De la inocencia al amor - Carol Marinelli - E-Book

De la inocencia al amor E-Book

Carol Marinelli

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Beschreibung

Un multimillonario despiadado... Una inocente en peligro... ¡La consecuencia a los nueve meses! Cuando el magnate siciliano Raul di Savo conoció a Lydia Hayward, no solo deseaba su fría elegancia; seducir a Lydia también impediría que su eterno enemigo pudiera aspirar a tenerla... Lydia, que quería evitar como fuera que la vendieran a un desconocido, se inclinó hacia Raul. Él solo le prometió una noche, pero sus diestras caricias le mostraron un placer al que ella no podía resistirse. Lydia se marchó cuando descubrió que solo era una marioneta para que Raul se vengara... hasta que se encontró con una consecuencia inesperada que la ataría toda la vida a Raul.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Carol Marinelli

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

De la inocencia al amor, n.º 133 - octubre 2017

Título original: The Innocent’s Secret Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-548-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

NO era posible.

Una figura lejana captó la atención de Raul di Savo mientras daba las gracias a quienes habían asistido al entierro de su madre. No se atrevería a ir precisamente ese día. La campana de la pequeña iglesia siciliana había dejado de tocar hacía un buen rato, pero todavía le retumbaba en los oídos.

–Condoglianze.

Raul hizo un esfuerzo para concentrarse en el anciano que tenía delante y no en el joven que estaba en los alrededores del cementerio.

–Grazie.

La mayoría no se había acercado por las circunstancias de la muerte de Maria y porque les daba miedo la ira del padre de Raul. Gino no había asistido al funeral de su esposa. «Era una ramera cuando me casé con ella y seguía siéndolo antes de su muerte». Así le había comunicado su defunción a su hijo. Raul, a quien le habían dicho que su madre había tenido un accidente automovilístico, había viajado de Roma a Casta, un pueblo en la costa occidental de Sicilia, pero había llegado tarde, cuando ella ya había fallecido. Lenta y dolorosamente, había unido las piezas de los asombrosos acontecimientos que habían llevado a la muerte de Maria. En ese momento, cumplía con las obligaciones familiares y recibía las condolencias junto a la tumba. Efectivamente, le daban las condolencias, pero muy poco más. Lo sucedido durante los últimos días y las condenas que se extendían por el valle hacían que hasta la frase más inocente fuese una burla.

–Era una buena… –un amigo de toda la vida titubeó al no saber qué decir–. Era…. Echaremos de menos a Maria.

–Sí, la echaremos de menos –confirmó Raul.

El olor a tierra recién removida le bajó por la garganta y supo que no tendría consuelo. Había esperado demasiado para salvarla y ya no estaba. Había estudiado mucho y con tan buenos resultados que había recibido una beca y, como siempre había querido, había podido salir del valle de Casta o, como su amigo Bastiano y él lo llamaban, el Valle del Infierno. Había estado decidido a llevarse a su madre lejos de su padre.

Se llamaba Maria di Savo. Algunos pensaban que era una desequilibrada. Quizá fuese más apropiado decir que era frágil. Maria, profundamente religiosa hasta que conoció a su padre, había esperado entrar en el convento del pueblo, un edificio imponente con vistas al estrecho de Sicilia. Había llorado cuando tuvo que cerrar por las pocas monjas que tenía, como si su ausencia hubiese contribuido al declive.

El edificio llevaba mucho tiempo abandonado, pero Raul no recordaba ni un solo día en el que su madre no se hubiese arrepentido de no haberse hecho novicia, siguiendo los dictados de su corazón.

Si lo hubiese hecho… Se quedó reflexionando sobre su propia existencia porque el embarazo impuso a Maria el más desdichado de los matrimonios. Él siempre había odiado el valle, pero nunca como en ese momento. No volvería jamás. Sabía que el ocaso de su padre bebedor ya estaba garantizado porque la caída sería imparable sin los cuidados de Maria.

Sin embargo, había que ocuparse de otra persona, del hombre que había provocado ese trágico final. Había prometido, mientras echaba el último puñado de tierra en la tumba abierta de su madre, que haría lo que hiciese falta para hundirlo.

–La echaré de menos.

Raul levantó la mirada y vio a Loretta, una amiga de toda la vida de su madre que trabajaba en el bar familiar.

–Que hoy no haya jaleo, Raul.

Raul frunció el ceño por lo que había dicho, hasta que se dio cuenta de por qué parecía preocupada. Él estaba mirando al hombre que se veía a lo lejos, a Bastiano Conti. Tenía diecisiete años, un año menos que él, y sus familias estaban enfrentadas. El tío de Bastiano era el dueño las tierras y viñedos de la parte oeste del valle, y el padre de Raul era el rey del este. La rivalidad se remontaba generaciones, pero los jóvenes la habían pasado por alto y habían sido amigos. Habían ido juntos al colegio y habían estado juntos durante las largas vacaciones de verano. Antes de que se marchara del valle, Bastiano y él habían estado bebiendo vino de los viñedos rivales, y habían estado de acuerdo en que eran unos vinos espantosos.

Eran parecidos físicamente, altos y morenos, y solo eran distintos en la forma de ser. A Bastiano, un huérfano, lo había criado su amplia familia y había llevado una vida muy cómoda. Raul, en cambio, era serio y desconfiado y le habían enseñado a adaptarse a las circunstancias. No confiaba en nadie, pero decía lo que tuviera que decir para salir adelante.

Aunque tenían un estilo distinto, las mujeres adoraban a los dos. Bastiano seducía y Raul se limitaba a devolver el favor. No habían sido rivales, los dos podían elegir y había muchas mujeres en el valle. Sin embargo, Bastiano había empleado su encanto sombrío con las más débiles y se había hecho amante de Maria. Maria no solo había tenido una aventura, se había acostado con un integrante de la familia que Gino consideraba sus enemigos. Cuando se descubrió la aventura, cuando Gino se enteró de los rumores, Loretta la llamó para advertirle de que Gino iba a casa y estaba furioso. Maria había tomado un coche que no sabía conducir, y eso no era nada prudente en el valle. Él sabía que el accidente no habría sucedido de no haber sido por Bastiano.

–Raul…

Loretta lo dijo en voz baja porque notaba que la tensión se adueñaba de él y podía oír su respiración entrecortada. Le tomó la mano aunque sabía que nada podía detenerlo en ese momento.

–Eres siciliano y eso quiere decir que tienes toda la vida para vengarte, que no sea hoy.

–No.

¿Raul estuvo de acuerdo o discrepó? Todas las palabras le salían mal, tenía la voz ronca y podía ver las venas de la mano y sentir las palpitaciones en las sienes. Estaba dispuesto a pasar a la acción y solo sabía que odiaba a Bastiano con toda su alma. Soltó la mano de Loretta, se puso en marcha y apartó a alguien que quiso pararlo.

–¡Raul! –el sacerdote lo llamó en tono de advertencia–. No aquí, ni ahora.

–¡Entonces, que no hubiese venido! –replicó Raul mientras cruzaba el cementerio.

Entonces, aceleró y que Dios se apiadase de Bastiano porque el odio y la furia impulsaron los últimos pasos de Raul.

–Pezzo di merda…

Cualquier hombre en su sano juicio se habría dado la vuelta y se habría marchado, pero Bastiano se dirigió hacia Raul insultándolo también.

–Tu madre quiso…

Raul no dejó que terminara. Ya la había deshonrado bastante y le dio un puñetazo. Notó que el diente de Bastiano se le clavaba en el nudillo, pero fue lo último que sintió. El dolor, la rabia y la vergüenza eran un cóctel explosivo. Lo mataría, pero Bastiano no estaba dispuesto a ponérselo fácil. Se oyeron gritos y el ruido de las sirenas a lo lejos. Raul no sintió nada cuando lo tiraron contra una tumba. El granito le rompió el traje oscuro y la camisa blanca por la espalda y le desgarró la carne, pero daba igual. Su espalda ya estaba llena de cicatrices por las palizas de su padre y la adrenalina era un anestésico muy potente.

Sin embargo, Bastiano no se daba por vencido. Raul lo agarró, le dio otro puñetazo en la cara y machacó con placer esos rasgos perfectos. Entonces, lo tumbó y le dijo que debería haberse mantenido alejado de su madre.

–¡Como has hecho tú!

Esas palabras le dolieron más que cualquier golpe porque sabía que eso era exactamente lo que había hecho, se había mantenido alejado de su madre.

Capítulo 1

 

OTRA vez Roma… Otra vez Roma… La ciudad del amor.

Lydia Hayward, envuelta en una toalla y mojada por la ducha, se tumbó en la cama de la suite y pensó en lo irónico que era todo. Estaba en Roma y esa noche iba a salir con un hombre muy cotizado, pero no tenía nada que ver con el amor. Tenía que ocuparse de asuntos más prosaicos, aunque, naturalmente, no lo habían dicho claramente.

Su madre no la había llamado una noche y le había explicado que lo perderían todo sin el pozo sin fondo de dinero de ese hombre. Todo era el castillo donde vivían y que también era el negocio familiar. Además, naturalmente, Valerie no le había dicho que tuviese que acostarse con el hombre que su padrastro y ella iban a conocer esa noche, se había limitado a preguntarle si tomaba la píldora. ¿Desde cuándo le preocupaban esas cosas a su madre? Ella ya había estado en Italia una vez, en un viaje del colegio cuando tenía diecisiete años, y su madre no le había preguntado nada. En cualquier caso, ¿por qué iba a tener que tomar la píldora?

A ella le habían dicho que tenía que protegerse y lo había hecho. No por las instrucciones de su madre sino, más bien, porque no sabía bajar la guardia. La gente la consideraba fría y distante, pero era preferible que pensaran eso a tener que mostrar su corazón. Así, por defecto, se había protegido aunque, para sus adentros, esperaba el amor. Tendría que ser en otra vida. Esa noche iban a dejarla a solas con él.

Se le cayó la toalla y, aunque estaba sola, volvió a taparse inmediatamente.

Estaba a punto de que le diera un ataque de pánico y no le había dado uno desde… ¿Roma o fue Venecia? Las dos. Aquel viaje atroz con el colegio.

Había aceptado hacer ese viaje a Roma con la esperanza de enterrar un fantasma y para ver Roma con ojos de adulta. Sin embargo, en ese momento, el mundo le asustaba tanto como cuando era una adolescente. Tenía que dominarse.

Se levantó de la cama y se vistió. Iba a encontrarse con Maurice, su padrastro, a las ocho para desayunar. Se peinó apresuradamente el pelo largo y rubio. Se había comprado un vestido de lino gris con botones desde el cuello hasta el dobladillo y, probablemente, no era el más adecuado para… ¡Nadie esperaba que se acostara con él! Estaba siendo increíblemente ridícula incluso al pensar en eso. Esa noche tomaría algo con ese hombre y con su padrastro, le agradecería su hospitalidad y le explicaría que iba a salir con unos amigos. Arabella vivía en Roma y le había dicho que tenían que verse cuando ella pasara por allí. Mejor dicho… Sacó el teléfono y mando un mensaje de texto.

Hola, Arabella.

No sé si recibiste mi mensaje. Estoy en Roma y esta noche puedo salir a cenar si te apetece.

Lydia

 

Salió de la suite, tomó el ascensor y bajó al comedor para desayunar. Se vio en un espejo mientras cruzaba el vestíbulo. Aquellas clases de comportamiento habían servido para algo al menos, era la viva imagen de la serenidad y llevaba la cabeza alta aunque quería salir corriendo.

 

 

–No, grazie.

Raul di Savo rechazó el segundo expreso que le había ofrecido el camarero y siguió leyendo informes en el hotel Grande Lucia, donde acababa de desayunar. Su abogado había reunido alguna información, pero no le había llegado hasta esa mañana y tenía una reunión con el sultán Alim al cabo de un par de horas, así que no podía perder el tiempo.

Aun así, el Grande Lucia era un hotel especial y se permitió levantar la mirada de la pantalla del ordenador para apreciar el lujoso comedor que ya estaba preparado para el desayuno. Se oía el agradable tintineo de la porcelana y los murmullos de las conversaciones. Además, aunque era elegante, la habitación tenía un aire relajado que había hecho que la estancia, hasta ese momento, hubiese sido placentera. Ese sitio transmitía cierto ambiente de un mundo antiguo que decía mucho de la historia y belleza de Roma… y él quería que el hotel fuese suyo.

Había estado dándole vueltas a la idea de sumarlo a los que ya tenía y había pasado la noche en la suite presidencial como invitado del sultán Alim. No había esperado quedarse impresionado, pero lo estaba. Cada detalle era perfecto, la decoración era impresionante, el personal era atento y discreto y parecía un buen refugio para quien viajaba por trabajo y para turistas adinerados. En ese momento, estaba planteándose seriamente adquirir ese hotel… y eso significaba que Bastiano estaba haciendo lo mismo.

Habían pasado quince años y la rivalidad seguía siendo la misma. El odio mutuo era una motivación silenciosa y cotidiana, un cordón negro que los unía. Y Bastiano iba a llegar ese mismo día, pero más tarde. Él sabía que Bastiano también era amigo personal del sultán Alim y había llegado a preguntarse si eso habría tenido algún peso en las negociaciones, pero lo había descartado enseguida. El sultán Alim era un magnífico hombre de negocios y estaba seguro de que su amistad con Bastiano no habría influido en sus tratos.

Sin embargo, esperaba que su presencia en el hotel incomodara a Bastiano porque, si bien se movían en círculos parecidos, sus caminos se cruzaban muy pocas veces. Él ni siquiera volvió a Casta cuando murió su padre. No tenía que presentar ningún respeto. Sin embargo, Casta seguía siendo la base de Bastiano y había convertido el antiguo convento en un retiro para los ricos de verdad. En realidad, era un centro de rehabilitación increíblemente caro.

Su madre estaría revolviéndose en la tumba.

Sus pensamientos sombríos se vieron interrumpidos cuando el caballero de mediana edad que tenía sentado a la derecha expresó en voz alta su descontento.

–¿Hay que dormir aquí para que te atiendan? –preguntó en un inglés impecable.

Al parecer, los turistas estaban impacientándose. Sonrió para sus adentros cuando el camarero siguió sin hacerle caso al inglés presuntuoso. Estaba harto. Ese hombre no había dejado de quejarse desde que lo acompañaron a la mesa y no había absolutamente nada de lo que quejarse, y no estaba siendo generoso. Pasaba muchas noches en hoteles, sobre todo, en los que eran suyos, y tenía más sentido crítico que la mayoría. Había ciertas normas de comportamiento y ese hombre, pese a su acento, no las seguía. Parecía dar por supuesto que, como estaba en Roma, nadie hablaría inglés y sus insultos pasarían inadvertidos. Lo cual, no era verdad.

Señaló levísimamente su taza de porcelana. Fue un gesto tan sutil que casi nadie lo habría visto, pero bastó para indicarle al camarero que había cambiado de opinión y que tomaría otro café. Además, sabía que ese trato enfurecería al comensal que tenía a su derecha, y lo hizo a juzgar por el resoplido de indignación que oyó.

Perfecto. Efectivamente, quería ese hotel. Repasó las cifras otra vez y decidió que haría algunas llamadas más para intentar saber el motivo verdadero para que el sultán lo vendiera. Por mucho que hubiera indagado, no encontraba un motivo para que lo hiciera. Si bien tenía muchos gastos, también era rentable. La flor y nata se alojaba en el Grande Lucia y allí bautizaban y casaban a sus hijos. Tenía que haber algún motivo para que Alim lo vendiera y él estaba dispuesto a averiguarlo.

Entonces, cuando iba a marcharse, levantó la mirada y vio que una mujer entraba en el comedor. Estaba más que acostumbrado a las mujeres hermosas y había tanta gente en la habitación que no debería haberse fijado, pero ella tenía algo que le llamó la atención. Era alta y esbelta y llevaba un vestido gris. El pelo rubio parecía recién lavado y le caía sobre los hombros. Vio que hablaba un momento con el maître y que se dirigía hacia él. Aun así, él no apartó la mirada.

Ella se abrió paso elegantemente entre las mesas. Tenía un cutis muy claro y, de repente, quiso estar lo bastante cerca de ella como para saber de qué color eran sus ojos. Ella levantó una mano y la sacudió levemente. A él se le cayó el alma a los pies, aunque casi nunca se le caía el alma a los pies en lo relativo a las mujeres. Se dio cuenta de que estaba con… él, de que iba a desayunar con el detestable hombre que tenía a su derecha.

Era una lástima.

La hermosa rubia pasó junto a su mesa y no pudo evitar fijarse en la hilera de botones que le bajaba desde el cuello hasta el dobladillo del vestido, pero volvió a concentrarse en la pantalla del ordenador en vez de desvestirla mentalmente. Que estuviera con alguien hacía que no le interesara en ese sentido. No soportaba los engaños, las infidelidades. Dejó a su paso una nube delicada, fresca y embriagadora que permaneció unos segundos flotando.

–Buenos días –dijo con una voz que, al contrario que la de su acompañante, era agradable.

–Umm…

El inglés no correspondió casi al saludo y él decidió que algunas personas no sabían apreciar lo bueno de la vida… y esa mujer estaba entre lo mejor. El camarero también lo supo y acudió inmediatamente para atenderla. Ella intentó pedir el desayuno en un italiano de colegiala y añadió un torpe «per favour». Normalmente, ante un italiano tan malo, se respondería en inglés y con cierta arrogancia, pero el camarero asintió con la cabeza

–Prego.

–Yo tomaré otro café –intervino el hombre y siguió en voz alta antes de que el camarero se hubiese marchado–. El servicio es espantoso y muy lento. Solo he tenido problemas con los empleados desde que he llegado.

–A mí me parece excelente –replicó ella en un tono tajante–. He comprobado que «por favor» y «gracias» hacen milagros, deberías intentarlo, Maurice.

–¿Qué piensas hacer hoy? –preguntó él.

–Espero hacer algo de turismo.

–Bueno, tienes que ir de compras, a lo mejor deberías pensar en algo menos… gris. He preguntado al conserje y me ha recomendado una peluquería y salón de belleza que está cerca del hotel. Te he hecho una reserva a las cuatro.

–¿Cómo dices?

Raul estaba a punto de cerrar el ordenador portátil. Su interés se había esfumado en cuanto se había dado cuenta de que estaba con alguien… hasta que el hombre siguió hablando.

–Hemos quedado con Bastiano a las seis y querrás tener tu mejor aspecto.

Raul, al oír el nombre de su enemigo, se quedó parado y la pareja captó toda su atención otra vez, aunque no parpadeó y no se delató.

–Tú has quedado con Bastiano a las seis –replicó la rubia–. No sé por qué tengo que estar ahí mientras vosotros habláis de negocios.

–No voy a discutir ese asunto. Espero que estés ahí a las seis.

Raul se bebió el café, pero no se levantó. Quería saber qué tenían que ver con Bastiano, valoraba cualquier información sobre el hombre que más odiaba.

–No puedo. Esta noche he quedado con una amiga.

–¡No me cuentes cuentos! –exclamó ese hombre atroz–. Los dos sabemos que no tienes amigas.

Decir eso era espantoso y él dejó de fingir y giró la cabeza para ver la reacción de ella. La mayoría de las mujeres que él conocía se habrían arrugado un poco, pero ella esbozó una sonrisa muy leve y se encogió de hombros.

–Una conocida entonces, pero esta noche estoy ocupada.

–Lydia, harás lo que tengas que hacer por la familia.

Se llamaba Lydia. Él siguió mirándola y ella, que quizá notó que estaba escuchando su conversación, levantó la mirada y sus ojos se encontraron fugazmente. Tenía los ojos de un color azul grisáceo. La pregunta sobre el color de sus ojos ya estaba contestada, pero le quedaban muchas más.

Ella desvió la mirada y la conversación se interrumpió cuando el camarero les llevó las bebidas. Él no se movió. Quería saber más. Sin embargo, una familia entró en el comedor y los sentaron al lado de ellos. La actividad ahogó las palabras de la pareja y solo pudo oír retazos de la conversación.

–Un convento antiguo… –dijo ella.

Raul se dio cuenta de que estaban hablando del valle.

–Eso demuestra que está acostumbrado a los edificios antiguos –comentó Maurice–. Al parecer, tiene mucho éxito.

Un bebé empezó a berrear mientras lo metían en una trona antigua y un niño algo mayor declaró a gritos que tenía hambre y que quería leche con chocolate.

–Scusi…

Raul llamó al camarero, hizo un ligero gesto con la mano en dirección a la familia y su disgusto quedó de manifiesto.

 

 

No solo quedó de manifiesto para el camarero, también quedó de manifiesto para Lydia. En realidad, se había fijado en él desde que el maître le había indicado dónde estaba Maurice, su padrastro. La belleza de ese hombre le había parecido evidente a pesar de la distancia y de que estuviese sentado. Tenía algo que había captado toda su atención mientras cruzaba el comedor. Nadie debería tener tan buen aspecto a las ocho de la mañana. El pelo moreno le resplandecía porque estaba mojado y se dio cuenta de que debía de haberse duchado aproximadamente a la misma hora que ella.

Fue un pensamiento muy raro que se convirtió enseguida en uno obsceno, ¡la primera vez que le ocurría eso con el protagonista en la misma habitación! Había desviado la mirada en cuanto se dio cuenta de que él estaba mirándola. El estómago le había dado un vuelco y las piernas le habían pedido a su propietaria que dejara a un lado a Maurice y se sentara con… él. Algo absurdo porque no lo conocía de nada.

Además, no era simpático. Eso estaba claro. Giró un poco la cabeza y vio que estaban llevándose a la familia por orden de él. ¡Solo eran niños! Ese hombre la irritaba, ese desconocido la irritaba más de lo que debería irritarle un desconocido. Le frunció el ceño para mostrarle su censura y él se limitó a encogerse un poco de hombros y a cerrar el ordenador.

Si iba a marcharse, ¿por qué había hecho que se llevaran a la familia?

Efectivamente, la irritaba como un picor que tenía que rascarse. Tuvo que apretar los dientes cuando el camarero se acercó a él para disculparse por la interrupción. ¿La interrupción? ¡Por todos los santos! El niño había pedido leche con chocolate y el bebé solo había llorado.

Naturalmente, no dijo nada y tomó la tetera mientras Maurice seguía hablando de sus planes para esa noche…o, mejor dicho, de lo que ella debería vestir.

–¿Por qué no hablas con una estilista?

–Creo que puedo apañarme. Llevo vistiéndome sola desde que tenía tres años –le comunicó Lydia sin alterarse.

Entonces, mientas miraba el líquido color ámbar que llenaba su taza, supo que el desconocido estaba escuchándola y eso le daba fuerza. No podía verlo, pero sabía que tenía toda su atención puesta en ella. Había algo entre ellos que no podía definir, como una conversación muy rara porque era sin palabras.

–No seas ocurrente, Lydia –le replicó Maurice.

Sin embargo, era lo que se sentía con ese hombre al lado. El sol resplandecía, estaba en Roma y tenía todo el día por delante. Sencillamente, no quería desperdiciar ni un minuto con Maurice.

–Que pases un buen día… –ella tomó la servilleta y la dejó en la mesa–. Dale recuerdos a Bastiano de mi parte.

–Esto no admite discusión, Lydia. Esta noche vas a estar libre. Bastiano nos ha traído a Roma y nos ha alojado en dos suites impresionantes para esta reunión. Lo mínimo que puedes hacer es beber una copa con él y darle las gracias.

–Muy bien. Beberé una copa con él, pero no es lo mínimo que haré, es lo máximo.

–Harás lo que tengas que hacer por la familia.

–Lo he intentado durante años –Lydia se levantó–. Creo que ya es hora de que haga lo que tenga que hacer por mí.

Lydia salió del comedor con la cabeza todavía alta, como si tuviera un dominio pleno de sí misma, pero estaba alterada porque sus temores estaban haciéndose realidad. No eran unas vacaciones ni se trataba solo de una copa. Estaban ofreciéndola.

–Scusi…

Se paró al notar una mano en el codo, se dio la vuelta y estuvo a punto de salir disparada cuando vio que era el hombre de la mesa de al lado.

–¿Puedo ayudarle en algo? –preguntó ella.

–He visto que se marchaba repentinamente.

–No sabía que necesitara su permiso.

–Claro que no lo necesita –replicó él.

Tenía una voz profunda y su inglés, aunque excelente, estaba sazonado con un acento marcado. Los dedos de los pies se le curvaban en las sandalias solo de oírlo. Además, aunque era alta, no le llegaba a la altura de los ojos y eso le parecía una desventaja

–Solo quería comprobar que está bien.

–¿Por qué no iba a estarlo?

–Oí algo de lo que se dijo ahí adentro.

–¿Siempre escucha las conversaciones privadas?

–Claro –él se encogió de hombros–. No suelo intervenir, pero me pareció que usted estaba… alterada.

–No, no lo estaba.