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Los Episodios Nacionales es una serie de novelas de Benito Pérez Galdós. Novelizan la historia de España desde 1805 hasta 1880, incluyendo todos los acontecimientos relevantes del S.XIX en España y separándolos por capítulos, desde la Guerra de la Independencia a la Restauración Borbónica, mezclando personajes reales con ficticios en una monumental obra de la literatura española. De Cartago a Sagunto es la penúltima novela de la última serie, que quedó inconclusa.-
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Seitenzahl: 345
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Benito Perez Galdos
Saga
De Cartago a Sagunto
Copyright © 1870, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726495379
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Arriba otra vez, arriba, Tito pequeñín de cuerpo y de espíritu amplio y comprensivo; sacude la pereza letal en que caíste después de los acontecimientos ensoñados y maravillosos que te dieron la visión de un espléndido porvenir; vuelve a tu normal conocimiento de los hechos tangibles, que viste y apreciaste en la vida romántica del Cantón cartaginés, y refiérelos conforme al criterio de honrada veracidad desnuda que te ha marcado la excelsa maestra Doña Clío. Abandona los incidentes de escaso valor histórico que han ocurrido en los días de tu descanso soñoliento, y acomete el relato de las altas contiendas entre cantonales y centralistas, sin prodigar alabanzas dictadas por la amistad o el amaneramiento retórico.
Obedezco al amigo que me despabila con sacudimiento de brazos y tirones de orejas, cojo mi estilete y sigo trazando en caracteres —6→ duros la historia de estos años borrascosos en que, por suerte o por desgracia, me ha tocado vivir. Lo primero que sale a estas páginas llegó a mi conocimiento por los ojos y por el tacto: fue la moneda que acuñaron los cantonales para subvenir a las atenciones de la vida social. Consistió la primera emisión en duros cuya ley superaba en una peseta a la ley de los duros fabricados en la Casa de Moneda de Madrid. Las inscripciones decían: por el anverso, Revolución Cantonal. -Cinco pesetas; por el reverso, Cartagena sitiada por los centralistas. -Septiembre de 1873.
Elogiando yo la perfección del cuño ante los amigos don Pedro Gutiérrez, Fructuoso Manrique, el Brigadier Pernas y Manolo Cárceles, éste, con su optimismo que a veces resultaba un tanto candoroso, me dijo: «Fíjese el buen Tito en que ese trabajo lo han hecho los buenos chicos que en nuestro presidio sufrían cadena por monederos falsos». Puse yo un comentario a esta declaración, diciendo que los tales artífices fueron maestros antes de ser delincuentes, que en la prisión afinaron su ingenio, y que la libertad les habilitó para servir a la República con diligente honradez, cada cual según su oficio. «Así es -dijo Cárceles-, y da gusto verles por ahí tan tranquilos, sin hacer daño a nadie, procurando aparecer como los más fieles y útiles auxiliares del naciente Anfictionado español». Antes de la emisión de la moneda se pagaban los servicios con cachos de plata que luego se canjearon por los flamantes y — 7→ bien pronto acreditados duros de Cartagena.
En los mismos días me enteré por los amigos de la nueva organización que se había dado a los altos Poderes Cantonalistas. Dimitió el Gobierno Provisional, incorporándose a la Junta Soberana, que se fraccionó en las siguientes Secciones: De Relaciones Cantonales: Presidente Roque Barcia, Secretario Andrés de Salas. - De Guerra: Presidente General Félix Ferrer, Secretario Antonio de la Calle. - De Servicios Públicos: Presidente Alberto Araus, Secretario Manuel F. Herrero. - De Hacienda: Presidente Alfredo Sauvalle, Secretario Gonzalo Osorio. - De Justicia: Presidente Eduardo Romero Germes, Secretario Andrés Lafuente. - De Marina: Presidente Brigadier Bartolomé Pozas, Secretario Manuel Cárceles Sabater. Los cargos de Presidente y Secretario de estas Secciones equivalían a los de Ministro y Subsecretario de los diferentes ramos.
Sin puntualizar una por una las diversas expediciones marítimas que efectuaron los barcos insurgentes a fines de Septiembre, procuro corregir mi deficiente sentido cronológico y me apodero de algunas fechas, claveteando en mi memoria la del 24 porque ella señala mi nada lucida incorporación a la escuadra que fue al bombardeo de Alicante con las miras que fácilmente supondrá el lector. Mi amigo Cárceles, que se empeñaba en hacer de mí una figura heroica, me metió casi a empujones en elFernando el Católico, vapor de madera, inválido y de perezosos —8→ andares, el cual iba como transporte llevando gente de desembarco ganosa de probar en una plaza rica la fortaleza de su brazo y el largor de sus uñas. Al conducirme a bordo, Cárceles puso en mi compañía para mi guarda y servicio a un presidiario joven, simpático y hablador, que desde el primer momento me cautivó con su amena charla y la variedad de sus disposiciones. Antes de bosquejar la figura picaresca de mi adlátere y edecán, os diré que el Cantón creyó deber patriótico cambiar el nombre del barco en que íbamos, pues aquello de Fernando, con añadidura de el Católico, conservaba el sonsonete del destruido régimen monárquico y religioso. Para remediar esto buscaron un nombre que expresase las ideas de rebeldía triunfadora, y no encontraron mejor mote que el estrambótico y ridículamente enigmático de Despertador del Cantón.
A la hora de navegar en el Despertador, mi asistente o machacante hizo cuanto pudo para mostrarse amigo, refiriéndome con donaire su corta y patética historia. Resultó que hacía versos. En su infancia se reveló sacando de su cabeza coplas de ciego; luego enjaretó madrigales, letrillas y algunas composiciones de arte mayor que corrían manuscritas entre el vecindario de su pueblo natal, la villa de Mula. Por algunos trozos que me recitó comprendí que no le faltaban dotes literarias, pero que las había cultivado sin escuela ni disciplina... Casó muy joven con moza bravía; surgieron disgustos, piques, celeras, —9→ choques violentísimos con varias familias del pueblo. Cándido Palomo, que tal era su nombre, alpargatero de oficio y en sus ocios poeta libre, llegó una noche a su casa con el firme propósito de matar a su mujer; mas tuvo la suerte de equivocarse de víctima y dio muerte a su suegra, que era la efectiva causante de aquellos líos y el impulso inicial de la tragedia. Cuando Palomo entró en presidio compuso un poema lacrimoso relatando su crimen y proceso. Aunque plagado de imperfecciones, el poético engendro me recordó el libro primero de LosTristes de Ovidio y aquel verso que empieza Cum repeto noctem...
Con estas y otras divertidas confidencias de aquel ameno galopín, que también repitió una letrilla y un romance burlesco que había dedicado a cantar las malicias de su suegra días antes de despacharla para el otro mundo, entretuvimos las horas lentas de la travesía, terminada a las nueve y media de la noche frente a la ciudad del turrón, la dulce Alicante. El primer cuidado del caudillo cantonal que nos mandaba (y juro por la laguna Estigia que no sé quién era) fue notificar a los cónsules que si la plaza no aprontaba buena porción de víveres y pecunia, conforme al truculento ultimátum formulado en viajes anteriores, comenzaría el bombardeo al amanecer... Llegado el momento, colocadas en orden de batalla las naves guerreras con nuestro Despertador a retaguardia, intervino el Almirante de una escuadra francesa —10→ surta en aquellas aguas, logrando con hábil gestión humanitaria que se aplazase el bombardeo cuarenta y ocho horas. Pusiéronse a buen recaudo los vecinos pacíficos de Alicante, y el Gobierno Central, representado allí por mi amigo Maisonave y por un general cuyo nombre no figura en mis anotaciones, se preparó para la defensa.
A las seis de la mañana del 27 rompieron el fuego las fragatas Numancia,Tetuány Méndez Núñez con pólvora sola, y como no izase Alicante bandera de parlamento se hicieron disparos con bala contra el castillo y la ciudad. El castillo, visto desde la mar, parecíame asentado en la cima de un alto monte de turrón, deleznable conglomerado de avellanas y miel. A pesar de estas apariencias, nuestros proyectiles no hicieron allí estrago visible. En la plaza advertimos señales de gran sufrimiento, y las balas que de allá nos venían apenas rasparon el blindaje de nuestra Numancia. Como tampoco sufrieron deterioro las inservibles carracas Tetuán y Méndez Núñez, envejecidas e inútiles en plena juventud, no pude ver en aquella militar función más que un juego de chicos o un bosquejo parodial de página histórica, para recreo de gente frívola que se entusiasma con vanos ruidos y parambombas.
Cinco horas duró el simulacro, disparando nosotros ciento cincuenta proyectiles que debieron de ser pelotas de mazapán. Total, que Alicante no dio un cuarto y que nos marchamos con viento fresco, llevando a la mar la —11→ jactanciosa hinchazón de nuestras fantasías. Mientras nosotros navegábamos hacia Cartagena, ufanándonos de haber impuesto duro castigo a la plaza centralista, las autoridades de ésta telegrafiaban a Madrid extravagantes hipérboles del daño que nos habían causado: según ellas, la obra muerta de nuestras naves estaba hecha pedazos y las cubiertas sembradas de cadáveres; en tierra, don Eleuterio y el general, cuyo nombre sigo ignorando, habían afrontado el bombardeo con espartano heroísmo. Por una parte y otra era todo pueril vanidad y mentirosas grandezas para engaño de los mismos que las propalaban.
En el viaje de regreso hice amistad con otro galeote, llamado de apodo Pepeel Empalmao por la desmedida talla de su cuerpo flaco y anguloso. Aprovechando un rato en que mi machacante subió a cubierta, dejándonos en el primer sollado, me dijo que la bravía mujer de Palomo, guapa de suyo y mejorada en sus atractivos por los afeites y pulidas ropas que a la sazón gastaba, hacía en Cartagena vida libre, requiriendo el trato de señores ricos en casas discretas cuyas paredes eran reservado encierro del escándalo. Añadió que si yo quería verla y juzgar por mí mismo su buen apaño de rostro y hechuras, él no tendría inconveniente en llevarme a donde pudiese encontrarla. El pobre Cándido conocía el aprovechado mariposeo con que su mujer se ganaba la vida; visitábala alguna vez; pero ella con buenas o malas razones, según el viento o el humor reinantes, —12→ le apartaba de su lado, dándole algunos dineros que eran el mejor específico para que el marido se curase del molesto afán de sus visitas. Comprendí que Pepe el Empalmao era un sutil rufián y le prometí aceptar sus buenos servicios, tan necesarios, como dice Cervantes, en toda república bien ordenada.
Retirado de mi presenciaEl Empalmao por accidentes del servicio, volvió junto a mí Cándido Palomo, al cual le faltó tiempo para brindarme sabrosos apuntes históricos de su camarada. José Tercero, que tal era el nombre del rufián, había ido a comer el bizcocho y el corbacho del presidio por ejercer con demasiada sutileza las artes de corrupción, asistido de una mala hembra, llamada por mal nombre Marigancho, que purgaba sus delitos en la Galera de Alcalá de Henares... Dejo a un lado a éste y otros prójimos de interesante psicología, para seguir desenredando la madeja histórica. La Junta Soberana resolvió canjear con el comercio, por artículos de comer, beber y arder, gran copia de materiales existentes en el Arsenal y fortificaciones: bronces, hierros, maderas finísimas, y cuanto no tenía inmediata eficacia para la defensa de la plaza. Acordó además la Junta reforzar la guardia de la fábrica de desplatación y amenazar a varios industriales, entre ellos al marqués de Figueroa, con el embargo de sus bienes si no pagaban a la Aduana, en el término de cuatro días, los derechos de Arancel por la importación de carbón y otros efectos.
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Continuaron aquellos días las salidas por mar y tierra. Resistí a las sugestiones de Gálvez para que le acompañase en una expedición que hizo a Garrucha con el Despertador y la fragata Tetuán. Creí más divertido para mí, y más eficaz para la misma Historia, salir por las calles de la ciudad con mi amigo El Empalmao a la fácil conquista de Leonarda Bravo o Leona la Brava, como vulgarmente llamaban en Cartagena a la mujer de Palomo. Pronto la encontramos, que para llegar a la gruta de tal Calipso no era menester larga exploración por tierras desconocidas. En una casa recatada y silenciosa, medianera con la vivienda y taller de las tres muchachas retozonas amigas de Fructuoso, recibió mi visita. Era una mujer bonita y fresca, bien aderezada para su oficio, cariñosa en el habla y modos, como a sus livianos tratos correspondía.
Nada advertí en Leona que justificara su fama de braveza. A mis preguntas sobre esto me contestó que la ferocidad de su genio habíala mostrado tan sólo en el tiempo que hizo vida conyugal con Palomo, por ser éste un terrible celoso atormentador y un carácter capaz de apurar y consumir a la misma paciencia.
Pero que recobrada la libertad, y respirando el libre ambiente del mundo para vivir del beneficio que su propio mérito y gracias le granjeaban, se había trocado de leona furibunda en oveja mansísima. Ni fue corta ni desabrida mi visita, sino, antes bien, larga y placentera. . . . . . . . . . . . . .
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No sé si en los medios o en el fin de nuestra accidental intimidad, Leona me dijo que no vivía donde estábamos sino en la parte alta de Santa Lucía. Oyendo esto acordeme de la famosa fragua mitológica y de la escuela de Floriana. A mis preguntas, sugeridas por el recuerdo de aquellos lugares, contestó la moza que existía la fragua, que el patinillo era secadero de una tintorería y la escuela depósito de cosas de barco. Las maestras puercas y legañosas que allí daban lección a los chicos harapientos del barrio, se habían largado a otra parte. Esto avivó mi curiosidad y el deseo de reconocer aquellos lugares, y pidiendo permiso a La Bravapara visitarla en su vivienda, nos despedimos hasta una tarde próxima.
Que la Junta Suprema de Cartagena autorizase una función dramática en el teatro Principal, representándoseJuan de Lanuza y destinando los productos a los Hospitales, no merece largo espacio en estas crónicas. Tampoco debo darlo a la expedición de Gálvez a Garrucha, extendiéndose a Vera y Cuevas de Vera, donde tuvo lucido acogimiento y pudo afanar dinero y provisiones de boca. La repetición de estas colectas a mano armada las priva de interés en el ciclo cantonal.
Mejor alimento, lector voraz, siquiera sea —15→ de golosinas, te doy contándote que guiado por mi embajador venustino José Tercero fui a visitar a LaBrava en el altillo de Santa Lucía. Entramos a la vivienda de la moza por la fragua de marras, en la que forjaban clavos unos vulgarísimos y tiznados herreros, que ni la más remota semejanza tenían con los gallardos alumnos de Vulcano, y menos con el Titán hermosísimo en quien los ojos de mi fantasía vieron al creador de mil hijas de recia voluntad.
Pasamos de allí al patinillo, donde unas mujeres con las manos carminosas ponían al sol madejas de estambre recién teñido de colorado. Entramos luego en lo que fue escuela, y vi el local repleto de barriles de alquitrán, de viejas lonas y de montones de la filástica que se usa para calafatear las embarcaciones. Ni rastro hallé de objetos escolares. ¡Y pensar que allí se me representó en carne viva la ideal Floriana, educadora de pueblos, virgen y madre de las generaciones que han de redimirnos! ¡Qué cosas vio mi espíritu en aquel mísero aposento, y qué divinos embustes imaginó, pintándolos en la retina, el caldeado cerebro de este antojadizo historiador!
Introdújome Tercero en un angosto pasillo, que era pórtico de humildes viviendas numeradas. En la salita de una de éstas encontré a Leonarda con el cabello suelto, en compañía de una mujer que no era peinadora sino maestra, y que a mi amiga estaba dando lección de escritura. La Brava, con los dedos tiesos, llenos de tinta y torcida la boca, hacía —16→ tembliqueantes palotes, poniendo en ello toda su alma. La maestra, con dulce paciencia, guiando la mano de su discípula, la corregía y amonestaba... Pásmate, lector incrédulo, y abre tamaños ojos al saber que en la profesora reconocí las facciones de DoñaCaligrafía, ya envejecidas y deslustradas cual si hubiera pasado medio siglo desde que la vi o creí verla en la compañía y séquito de la ideal Floriana.
Deseosa de hablar conmigo, Leona suspendió la lección, despidiendo a la momificada pendolista y a Pepe el Empalmao. Sin más ropa que la camisa y una holgada bata de colorines; sin corsé, los desnudos pies en chancletas, suelto el negro cabello abundante, Leonarda ponía la menor veladura posible entre sus corporales hechizos y los ojos del visitante. Afectuosa y comunicativa, me habló de esta manera:
«Veo que te asombras de que ande yo en estos jeribeques de la escritura. Pues sabrás que no me contento con ser lo que soy al modo rústico y ordinario. Me enloquece la ambición. Desde que me metí en este vivir arrastrao, la mirilla en que tengo puestos los ojos de mi alma es Madrid... Quierodirme a la Corte, donde podré ser mujer alegre con más aquél que aquí, luciendo y aprovechando lo que Dios me ha dado... Comprenderás, querido Tito, que no puedo ir hecha una burra, pues entonces no me saldría la cuenta, que aquél no es un público de patanes sino de personas principales y de posibles. Yo —17→ sabía leer a trompicones, y ahora esta pobre maestra que aquí has visto, vecina mía, por dos reales que le doy un día sí y otro no me enseña la lectura de corrido, y además me da lección de escritura, empezando por tirar de palotes que es muy duro ejercicio... Pienso yo que la ilustración es necesaria aun para las que andamos en tratos... ya me entiendes... En Madrid haré vida de libertad, pero mirando a lo elegante y superfirolítico. Como en ello están todos mis pensamientos, pongo gran atención en el habla de los señores con quienes una noche y otra noche tengo algo que ver, y cuantas palabritas o frases les oigo, que a mí me parecen finas, las atrapo y me las remacho en la memoria para soltarlas cuando vengan a cuento. Ya sé decir: atontas y locas, de lo lindo, en igualdad de circunstancias, partiendo delprincipio, permítame usted que le diga, mejorando lo presente, tengo laevidencia, seamos imparciales, bajo el prisma, bajo la base...».
Discretísimo y práctico me pareció el anhelo de aquella pobre criatura, que no sabiendo salir de su esfera mísera trataba de ennoblecerla y darle asomos de dignidad. Felicité sinceramente a La Brava, incitándola a que se esmerase en engalanar con flores, siquiera fuesen de trapo, el camino vicioso que había de seguir, siempre que su destino no le marcara otro mejor aunque menos bonito. Puso ella a sus confidencias el remate de esta profecía: «Con lo poquito que ya sé, y lo que he de aprender, no será difícil que en Madrid —18→ me salga un marqués viejo, rico, baboso, a quien yo pueda manejar como un títere, que me ponga casa elegante, con alfombras y cortinones de seda, y me vista con toda la majeza del siglo. Pa entonces tendré coche y me pasearé muy repantigada por las alamedas que llaman el Retiro y la Fuente Castellana»... Después de esto vino la peinadora. Del tiempo transcurrido desde la operación de aderezarse la hermosa cabellera hasta que se puso a almorzar un excelente arroz con pescado, no debo decir nada a mis lectores, pues la tela de la Historia tiene dobleces impenetrables.
Vestida y calzada salió Leona conmigo al patinillo, donde vimos un sujeto en mangas de camisa, lavándose la cara en una pobre jofaina de latón. Mi amiga le saludó risueña, como a vecino que en uno de los cuartos de aquella humilde casa moraba. Apartándonos de él para dejarle fregotearse a sus anchas las orejas y el pescuezo, La Bravame dijo: «Este tipo es otro presidiario suelto a quien sus compañeros de gurapas llamaban don Florestán de Calabria, y por este remoquete le conoce todo Cartagena. Es noble, según dice, y desciende de príncipes napolitanos. Vino a cumplir condena de seis años por enmiendas que hizo al testamento de una tía suya. Es hombre de historias, de lenguas, y tan périto en la escritura que no hay letra ni rúbrica que no imite».
Al llegarnos otra vez a don Florestán, ya estaba el hombre frotándose las orejas con —19→ una toalla no muy limpia. Era un cincuentón de mediana estatura, cabeza romántica del tipo usual allá por el 45, ahuecada melena, bigote y perilla corta como los que usaron Espronceda y los Madrazos. Presentado a él por Leona, que le dio el nombre de Florestán, me dijo estrechándome la mano: «Ya le conocía a usted de vista y por su fama de historiador, señor don Tito. Mucho gusto tengo en ser su amigo; pero sepa ante todo que ese nombre que me ha dado doña Leonarda es broma de compañeros maleantes. Yo me llamo Jenarode Bocángel, y mi linaje está entroncado con la nobleza española de Nápoles y Sicilia. ¿Habrá usted oído hablar de los Duques de Amalfi? Pues de ellos vengo yo por la rama paterna; con los ilustrísimos Marqueses de Taormina, residentes en Palermo, estaba emparentada mi madre, doña Celimena de Silva; y no falta en mi sangre algún glóbulo procedente de la clarísima estirpe de los Escláfanis de Siracusa. Algo más de mi persona y familia, así como de los vaivenes de mi existencia, he de contarle a usted... Antes le pido permiso para volver a mi aposento y arreglarme un poco, pues no está bien que los caballeros se presenten ante sus iguales con este desaliño de andar por casa. Hasta luego».
Entró corriendo en su vivienda el tronado caballero. Mi amiga y yo nos quedamos riendo de su estampa fachosa y de sus hinchazones nobiliarias. Díjome La Brava que don Florestánera un infeliz de buena pasta y corazón —20→ muy tierno, a pesar de haber cometido el desliz de aquellas endiabladas escrituras que dieron con sus huesos en el estaró. Apenas transcurrido un cuarto de hora, que invertí dando a La Brava lecciones de lenguaje finústico, reapareció don Jenaro de Bocángel abrochándose un levitín raído, con visos de ala de mosca. El chaleco de colorines y el pantalón veraniego mostraban a la legua los ultrajes del tiempo. Las botas eran de charol deslucido y cuarteado, torcidos tacones y grietas que pronto serían ventanas; la camisa sin almidón; la corbata de color de rosa, anudada con esmero y arte. En el corto tiempo que consagró a su aliño, tuvo espacio Bocángel para peinar y alisar su melena coquetona, para darse un poquito de negro humo en las canas del bigote y un toque de rosicler barato en las mejillas.
Pegando la hebra cortésmente en nuestra charla, don Florestánme dijo: «Si como parece escribe usted los grandes anales de este Cantón que tanto da que hablar al mundo, seguramente tendrá que ocuparse de mí. Pues allá van datos de este aristócrata perseguido inicuamente por haber tomado como buen caballero la defensa de la bondad y la rectitud. Me soltaron de las prisiones no por la clemencia sino por la justicia, que nunca debieron traerme a padecer entre ladrones y asesinos. No fui criminal: fui amparador de los menesterosos, abogado de la verdad, adalid del derecho. No me arrepiento de lo que hice, sino que de ello estoy muy orgulloso, —21→ pues si mi tía doña Silvia Menéndez de Bocángel procedió criminalmente privando del usufructo de sus riquezas a los parientes más próximos, yo, Jenaro de Bocángel y de Silva, en representación de toda la parentela pobre, salí a la palestra jurídica inspirado por Dios y por todas las leyes divinas y humanas. No cerré contra la injusticia armado de espada y lanzón. Mis armas fueron una pluma bien cortada y el buril de la navajita con que grabé la figura y lemas de varios sellos en la blandura de una patata. Resultó un codicilo que tuvo en confusión al tribunal por largo tiempo... Fui vencido; la sociedad, que es muy perra y muy ladrona, me destrozó con las garras de sus infames escribanos y leguleyos. Y no contenta con deshonrarme, me encerró en presidio por seis años. Pero el varón justo no se acobarda ante la adversidad, y aquí me tiene usted decidido a defender el derecho de los humildes contra la soberbia y egoísmo de los poderosos endiosados. Sostengo y sostendré que mi tía doña Silvia fue una solemne bribona legando sus riquezas a una piara de frailes inmundos y de monjas idiotas y puercas... Conque... aquí tiene usted, señor mío, un tema tan admirable que si lo campanea en su Historia, como sabe hacerlo, resonará en todas las naciones de Europa, Asia, África y América».
Respondile socarronamente que trataría el asunto con entusiasmo, poniendo en el mismo cuerno de la luna la abnegación y valentía del caballero don Jenaro de Bocángel. —22→ Añadí que necesitando para llevarle a mis historias un conocimiento fiel de la vida y costumbres del personaje, de sus medios de existencia, de sus trabajos o quehaceres, le pedía licencia para estar en su compañía algunos ratos. Él, con júbilo y cortesanía, me respondió de esta manera: «No saldré en toda la tarde, ni a prima noche. A su disposición me tiene para cuanto guste indagar acerca de mí. No le ruego que me acompañe a la mesa porque ya sé que almorzó con Leonardita; además mi comida es tan sobria que sería penitencia demasiado dura para una persona como usted: un platito de cocido, tres o cuatro ciruelas y un vaso de vino de Alicante. Vivo ¡ay!, en estrechez indecorosa con dos pesetas diarias que me pasan unos parientes de Madrid».
Deseosa La Bravade emprender su ronda vespertina por las calles alegres de la metrópoli cantonal, se despidió de nosotros hasta la noche, y yo me metí con don Jenaro en la mísera covacha donde escondía su degenerada grandeza.
Después que devoró con famélicas ansias el comistraje que le sirvió una mujer desgreñada y andrajosa, mostrome el caballero un montón de cartas recibidas de Madrid y las contestaciones que él había ya medio escrito. Díjome que se consagraba exclusivamente al magno asunto de humanidad y justicia por el cual había roto lanzas en la ocasión que motivó la execrable sentencia. Hasta morir seguiría luchando, y esperaba que un triunfo glorioso coronase al fin sus — 23→ trabajos y horrendo sacrificio. Entre varias cartas me leyó una que dijo ser de una prima suya, señora linajuda que de su dorada opulencia había descendido a la triste condición de patrona de huéspedes de a tres pesetas.
De los trozos de cartas leídos, el más extraordinario, peregrino y despampanante fue éste: «Ya puedo asegurar que antes de fin de año se proclamará en Madrid el Cantón que llaman Carpetano, centro y cabeza, según me ha dicho mi sobrino Policarpo, de los demás Cantones de la España. Entonces, Jenaro de mi vida, será la nuestra. Porque tú con tus influencias y Policarpo con las suyas, que no son flojas, echaréis por tierra esas leyes inhumanas que nos han despojado de lo nuestro para dárselo a la mano muerta, como tú dices, o a la mano demasiado viva y sucia, como digo yo... Castelar está dado a los demonios. Ve venir el Cantón y no le llega la camisa al cuerpo. Mi opinión es que si este papagayo quiere hacerse cantonalista, para seguir en candelero, debéis mandarle a escardar cebollinos».
Después de celebrar con ditirambos de júbilo estas graves noticias, sin poner en duda su certeza, agregó Bocángel que no era de su gusto el nombre de Carpetanocon que los madrileños querían bautizar el nuevo Cantón. Mejor sería llamarle Mantuano, voz que se acomodaría fácilmente al criterio del vulgo... En el curso de nuestra conversación me mostró luego el de Calabria ejecutorias de familia de los siglos XVII y XVIII, escritas —24→ en lengua italiana y fechadas en Palermo. A pesar de lo rancio del papel y de lo arcaico de la escritura, no creo pecar de malicioso diciendo a mis lectores que en los tales documentos había puesto su hábil mano el propio don Florestán, insuperable calígrafo según pude apreciar por las diferentes obras de su pluma que pasaron ante mis ojos... Dejéle al fin en su febril tarea epistolar, doliéndome de la incurable vesania de aquel pobre hombre, más digno de los cuidados de una casa de orates que de los rigores del presidio.
Volvime al centro de la ciudad en busca de alguna noticia substanciosa o siquiera chismes políticos dignos de ser contados. Cerca del Arsenal me encontré a Fructuoso Manrique y al cartero Sáez, por los cuales supe que los vigías del puerto señalaban hacia poniente tres barcos de gran porte que, según creencia general, eran de la escuadra centralista mandada por el contralmirante Lobo. Así en el Arsenal como en las calles de la población advertí que pueblo y Milicias ardían en entusiasmo ante la proximidad de una naval refriega con los buques del Gobierno, a los cuales pensaban derrotar y destruir precipitando sus despojos en las honduras del reino de Neptuno. Cené con Alberto Araus, Ministro de Servicios Públicos(léase Fomento), el cual participaba del general furor y bélico optimismo, anhelando la más alta ocasión que vieron los pasados siglos yesperan ver los venideros. A este propósito dijo: «En el nuevo Lepanto nosotros —25→ seremos la Cristiandad y ellos la bárbara Turquía».
Al retirarme a mi fonda encontré a La Brava que iba de vuelta para su casa. Acompañela hasta la plaza de la Merced, y sentados en un banco charló conmigo de cosas diferentes, entreverando estas donosas consultas: «Tú que eres tan sabio, don Tito, dime: ¿qué significa inocular?... Explícame también qué quieren decir estas palabritas: bajo el punto de vista económico...». Con toda la claridad posible contesté a sus preguntas, y ella me dijo: «Yo me pensé que económicoy economía eran cosa de ahorrar; y eso bien lo entiendo, que ahorrando estoy y todos los días meto en una media lo que me sobra. Así voy ajuntando para mi mantenciónen Madrid hasta que se me arregle el negocio. Por tu salud, Tito mío, no digas nada a nadie, que si se entera ese granuja de Cándido será capaz de ir tras de mí y darme la gran desazón... Yo te aseguro que Leona la Brava dará que hablar en los Madriles. Y ahora te suplico que mientras esté en Cartagena me des lección en todo lo tocante a palabras finas, modos de saludar, de comer, de presentarse ante la gente, con los toquecitos de gracia, chispa y salero que allí se estilan entre personas que a un tiempo son alegres y de buena educación. Enséñame todo esto, que ya te pagaré el favor algún día en parné del mejor cuño».
Prometile ser su catedrático, siempre que ella se corrigiera de emplear en la conversación dicharachos flamencos, y ella me dijo: —26→ «Por la gloria de tu madre, Titín, pégame un cate siempre que me oigas decir alguna de esas porquerías. Me propongo que no salgan de mi boca, y se me escapan por la fuerza de la costumbre. ¡Estará bueno que en Madrid, cuando me vea con personas bien habladas, suelte yo un diquelar, un mangue, un cangrí...! Ten por seguro que la ambición de esta borrica que quiere afinarse ha de ir muy lejos. Ya me estoy viendo entre medio de tantismo señorío. Me gustaría mucho trincar a uno de esos marimandones que llaman hombres públicos, y embobarle de tal modo que no se atreva a respirar sin mi licencia. Yo le daría la mar de consejos, señalándole las teclas que habían de tañer para gobernar al pueblo con decencia y justicia, con lo cual, figúrate, vendrían a bailarme el agua todos los lambiones de la Política, saldría mi nombre en los papeles y me daría más charol que un dichabaró. ¡Ay, se me ha escapado! Pégame, Tito. Dichabaró quiere decir gobernador».
No sigo relatando la evolución de estalumia, que quería elevarse de un salto en la escala social, porque otros hechos que parecen traer médula histórica requieren mi atención. A las siete de la mañana del 11 de Octubre salieron de Cartagena las fragatas Numancia, Méndez Núñez, Tetuán y el vapor Fernando elCatólico ( Despertador del Cantón), haciendo rumbo hacia cabo de Palos en busca de la escuadra centralista, compuesta de las fragatasVitoria, Almansa, NavasdeTolosa, Carmen, —27→ las goletas Prosperidady Diana, y los vapores Cádiz y Colón, al mando del contralmirante don Miguel Lobo.
Subime a Galeras para ver la función, que por las trazas había de ser imponente, aunque ninguna de las dos escuadras era digna de tal nombre, pues cada una contaba tan sólo con un barco de combate. En realidad, el duelo se entablaba entre la Numancia y la Vitoria. Los demás buques eran unas respetables potadas que no servían más que para hacer bulto. Ni con ayuda de los buenos catalejos del castillo pude ver gran cosa; pero como el cartero Sáez y algunos de los Voluntarios y soldados de la fortaleza tenían ojos de águila, con lo que ellos me contaron y lo poco que yo pude distinguir aderezo mi relato en la siguiente forma:
Eran las doce próximamente cuando la Numancia se separó más de una milla de sus inválidas compañeras, y a toda máquina se coló en medio de los barcos centralistas. Luchó sola contra los buques de Lobo, que la rodearon disparando sobre ella todos sus cañones. Mas era tal la pujanza de la fragata, cuyo nombre se inmortalizó en la guerra del Pacífico, que salió ilesa de aquella embestida temeraria. Hizo nutrido fuego con sus baterías de babor y estribor, y rompiendo el cerco —28→ viró con rapidez, sin cesar en sus disparos.
Llegaron después al combate las apreciables carracas Méndez Núñezy Tetuán, y la Vitoria dispuso sus garfios de abordaje intentando hacerse con la más próxima, que era la segunda. Ésta disparó sus andanadas con brío, causando algún estrago en la cubierta de la Vitoria, la cual, teniendo que acudir en auxilio de sus compañeras centralistas a las que seguía cañoneando la Numancia, no pudo realizar el abordaje ni hacer cosa de provecho. El vapor-goleta Cádiz izó bandera de parlamento cuando uno de sus tambores fue destrozado por los disparos de la Numancia. La Carmen y la Navas deTolosa sufrieron bastantes averías, y como por nuestra parte la Tetuán y la Méndez Núñezhabían agotado sus escasas fuerzas, quedó concluso el combate poco después de las dos de la tarde. Los barcos cantonales pusieron proa a Cartago Espartaria, y Lobo se retiró mar afuera.
Se me olvidó decir, para terminar la descripción de aquel Lepanto en zapatillas, que a bordo de la Numancia iba el General Contreras, y en las demás naves del Cantón varios individuos de la Junta Soberana. Desde Galeras vi que al llegar al puerto los combatientes se les hacía un recibimiento loco, con gran algazara de vítores, aplausos y otras demostraciones, cual si volvieran de un Trafalgar al revés trayendo la cabeza de Nelson. Estos ruidos de la pasión local y del entusiasmo sectario son la música inevitable que —29→ ameniza nuestras civiles contiendas por un sí o por un no... Luego supe que los cantonales traían cinco muertos, entre ellos don Miguel Moya, vocal de la Junta Suprema o Soberana.
En el tiempo que estuve en el castillo de Galeras hice amistad con un hombre muy avispado, cuyos ojos suplieron a los míos en la visión del lejano combate. Su vista superaba a la de las gaviotas, y todo lo refería como si los objetos se acercasen hasta ponerse a tiro de fusil. El mismo me reveló con donosa franqueza, su condición de presidiario, diciéndome que la condena había sido por diez años, y que sólo le faltaban meses para cumplirla cuando el Cantón le puso en libertad. De las causas que motivaron su encierro no me dijo nada ni osé yo preguntarle. Era de buen talle y agradable presencia, uno de esos hombres de naturaleza tan peregrina que a los sesenta años conservan una dulce jovialidad y el contento de vivir. Sus canas se armonizaban con sus ojos azules de expresión bondadosa, y su palabra era fácil, serena y de perfecto casticismo en la dicción. David Montero, que así se nombraba, había ejercido antes de su delito la profesión de mecánico, dedicado casi exclusivamente a la compostura y arreglo de instrumentos de náutica. Tal era en el Departamento la fama de su habilidad, que tuvo siempre la tienda llena de sextantes, octantes, brújulas, barómetros aneroides, y no faltaban cronómetros, pues era también consumado relojero. Apurábanle —30→ sus clientes, y él, infatigable, a duras penas cumplía aumentando las horas de trabajo.
Cuando bajábamos del castillo, David me contó que al entrar en prisiones, otros mecánicos vinieron a suplirle, estableciéndose en Cartagena. Él, en tanto, logró con su buena conducta que el jefe del presidio le consintiera montar un reducido taller en las estancias altas del penal, con lo que alivió la pesadumbre del ocio y la tristeza, granjeándose algunos dineros para mejorar las condiciones materiales de su vida.
Al despedirnos en la Plaza de las Monjas ofreciome su casa, situada en lo más alto de la ciudad, no lejos de la vieja iglesia románica. Díjome que gustaba de vivir lo más cerca del cielo, pues con la libertad le habían entrado aficiones astronómicas. Prometí visitarle para conocer sus nuevos estudios... A poco de separarme de él para ir al Ayuntamiento encontré a Pepe el Empalmao, el cual me dijo que David Montero fue condenado por dar alevosa muerte a su manceba y a una guaja con quien la sorprendió en malos pasos.
El entusiasmo de Cartagena por el primer choque naval continuó con hervor creciente en los días sucesivos. El 14 de Octubre, la Junta Soberana acordó un plan de combate: luchar hasta vencer o quedarse sin un barco, según la espartana frase de la Gaceta del Cantón. En la mañana del 15 salió la escuadra en busca de los barcos de Lobo, que se hallaban a la vista. A retaguardia, en el famoso —31→ Despertador, iban el bíblico Roque Barcia y Manolo Cárceles, en representación de la Junta Suprema, para hacer cumplir las disposiciones estratégicas de ésta y resolver sobre cualquier incidencia que ocurriese en el curso de la batalla. Navegaban los buques de combate en correcta línea, y apenas divisaron los barcos centralistas éstos se pusieron en orden conveniente para afrontar la lucha.
Cuando ya estaban los adversarios a tiro de cañón adelantose la Tetuánrompiendo el fuego contra la bárbara Turquía, como dijo Alberto Araus. Apenas recibieron los primeros balazos, las naves centralistas viraron en redondo, poniendo rumbo al Sur en franca retirada. Los cantonales las persiguieron cerca de cuarenta millas hasta perderlas de vista, y regresaron a Cartagena, quedando roto el bloqueo por mar. No hay que decir que cuando entraron en el puerto los que se llamaban vencedores se repitieron las inevitables alharacas y la greguería jubilosa.
Al consignar que a bordo de las naves cantonales iba lo más granado y florido del personal revolucionario, debo decir y digo que el único hombre de mar y de guerra marítima que a mi parecer merecía ser recordado en la Historia era un tal Alberto Colau, contrabandista, hijo de Alicante y tan familiarizado con las aguas mediterráneas y con los peligros del navegar y del combatir, que entre toda la gente llegada de diversas partes a la República Cartagenera no se pudiera encontrar quien le igualase. Le conocí el mismo —32→ día 15, a poco de saltar en tierra, y quedé maravillado de su espléndida y arrogante facha. No era menester ciertamente el auxilio de la fantasía para ver en aquel hombre la resurrección del tipo del corsario que en los tiempos de la piratería heroica llenó los anales del mar Interno.
Descollaba Colau entre la muchedumbre por su robusta complexión y lucida estatura, por su curtido rostro y el mirar flamígero de sus ojos negros. Como el azabache eran también sus cabellos crespos, sus cejas pobladas y el bigotazo que perpetuaba la tradición de la moda turquesca. Coronaba su cráneo con el fez rojo, complemento, en cierto modo histórico, de la figura de aquel Barbarroja redivivo. Andando los días se vio un gorro colorado en el puente de la Numancia, de donde vino el atribuir a Contreras el uso de tal prenda. No; el fez no era de Contreras, sino de Colau, y éste, a juicio de un historiador psicólogo, la figura más saliente, pintoresca y castiza del Cantón Cartaginés.
La bravura pirática del arrogante aventurero se llama hoy contrabando, que viene a ser lo mismo con diferencias de tiempo y lugares. En sus faluchos de vela, Colau desafiaba las olas y la persecución de las escampavías del Resguardo. Cuando la astucia no le bastaba y era preciso emplear la violencia, no vacilaba en derramar sangre. Empezadas sus correrías en Gibraltar, se trasladó luego a Orán, donde obtuvo provecho mayor y campo de operaciones más extenso. De la costa —33→ argelina nos traía tabaco, licores, telas, quincalla y otras mercancías vigiladas por nuestros aduaneros. A los vistas