De mi país - Miguel de Unamuno - E-Book

De mi país E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Libro perteneciente al género de la crónica de viajes del autor Miguel de Unamuno, en el que recoge las impresiones y evocaciones surgidas durante sus visitas a diferentes rincones del territorio español.-

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Seitenzahl: 207

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Miguel de Unamuno

De mi país

DESCRIPCIONES, RELATOS Y ARTÍCULOS DE COSTUMBRES

Saga

De mi país

 

Copyright © 1903, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726598407

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRÓLOGO

Agavillo y anudo en este tomo, antes de que se me pierdan desparramados en las hojas volantes de diarios y revistas en que se estamparon, aquellos de mis escritos que tocan de cerca o de lejos a mi país y a sus cosas y personas.

Los hay de 1885, de antes de haber yo cumplido los 21 años de mi edad, y como algún patrón había de tomar para colocarlos en estas páginas, me he atenido al orden cronológico de su publicación.

En algunos de estos trabajos del segundo decenio de mi vida reconocerán los que me hayan rendido el favor de leerme, precedentes de otros escritos míos. Así en Solitaña y en San Miguel de Basauri en el Arenal de Bilbao, elementos que incorporé luego a mi novela Paz en la Guerra, y en el escrito En Alcalá de Henares, observaciones que pasé a mi En torno al casticismo. Esto es inevitable, y aun creo más, y es que los escritos menores — opera minora — de un escritor cualquiera no suelen ser más qué materiales para sus escritos de mayor alcance y fuste, o parerga y paralipómena de éstos.

Es desalentador lo que aquí le ocurre al que escribe, y es que cuando tiene que comer, y, si no comer, por lo menos, cenar de ello, se ve obligado a desparramar su actividad en escritos ligeros y de corta extensión, en artículos de periódico o de revista, porque el libro produce mucho menos. Fué la desgracia mayor que persiguió a Clarín, para no atestiguar con vivos, que podrían replicar algo. Producen más, por término medio, los artículos que no los libros, y hasta, en último caso, se pueden publicar aquéllos sin producto negativo, es decir: de balde, y éstos, los libros, no.

Y así ocurre un suceso digno de tenerse en cuenta, y, tal vez —no lo afirmo— de investigación psicológica, y es que cuando se nos viene a las mientes alguna idea que creemos, con razón o sin ella, luminosa, fecunda o nueva, surge al punto la duda de si la reservaremos para una obra extensa y lata que escribamos acerca de esto o de lo otro, organizando allí en sistema a la tal idea con otras no menos luminosas, fecundas o nuevas que se nos vayan ocurriendo, o si la aprovecharemos, desde luego, para hacer sobre ella un artículo de diario o de revista. Es como guardar un chiste para un sainete o hacer un epigrama con él. Y sucede que, cuando la tenemos así guardadita, haciéndola rendir intereses, o sea buscándola nuevos rincones, se nos ofrece ocasión de colocar un artículo de tantos o cuantos duros, y todos los buenos propósitos se van a rodar. De aquí el que rara vez hagamos una obra definitiva. . .

Mas dejando estas trascendentalísimas consideraciones y otras aun más trascendentales que acerca del mismo punto podrían ocurrírseme, si me pusiera a ello, vuelvo a los artículos de cosas de mi país.

Los reproduzco tal y como han sido publicados en diarios y revistas, sin corregirlos, y algunos con las dedicatorias mismas con que aparecieron. Son cuatro, y de los cuatro sujetos a quienes se los dediqué, tres han muerto; las tres cuartas partes de ellos. Renuncio a desarrollar las reflexiones a que esto se presta.

No he corregido los artículos ni los he modificado; prefiero darlos con las incorrecciones mismas, las sobras y las faltas con que desde mis veintiún años los escribí. Alguno de ellos, como la descripción de Un partido de pelota, obtuvo un muy buen éxito cuando lo leí en la Sociedad «El Sitio» de Bilbao, y mereció ser reproducido hasta tres o cuatro veces, y ¿qué importa que hoy no me guste a mí?

Así como no quiero esclavizar mi yo de mañana a mi yo de ayer, tampoco quiero traer a este mi yo de ayer a juicio ante el tribunal de mi yo de hoy. ¿Es, acaso, el autor mismo el mejor juez de sus propias obras?

Sólo me he permitido añadir al fin del volumen unas pocas notas a algunos de los artículos para rectificar hechos que vi mal cuando los escribí.

Tocante al contenido, sólo he de decir que los trabajos de que se compone este volumen se refieren todos a mi país vasco, a sus costumbres, paisajes y accidentes de todo género, y más especialmente a Bilbao, mi pueblo natal.

Para mí la patria, en el sentido más concreto de esta palabra, la patria sensitiva —por oposición a la intelectiva o aun, sentimental—, la de campanario, la patria, no ya chica, sino menos que chica, la que podemos abarcar de una mirada, como puedo abarcar a Bilbao todo desde muchas de las alturas que le circundan, esa patria es el ámbito de la niñez, y sólo en cuanto me evoca la niñez y me hace vivir en ella y bañarme en sus recuerdos, tiene valor. No pueden sentir a la patria aquellos a quienes sus padres les trajeron de la ceca a la meca cuando eran niños los así asendereados. Esta concepción de la patria más chica es la que me inspira el siguiente soneto que, bajo el título de Niñez, publiqué en una de esas revistillas de jóvenes que duran lo que una flor. El soneto decía así:

Vuelvo a ti, mi niñez, como volvía

A tierra, a recobrar fuerzas, Anteo,

Cuando en tus brazos yazgo en mí me veo;

Es mi asilo mejor tu compañía.

De mi vida en la senda eres el guîa

Que me aparta de torpe devaneo;

Purificas en mí todo deseo,

Eres el manantial de mi alegría.

Siempre que voy en ti a buscarme, nido

De mi niñez, Bilbao, rincón querido

En que ensayé con ansia el primer vuelo,

Súbeme de alma a flor mi edad primera

Cantándome recuerdos, agorera,

Preñados de esperanza y de consuelo.

Y es la verdad. Cada vez que me encuentro en Bilbao, a pesar de lo mucho que éste ha cambiado desde que dejé de ser niño —si es que he dejado de serlo—, su ambiente hace que me suba a flor de alma mi niñez, y ese pasado, cada vez más remoto, es el que sirve de núcleo y alma a mis ensueños del porvenir remoto. Y es tan completa la correspondencia, que mis ensueños se pierden, esfuman y anegan mis recuerdos en el pasado. Y de aquí que, jugando tal vez con las palabras, suela decirme a mí mismo que el morir es un desnacer, y el nacer un desmorir. Mas dicen que no es bueno entristecerse; no sé bien por qué.

Me acuerdo bastante bien de la primera vez que me alejé de mi Bilbao, en septiembre de 1880, cuando fuí, teniendo dieciséis años, a estudiar mi carrera a Madrid. Al trasponer la peña de Orduña, sentí verdadera congoja; a las sensaciones que experimentara al darme cuenta de que me alejaba de mi patria más chica, la sentimental, y aun más que sentimental, imaginativa; aquella Euscalerría o Vasconia que me habían enseñado a amar mis lecturas de los escritores de la tierra. Y digo amar, subrayándolo, porque a ese país vasco lo amaba entonces, mientras que a Bilbao le quería, y si hoy quiero en parte, a aquél, es por haberlo recorrido también en parte; haberlo visto y tocado, y hecho sensitivo lo que era sentimental.

El recuerdo de este mi primer viaje, desde Bilbao a Madrid, me trae el de mi último viaje, el que hace poco más de un mes, en octubre de este año de 1902, hice desde esta Salamanca a Bilbao. Y recuerdo el efecto que me produjo el paisaje que desde Artagan se descubre, todo aquel verde valle de Echébarri y Galdácano, y las enhiestas peñas de Mañaria en el fondo.

Subíamos a Archanda, al alto de Santo Domingo, unos cuantos amigos, y delante nuestro iban unas aldeanas, camino de Chorierri, arreando a sus burros. Y yo no dejé de notar la concordancia del tono azul desteñido en que estaba todo el paisaje envuelto con el azul desteñido del traje de los aldeanos y aldeanas. Porque el aldeano vasco gusta, hoy por lo menos, vestirse de azul; parece ser su color favorito. Y recordando con uno de mis compañeros de subida, que lo había sido de una excursión por la ribera del Duero, en la región salmantina, frontera de Portugal, recordando la romería del teso de San Cristóbal, entre Fermoselle y Villarino, no lejos del encuentro del Tormes con el Duero, comparábamos colores a colores. Porque en mi vida recuerdo haber visto mayor mescolanza de colorines, y más chillones éstos, que la de los trajes de las riberanas de Villarino. Los hombres estaban de severo pardo, pero ellas con unos rojos, unos gualdas, unos morados y unos verdes tales, que, cuando se ponían a danzar en el alto de aquel teso, entre los imponentes berruecos, en medio de aquel paisaje bravío y fuerte, parecían gigantescas amapolas, flores de retama y otras flores silvestres que saltaran sobre tierra.

Me puse entonces a teorizar, ¡fatal manía!, sobre la afición que muestran unos pueblos a un color y otros a otro, y a querer sacar consecuencias de ello. Recordé la división que establecía entre los colores Goethe, dividiéndolos en positivos y negativos, a los que llamó luego Fechner activos y receptivos, respectivamente. Los positivos o activos son el púrpura, el rojo, el anaranjado y el amarillo, siendo su influencia estimulante, excitando a la acción y al movimiento. Hoy se dice que el rojo es dinamógeno, y se establecen experimentos de psico-fisiología para probarlo. Los receptivos o negativos son los azules, y tienen acción moderadora y detenedora; no impulsan a obrar. El amarillo y el azul nos ofrecen los dos representantes típicos de cada serie. Cuando se mira un paisaje sombrío, de tarde inverniza, a través de un cristal amarillo, dice Goethe que «la vida se alegra, se dilata el corazón y el espíritu se serena; parece animarnos un calor instantáneo». Y como el amarillo recuerda la luz, así el azul recuerda la oscuridad. Goethe nos dice que «como vemos en azul el cielo profundo y las montañas lejanas, una superficie azul parece que huye ante nosotros», y que «el azul nos da un sentimiento de frío, haciéndonos pensar, además, en la sombra». «Un cristal azul —añade— nos muestra los objetos bajo un aspecto triste». La transición entre las dos series se forma, de un lado, por el verde, que nos da impresión de reposo lleno de vigor, sin la frialdad del azul ni la fuerte excitación del rojo, y de otro lado, por el violeta, que tiene, a la vez que la severidad del azul, la vivacidad del rojo.

Todas estas doctrinas de óptica estética o psicológica, recordaba, y a la vez, el hecho de que la bandera española sea roja y gualda, de los dos colores más positivos o activos, de los más chillones, de los más excitadores, como si necesitara el español de ellos para salir de su indolente pasividad, como necesita el garullo de que le bailen ante el pico un refajo rojo para excitarle a que gallee a la pava. Por lo menos así le emberrenchinan en la alquería. Y son, a la vez, el rojo y el gualda dos colores no complementarios, disociativos.

Recordaba todo esto, recordaba aquellas mozas del teso de San Cristóbal vestidas de colores activos, excitantes y bailándolos ante los hombres vestidos de pardo —el color castellano— y contemplaba, a la vez, mi tierra azul, de un azul verdoso y desteñido, mi tierra de color receptivo, encalmador, apaciguante. Posteriormente, y no hace aún muchos días, he leído un artículo titulado La raza parda, en el que se sacaba buen golpe de consecuencias, de eso de gustar vestirse de pardo los castellanos.

Cuando en la noche de aquel día de mi subida a Archanda, de vuelta en la villa empecé a sacar consecuencias de aquello de los colores, un amigo mío, el pintor Losada, hombre inteligente, culto y artista, si los hay, me echó todo por tierra con unas cuantas observaciones sencillísimas e inapelables. Porque el vestir de pardo los castellanos no se debe a más que a ser ese el color natural de la lana, el color de los borregos de que la lana se saca, y si dejan las telas de tal color, es porque eso cuesta menos que teñirlas. Luego de establecido el tal color, por semejante razón, la costumbre puede hacer que se tiñan de ese mismo otras telas. Y el vestir de azul los aldeanos de mi tierra —que en otro tiempo vestían también de pardo— se debe a que usan telas no de lana, sino de otras materias, telas de fábricas a las que se les da consistencia y vista con tinte azul, por ser el más económico. Así se vinieron a tierra todas las curiosas consecuencias que del diferente gusto por los colores, entre los diferentes pueblos, empezaba yo a sacar.

Mas, aun así y todo, no me rindo a primeras, y algo habrá en el fondo de ello, de lo que yo en él buscaba. Y lo que me es indudable, por ser de propia experiencia, es que, mirando desde el alto de Artagan, encima de Megoña, el valle de Echébarri, y en el fondo, enhiestas y ensentas, las peñas de Mañaria, envuelto todo ello en azulado tono, sentía subir del campo en aura de paz severa, un vaho de calma, un silencio de apaciguamiento dulce. Y al otro lado se tendía Bilbao, entre montañas de azul desteñido, y allí dentro, en aquel cuajarón de viviendas, donde surcan al rojo sucio de los tejados los surcos negros de las calles, se incuban —como en toda ciudad algo populosa, y más si es rica— pasiones violentas o tristes, codicias roedoras, lujurias fúnebres y consunciones alcohólicas. Y pensando en los delirios bursátiles, en las luchas, aunque solapadas, implacables, y en tantas otras miserias de ese mi pueblo que, agotándolas, camina a su grandeza, bendecía aquel azul severo, aquel azul piadoso, aquel azul frío y tranquilo que abraza y envuelve a la villa del Nervión. En ella empieza a brotar, del cogüelmo de riqueza, vida artística, y empieza por la música y la pintura, que suelen preceder a la literatura en tales casos.

No sé qué rumbos tomará al cabo el arte que hoy apunta y se muestra allí en cierne, pero yo tengo siempre a la vista interior aquella cuna de mi espíritu, que me lo envolvió en el azul continuo y apaciguador de sus montañas, el azul oscuro y severo que adormece angustias y pesares que, al nacer, traemos pegados a la carne.

Debe de ser singular el efecto que cada paisaje produzca sobre los que a continuo lo contemplen desde la niñez.

En el paisaje vasco todo parece estar al alcance de la mano y hecho a la medida del hombre que lo habita y anima; es un paisaje doméstico, de hogar, en el que se ve más tierra que cielo; es un nido. Todo es pequeño; vallecitos entre montañas. Adivínase una casería del otro lado del monte, cuando no se ve salir de allá la humareda de un hogar.

Compárase a esto el paisaje castellano, de esta Castilla en que todo es cima. Aquí se abarca más cielo que tierra, perdiéndose ésta en lontananza. A la caída de la tarde se suele dibujar, a las veces, de tal modo sobre el cielo la línea de un saliente del terreno, que parece no haya nada del otro lado de ella. «Parece que allí acaba el mundo, y que tras eso no hay sino el vacío» —me decía una tarde un amigo mirando cómo cortaba el cielo la línea de un próximo levantado de la llanura. Éste es un paisaje o de invierno o de verano, mientras que aquél es paisaje de primavera o de otoño.

Consideraciones parecidas podrían hacer que alargase este prólogo más de la medida, y como por alguna parte hay que cortarlo, y ante el temor de que no se me vaya prolongando indefinidamente bajo la pluma, lo corto aquí.

 

Salamanca, noviembre de 1902.

GUERNICA

RECUERDOS DE UN VIAJE CORTO

Dedicatoria .— (También corta). — Estas notas las dedico a quien las leyere.

Eran las diez de la mañana cuando llegué a Guernica; el cielo estaba azul y el campo verde, dos señales de muy buen agüero. Iba yo encima del coche viendo desfilar el paisaje, que de este modo parece que vive; ¡cuántos árboles pasaron! No sé apreciar la naturaleza más que por la impresión que en mí produce; y aquella hermosa vega me dió ganas de echarme sobre la yerba, bajo un árbol, y pasar la mañana papando moscas. Mirando la vega, no se me ocurría más que seguir mirándola; ¡ si seré mirón! No lo hice así; me alojé donde tuve por conveniente, pasé un cepillo por el traje, otro por el calzado, me arreglé el pelo y el bigote ratonesco de que la Providencia me ha hecho gracia, y apoyando la frente sobre la yema del dedo índice de la mano derecha, en actitud de persona que medita, me dije: «¿a dónde voy?» y me respondí: «lo primero, a ver el Árbol».

Subí por la calle que llaman del Hospital, a la hora en que la gente salía de misa mayor de Santa María, y aunque con ganas de ver las muchachas, hice como Ulises con las sirenas, pero sin taparme los oídos con cera. Entré en Santa Clara, que así dicen en Guernica al lugar en que vegeta el Árbol, y entré por una entrada que custodian dos leones de piedra, sentados, que hacen bien ridicula figura.

Ya estoy frente a frente del Árbol y de su hijuelo; el que espere un canto ossiánico o una elegía en prosa, se lleva chasco; respeto lo bastante la vejez y la desgracia para entretenerme en hacer retórica a su costa.

¡Pobre árbol! Está muy viejecito y encorvado por el peso de los años; si sus hojas no fueran recias, parecería un sauce llorón. En el invierno debe sentir mucho el frío; y cuando caiga, todos harán de él leña, y los botánicos reclamarán su parte. ¡Los dioses se van! —decía no recuerdo quién—. El hijuelo es un hermoso ejemplar del quercus robur, y arbolillo que promete ser robusto.

Me senté en uno de los bancos de piedra de aquel pequeño edificio juradero, y lo que puedo asegurar es que la piedra es dura para sentarse en ella. Cogí unas hojas que, por dicha, son más abundantes que los dientes de Santa Polonia, las puse en un papelito, escribiendo encima: Guernicaco arbolaren orriyac, y sin llorar, ni entornar los ojos, ni latirme el corazón desusadamente, abandoné aquella plazoleta para ver la Antigua. En la capilla vi los retratos de los señores de Vizcaya. ¡Cuántas gentes reunidas! Padres, hijos, nietos, abuelos y tatarabuelos, todos de gala y todos serios. ¡Salud, viejos señores! Duerman en paz en sus viejos cuadros, que si levantaran cabeza. . .

La buena mujer que me precedía anunció el archivo; yo miré y vi papelotes en sus estantes y unas sillas con respaldos de cuero, si no recuerdo mal; todo ello muy curioso. Salí, eché otro vistazo al Árbol simbólico y entré en el convento de Santa Clara, donde las religiosas cantaban nasalizando un poco. Lo que allí pensé fué mucho y muy diverso.

¡ Dejar escapar una ocasión tan buena de hablar del árbol foral, de nuestros padres, de Aitor —hijo de Chaho, que lo inventó—, de las noches del plenilunio, etc., etc.! Yo no nací del 30 al 40, sino más tarde, lo cual no impide que sepa sentir como cada quisque.

Volví de Santa Clara, y allí, paseando, vi a algunas de las jóvenes guerniquesas, pues las hay en Guernica como en todas partes; y humedeciendo los labios con la lengua, pasé de seguida a ver el pueblo.

Pueblo chiquito es en extensión local; recorriéndolo, hice ganar de comer, y viendo sastrerías y zapaterías, fuí a la fonda. ¡Qué chuletas, Dios mío, qué chuletas! Aquello era riquísimo, y si no me chupé los dedos, fué por no parecer un niño mal educado. Se habló en la mesa de todo lo que se habla entre hombres que no se conocen: tonteras y nada más, y yo rendí mi parte a la manía de hablar por no callar, porque ¿no es un hurón el que calla porque nada tiene que decir? Gracias a Dios, yo siempre tengo qué decir, aunque muchas veces no lo diga y otras no deba decirlo.

Después de comer y beber fuí a la Sociedad, que así se llama a un espacioso local donde se reúnen muchos hombres, y tiene su pequeña biblioteca y todo. Tomé café y copa en compañía de algunos de mis buenos amigos, a quienes mando recuerdos con la presente; jugué una partidita de ajedrez, que no sé si gané o perdí, y al avío, quiero decir, a charlar. Se habló de las escuelas en construcción, escuelas sobre un paseo cubierto, o sea paseo cubierto bajo unas escuelas; se habló del canal futuro, al que deseo barcos que entren y barcos que salgan; se habló del ferrocarril a Zornoza y de otras muchas cosas.

Desde el balcón se ve un hermoso paisaje, pero no soy poeta lakista y dejo al cuidado ajeno el imaginarse tal paisaje, asegurando que es más hermoso lo que se adivina que lo que se ve.

Por la noche estuve adivinando un Guernica venidero que no hay más que pedir ¡ ni en Las mil y una noches cosa igual!

Al salir de la Sociedad para ir al paseo, vi la iglesia de San Juan, una iglesia pegada a una torre, que parece templo asirio por las inscripciones que la adornan, una de las cuales dice que no tiene hueso sano, y las demás no sé qué. Me dijeron que es provisional, pero todo es provisional, si no ¡ vaya un chiste! Y pian pianito al paseo, nombre que recibe por antonomasia —creo que se dice así— uno de los muchos y bonitos que allí conozco. En el paseo vi a las jóvenes guerniquesas A. B. C. D. etc., etc., y no desciendo a pormenores porque ni soy revistero de paseos, ni me tengo por indiscreto, y quien desee más detalles, allí mismo le informarán. Ya he dicho que aprecio la naturaleza —y también el arte— por la impresión que me produce, y asevero a ustedes que me gustaron mucho, y no vayan a contarlo por ahí.

Allí pasé el tiempo lo mejor que quise y pude, y cuando la oración de la tarde había sonado, me retiré a mi albergue llevando en mi mollera, en confusión atropellada, el Árbol, la Sociedad, San Juan, Santa Clara y Dios sabe cuántas cosas más.

En casa, antes de cenar, me entretuve en poner orden en mis ideas rebeladas, y después de haber cenado ¡ qué chuletas, Dios mío, qué chuletas! me fuí solito conmigo mismo por Rentería adelante.

(Ahora empieza lo romántico, y es lástima que no acaba). Pueden ustedes sospechar que era de noche (y sin embargo. . .) y el cielo despejado, y la luna, en el cielo, marcando con perfiles cortados las sombras de los árboles y dividiéndose en pedazos de luna que bailaban en los espejuelos del río. Me dió la humorada de sentarme, y empecé, maquinalmente, a contar las estrellas. «¿Cuántas estrellas hay en el cielo?», nos preguntábamos cantando, desde niños. ¡Vaya una curiosidad! Sé que hay muchas, y me bastan las suficientes para alumbrar una vereda si el cielo está claro, a falta de luna. Me detuve también a contemplar la boca y los ojos de la luna, que algunos incrédulos, en su vana presunción, sostienen, instigados por el enemigo malo, que son continentes, mares y montañas. Entonces me acordé de que un amigo de los que tengo me había preguntado en cierta ocasión: —«Oye, ¿por qué habrá Dios puesto la luna en el cielo?». Entonces le contesté que dónde quería que la hubiese puesto; y si hoy le encontrara —encontraría o encontrase, según la Academia— le diría: «¡Cacho de bolo! ¿pues no lo ves?» y se convencería ¡vaya si se convencería! le conozco bien.

Volviendo a casa, entré en la Sociedad, parloteé un poquito y me volví a la posada resumiendo las impresiones del día. «¡Hermoso pueblo!, ¡hermoso pueblo! —me decía—, se me ha pasado un día volando; mañana será otro nuevo y el tiempo no es un círculo que se cierra. ¡ Bendito sea Dios que da horas de alegría al que quiere cogerlas, que los tristes, por su culpa, se quedan sin ellas!»