De la Tierra a la Luna - Julio Verne - E-Book

De la Tierra a la Luna E-Book

Julio Verne

0,0
2,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

De la Tierra a la Luna es una novela «científica» y «satírica» del escritor Julio Verne, publicada en el "Journal des débats politiques et littéraires" desde el 14 de septiembre hasta el 14 de octubre de 1865.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Julio Verne

De la Tierra a la Luna

I

El GunClub

Durante la guerra de Secesión de los Estados Unidos, se estableció en Baltimore, ciudad del Estado de Mary­land, una nueva sociedad de mucha influencia. Conocida es la energía con que el instinto militar se desenvolvió en aquel pueblo de armadores, mercaderes y fabricantes Simples comerciantes y tenderos abandonaron su despa­cho y su mostrador para improvisarse capitanes, corone­les y hasta generales sin haber visto las aulas de West Point,(1) y no tardaron en rivalizar dignamente en el arte de la guerra con sus colegas del antiguo continente, alcan­zando victorias, lo mismo que éstos, a fuerza de prodigar balas, millones y hombres.

1. Academia militar de los Estados Unidos.

Pero en lo que principalmente los americanos aven­tajaron a los europeos, fue en la ciencia de la balística, y no porque sus armas hubiesen llegado a un grado más alto de perfección, sino porque se les dieron dimensio­nes desusadas y con ellas un alcance desconocido hasta entonces. Respecto a tiros rasantes, directos, parabóli­cos, oblicuos y de rebote, nada tenían que envidiarles los ingleses, franceses y prusianos, pero los cañones de és­tos, los obuses y los morteros, no son más que simples pistolas de bolsillo comparados con las formidables má­quinas de artillería norteamericana.

No es extraño. Los yanquis no tienen rivales en el mundo como mecánicos, y nacen ingenieros como los italianos nacen músicos y los alemanes metafísicos. Era, además, natural que aplicasen a la ciencia de la balística su natural ingenio y su característica audacia. Así se ex­plican aquellos cañones gigantescos, mucho menos úti­les que las máquinas de coser, pero no menos admirables y mucho más admirados. Conocidas son en este género las maravillas de Parrot, de Dahlgreen y de Rodman. Los Armstrong, los Pallisier y los Treuille de Beaulieu tuvieron que reconocer su inferioridad delante de sus ri­vales ultramarinos.

Así pues, durante la terrible lucha entre nordistas y sudistas, los artilleros figuraron en primera línea. Los pe­riódicos de la Unión celebraron con entusiasmo sus in­ventos, y no hubo ningún hortera, por insignificante que fuese, ni ningún cándido bobalicón que no se devanase día y noche los sesos calculando trayectorias desatinadas.

Y cuando a un americano se le mete una idea en la ca­beza, nunca falta otro americano que le ayude a realizarla. Con sólo que sean tres, eligen un presidente y dos secre­tarios. Si llegan a cuatro, nombran un archivero, y la so­ciedad funciona. Siendo cinco se convocan en asamblea general, y la sociedad queda definitivamente constituida. Así sucedió en Baltimore. El primero que inventó un nuevo cañón se asoció con el primero que lo fundió y el primero que lo taladró. Tal fue el núcleo del GunClub.(1)

1. Cañón Club.

Un mes después de su formación, se componía de 1.833 miembros efectivos y 30.575 socios correspon­dientes.

A todo el que quería entrar en la sociedad se le im­ponía la condición, sine qua non, de haber ideado o por to menos perfeccionado un nuevo cañón, o, a falta de ca­ñón, un arma de fuego cualquiera. Pero fuerza es decir que los inventores de revólveres de quince tiros, de cara­binas de repetición o de sablespistolas no eran muy considerados. En todas las circunstancias los artilleros privaban y merecían la preferencia.

La predilección que se les concede dijo un día uno de los oradores más distinguidos del GunClub guarda proporción con las dimensiones de su cañón, y está en razón directa del cuadrado de las distancias alcanzadas por sus proyectiles.

Fundado el GunClub, fácil es figurarse lo que pro­dujo en este género el talento inventivo de los americanos. Las máquinas de guerra tomaron proporciones colosales, y los proyectiles, traspasando los límites permitidos, fue­ron a mutilar horriblemente a más de cuatro inofensivos transeúntes. Todas aquellas invenciones hacían parecer poca cosa a los tímidos instrumentos de la artillería eu­ropea.

Júzguese por las siguientes cifras:

En otro tiempo, una bala del treinta y seis, a la dis­tancia de 300 pies, atravesaba treinta y seis caballos cogi­dos de flanco y setenta y ocho hombres. La balística se hallaba en mantillas. Desde entonces los proyectiles han ganado mucho terreno. El cañón Rodman, que arrojaba a siete millas(1) de distancia una bala que pesaba media to­nelada, habría fácilmente derribado 150 caballos y 300 hombres. En el GunClub se trató de hacer la prueba, pero aunque los caballos se sometían a ella, los hombres fueron por desgracia menos complacientes.

1. La milla anglosajona equivale a 1.609,31 metros.

Pero sin necesidad de pruebas se puede asegurar que aquellos cañones eran muy mortíferos, y en cada disparo caían combatientes como espigas en un campo que se está segando. Junto a semejantes proyectiles, ¿qué signi­ficaba aquella famosa bala que en Coutras, en 1587, dejó fuera de combate a veinticinco hombres?

¿Qué significaba aquella otra bala que en Zeradoff, en 1758, mató cuarenta soldados? ¿Qué era en sustancia aquel cañón austriaco de Kesselsdorf, que en 1742 de­rribaba en cada disparo a setenta enemigos? ¿Quién hace caso de aquellos tiros sorprendentes de Jena y de Austerlitz que decidían la suerte de la batalla? Cosas mayores se vieron durante la guerra federal. En la batalla de Gettysburg un proyectil cónico disparado por un ca­ñón mató a 173 confederados, y en el paso del Potomac una bala Rodman envió a 115 sudistas a un mundo evi­dentemente mejor. Debemos también hacer mención de un mortero formidable inventado por J. T. Maston, miembro distinguido y secretario perpetuo del Gun­-Club, cuyo resultado fue mucho más mortífero, pues en el ensayo mató a 137 personas. Verdad es que reventó.

¿Qué hemos de decir que no lo digan, mejor que nosotros, guarismos tan elocuentes? Preciso es admitir sin repugnancia el cálculo siguiente obtenido por el estadista Pitcairn: dividiendo el número de víctimas que hicieron las balas de cañón por el de los miembros del GunClub, resulta que cada uno de éstos había por tér­mino medio costado la vida a 2.375 hombres y una frac­ción.

Fijándose en semejantes guarismos, es evidente que la única preocupación de aquella sociedad científica fue la destrucción de la humanidad con un fin filantrópico, y el perfeccionamiento de las armas de guerra considera­das como instrumentos de civilización.

Aquella sociedad era una reunión de ángeles exter­minadores, hombres de bien a carta cabal.

Añádase que aquellos yanquis, valientes todos a cuál más, no se contentaban con fórmulas, sino que descendían ellos mismos al terreno de la práctica. Había entre ellos oficiales de todas las graduaciones, subtenientes y generales, y militares de todas las edades, algunos recién entrados en la carrera de las armas y otros que habían en­canecido en los campamentos. Muchos, cuyos nombres figuraban en el libro de honor del GunClub, habían quedado en el campo de batalla, y los demás llevaban en su mayor parte señales evidentes de su indiscutible de­nuedo. Muletas, piernas de palo, brazos artificiales, ma­nos postizas, mandíbulas de goma elástica, cráneos de plata o narices de platino, de todo había en la colección, y el referido Pitcairn calculó igualmente que en el Gun-­Club no había, a to sumo, más que un brazo por cada cuatro personas y dos piernas por cada seis.

Pero aquellos intrépidos artilleros no reparaban en semejantes bagatelas, y se llenaban justamente de orgu­llo cuando el parte de una batalla dejaba consignado un número de víctimas diez veces mayor que el de proyec­tiles gastados.

Un día, sin embargo, triste y lamentable día, los que sobrevivieron a la guerra firmaron la paz; cesaron poco a poco los cañonazos; enmudecieron los morteros; los obuses y los cañones volvieron a los arsenales; las balas se hacinaron en los parques, se borraron los recuerdos sangrientos. Los algodoneros brotaron esplendorosos en los campos pródigamente abonados, los vestidos de luto se fueron haciendo viejos a la par del dolor, y el GunClub quedó sumido en una ociosidad profunda.

Algunos apasionados, trabajadores incansables, se entregaban aún a cálculos de balística y no pensaban más que en bombas gigantescas y obuses incomparables. Pero, sin la práctica, ¿de qué sirven las teorías? Los salo­nes estaban desiertos, los criados dormían en las antesa­las, los periódicos permanecían encima de las mesas, tristes ronquidos partían de los rincones oscuros, y los miembros del GunClub. tan bulliciosos en otro tiempo, se amodorraban mecidos por la idea de una artillería platónica.

¡Qué desconsuelo! dijo un día el bravo Tom Hunter, mientras sus piernas de palo se carbonizaban en la chimenea. ¡Nada hacemos! ¡Nada esperamos! ¡Qué existencia tan fastidiosa! ¿Qué se hicieron de aquellos tiempos en que nos despertaba todas las mañanas el ale­gre estampido de los cañones?

Aquellos tiempos pasaron para no volver respon­dió Bilsby, procurando estirar los brazos que le falta­ban. ¡Entonces daba gusto! Se inventaba un obús, y, apenas estaba fundido, iba el mismo inventor a ensayar­lo delante del enemigo, y se obtenía en el campamento un aplauso de Sherman o un apretón de manos de Mac­Clellan. Pero actualmente los generales han vuelto a su escritorio, y en lugar de mortíferas balas de hierro des­pachan inofensivas balas de algodón. ¡Santa Bárbara bendita! ¡El porvenir de la artillería se ha perdido en América!

Sí, Bilsby exclamó el coronel Blomsberry, he­mos sufrido crueles decepciones. Un día abandonamos nuestros hábitos tranquilos, nos ejercitamos en el mane­jo de las armas, nos trasladamos de Baltimore a los cam­pos de batalla, nos portamos como héroes, y dos o tres años después perdemos el fruto de tantas fatigas para condenarnos a una deplorable inercia con las manos me­tidas en los bolsillos.

Trabajo le hubiera costado al valiente coronel dar una prueba semejante de su ociosidad, y no por falta de bolsillos.

¡Y ninguna guerra en perspectiva! dijo entonces el famoso J. T. Maston, rascándose su cráneo de goma elástica. ¡Ni una nube en el horizonte, cuando tanto hay aún que hacer en la ciencia de la artillería! Yo, que os hablo en este momento, he terminado esta misma maña­na un modelo de mortero, con su plano, su corte y su elevación, destinado a modificar profundamente las le­yes de la guerra.

¿De veras? replicó Tom Hunter, pensando invo­luntariamente en el último ensayo del respetable J. T. Maston.

De veras respondió éste. Pero ¿de qué sirven tantos estudios concluidos y tantas dificultades venci­das? Nuestros trabajos son inútiles. Los pueblos del nuevo mundo se han empeñado en vivir en paz, y nues­tra belicosa Tribuna(1) pronostica catástrofes debidas al aumento incesante de las poblaciones.

Sin embargo, Mastonrespondió el coronel Bloms­berry, en Europa siguen batiéndose para sostener el principio de las nacionalidades.

¿Y qué?

¡Y qué! Podríamos intentar algo a11í, y si se acepta­sen nuestros servicios...

¿Qué osáis proponer? exclamó Bilsby. ¡Cultivar la balística en provecho de los extranjeros!

Es preferible a no hacer nada respondió el co­roner.

Sin duda dijo J. T. Maston es preferible, pero ni siquiera nos queda tan pobre recurso.

¿Y por qué? preguntó el coroner.

Porque en el viejo mundo se profesan sobre los as­censos ideas que contrarían todas nuestras costumbres americanas. Los europeos no comprenden que pueda llegar a ser general en jefe quien no ha sido antes subte­niente, to que equivale a decir que no puede ser buen ar­tillero el que por sí mismono ha fundido el cañón, to que me parece...

¡Absurdo! replicó Tom Hunter destrozando con su bowieknife(2) los brazos de la butaca en que estaba sentado. Y en el extremo a que han llegado las cosas no nos queda ya más recurso que plantar tabaco y destilar acei­te de ballena.

1. El más fogoso periódico abolicionista de la Unión.

2. Cuchillo de bolsillo, de ancha hoja.

¡Cómo! exclamó J. T. Maston con voz atronado­ra. ¿No dedicaremos los últimos años de nuestra exis­tencia al perfeccionamiento de las armas de fuego? ¿No ha de presentarse una nueva ocasión de ensayar el al­cance de nuestros proyectiles? ¿Nunca más el fogonazo de nuestros cañones iluminará la atmósfera? ¿No so­brevendrá una complicación internacional que nos per­mita declarar la guerra a alguna potencia transatlánti­ca? ¿No echarán los franceses a pique ni uno solo de nuestros vapores, ni ahorcarán los ingleses, con menos­precio del derecho de gentes, tres o cuatro de nuestros compatriotas?

¡No, Maston respondió el coronel Blomsberry, no tendremos tanta dicha! ¡No se producirá ni uno solo de los incidentes que tanta falta nos hacen; y aunque se produjesen, no sacaríamos de ellos ningún partido! ¡La susceptibilidad americana va desapareciendo, y vegeta­mos en la molicie!

¡Sí, nos humillamos! replicó Bilsby.

¡Se nos humilla! respondió Tom Hunter.

¡Y tanto! replicó J. T. Maston con mayor vehe­mencia. ¡Sobran razones para batirnos, y no nos bati­mos! Se economizan piernas y brazos en provecho de gentes que no saben qué hacer de ellos. Sin it muy le­jos, se encuentra un motivo de gúérra. Decid, ¿la América del Norte no perteneció en otro tiempo a los in­gleses?

Sin dudarespondió Tom Hunter, dejando con ra­bia quemarse en la chimenea el extremo de su muleta.

¡Pues bien! repuso J. T. Maston. ¿Por qué Ingla­terra, a su vez, no ha de pertenecer a los americanos?

Sería muy justo respondió el coronel Blomsberry.

Id con vuestra proposición al presidente de los Estados Unidos exclamó J. T. Maston y veréis cómo la acoge.

La acogerá mal murmuró Bilsby entre los cuatro dientes que había salvado de la batalla.

No seré yo exclamó J. T. Maston quien le dé el voto en las próximas elecciones.

Ni yo exclamaron de acuerdo todos aquellos beli­cosos inválidos.

Entretanto, y para concluir repuso J. T. Maston, si no se me proporciona ocasión de ensayar mi nuevo mortero sobre un verdadero campo de batalla, presenta­ré mi dimisión de miembro del GunClub, y me sepul­taré en las soledades de Arkansas.

Donde os seguiremos todos respondieron los in­terlocutores del audaz J. T. Maston.

Tal era el estado de la situación. La exasperación de los ánimos iba en progresivo aumento, y el club se halla­ba amenazado de una próxima disolución, cuando so­brevino un acontecimiento inesperado que impidió tan sensible catástrofe.

Al día siguiente de la acalorada conversación de que acabamos de dar cuenta, todos los miembros de la socie­dad recibieron una circular concebida en los siguientes términos:

«Baltimore, 3 de octubre.

»El presidente del GunClub tiene la honra de prevenir a sus colegas que en la sesión del 5 dei corriente les dirigirá una comunicación de la mayor importancia, por lo que les suplica que, cualesquiera que sean sus ocupaciones, acudan a la cita que les da por la presente. »

Su afectísimo colega,

IMPEY BARBICANE, P. G. C.»

II

Comunicación del presidente Barbicane

El 5 de octubre, a las ocho de la noche, una multitud compacta se apiñaba en los salones del GunClub, 21, Union Square. Todos los miembros de la sociedad resi­dentes en Baltimore habían acudido a la cita de su presi­dente.

En cuanto a los socios correspondientes, los trenes los depositaban a centenares en las estaciones de la ciu­dad, sin que por mucha que fuese la capacidad del salón de sesiones, cupiesen todos en ella. Así es que aquel con­curso de sabios refluía en las salas próximas, en los co­rredores y hasta en los vestiíbulos exteriores, donde se condensaba un gentío inmenso que deseaba con ansia conocer la importante comunicación del presidente Bar­bicane. Los unos empujaban a los otros, y mutuamente se atropellaban y aplastaban con esa libertad de acción característica de los pueblos educados en las ideas de­mocráticas.

Un extranjero que se hubiese hallado aquella noche en Baltimore no hubiera conseguido a fuerza de oro pe­netrar en el gran salón, exclusivamente reservado a los miembros residentes o correspondientes, sin que nadie más pudiera ocupar en él puesto alguno; así es que los notables de la ciudad, los magistrados del consejo y la gente selecta habían tenido que mezclarse con la turba de sus admiradores para coger al vuelo las noticias del interior.

La inmensa sala ofrecía a las miradas un curioso es­pectáculo. Aquel vasto local estaba maravillosamente adecuado a su destino. Altas columnas, formadas de ca­ñones sobrepuestos que tenían por pedestal grandes morteros, sostenían la esbelta armazón de la bóveda, verdadero encaje de hierro fundido admirablemente recor­tado. Panoplias de trabucos, retacos, arcabuces, carabi­nas y de todas las armas de fuego antiguas y modernas cubrían las paredes entrelazándose de una manera pinto­resca. La llama del gas brotaba profusamente de un mi­llar de revólveres dispuestos en forma de lámparas, com­pletando tan espléndido alumbrado arañas de pistolas y candelabros formados de fusiles artísticamente reuni­dos. Los modelos de cañones, las muestras de bronce, los blancos acribillados a balazos, las planchas destruidas por el choque de las balas del GunClub, el surtido de baquetones y escobillones, los rosarios de bombas, los collares de proyectiles, las guirnaldas de granadas, en una palabra, todos los útiles del artillero fascinaban por su asombrosa disposición y hacían presumir que su ver­dadero destino era más decorativo que mortífero.

En el puesto de preferencia, detrás de una espléndi­da vidriera, se veía un pedazo de recámara rota y torcida por el efecto de la pólvora, preciosa reliquia del cañón de J. T. Maston.

El presidente, con dos secretarios a cada lado, ocu­paba en uno de los extremos del salón un ancho espacio entarimado. Su sillón, levantado sobre una cureña la­boriosamente tallada, afectaba en su conjunto las robus­tas formas de un mortero de treinta y dos pulgadas, apuntando en ángulo de 90°, y estaba suspendido de dos quicios que permitían al presidente columpiarse como en una mecedora, que tan cómoda es en verano para dormir la siesta. Sobre la mesa, que era una gran plancha de hierro sostenida por seis obuses, se veía un tintero de exquisito gusto, hecho de una bala de cañón admirable­mente cincelada, y un timbre que se disparaba estrepito­samente como un revólver. Durante las discusiones aca­loradas, esta campanilla de nuevo género bastaba apenas para dominar la voz de aquella legión de artilleros so­breexcitados.

Delante de la mesa presidencial, los bancos, coloca­dos de modo que formaban eses como las circunvalacio­nes de una trinchera, constituían una serie de parapetos del GunClub, y bien puede decirse que aquella noche había gente hasta en las trincheras. El presidente era bas­tante conocido para que nadie pudiese ignorar que no hubiera molestado a sus colegas sin un motivo suma­mente grave.

Impey Barbicane era un hombre de unos cuarenta años, sereno, frío, austero, de un carácter esencialmente formal y reconcentrado; exacto como un cronómetro, de un temperamento a toda prueba, de una resolución inquebrantable. Poco caballeresco, aunque aventurero, siempre resuelto a trasladar del campo de la especu­lación al de la práctica las más temerarias empresas, era el hombre por excelencia de la Nueva Inglaterra, el nor­dista colonizador, el descendiente de aquellas Cabezas Redondas tan funestas a los Estuardos, y el implacable enemigo de los aristócratas del Sur, de los antiguos caba­lleros de la madre patria. Barbicane, en una palabra, era to que podría calificarse un yanqui completo.

Había hecho, comerciando con maderas, una fortu­na considerable. Nombrado director de Artillería duran­te la guerra, se manifestó fecundo en invenciones, audaz en ideas, y contribuyó poderosamente a los progresos del arma, dando a las investigaciones experimentales un in­comparable desarrollo.

Era un personaje de mediana estatura, que por una rara excepción en el GunClub, tenía ilesos todos los miembros. Sus facciones, acentuadas, parecían trazadas con carbón y tiralíneas, y si es cierto que para adivinar los instintos de un hombre se le debe mirar de perfil, Barbicane, mirado así, ofrecía los más seguros indicios de energía, audacia y sangre fría.

En aquel momento permanecía inmóvil en su sillón, mudo, meditabundo, con una mirada honda, medio tapada la cara por un enorme sombrero, cilindro de seda negra que parece hecho a propósito para los cráneos americanos.

A su alrededor, sus colegas conversaban estrepitosa­mente sin distraerle. Se interrogaban, recorrían el campo de las suposiciones, examinaban a su presidente, y pro­curaban, aunque en vano, despejar la incógnita de su im­perturbable fisonomía.

Al dar las ocho en el reloj fulminante del gran salón, Barbicane, como impelido por un resorte, se levantó de pronto. Reinó un silencio general, y el orador, con bas­tante énfasis, tomó la palabra en los siguientes términos:

Denodados colegas: mucho tiempo ha transcurrido ya desde que una paz infecunda condenó a los miem­bros del GunClub a una ociosidad lamentable. Des­pués de un período de algunos años, tan lleno de inci­dentes, tuvimos que abandonar nuestros trabajos y detenernos en la senda del progreso. Lo proclamo sin miedo y en voz alta: toda guerra que nos obligase a em­puñar de nuevo las armas sería acogida con un entusias­mo frenético.

¡Sí, la guerra! exclamó el impetuoso J. T. Maston.

¡Atención! gritaron por todos lados.

Pero la guerra dijo Barbicane es imposible en las actuales circunstancias, y aunque otra cosa desee mi dis­tinguido colega, muchos años pasarán aún antes de que nuestros cañones vuelvan al campo de batalla. Es, pues, preciso tomar una resolución y buscar en otro orden de ideas una salida al afán de actividad que nos devora.

La asamblea redobló su atención, comprendiendo que su presidente iba a abordar el punto delicado.

Hace algunos meses, ilustres colegas prosiguió Barbicane, que me pregunté si, sin separarnos de nues­tra especialidad, podríamos acometer alguna gran em­presa digna del siglo XIX, y si los progresos de la balística nos permitirán salir airosos de nuestro empeño. He, pues, buscado, trabajado, calculado, y ha resultado de mis estudios la convicción de que el éxito coronará nuestros esfuerzos, encaminados a la realización de un plan que en cualquier otro país sería imposible. Este proyecto, prolijamente elaborado, va a ser el objeto de mi comunicación. Es un proyecto, digno de vosotros, digno del pasado del GunClub, y que producirá nece­sariamente mucho ruido en el mundo.

¿Mucho ruido? preguntó un artillero apasionado.

Mucho ruido en la verdadera acepción de la palabra respondió Barbicane.

¡No interrumpáis! repitieron al unísono muchas voces.

Os suplico, pues, dignos colegas repuso el presi­dente, que me otorguéis toda vuestra atención.

Un estremecimiento circuló por la asamblea. Barbi­cane, sujetando con un movimiento rápido su sombrero en su cabeza, continuó su discurso con voz tranquila.

No hay ninguno entre vosotros, beneméritos cole­gas, que no haya visto la Luna, o que, por to menos, no haya oído hablar de ella. No os asombréis si vengo aquí a hablaros del astro de la noche. Acaso nos esté reserva­da la gloria de ser los colonos de este mundo desconoci­do. Comprendedme, apoyadme con todo vuestro po­der, y os conduciré a su conquista, y su nombre se unirá a los de los treinta y seis Estados que forman este gran país de la Unión.(1)

1. Número de los que entonces formaban los Estados Unidos de América del Norte.

¡Viva la Luna! exclamó el GunClub confundien­do en una sola todas sus voces.

Mucho se ha estudiado la Luna repuso Barbica­ne; su masa, su densidad, su peso, su volumen, su cons­titución, sus movimientos, su distancia, el papel que en el mundo solar representa están perfectamente determinados; se han formado mapas selenográficos con una perfección igual y tal vez superior a la de las cartas te­rrestres, habiendo la fotografía sacado de nuestro satéli­te pruebas de una belleza incomparable. En una palabra, se sabe de la Luna todo to que las ciencias matemáticas, la astronomía, la geología y la óptica pueden saber; pero hasta ahora no se ha establecido comunicación directa con ella.

Un vivo movimiento de interés y de sorpresa acogió esta frase del orador.

Permitidme prosiguió recordaros, en pocas pa­labras, de qué manera ciertas cabezas calientes, embar­cándose para viajes imaginarios, pretendieron haber pe­netrado los secretos de nuestro satélite. En el siglo xvli, un tal David Fabricius se vanaglorió de haber visto con sus propios ojos habitantes en la Luna. En 1649, un fran­cés llamado Jean Baudoin, publicó el Viaje hecho al mun­do de la Luna por Domingo González, aventurero espa­ñol. En la misma época, Cyrano de Bergerac publicó la célebre expedición que tanto éxito obtuvo en Francia. Más adelante, otro francés (los franceses se ocupan mu­cho de la Luna), llamado Fontenelle, escribió la Plurali­dad de los mundos, obra maestra en su tiempo, pero la ciencia, avanzando, destruye hasta las obras maestras. Hacia 1835, un opúsculo traducido del New York Ame­rican nos dijo que sir John Herschell, enviado al cabo de Buena Esperanza para ciertos estudios astronómicos, consiguió, empleando al efecto un telescopio perfeccio­nado por una iluminación interior, acercar la Luna a una distancia de ochenta yardas.(1) Entonces percibió distin­tamente cavernas en que vivían hipopótamos, verdes montañas veteadas de oro, carneros con cuernos de marfil, corzos blancos y habitantes con alas membrano­sas como las del murciélago. Aquel folleto, obra de un americano llamado Locke, alcanzó un éxito prodigioso. Pero luego se reconoció que todo era una superchería de la que fueron los franceses los primeros en reírse.

1. La yarda equivale a 0,91 metros.

¡Reírse de un americano! exclamó J. T. Maston. ¡He aquí un casus belli!

Tranquilizaos, mi digno amigo; los franceses, antes de reírse de nuestro compatriota, cayeron en el lazo que él les tendió haciéndoles comulgar con ruedas de mo­lino. Para terminar esta rápida historia, añadiré que un tal Hans Pfaal, de Rotterdam, ascendiendo en un globo lleno de un gas extraído del ázoe, treinta y siete veces más ligero que el hidrógeno, alcanzó la Luna des­pués de un viaje aéreo de diecinueve días. Aquel viaje, to mismo que las precedentes tentativas, era simple­mente imaginario, y fue obra de un escritor popular de América, de un ingenio extraño y contemplativo, de Edgard Poe.

¡Viva Edgard Poe! exclamó la asamblea, electriza­da por las palabras de su presidente.

Nada más digno repuso Barbicane de esas tenta­tivas que llamaré puramente literarias, de todo punto in­suficientes para establecer relaciones formales con el as­tro de la noche. Debo, sin embargo, añadir que algunos caracteres prácticos trataron de ponerse en comunica­ción con él, y así es que, años atrás, un geómetra alemán propuso enviar una comisión de sabios a los páramos de Siberia. A11í, en aquellas vastas llanuras, se debían trazar inmensas figuras geométricas, dibujadas por medio de reflectores luminosos, entre otras el cuadrado de la hi­potenusa, llamado vulgarmente en Francia el puente de los asnos. KTodo ser inteligente decía el geómetra debe comprender el destino científico de esta figura. Los sele­nitas, si existen, responderán con una figura semejante, y una vez establecida la comunicación, fácil será crear un alfabeto que permita conversar con los habitantes de la Luna.» Así hablaba el geómetra alemán, pero no se ejecutó su proyecto, y hasta ahora no existe ningún lazo di­recto entre la Tierra y su satélite. Pero está reservado al genio práctico de los americanos ponerse en relación con el mundo sideral. El medio de llegar a tan importan­te resultado es sencillo, fácil, seguro, infalible, y él va a ser el objeto de mi proposición.

Un gran murmullo, una tempestad de exclamacio­nes acogió estas palabras. No hubo entre los asistentes uno solo que no se sintiera dominado, arrastrado, arre­batado por las palabras del orador.

¡Atención! ¡Atención! ¡Silencio! gritaron por to­das partes.

Calmada la agitación, Barbicane prosiguió con una voz más grave su interrumpido discurso.

Ya sabéis dijo cuántos progresos ha hecho la ba­lística de algunos años a esta parte y a qué grado de per­fección hubieran llegado las armas de fuego, si la guerra hubiese continuado. No ignoráis tampoco que, de una manera general, la fuerza de resistencia de los cañones y el poder expansivo de la pólvora son ilimitados. Pues bien, partiendo de este principio, me he preguntado a mí mismo si, por medio de un aparato suficiente, realizado con unas determinadas condiciones de resistencia, sería posible enviar una bala a la Luna.

A estas palabras, un grito de asombro se escapó de mil pechos anhelantes, y hubo luego un momento de si­lencio, parecido a la profunda calma que precede a las grandes tormentas. Y en efecto, hubo tronada, pero una tronada de aplausos, de gritos, de clamores que hicieron retemblar el salón de sesiones. El presidente quería ha­blar y no podía. No consiguió hacerse oír hasta pasados diez minutos.

Dejadme concluir repuso tranquilamente. He examinado la cuestión bajo todos sus aspectos, la he abordado resueltamente, y de mis cálculos indiscutibles resulta que todo proyectil dotado de una velocidad inicial de doce mil yardas(1) por segundo, y dirigido hacia la Luna, llegará necesariamente a ella. Tengo, pues, distin­guidos y bravos colegas, el honor de proponeros que intentemos este pequeño experimento.

1.Unos once mil metros.

III

Efectos de la comunicación de Barbicane

Es imposible describir el efecto producido por las últimas palabras del ilustre presidente. ¡Qué gritos! ¡Qué vociferaciones! ¡Qué sucesión de vítores, de hu­rras, de ¡hip, hip! y de todas las onomatopeyas con que el entusiasmo condimenta la lengua americana! Aquello era un desorden, una barahúnda indescriptible. Las bo­cas gritaban, las manos palmoteaban, los pies sacudían el entarimado de los salones. Todas las armas de aquel mu­seo de artillería, disparadas a la vez, no hubieran agitado con más violencia las ondas sonoras. No es extraño. Hay artilleros casi tan retumbantes como sus cañones.

Barbicane permanecía tranquilo en medio de aque­llos clamores entusiastas. Sin duda quería dirigir aún al­gunas palabras a sus colegas, pues sus gestos reclamaron silencio y su timbre fulminante se extenuó a fuerza de detonaciones. Ni siquiera se oyó. Luego le arrancaron de su asiento, le llevaron en triunfo, y pasó de las manos de sus fieles camaradas a los brazos de una muchedum­bre no menos enardecida.

No hay nada que asombre a un americano. Se ha re­petido con frecuencia que la palabra imposible no es francesa: los que tal han dicho han tomado un dicciona­rio por otro. En América todo es fácil, todo es sencillo, y en cuanto a dificultades mecánicas, todas mueren antes de nacer. Entre el proyecto de Barbicane y su realiza­ción, no podía haber un verdadero yanqui que se permi­tiese entrever la apariencia de una dificultad. Cosa dicha, cosa hecha.

El paseo triunfal del presidente se prolongó hasta muy entrada la noche. Fue una verdadera marcha a la luz de innumerables antorchas. Irlandeses, alemanes, fran­ceses, escoceses, todos los individuos heterogéneos de que se compone la población de Maryland gritaban en su lengua materna, y los vítores, los hurras y los bravos se mezclaban en un confuso a inenarrable estrépito.

Precisamente la Luna, como si hubiese comprendi­do que era de ella de quien se trataba, brillaba entonces con serena magnificencia, eclipsando con su intensa irradiación las luces circundantes. Todos los yanquis di­rigían sus miradas a su centelleante disco. Algunos la sa­ludaron con la mano, otros la llamaban con los dictados más halagüeños; éstos la medían con la mirada, aquéllos la amenazaban con el puño, y en las cuatro horas que median entre las ocho y las doce de la noche, un óptico de Jones Fall labró su fortuna vendiendo anteojos. El as­tro de la noche era mirado con tanta avidez como una hermosa dama de alto copete. Los americanos hablaban de él como si fuesen sus propietarios. Hubiérase dicho que la casta Diana pertenecía ya a aquellos audaces con­quistadores y formaba parte del territorio de la Unión. Y sin embargo, no se trataba más que de enviarle un pro­yectil, manera bastante brutal de entrar en relaciones, aunque sea con un satélite pero muy en boga en las na­ciones civilizadas.

Acababan de dar las doce, y el entusiasmo no se apa­gaba. Seguía siendo igual en todas las clases de la pobla­ción; el magistrado, el sabio, el hombre de negocios, el mercader, el mozo de cuerda, las personas inteligentes y las gentes incultas se sentían heridas en la fibra más delicada. Tratábase de una empresa nacional. La ciudad alta, la ciudad baja, los muelles bañados por las aguas del Pa­tapsco, los buques anclados no podían contener la multi­tud, ebria de alegría, y también de gin y de whisky. Todos hablaban, peroraban, discutían, aprobaban, aplaudían, to mismo los ricos arrellanados muellemente en el sofá de los barrooms(1) delante de su jarra de sherry cobbler,(2) que el waterman(3) que se emborrachaba con el quebrantape­chos(4) en las tenebrosas tabernas del FellsPoint.

Sin embargo, a eso de las dos la conmoción se cal­mó. El presidente Barbicane pudo volver a su casa es­tropeado, quebrantado, molido. Un hércules no hu­biera resistido un entusiasmo semejante. La multitud abandonó poco a poco plazas y calles. Los cuatro trenes de Ohio, de Susquehanna, de Filadelfia y de Washing­ton, que convergen en Baltimore, arrojaron al público heterogéneo a los cuatro puntos cardinales de los Esta­dos Unidos, y la ciudad adquirió una tranquilidad rela­tiva.