomara clases, ha dicho que la profesora es de lo mejor y que sería una estupidez desperdiciar la ocasión. Y Paul ha dicho que la profesora estaba estupenda.

–Lo verás por ti mismo. La primera clase empieza dentro de media hora. ¿Te apetece una cerveza antes?

–Claro. Así te cuento las novedades del club. Corre el rumor de que O´Neill va a cambiar de equipo.

Nate condujo a su amigo al bar y charlaron de béisbol y de los jugadores que ambos conocían. Sin embargo, aunque se esforzaba por concentrarse en lo que hablaban, no lograba dejar de pensar en Jen.

Pero no le dio importancia.

–Bueno, vámonos ya. No quiero que llegues tarde a tu primera clase.

–¿Vas a venir conmigo?

–Sí, ¿te importa? Aún no he asistido a ninguna clase de salsa y, tal y como tú has dicho, la profesora es… muy buena.

T.J. echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Los dos acabaron las cervezas y subieron al piso superior, a la clase de Jen.

Capítulo Dos

Por primera vez, con la música flotando a su alrededor, un hombre consiguió distraerla. Nate Stern la hacía consciente del movimiento de sus caderas.

Y cuando la raja de la falda dejaba al desnudo una de sus piernas, sentía los ojos de él fijos en ella.

Los ojos de Nate Stern únicamente.

¿Por qué?

¿Por qué Nate Stern? Iba a conducirla al desastre. No podía permitirse el lujo de que le gustara su jefe. La última vez que le había gustado un hombre con autoridad sobre ella había acabado de mala manera.

Su hermana Marcia se enfadaría con ella y le echaría en cara no haber aprendido la lección. No, no podía repetir los mismos errores.

Y para colmo, T.J. podía ser un genio del béisbol, pero era incapaz de aprender los pasos básicos de salsa. Y no creía que fuera tan difícil.

Alison estaba encargándose de unos alumnos al fondo de la sala cuando empezó a sonar Mambo número cinco.

Con el mando de control remoto, paró la música.

Aquella era la canción con la que el club abría sus puertas todas las noches. Alison y ella, cada noche, se colocaban en la parte de atrás y, veinte minutos después de abrir, escenificaban un baile flamenco.

–Muy bien. ¿Listos para demostrar lo que han aprendido? –preguntó Jen–. Al apuntarse a esta clase, lo más seguro es que no se dieran cuenta de que van a ser las estrellas de la apertura del club esta noche.

Los hombres allí presentes lanzaron gruñidos de protesta y también se oyeron unos cuantos aplausos.

–Lo importante es no olvidar que se trata de una música sensual. Tienen que sentirla en el cuerpo. Y no tengan miedo de hacer el ridículo, bailan muy bien.

–Creo que yo solo siento algo cuando juego al béisbol –dijo T.J.

–No se preocupe, señor Martínez, lo hará bien.

–Por favor, tutéame y llámame T.J. –dijo él con una encantadora sonrisa, mostrando una dentadura perfecta y muy blanca.

–De acuerdo. Y como eres el famoso de esta noche, nos gustaría invitarte a que encabeces la fila de la conga y luego, por supuesto, el primer baile.

La política del club era dar publicidad a las clases.

Para ello, siguiendo la directiva de Nate Stern, solían hacer que algún famoso participara en ellas, así atraían la atención de la gente.

–Me parece que no soy el tipo adecuado para eso.

Jen le sonrió.

–Me aseguraré de que así sea.

Volvió a poner en marcha la música y se acercó a T.J., todo el tiempo consciente de los ojos de Nate en ella.

Bailaba desde los trece años y estaba acostumbrada a que los hombres la miraran. Y esa noche… esa noche quería que Nate la viera y la deseara. Sabía que era una mujer atractiva; pero cuando bailaba… cuando bailaba era sumamente hermosa.

Sonriendo a T.J., se colocó detrás de él y le puso las manos en las caderas.

–Relájate y déjate llevar –le dijo Jen.

Él asintió y, al cabo de unos momentos, ella comenzó a moverle las caderas. T.J. trató de mover los pies, pero se tropezó.

–No te muevas, siente el ritmo de la música.

–Me parece que ese método no va a funcionar, señorita Miller –dijo Nate–. Permítame que le haga una demostración a mi amigo.

Jen miró a su jefe; después, apartó las manos de T.J. y se separó de él.

Pero en vez de acercarse a T.J., Nate se aproximó a ella y le puso las manos en las caderas.

–Muévase para dejarme que sienta el ritmo.

Le había hablado en voz baja, sólo para que ella le oyera, y respondió al instante. Comenzó a moverse al ritmo de la música.

Nate, al contrario que T.J., se movía con gracia natural. Había colocado las manos en la posición adecuada para ese baile: una mano en la cadera de ella y la otra sujetándole una mano. Y cuando clavó los ojos en los suyos, los demás dejaron de existir. En ese momento, Nate no era su jefe ni alguien importante en la comunidad.