Defensas ¡arriba! - Alice Chaves-Vega - E-Book

Defensas ¡arriba! E-Book

Alice Chaves-Vega

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Beschreibung

Cuando el amor te manda a la lona... lo mejor es tirar la toalla   Después de besar a demasiados sapos que nunca se convirtieron en príncipes, Ryan Halliwell ha decidido no tener una relación amorosa hasta encontrar a un hombre que sea verdaderamente bueno. Siguiendo los desafortunados consejos de un amigo, entra a una aplicación de citas solo para toparse con especímenes que son de todo menos buenos chicos… igual que su atractivo e insufrible jefe, Sam "El oso" Williams, un exluchador de MMA que saca lo peor de ella desde el primer día trabajando para él como recepcionista en su gimnasio. Tras una tragedia que lo dejó marcado física y mentalmente, Sam Williams se retiró de la UFC en el punto álgido de su carrera. Ahora dirige el gimnasio de su tío, sin estar preparado para la frustrante recepcionista tatuada que maldice como un camionero y que le crispa los nervios con su sola presencia. Pero, cuando una cita que sale mal pone a Ryan en peligro, Sam decide prepararla en defensa personal, con lo que llegan a conocerse realmente, el antagonismo se disipa y surge una atracción que hará que los polos opuestos colisionen a pesar de ellos mismos… a menos que algo se interponga en su camino.   Títulos de la serie West Coast Love: El mejor de mis errores Defensas ¡arriba! - Una protagonista creativa, sensible, amable y resiliente que sabe salir adelante a pesar de las circunstancias. - Una historia genuina con personajes reales que entablan relaciones reales y dinámicas. - Una comedia romántica para disfrutar de una lectura ligera y divertida, pero que ensalza el amor propio, el autocuidado y la importancia de mantener relaciones sanas. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporáneo, histórico, policiaco, fantasía… ¡Elige tu románce favorito! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Alice Chaves-Vega

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Defensas ¡arriba!, n.º 396 - septiembre 2024

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 9788410628960

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

RYAN

 

Entré furiosa a mi departamento, cerrando de un portazo.

—Estúpida…, soy una jodida estúpida… —farfullé, lanzando el bolso al sillón. Me recargué en la pared y flexioné la pierna para desabrocharme del tobillo los ridículos stilettos, arrojándolos lejos de mí a través de la habitación a oscuras.

—Pero en la puta vida me vuelve a pasar… —mascullé mientras bajaba el cierre lateral del también ridículo y entallado vestido strapless negro que llevaba puesto.

Mi gata apareció saliendo de la habitación y corrió a restregarse en mis piernas, justo cuando caía el vestido, quedando sepultada debajo de él y enredándose en la tela al tratar de salir despavorida, haciéndome trastabillar y caer pesadamente de bruces sobre la duela de madera de mi sala de estar.

—Joder…, mierda…, maldición…, ¡¡maldita sea, Pelusa!!

Lancé un grito de frustración al espacio vacío de mi sala, tirada en el suelo, boca arriba, con las manos cerradas en puños a mis costados. Respirando agitadamente, me quedé mirando al techo un momento, antes de llevarme las manos al rostro y comenzar a llorar, haciendo pucheros como una niña pequeña.

Era el final de mierda perfecto para una semana también de mierda.

¿En verdad ese tipo creyó que iba a dejar que me follara en su auto solo porque me llevó a cenar a un restaurant elegante?

Digo, no es que yo nunca hubiera tenido sexo en un auto, pero jamás lo había hecho con un desconocido, ni en la primera cita y, joder, nunca como retribución por una invitación a cenar. Como siempre, terminé embaucada por la apariencia y galantería superflua de un mal hombre.

Sentí la húmeda y rasposa lengua de Pelusa en mi mejilla justo donde corrían las lágrimas. Cualquier otra persona pensaría que con este gesto mi mascota estaba consolándome. Pero no. La maldita gata acostumbraba a lamerme la cara cuando tenía hambre. Sonreí muy a mi pesar.

—Por lo menos sé qué esperar contigo, gata endemoniada.

Me levanté del frío suelo limpiándome las lágrimas y me dirigí a la cocineta, buscando en la alacena la lata de comida para mi peluda compañera mientras pensaba en cómo demonios había terminado en esa situación.

Podía culpar a Tony, quien fue el que me recomendó y convenció de registrarme en esa estúpida aplicación de citas que al hilo me había conectado, por lo menos, con diez sujetos con asuntos de todo tipo, desde apegos maternales enfermizos hasta perversiones que rayaban en parafilias. Pero, en realidad, la culpa no era de nadie más que mía. Mi pobre criterio para reconocer a un buen hombre me había traído solo decepción tras decepción toda mi vida, como cuando dejé mi vida entera en Los Ángeles para seguir a un tipo que conocí en un Coachella, mudándome con él a Alemania a las dos semanas de haber iniciado la relación. Obviamente, eso no salió bien, de lo contrario no estaría aquí, al norte de California, semidesnuda, en un cutre departamento que apenas puedo pagar, alimentando a mi malagradecida y mimada gata, sintiéndome miserable.

Vaciaba la lata en el plato de Pelusa cuando mi celular sonó dentro de mi bolso.

—Hablando del diablo… —murmuré al ver el rostro de Tony apareciendo en la pantalla. Contesté de golpe con un cortante «¿Qué?».

—Uy…, alguien no tuvo una buena noche. Esperaba que no contestaras por estar ocupada…, si sabes a lo que me refiero…

—Oh, sí, estaba ocupada… ¡tratando de que no me violaran!…

—¡¿Qué?! —su voz tronó en mi oído—. ¿Qué pasó?

Suspiré, apretando los ojos y el puente de mi nariz con mis dedos para reprimir las lágrimas.

—El muy hijo de puta creyó que invitarme a cenar era sinónimo de sexo fácil. Fue todo caballero y buenos modos hasta que llegó la hora de retirarnos. Subimos a su auto y de la nada preguntó «¿En tu lugar o en el mío?».

—¿En tu lugar o en el mío?

—Sí. Cuando le pregunté que a qué se refería, me dijo que en dónde quería que folláramos…

—Mierda…

—Oh, y esa no es la mejor parte. Cuando le dejé en claro que no iba a tener sexo con él, se puso como loco y me gritó que, o me acostaba con él o me mandaba la factura de la cena costosa que gastó en mí, porque, cito: «No gasté todo ese dinero solo para ver esas tetas y no tocarlas…».

—Jesucristo…

—Y la cereza del pastel. Cuando intenté bajarme del auto, me lo impidió poniendo su brazo en mi cuello, empujándome contra el asiento, casi ahorcándome y arrancando en el acto. Iba diciéndome todo lo que pensaba hacerme y que «ya aprendería a respetar a un hombre».

—Dios, Ryan…, ¿estás bien?

—¡Joder, Tony! —grité, exasperada—. ¡Obviamente no estoy bien!

—Lo siento, perdón, mala elección de palabras, déjame replantearlo Princesa…

—¡No me llames Princesa!

—¡Ok!…, Ryan…, ¿qué pasó después?

Respiré profundo. Estaba desquitándome con Tony cuando dije que no era su culpa, pero, maldita sea, estaba muy cabreada.

—Le hice creer que había cambiado de opinión…

Sentí náuseas al recordar lo que hice para salir del peligro, pero fue puro instinto de preservación.

—Como no sabía a dónde me llevaba, pensé en dirigirlo a mi territorio, ya sabes, mayores probabilidades de sobrevivir —tragué saliva para aliviar el nudo que comenzó a formarse en mi garganta—, llevé mi mano a su entrepierna y le dije que cambiara el rumbo hacia mi lugar.

—¿Le diste tu dirección? —la alarma en la voz de Tony me exasperó.

—Claro que no, tonto. Solo hice que me acercara a lugar conocido. Cuando estuvimos a cinco calles, comencé a acariciarlo. Le hice creer que su actitud me había excitado y quería que me tomara justo en ese momento, en el auto. Se tragó el cuento y en cuanto aparcó en una sección de la calle oscura, le retorcí el pene y desbloqueé la puerta. Mientras el pervertido gritaba de dolor, salí despavorida y corrí en el sentido contrario de la calle. Y a pesar de los estúpidos stilettos, que usé por tu estúpida recomendación, no dejé de correr hasta que llegué aquí.

Un silencio profundo siguió después de mi anécdota. Escuché un suspiro pesado a través del aparato.

—Ryan…, en verdad lo siento.

—Sí…, bueno —suspiré también—, gracias por tus buenas intenciones, pero, Tony, cariño…, ¡jamás en tu puta vida vuelvas a recomendarme una aplicación de citas!

Colgué sin darle derecho a réplica, sintiéndome un poco mejor ya que había sacado todo el coraje que llevaba dentro. Pero, saliendo el enojo, quedó espacio para la tristeza, la vergüenza y la desazón de sentir que seguía cometiendo los mismos errores sin aprender la lección. Pelusa se restregó nuevamente en mis piernas y la alcé para abrazarla mientras me acostaba en el único sillón que cabía en mi reducida sala. Después de meditarlo, con los ronroneos vibrando en mi pecho, llegó la determinación. Me prometí que jamás volvería a pasar por algo así. Jamás dejaría que un hijo de puta me subestimara, me usara o abusara de mí. Nunca más. Aunque eso implicara el no volver a tener hombres en mi vida y el convertirme en la loca de los gatos.

Mi celular vibró sobre mi abdomen y se iluminó seguido de un sonido de campanitas que notificaban un mensaje entrante. Al ver de quién se trataba, arrugué la nariz con disgusto.

DOLORDECULO: Mañana cubres a Andy. Temprano. 6:30 am.

Hablando de hombres que me subestimaban, lo que me faltaba. Que mi insufrible jefe terminara de poner el último clavo en el ataúd de este día de porquería pidiéndome trabajar horas extra. Mi turno abarcaba siete horas, desde la una de la tarde hasta las ocho de la noche, así que estaría trabajando catorce horas de corrido.

Respiré profundo y reprimí las ganas de contestarle con algo muy parecido a «Búscate a alguien más a quien joderle la existencia, bastardo engreído», pero recordé que tenía deudas por pagar y ese dinero extra me caería bien, por lo que contesté como siempre, con un simple Ok, jefe :-).

Usé el emoticono deliberadamente porque sabía que le patearía las pelotas. En una ocasión lo escuché hablar con Tony explicándole que un emoticono era una manera inmadura de llevar una conversación escrita, al que solo recurrían personas pasivo-agresivas. Así, finalizar un mensaje con una carita sonriente bien podía significar realmente un rotundo jódete.

Y desde entonces, todas mis respuestas a sus mensajes y correos incluían una carita feliz.

No me importaba que me tuviera como una inmadura pasivo-agresiva… mientras le pateara las pelotas.

Sabía que él no me quería trabajando en el gimnasio de su tío como recepcionista. Pero, no estaba ahí por él, si no como un favor a Aldo Abbott, el mejor tatuador del condado dueño de Deep Ink Tattoo, donde trabajaba Derek, mi amigo casi hermano, y en donde yo asistía los fines de semana como aprendiz. Cuando recién me mudé aquí, Derek le habló de mis habilidades en el arte del tatuaje y Aldo me ofreció una oportunidad de formar parte de su staff a cambio de ocupar la vacante de recepcionista en el gimnasio de su hermano gemelo, Alan Abbott, que, por complicaciones en la salud de su esposa, había tenido que dejarlo a cargo de su detestable sobrino, el multicampeón retirado de la UFC Sam Williams, mejor conocido como El Oso.

Pensarás que le decían así por ser grande, tierno, pachoncito y peludo.

Pues no.

Sí, era grande, pero del tipo musculoso, sin un gramo de grasa y la ternura no la conocía ni por asomo. Le decían El Oso porque, cuenta la leyenda, que en sus primeras peleas le rompió las costillas a un contrincante aplicándole una llave de sometimiento.

Desconozco por qué me tenía animadversión, pero fue evidente desde el día uno que puse un pie en el gimnasio. Cuando me presenté en mi primer día de labores, me recibió su tío Alan para capacitarme al puesto. Yo estaba emocionada y feliz, no tanto por el trabajo en sí, sino por lo que obtendría de Aldo por ayudar a su hermano. La sonrisa me cruzaba el rostro de oreja a oreja cuando Sam entró al gimnasio y Alan me presentó con él, pero decayó cuando el idiota me barrió con la mirada, de pies a cabeza, resopló con mofa y remató con «No va a durar ni una semana» antes de retirarse a la oficina de la gerencia.

Fue como si me abofeteara con un guante blanco, a la antigua usanza de los duelos a muerte, y vaya que me lo tomé personal. «Reto aceptado, idiota» mascullé para mí misma.

Cabe recalcar que llevo diez meses invicta en este duelo de quién aguanta más los golpes, aunque no he salido totalmente ilesa.

Al tercer día de mi comienzo de labores, me escuchó decir una palabrota cuando la impresora se trabó. Manejaba la renovación de membresía de un cliente que llevaba prisa y cuando estoy bajo estrés, tiendo a liberar la tensión maldiciendo. Bien, pues el muy idiota se presentó al día siguiente con un gran frasco de vidrio que colocó frente a mí en mi cubículo de recepción y me dijo que, por cada mala palabra que me escuchara decir dentro del gimnasio, tendría que poner un dólar dentro. Está de más decir que ese frasco en varias ocasiones ha estado a punto de desbordarse. No sé qué hace con ese dinero cuando vacía el frasco, pero me pega en el ego el que se quede con él.

Mi celular vibró sobre mi pecho y las campanitas sonaron de nuevo.

DOLORDECULO: Tal vez considere aplicarte el castigo de las malas palabras también para tu uso desmedido de emoticonos, Princesa…

—Hijo de pu…

El mote de Princesa me lo había puesto él, justamente cuando tuve un accidente con una pesa de levantamiento mal colocada por un cliente, que cayó a escasos centímetros de mi pie. Por el susto de muerte que me llevé, solté una sarta de palabrotas. Desafortunadamente, Sam se encontraba detrás de mí. En cuanto terminé de maldecir, su voz retumbó en el silencio que precedió a mi exabrupto y dijo: «Así exclamó la dulce princesa».

Los presentes estallaron en carcajadas y a partir de ese día, Princesaera mi sobrenombre.

Respiré profundo y la lucha interna entre la Ryan buena y la Ryan mala comenzó.

La Ryan buena me decía que no le contestara, que ignorara sus intentos de descolocarme al llamarme Princesa, pues sabía perfectamente que eso me sacaba de mis casillas. Que solo por esta vez y para mi tranquilidad mental, lo dejara creer que había ganado. Si le contestaba, corría el riesgo de que tomara represalias y no estábamos en condiciones de perder más dinero.

Terminé mandándole como respuesta Ok, jefe, sin emoticono.

Desafortunadamente la Ryan mala le pateó el trasero a la Ryan buena en el último momento y mis dedos actuaron con voluntad propia, rematando con un segundo mensaje:

:-)

 

 

Al día siguiente, llegué con media hora de anticipación al gimnasio, en primera para demostrarle a Sam que era una empleada comprometida y en segunda, porque una vez cubrí a Andy en el turno matutino y sabía que algunos de nuestros clientes asistían muy temprano a realizar sus rutinas. Dentro del edificio estaba oscuro y en la calle no había ni una sola alma. Abrí con mis llaves y entré, empujando la puerta de vidrio que apenas si hizo ruido.

La pulcra recepción me daba siempre la bienvenida con el enorme póster que Alan usaba como promocional para su gimnasio multifuncional, el cual no representaría para mí ningún problema si no fuera porque se trataba de la imagen a blanco y negro de su sobrino, que posaba de brazos cruzados a tres cuartos, con el torso desnudo, mostrando su musculatura y mirando de frente con esos ojos fríos y arrogantes que me despertaban los instintos psicópatas de golpearlo en su cara barbuda.

Bueno, desde hacía un mes que se había quitado la barba vikinga y en serio esperé que tuviera una barbilla sumida y débil que confirmara mi teoría de que algunos hombres eran absolutamente nada sin barba. Pero no. Para colmo de males, el maldito tenía una fuerte mandíbula bien definida y la barbilla partida. Con barba o sin barba el tipo era demasiado apuesto para su propio bien.

Además de los equipos de entrenamiento básico, las actividades que ofrecía el gimnasio eran diversas: box, artes marciales mixtas, lecciones de defensa personal e incluso yoga, pilates y spinning para los no tan amantes de las actividades de contacto. Supe por mis compañeros de trabajo que, en cuanto se corrió la voz de que El Oso sería el nuevo gerente del Olympus, la cantidad de personas solicitando membresías aumentó al triple, y en su mayoría eran mujeres.

Iba a encender las luces cuando un destello tenue de luz viniendo desde los vestidores en el fondo del gimnasio llamó mi atención. Dejé mi bolso en la recepción y me dirigí hacia allá, maldiciendo mentalmente a quien fuera que hubiera dejado las luces encendidas. Cuando estuve cerca, escuché el sonido inequívoco del agua corriendo y reanudé las palabrotas mentales pensando en quién habría sido el imbécil que se retiró del gimnasio sin haber cerrado las regaderas, pero me detuve en seco cuando la imagen del hombre desnudo recargado de brazos contra la pared mientras el agua de la regadera bañaba su piel clara, me golpeó de lleno.

Debí haber deducido mejor la situación. No es que alguien hubiera sido descuidado con las regaderas el día anterior, sino que alguien las estaba usando en ese preciso momento, y ese alguien no era otro que el maldito Sam Williams.

El maldito y jodidamente sensual Sam Williams, rectificó la Ryan mala, mientras la Ryan buena me obligaba a apartar la mirada de los duros músculos de su espalda, de sus costillas marcadas y sus bien formadas piernas… y, Dios, ese trasero…

Al carajo.

Dejando de lado la prudencia, caminé hacia él con decisión.

Sintiendo mi presencia, Sam levantó la cabeza y miró hacia mí, barriéndome con la mirada de pies a cabeza. Se irguió lentamente, dejándome ver cómo el agua golpeaba su pecho y corría por su firme abdomen. Cuando estuve a un par de pasos de distancia, sin mediar una sola palabra, me tomó del brazo y me jaló hacia él, empapándome (en más de un sentido) al colocarme debajo de la regadera, para, inmediatamente después, cubrir mi boca con la suya y besarme apasionadamente, encajando sus dedos en mi cabello y presionándome con su cuerpo contra la pared, haciéndome sentir su dura erección en el vientre.

Eso es lo que habría sucedido si la Ryan mala se hubiera adueñado de mi voluntad. Afortunadamente, la Ryan buena tenía todo bajo control. Parpadeando para espabilarme, apliqué la retirada caminando hacia atrás, lentamente, sin hacer ruido. Cuando estuve fuera de las regaderas, casi corrí al atravesar los diferentes salones hasta regresar a la recepción, maldiciendo mentalmente a quien fuera que hubiera sido el idiota que consideró innecesarios los canceles divisorios en las regaderas de los hombres. Enfrié mis mejillas con mis manos y tragué saliva para aclararme la garganta, tratando de controlar mis pulsaciones y mi respiración agitada.

Encendí las luces de la recepción y me senté detrás del cubículo del mostrador, esperando a que la Mac cobrara vida mientras mi ritmo cardiaco volvía a estabilizarse. Después de varios minutos que me resultaron eternos, escuché los pasos de Sam acercándose hasta aparecer en el pasillo aún a oscuras, con su oscuro cabello corto humedecido, vestido con jeans y camiseta negra, con su bolsa deportiva al hombro, mirándome extrañado. Se acercó a mi cubículo con ese andar seguro y despreocupado que me exasperaba. Su olor limpio a jabón golpeó mi nariz, haciéndome pasar saliva al rememorar la imagen de él en las regaderas. Centré la mirada en la pequeña cicatriz sobre su nariz ligeramente torcida, como siempre lo hacía, para evitar esos ojos azul cielo que me ponían nerviosa y que ahora me recorrían con sospecha. «¿Se habrá dado cuenta de que lo vi desnudo?».

—No esperaba que llegaras temprano.

Su voz grave y profunda retumbó en el silencio de la recepción y fruncí el ceño ante su tono. «¿El maldito dudó de que pudiera llegar a tiempo?». Me enderecé en mi silla, poniendo la espalda muy recta, preparándome para el combate. Él respondió por acto reflejo, enderezándose también y entrelazando los dedos de las manos al colocarlas sobre el mostrador. Un ligero brillo de animosidad apareció en sus ojos cuando le di una de mis sonrisas forzadas.

—Dijiste que me presentara temprano… ¿Me equivoco?

—Eso dije. Me sorprende que hayas obedecido una indicación mía.

—No sé a qué te refieres. Soy una empleada obediente…

Fue mi turno de mirarlo con animosidad cuando torció su labio para mostrarme una sonrisa a medias.

—¿En serio? —elevó una ceja, mientras señalaba con un gesto de cabeza hacia la parte superior de mi cuerpo—. ¿Qué me dices de tu uniforme?

—¿Qué hay de malo con mi uniforme? —contrariada, miré hacia abajo, buscando el error.

Sam se recargó en el mostrador, haciéndome sentir pequeña. Sé que lo hacía a propósito para amedrentarme, pero en vez de encogerme, me enderecé aún más.

—Los empleados son la imagen de la empresa. Les pedí uniformes para evitar que vistieran de manera inapropiada…

Mi uniforme consistía en una camiseta polo negra con el logo del gimnasio y mi nombre bordado, pantalones de mezclilla y zapatos deportivos. En cuestión de cabello, lo llevaba recogido en una coleta, a pesar de que preferiría llevarlo suelto. Mi maquillaje, normalmente más elaborado, desde hacía meses lo había cambiado, llevando solamente pintalabios y algo de rubor. Según mi parecer, mi imagen no tenía nada de malo.

Aguanté la respiración mientras se inclinaba, acercando su cara a la mía, pero no me hice para atrás.

—Tu camiseta está demasiado escotada. Distraes a la clientela —musitó, provocándome un cosquilleo en la nuca y en mis pezones. Por suerte, el enojo que sentí mandó al carajo cualquier emoción de vergüenza o indignación por saberme observada. Sí, tenía senos grandes. Digo, no era una Dolly Parton (a lo mucho, una Sofia Vergara) pero definitivamente mis senos eran más grandes que el promedio de las mujeres que circulaban por el gimnasio. Admito que, aunque mi forma de vestir no era indecente, sí era un tanto llamativa cuando no portaba el uniforme. Usaba shorts y crop tops para mostrar mis tatuajes como escaparate humano, medias de red o translúcidas con botines, a veces con flats, camisetas con diseños lindos y, cuando amanecía con la gana, me maquillaba y peinaba a lo rockstar. Pero eso había cambiado desde que comencé a trabajar para Sam, teniendo que usar esta anodina camiseta polo. Así que ¿acusarme de vestir inapropiadamente? No señor…

—Primero que nada —comencé con la mandíbula apretada, sin apartar la mirada de la suya y con el tono igual de bajo— no es mi culpa que la madre naturaleza me haya dotado de una copa Full D. En segundo lugar, no fui yo quien equivocó las tallas al pedir los uniformes, fue Lilly, quien me anotó una talla mediana en vez de una grande. Si estoy escotada es porque los botones apenas me cierran. Y, por último —respiré profundo antes de dar la estocada final—, no soy responsable por lo que digan, piensen o hagan los demás. Si gustas, puedo abotonarme la camiseta… pero si los botones salen disparados hacia los ojos de tus clientes mirones y te demandan por lesiones, va a ser culpa tuya, no mía.

Después de unos segundos de sostenerme la mirada, me recorrió el rostro, como si estuviera realmente apreciándome. Y, por primera vez, vislumbré en ellos un ligero brillo de diversión y el atisbo de una sonrisa verdadera, pero esto se disipó en el instante en el que la puerta de la entrada se abrió, haciendo que Sam se enderezara de golpe y que yo me recargara en el respaldo de mi silla.

—Buenos días, Sam —Lilly sonrió a Sam y después a mí—. ¡Princesa! Qué bueno que pudiste cubrir a Andy. La pobre estaba desesperada buscando sustituta. Estoy tan feliz de verte, hace mucho que no compartíamos turno…

Lilly era la única persona que podía llamarme Princesa sin que se me enrollaran las tripas por el disgusto. Era la instructora de yoga y para tener cincuenta y siete años, la mujer tenía mucho mejor cuerpo y condición que las veinteañeras que venían aquí solo a posar frente al espejo para sus fotos de Instagram. Lilly era alta, delgada, de cutis terso pese a una que otra arruga rebelde alrededor de sus ojos que se difuminaba en su tez morena. Esa mujer exudaba clase y yo la admiraba terriblemente. Rodeó a Sam y entró detrás del mostrador para abrazarme y besarme.

—También me da gusto verte Lilly…

—Y veo que la camiseta te quedó como guante. Sabía que lucirías mejor con una talla mediana en vez de una grande. Tus nenas deben lucirse, nunca las ocultes…

Sam carraspeó y yo sonreí triunfal, alzando una ceja que silenciosamente le decía «¿Ves que no fue mi culpa? Chúpate esa, bastardo engreído».

—¿Cuánto tiempo estarás cubriendo turno?

Miré hacia Sam y le lancé una mirada hostil.

—No lo sé. Aquí el jefe aún no me da detalles del porqué de mis funciones extra. Aunque no es que necesite hacerlo, debo obedecer indicaciones ciegamente, ¿cierto?

Sam apretó la mandíbula y me lanzó una de sus frías miradas.

—El padre de Andy tuvo un infarto cerebrovascular. Lo internaron de emergencia y ella es su cuidadora principal.

«Mierda. ¡Tú y tu gran boca Ryan!».

—Dios…, eso es terrible… —me llevé la mano al pecho por la repentina opresión que sentí al recordar la situación por la que actualmente estaba pasando con mi propio padre—, lo siento…, no lo sabía —musité, en verdad apenada. Andy era una buena chica, una buena compañera, una buena hija que amaba a muerte a su padre. No se merecía lo que le estaba pasando.

—Tal vez necesite de tu apoyo uno o dos meses en lo que ella resuelve sus asuntos, pero si no crees poder…

—Lo haré. Sin importar el tiempo que Andy necesite, lo haré —aseguré, tratando de revertir mi metedura de pata.

Pero el daño ya estaba hecho. El frío en los ojos de Sam no se desvaneció para mi consternación. Debió pensar lo peor de mí, como siempre lo hacía. Afortunadamente, Lilly sintió la tensión en el ambiente y me dio una salida.

—Bueno, lo importante es que estás aquí para ayudarla. Y de paso, para ponernos al día. Cuéntame, ¿ya apareció tu príncipe azul en esa app de citas que te recomendó Tony? La última vez que supe, estabas saliendo con ese abogado guapísimo…, ¿cómo se llamaba? ¿Bryan…?

—Brandon.

Lilly y yo miramos hacia Sam, sorprendidas por el hecho de que respondiera en mi lugar. Sam pareció no inmutarse.

—El abogado con problemas de mami se llamaba Brandon —y agregó, con tono severo—: Bryan era el dentista pervertido, el fetichista de los pies.

Antes de que pudiera hacer alguna observación sobre el cómo y el por qué llevaba registro de mis ligues, se acercó a Lilly para despedirse con un beso en la mejilla. Me quedé hipnotizada mirándolo alejarse hacia la salida, hasta que su voz me sacó del trance.

—Y, Ryan, antes de que lo olvide… —se detuvo y me habló por encima del hombro—, pon un dólar en el frasco. Recuerda que hay una nueva regla sobre los emoticonos…

Y sin más, salió a la calle saludando a los clientes que comenzaban a llegar.

—Interesante… —masculló Lilly.

—¿Qué es interesante? —Fruncí el ceño cuando me miró con una extraña sonrisa mientras sacaba mi billetera de la bolsa para buscar ese dólar.

—Oh, cariño. Si tú no te diste cuenta, no seré yo quien te haga ver.

—Bien, lo que sea… —me restregué el rostro con las manos y resoplé, no teniendo ánimo para intentar descifrar lo que fuera a que se refiriera—. Por cierto, ¿qué demonios hace él aquí por las mañanas? Pensé que solo se aparecía en las tardes para sus sesiones de defensa personal con las esposas desesperadas.

Lilly soltó una carcajada ante mi comentario mordaz sobre casi la totalidad de mujeres que comprendía el alumnado de Sam.

—Sam entrena todos los días de cuatro a seis. A veces corre, a veces viene al gimnasio…

—Jesús…, ¿madruga para ejercitarse por dos horas seguidas?

—Oh, sí. Sam es un hombre muy disciplinado. Aun cuando ya no compite, nunca ha dejado sus hábitos de entrenamiento —la forma en la que Lilly dijo esto rayaba en la adoración. Yo no me ejercitaba por nada, aunque me pagaran, y no salía de la cama hasta después de las diez, a menos, claro, que mi prima Litha necesitara ayuda en su bistró o me obligaran a levantarme temprano, como en este caso.

—A veces, vuelve al mediodía para hacer algo de trabajo administrativo y finalmente regresa a las seis para sus clases. ¿Por qué lo preguntas?

Miré a Lilly y sin poder evitarlo, me ruboricé.

—Ryan… —Lilly sonrió burlona, recargando sus brazos sobre el mostrador—, ¿qué sucedió antes de que yo llegara?

Me mordí el labio inferior, considerando seriamente si compartir o no mi secreto con Lilly. Al final decidí que sí.

—No sabía que Sam estaba en las regaderas y lo vi desnudo —farfullé tan rápido que no estuve segura de que Lilly hubiera entendido lo que dije, pero en cuanto su ceño de confusión cambió a completo asombro, comprendiendo mis palabras agolpadas, se cubrió la boca con las manos para sofocar la risa.

—¿Que tú hiciste qué?

—¡No fue intencional! Llegué y estaba cerrado y todo apagado… y… y… ¡No sabía que él ya estaba aquí! Vi la luz encendida en los vestidores y escuché la regadera y pensé…, yo pensé que…

Lilly se desternillaba de la risa y por un momento me arrepentí de haberle confiado mi metedura de pata, pero una vez que le hice prometer que no lo comentaría con nadie, me sentí mejor, pues sabía que podía confiar en ella plenamente.

—Y… ¿Entonces? ¿Qué tal? —preguntó, moviendo las cejas de forma sugerente después de limpiarse las lágrimas por su ataque de risa.

—¿Qué tal de qué?

—No te hagas la tonta —me dio un ligero manotazo en el hombro—, sabes a lo que me refiero. ¿Pudiste ver su paquete?

—Jesucristo, Lilly…, no pensé que fueras mente sucia.

Su risa cristalina reverberó en la recepción.

—Ryan, llevo casada con mi esposo treinta años y lo amo como a la vida misma, pero no puedes negar que nuestro jefe es el sueño húmedo de cada mujer y hombre que pisa este gimnasio.

No podía negarlo. Pero antes muerta que admitir en voz alta que el odioso Sam tenía el poder de despertar una baja pasión en mi persona. Así que me salí por la tangente.

—Pues no te hagas ilusiones. No vi nada…

Y no mentía. Por la manera en la que Sam estaba recargado, sus partes púdicas estaban bien ocultas de mi impertinente vista.

Lilly hizo un puchero cuando sus estudiantes llegaron.

—Tengo que dejarte, cariño, pero esta plática aún no ha terminado.

Guiñándome el ojo, se alejó por el pasillo hacia su salón para iniciar su sesión matinal de yoga.

Me recargué en el respaldo de mi silla y por segunda vez, me restregué el rostro con las manos, tratando de espabilarme, deseando que mi día mejorara.

Debí saber que el universo no estaba para complacencias.

 

 

Habiéndole mandado un mensaje a Andy donde le aseguraba que podía confiar en que la apoyaría el tiempo que necesitara, la mañana transcurrió tranquila. Después de almorzar y de despedirme de Lilly, que desafortunadamente no tuvo tiempo para una segunda ronda de chismorreo, me permití distraerme un poco bocetando en mi sketchbook.Luego deun par de horas muertas viendo pasar a los instructores y a los clientes, me perdí en el éter de mis pensamientos, cuando uno de mis estilógrafos rodó debajo de mi escritorio. Mientras lo buscaba a gatas en el piso, no escuché los pasos acercándose al mostrador, por lo que al levantarme palidecí al encontrar a Sam frente a mi escritorio, con mi boceto en la mano.

Verás. No era el tipo de persona tímida o celosa de sus dibujos al grado de ocultarlos de la vista de terceros. Al contrario, me encantaba mostrar mis diseños porque así conseguía prospectos para practicar mi técnica al tatuarlos en el local de Aldo. El problema con que Sam viera ese dibujo en específico era que se trataba de la imagen que quedó plasmada en mi cerebro de él, desnudo bajo la regadera.

Volví a sentarme lentamente en la silla sin apartar la mirada del boceto. Quería que me tragara la tierra y me escupiera en China. Los ojos de Sam se movían por el boceto con el ceño fruncido y tragué saliva. A pesar de que el dibujo no tenía rostro, sentí pavor de que relacionara los trazos consigo mismo.

Cuando levantó la vista hacia mí, aguanté la respiración.

—Eres buena…, realmente buena —musitó, mirándome un tanto sorprendido al regresarme el boceto. Hice un esfuerzo sobrehumano para controlar mis manos temblorosas al tomarlo de vuelta, pero cuando sujeté el sketchbook, Sam no lo soltó. Levanté la vista y el frío en el azul de sus ojos estaba de vuelta—. ¿Uno de tus novios?

En serio debí sentirme ofendida, pero contrario a eso, resoplé y sonreí aliviada. No tenía idea de que lo hice pensando en él.

—No —respondí, e inmediatamente, mentí—, es un ensayo anatómico. Ningún modelo en específico.

Tal vez fue mi imaginación, pero la dureza en sus ojos se desvaneció cuando dije esto.

—Bien —soltó el sketchbook y comenzó a caminar hacia las escaleras que llevaban a su oficina en el segundo piso—, solo no te distraigas del trabajo, ¿está claro?

Debí saber que era demasiada belleza el recibir un cumplido por su parte sin un aguijón de por medio.

—Como el cristal, jefe —contesté, llevándome dos dedos a la frente, haciendo el ademán del saludo militar. Noté que la comisura izquierda de su labio se levantó ligeramente sin alcanzar a ser una sonrisa completa mientras reanudaba el ascenso hacia su oficina.

Como bien lo había mencionado Lilly, Sam estuvo solo un par de horas y se retiró pasadas las dos de la tarde. Ni siquiera se despidió cuando pasó frente a mi cubículo y lo mismo sucedió cuando regresó para su clase de las seis. Entró con el celular en la oreja y pasó de largo, como si yo no existiera. No es que me importara, pero el tipo necesitaba aprender algunos modales, con más razón porque, en ambas ocasiones, estaba atendiendo a clientes. ¿No le importaba la imagen que estaba dando, tratando con indiferencia a sus empleados? Inmediatamente detrás de él entraron las esposas desesperadas, todas cortadas con la misma tijera: mujeres pasadas de los treinta, pero sin alcanzar aún los cuarenta, conservadas a base de cirugías a costa de sus adinerados esposos y que, a falta de algo más interesante que hacer en sus tardes, venían al gimnasio solo para tener la oportunidad de restregarse contra un cuerpo macizo como el de Sam. Horribles mujeres.

Casi eran las siete de la tarde cuando terminé de hacer las múltiples funciones de mi puesto. Entre recibir a los clientes y a los proveedores, dar informes sobre pagos de membresías, rellenar las máquinas de bebidas y snacks, revisar que los aparatos estuvieran en óptimas condiciones y que las áreas de servicio como regaderas y baños contaran con los insumos suficientes para el día siguiente, el tiempo se me pasó volando.

Recién regresaba al mostrador cuando la puerta de entrada se abrió, dando paso a un atractivo hombre alto, rubio, con bronceado natural y de cuerpo atlético que tenía una sonrisa permanente en el rostro, dándole una apariencia juvenil y traviesa. Tony era el socio comercial de Sam, también era un instructor de artes marciales mixtas y si no fuera abiertamente gay, sería definitivamente el tipo de hombre con el que saldría.

—Cariño… no sabes en verdad cuanto lo lamento. Me siento terriblemente culpable… —comenzó a decir con un puchero compungido que no me creí. Ladeé la cabeza y le lancé una mirada de incredulidad entrecerrando los ojos, mientras recargaba mi brazo en la cadera.

—¿En serio?, ¿tanto como para arrastrarte y pedirme perdón de rodillas?

Tony bufó.

—Demonios, no, jamás. ¿Sabes cuánto me costaron estos pantalones? No me hincaría sobre ellos aunque Jason Momoa me pidiera hacerle una mamada… —Tony miró más allá de mí, levantando una ceja como si reflexionara profundamente—, bueno, pensándolo bien…

No pude evitar la carcajada. Tony podía ser un imbécil a veces, pero siempre sabía cómo hacerme reír. Justo en ese momento, Jim, nuestro instructor de spinning terminaba su clase y atravesaba el vestíbulo.

—Hola, Tony —Jim lo recorrió de pies a cabeza con una mirada perversamente sugerente—, siempre es un placer verte.

—Lo mismo digo, Jim —respondió Tony con el mismo tono sucio, mientras lo veía salir por la puerta de entrada.

Ahora fue mi turno de bufar.

—No me digas que también te metiste en sus pantalones…

—En sus pantalones y en otros recovecos… —murmuró alegremente— y, cariño, te aseguro que esas piernas pueden hacer mucho más que solo pedalear…

Su comentario soez volvió a sacarme otra carcajada. Desafortunadamente la risa se me borró del rostro en el momento en que otro hombre, trajeado y muy atractivo, atravesó la puerta, provocándome un nudo en el estómago.

—¡¿Qué carajos estás haciendo aquí?! —exclamé en voz alta, haciendo que el hombre se quedara parado a media recepción y que algunos de los clientes que circulaban entre las máquinas de bebidas y snacks en el pasillo miraran hacia nosotros.

El hombre me recorrió de pies a cabeza y una sonrisa burlona le atravesó el rostro, dándome escalofríos.

—Lindura… ¿Creíste que no iba a encontrarte?

—¿Ryan?… —Tony me miró preocupado por la manera en que mi cuerpo temblaba por la ira—. ¿Quién es ese?

—Es Bret…

—¡¿Es el violador?!

Bret dejó de sonreír al escuchar a Tony llamarlo violador. Volvió a mirarme y el brillo amenazador en sus ojos contrastó con la falsa sonrisa que mostraban sus blancos dientes

—Ryan…, mejor hablamos en privado…

Comenzó a caminar hacia mí y por un nanosegundo me petrifiqué pero, inmediatamente, sentí el calor de la furia subiendo desde mis entrañas hasta mi lengua. Y la Ryan mala salió a la luz.

—Tú y yo no tenemos ni una mierda sobre qué hablar, infeliz malnacido… ¿Cómo te atreves a tener la audacia de aparecerte aquí después de lo que intentaste hacerme? —farfullé, apretando los dientes, furiosa. En contra del instinto primario de huida, comencé a caminar hacia él, haciendo que su estúpida sonrisa desapareciera, obligándolo a dar dos pasos atrás—. No vuelvas a contactarme. No te atrevas a acosarme. Y te juro por la memoria de mi madre que, si vuelves a traer tu estúpido trasero aquí, voy a denunciarte por agresión sexual e intento de secuestro, pervertido hijo de puta…

Me di la vuelta en el momento en que Bret salió por la puerta cuando entendió que mi amenaza era una promesa, solo para toparme de frente con Sam, que me miraba lanzando llamas por los ojos.

Sin estar dispuesta a soportar una de sus reprimendas por haber actuado como una loca frente a sus clientes, aún acelerada por la adrenalina me dirigí al escritorio, tomé el frasco de las «malas palabras», lo abrí azotando la tapa ruidosamente sobre el mostrador y tomando mi billetera de la bolsa, la abrí para sacar algunos billetes.

—Carajo…, mierda…, infeliz…, malnacido…, estúpido trasero…—mascullé mientras contaba los billetes de dólar— y pervertido hijo de puta —dije en voz alta, mirándolo a los ojos—. Aquí están. Ocho dólares, jefe, deuda saldada. —Metiendo bruscamente el dinero en el frasco, salí huyendo de la recepción en dirección al cuarto de descanso de los empleados, dejando a Sam y al resto de los espectadores con un palmo de narices.

En cuanto entré al pequeño salón de descanso, las náuseas generadas por la bilis llegaron de golpe y corrí al sanitario para devolver mi estómago. Jamás me había sentido tan asustada, furiosa y temeraria al mismo tiempo. Así era la Ryan mala. La que me ayudaba a sobrevivir, pateando traseros.

El problema era que la muy maldita se había ido junto con mi vómito, dejando en su lugar a la temerosa, racional y compungida Ryan buena.

«¿Qué carajo he hecho? Armé un escándalo en mi trabajo, frente a los clientes, frente a mi jefe… y lo mandé al diablo frente a todos».

Mierda.

Mierda.

Mierda.

—Dios. Estoy despedida. Jodida y despedida…

Me levanté del suelo y tiré de la cadena. Me enjuagué la boca y mientras refrescaba mi cara, noté en el espejo del lavabo el tono verde olivo de mis ojos resaltado por mi esclerótica enrojecida. Di dos pasos atrás y ladeando la cabeza miré mi reflejo. Mi patético e insignificante reflejo. ¿Quién iba a contratar a una mujer tatuada, de veintisiete años, sin estudios profesionales terminados y sin referencias laborales? Y de pronto, la realidad me golpeó. Aldo dejaría de enseñarme por haber insultado a su sobrino.

Me llevé las manos al rostro, haciéndolas puño sobre mis ojos, tratando de contener el grito de frustración y la desesperación de un futuro incierto.

—Ryan.

La voz masculina sonó amortiguada a través de la puerta de madera, pero aun así noté la severidad en el tono y el corazón se me aceleró. Exhalé, resignada con mi destino.

—Acabemos con esto de una vez —susurré para mí misma, enderezando mi espalda y poniendo la mejor cara de póker que mis destrozados nervios permitieron. Abrí la puerta y salí.

Sam estaba solo en la habitación, sus brazos a ambos lados de su cuerpo, sus manos hechas puño, haciendo que las venas de sus antebrazos se marcaran. Levanté la mirada esperando ver su frialdad y repudio característico hacia mi persona, pero lo que había en su lugar me sorprendió. Las llamas de sus ojos habían desaparecido para ser sustituidas por pesar. Genuina preocupación.

—Mira… ya sé lo que vas a decir y lo siento, pero…

No terminé. La voz se me quebró y bajé la vista incapaz de permitir que me viera llorar. Pero nuevamente, Sam mandó al demonio todas mis ideas preconcebidas para con él, pues, de dos pasos llegó hasta mí, me sujetó de los brazos y me obligó a verlo a la cara.

—Suéltalo —su voz grave me atravesó tanto como su mirada. Me le quedé mirando, rígida, sin saber cómo reaccionar hasta que, exasperado ante mi impavidez, me jaló contra su cuerpo y me envolvió en sus brazos,

—Princesa…, suéltalo.

Y entonces, reventé.

Sin poder retenerlo más, saqué toda la frustración contenida durante la semana en un grito amortiguado contra su pecho, para después romper en llanto. No supe cuánto tiempo pasó. Solo sentía sus brazos rodeándome y su mano palmeando y masajeando mi espalda mientras vaciaba todas mis emociones.

Cuando terminé de drenarme, me separé de él lentamente, lo suficiente para ver el manchón de lágrimas (y posiblemente mocos) que dejé en su camiseta.

—Lo siento… —sollocé.

—¿Por qué lo sientes? —su voz tranquilizadora en un susurro me hizo levantar la vista.

—Por tu camiseta —hipé, señalando la mancha y limpiándome con el dorso de la mano las lágrimas—, por la escena que armé ahí afuera…, por lo que te dije frente a todos…, por…

—Oye…, Ryan…, detente —las manos de Sam alrededor de mi cuello enmarcando mi mandíbula, obligándome a verlo a la cara de nuevo, mandaron un cosquilleo desde mi cogote hasta la rabadilla—. No tienes que pedir disculpas por eso. Por nadie. Ese tipo se merecía cada una de las palabras que le dijiste. Y fuiste muy valiente al enfrentarte a él. ¿Te quedó claro?

«¿Quién carajos era este hombre y qué había hecho con el ogro de mi jefe?»

Asentí en silencio, sorbiendo por la nariz tratando de detener a las nuevas lágrimas que se estaban formando por su inesperada comprensión.

—¿Eso significa que no estoy despedida?

Fue el turno de Sam de mirarme confundido. Pero el gesto cambió por un ceño fruncido, más acorde con él.

—¿Por qué diablos pensaste que te despediría?

—Cristo…, ¿en serio lo preguntas? —sonreí, incrédula—, allá afuera, la mirada que me lanzaste… parecía que querías romperme cada uno de los huesos.

Vi como la mandíbula de Sam se apretó.

—No era a ti a quien quería romperle los huesos…

Parpadeé, comprendiendo sus palabras. Sentí el rubor recorrer desde mi pecho hasta las orejas.

—No sabía que te preocupabas así por tus empleados.

Sam contempló mi rostro de la misma forma como lo hizo en la mañana. Pasó un pulgar sobre mi mejilla, limpiando mis lágrimas y un ligero cosquilleo punzó detrás de mi nuca.

—Me preocupo por las personas que me importan —murmuró.

Antes de que pudiera asimilar la connotación de sus palabras, me soltó.

—Vamos —dijo, abriendo la puerta para que saliéramos—. Le dije a Tony que les pidiera a todos que se retiraran. Vamos a cenar y después te llevo a casa.

«En serio… ¿Quién carajos es este tipo?»

—Sam, te agradezco, pero…

—Ryan —Sam exhaló, mostrándose ligeramente cansado—, no eres la única aquí que ha tenido un mal día. No he comido, estoy cansado y después de lo que pasó con ese cabrón que vino a buscarte, en serio necesito llevarte a casa para mi tranquilidad mental. No vas a estar sola conmigo, si eso es lo que te preocupa. Tony nos acompaña. Así que, mueve ese necio trasero tuyo fuera de aquí para que terminemos cuanto antes este jodido día demierda y podamos pasar página, ¿está bien?

Lo miré con la boca abierta, anonadada. Y después sonreí.

—¿Qué? —Sam entrecerró los ojos, frunciendo el ceño, no acostumbrado a mis sonrisas genuinas.

—Dijiste «jodido día de mierda»…

—¿Y? —parpadeó confundido

—Pon un dólar en el frasco, jefe.

Sam resopló, su sonrisa formando un hoyuelo en la mejilla izquierda. Era la primera vez que se reía abiertamente por algo que yo decía.

—Eso no aplica para mí.

—¿Por qué no?

—Porque este es mi reino y yo el único rey, Princesa.

—Eso es tan injusto…

—La vida no es justa. Y mientras más rápido lo entiendas, menos sufrirás.

La ligera amargura con la que dijo esto contrastó con el lapsus amistoso de hacía un momento, haciéndome pensar en lo que fuera que le habría sucedido en el pasado para hablar tan cínicamente.

—Ahora, vámonos de aquí, tengo hambre.

Abrió la puerta y me cedió el paso, como todo un caballero. Uno de brillante armadura y pies enlodados.

 

 

—¿En serio vas a comerte todo eso?

Levanté la vista de la enorme hamburguesa con papas y aros de cebolla que tenía frente a mí, hacia Tony, que me miraba horrorizado. Estábamos en La Zona, un bar deportivo al que llegamos caminando por estar cerca del gimnasio. Era famoso por esas hamburguesas y no iba a perder la oportunidad de probarlas.

—Sí, ¿por qué? —pregunté, cubriéndome con la servilleta la boca llena, pues en cuanto la mesera se retiró, le di un buen mordisco a mi comida. Estaba hambrienta.

—¿Cómo lo haces? Es decir, de él lo entiendo —Tony señaló con el pulgar a Sam, que había pedido para cenar exactamente lo mismo que yo y que en ese momento se encontraba en la barra consiguiéndonos otra ronda de cervezas lager—. Él se parte el culo todos los días para tener el físico que tiene, pero ¿tú? No corres ni por tu vida…, bueno, con excepción de la otra noche, con ese loco de Bret…

Lo miré con reproche por el mal chiste, pero continuó.

—¿Cómo puedes comerte todo eso y tener ese cuerpo siendo una patata de sofá? —recalcó, señalando con el dedo primero mi plato y después a mí.

Sonreí, terminando de masticar antes de hablar.

—No lo sé. Misterios de la vida, genética, buen metabolismo, pacto con satán, escoge uno. —Tomé lo que quedaba de mi cerveza y le di un trago para pasar bocado—. Lo único que sé, es que no eres el primero que lo menciona y espero que no seas el último.

—¿Que no seas el último en qué?

Sam dejó las tres cervezas sobre la mesa y se sentó frente a mí, mirándonos interrogante. Inmediatamente, me sentí cohibida. Una cosa era la camaradería natural con mi compañero de trabajo y otra muy distinta el ser igual de abierta con mi jefe, con el que nunca había tenido un trato cercano. Desafortunadamente, Tony no se caracterizaba por ser perceptivo.

—Estaba quejándome de lo injusto que es que, a diferencia de nosotros, la Princesa aquí presente tenga ese cuerpazo sin esfuerzo alguno. Y ella estaba diciéndome que muchos se lo han dicho y que espera que yo no sea el último…

—Tony, estás poniendo en mi boca palabras que no dije —mascullé, dándole una patada por debajo de la mesa, apenada por la manera en que Sam pudiera malinterpretar las palabras de Tony, que me estaban mostrando como una frívola vanidosa. Me expliqué—: Nunca dije que muchos me dijeran que tengo un cuerpazo. De hecho, nadie me lo dice, porque no lo tengo —miré a Tony, fulminándolo con la mirada—. Lo que dije es que varias personas me han hecho notar lo mucho que como y que, a pesar de no ejercitarme, me mantengo en forma. —Tomé una papa frita y me la llevé a la boca, zanjando el tema. Pero Tony no lo dejó.

—Oh, cariño, créeme, sí que tienes un cuerpazo. Si bateara para el otro equipo, definitivamente estaría detrás de ti. Eres hermosa. Con tu voz rasposa y esos grandes y misteriosos ojos verdes y ese cabello entre rubio trigo y platinado muy a lo Frozen. Piernas largas, cintura estrecha, un culo que ya quisiera tener para mí y ni hablar de ese par —dijo, señalando con su tenedor a mis senos, lo que me hizo cruzarme de brazos instintivamente y fruncir el ceño—. ¿Verdad que es hermosa, Sam?

Tony miró hacia Sam sonriendo como el gato Cheshire después de darle un mordisco a su club sandwich. Era el tipo de sonrisa que usaba para burlarse de mí cuando metía la pata frente a un cliente o cuando me hacía una travesura. O cuando sabía algo que yo no. Pero no la estaba usando conmigo, sino con Sam, que por un momento lo miró fijamente entrecerrando los ojos mientras se llevaba un aro de cebolla a la boca, mordiéndolo lentamente. Sabía por Tony que eran amigos desde la infancia y a veces su bromance era un tanto incomprensible para los demás, como cuando Tony le preguntaba a Sam, frente a todos, si había amanecido menos heterosexual, a lo que Sam le respondía que no, pero que cuando sucediera se lo haría saber por si quería tener un avance con él. Se necesitaba ser un hombre muy seguro de sí mismo para que le importara una mierda lo que la gente pensara sobre su sexualidad.

Ahora estaban enzarzados en un miniduelo de miradas. ¿Qué carajos se traían estos dos?

Finalmente, Sam rompió el contacto visual, volviéndose hacia mí e ignorando la pregunta de Tony, que soltó un triunfal ¡Ja! antes de meterse un trozo de lechuga de su ensalada a la boca.

—Ryan, tengo una propuesta que hacerte.

—¿Una propuesta? —Absorta como estaba, viendo su extraña forma de actuar, me espabilé para poner atención—. ¿Acerca de qué?

Sam suspiró y se frotó la mandíbula, haciendo que la incipiente barba sonara contra su palma rasposa.

—Necesito que aprendas defensa personal. Y yo voy a enseñarte.

La mandíbula se me fue al suelo y comencé a balbucear.

—Espera, ¿qué?, no… —miré entre ambos hombres—. No… ¡Diablos, no!…, es decir, ¿por qué?

—¿En serio necesitas que te explique el por qué, después de lo que pasó hoy? ¿De lo que estuvo a punto de sucederte con ese cabrón la otra noche?

Parpadeé ante su tono exasperado y al ver de nuevo las llamas en sus ojos, la comprensión me golpeó de pronto. Miré a Tony apretando los dientes.

—¿Le dijiste?

Tony dejó de sonreír cuando lo recriminé. Tragó saliva y me miró con seriedad.

—Antes de que me arranques la cabeza, si querías mantenerlo en secreto no tendrías por qué haberlo gritado a los cuatro vientos en un vestíbulo lleno de testigos…

Mierda, tenía un punto. Me mordí el labio inferior y comencé a mover la pierna derecha de arriba abajo, ansiosa. Si Derek se enteraba por alguien más que no fuera yo de que casi me violan, iba a buscar a Bret por cielo, mar y tierra para molerlo a golpes. Tenía que hablar con él.

—Además, lo hice porque lo de hoy fue bastante chocante, cariño. Sam necesitaba saber…, ya sabes…, todo… para conocer los riesgos y tomar precauciones. Por si Bret vuelve a buscarte.

—Pero no hay riesgos. Les juro que esto no va a suceder otra vez… así que, no. Agradezco su preocupación, pero no acepto la propuesta. No es necesario, puedo cuidarme sola.

Tony resopló echando la cabeza hacia atrás, mirando al techo y farfullando algo muy parecido a «Dios, dame paciencia con esta». Sam, por el contrario, me miró fijo, atravesándome con el hielo azul de sus severos ojos mientras recargaba los codos en la mesa y posaba su mentón sobre sus manos entrelazadas. Estaba cabreado y, aun así, el bastardo era guapísimo. Le mantuve la mirada tomando otra papa frita y metiéndomela a la boca. Si creía que daría mi brazo a torcer intimidándome, estaba muy equivocado.

O tal vez no.

—Ryan, no acostumbro a hacer esto, pero… —el tono autoritario en su voz clara y grave me puso en alerta— si quieres seguir trabajando conmigo, solo tienes dos opciones: o denuncias a Bret frente a las autoridades o me dejas enseñarte cómo defenderte.

Me quedé helada, pero solo por un momento, porque la Ryan mala estaba a punto de hacer su aparición.

—Estas bromeando, ¿verdad?

—Para nada. Eres mi empleada y es mi obligación el proteger a mis empleados —la manera en la que Sam apretaba la mandíbula al decir esto me daba la impresión de que había otro trasfondo en sus palabras.

—Mírame, jefe…

—Ya no soy Sam, de nuevo soy el jefe… —musitó, enderezándose en el banco y mirando hacia Tony.

—¡Mírame! —elevé la voz, haciendo que Sam me mirara otra vez, sorprendido por mi tono. Mi corazón pulsaba al mil por el enojo—. ¿Ves algún morete? ¿Alguna marca que indique que estoy herida?, ¿demuestre que alguien me atacó?

—No…

—¿Qué es lo que ves?

—Ryan… —comenzó Tony, pero lo interrumpí.

—Voy a decirte qué es lo que la gente ve cuando alguien como yo aparece con una denuncia. Ven a una mujer sin estudios, sin historial crediticio, tatuada, así que, seguramente,también soy drogadicta —farfullé sarcásticamente para mostrar un punto— y es mi palabra contra la de un médico especialista de buena apariencia y familia, que se guarda muy bien sus perversiones frente a los demás.

Ambos se quedaron en silencio. Tony, dándome una verdadera mirada de conmiseración. Sam, solo me miraba, inexpresivo.

—Para las autoridades, soy escoria. Una oportunista tratando de tomar ventaja de un aparente buen hombre. Aun cuando me presentara hinchada por los golpes, con huesos rotos y con la vagina desgarrada, mi palabra seguiría siendo puesta en duda.

El silencio que siguió a mi discurso se hizo denso entre los tres, pero no por mucho tiempo.

—Bueno, entonces… —después de evaluarme por un minuto, Sam se relajó en su asiento, cruzándose de brazos—. Descartando la denuncia, no te queda otra opción más que aceptar las clases de defensa o quedarte sin empleo…, lo que te dejaría también sin la oportunidad de ser aprendiz de mi tío, ¿me equivoco?

Si la frustración anterior estuvo a punto de sacarme lágrimas, el enojo reavivado las mantuvo a raya. Maldito manipulador. Le importaban un carajo mis sentimientos.

—¿Entiendo que esto es un ultimátum?

—Definitivamente es un ultimátum—Sam dio un trago largo a su cerveza sin apartar la vista de mí. Dejó la botella en la mesa y seguí el movimiento de sus manos cruzándose sobre su estómago plano cuando volvió a recargarse en su asiento—, pero tengo para ti otra propuesta. Una que estoy seguro no querrás rechazar.

Estaba jugando conmigo. Su postura totalmente relajada en su asiento, sacándome de quicio, me lo confirmaba. El maldito sabía lo importante que era para mí ese trabajo y no me confiaba de lo que tramaba.

—Ok…, te escucho…

—Desde tu primera palabrota hasta el día de hoy, el total recolectado en el frasco asciende a los trescientos cincuenta y siete dólares…

—Lo sé, créeme, mi bolsillo es muy consciente de eso.

—Recupéralos —dijo, encogiéndose de hombros, como restándole importancia—, una sesión conmigo cuesta diez dólares. Cada vez que tomes una lección, te devuelvo diez.

—Espera —miré a Tony, que al igual que yo, estaba atónito por la propuesta de Sam—. ¿Estás diciendo que quieres enseñarme defensa personal y que además vas a pagarme por ello?

—Justo eso.

—¿Cuál es el truco?

Sam sonrió y por primera vez entendí el por qué las esposas desesperadas lo acosaban. El bastardo engreído se iluminaba cuando sonreía.

—No hay truco, Princesa. Solo debes presentarte a las cinco de la mañana en el gimnasio…

«Y ahí está el truco».

—¿Cinco de la mañana? ¡¿Estás loco?! —chillé—. No todos somos unos insomnes vigoréxicos como tú. Algunos de nosotros necesitamos nuestras ocho horas completas de sueño…

—Confirmo…, terapia de sueño embellecedor —secundó Tony, chocando puño conmigo.

—Como sea —Sam cortó a Tony con una de sus miradas reprobadoras—, lo tomas o lo dejas. ¿Qué dices?

Miré a Tony que estaba divirtiéndose de lo lindo con mis expresiones. Me mordí los labios y pensé en los beneficios del asunto: recuperaría mi dinero en treinta y cinco sesiones y aprendería del mejor a defenderme de los depravados que tendía a atraer a mi vida. El único inconveniente es que debía madrugar y pasar más tiempo con Sam. Sopesando la situación, esto último era irrelevante si lo comparaba con lo que ganaría. Resoplé.

—Está bien…, acepto. Pero solo durante el tiempo que esté cubriendo a Andy…

—Bien. Ahora, basta de charla. Come.

Fruncí el ceño y exhalé con indignación al verlo comenzar a comer despreocupadamente, como si no hubiera dudado ni por un solo segundo que no aceptaría su propuesta.

—¿Te han dicho que eres muy mandón?

—Todo el tiempo —dijeron al unísono ambos hombres, con la boca llena, que ya me ignoraban para seguir comiendo.

 

 

—Debes decírselo a Derek.

Miré a Sam desde el asiento de copiloto de su camioneta Bronco, estacionada fuera de mi edificio.

Después de cenar, habíamos regresado al gimnasio a recoger su auto y el de Tony e insistió en traerme a mi departamento. A pesar de que solía regresar a pie por encontrarse mi edificio a solo diez cuadras del gimnasio, generalmente era Tony quien se ofrecía a llevarme cuando terminaba mis funciones a deshoras, pero salió con una excusa y no tuve más remedio que aceptar el ofrecimiento de Sam, que no estuvo dispuesto a permitirme regresar andando. No había dicho una sola palabra en el trayecto hasta ahora, por lo que me sacó de mi ensoñación cuando habló.

—Lo sé. Voy a hacerlo esta noche —me desabroché el cinturón de seguridad—. Gracias por la cena y por el aventón.

—Te acompaño…

—Sam, no es necesa…

Pero Sam ya se había bajado de la camioneta y en un parpadeo se encontraba junto a mi puerta, abriéndola para ayudarme a bajar.

—Te sigo.

—En serio, no es necesario.

—Ryan. No voy a irme hasta que tu necio trasero esté dentro de tu apartamento, sano y salvo. Si el cabrón pudo encontrarte en tu trabajo, también puede encontrar donde vives. Así que deja de discutir y avanza. Te sigo.

«¿Es normal que su tono mandón me excite tanto como me indigna?».

Parpadeé para alejar ese pensamiento de mi cabeza y obedecí, dirigiéndonos por las oscuras escaleras hasta mi apartamento en el tercer piso.

Debo admitir que el saber que estaba cerca me dio tranquilidad mientras subíamos. No es que el barrio fuera peligroso o que tuviera malos vecinos, pero mi edifico no tenía puerta principal, así que cualquiera podía entrar, por lo que la desconfianza de Sam estaba justificada. Justo estábamos subiendo el último tramo de escalera, cuando nos topamos con Devon, mi vecino del apartamento de enfrente.

—Cariño, por poco y no me encuentras —se acercó para saludarme de beso en la mejilla, no sin antes recorrer a Sam con una mirada desconfiada—. Pelusa ya comió. Tengo que irme volando, están esperándome, pero cuenta conmigo por si necesitas que lo de hoy se repita…

—¡Gracias, Devon! Ten una buena noche —alcancé a decirle antes de que desapareciera bajando las escaleras.

—¿Quién es Pelusa? —preguntó Sam en voz baja cuando volvimos a quedarnos solos.

—Mi gata… —contesté escuetamente.

Después de dar algunos pasos en silencio, Sam lo rompió con una pregunta que no esperaba.

—Y ¿ese sujeto es…?

Me detuve ante su tono arisco y al mirarlo a la cara, de nueva cuenta noté la dureza en su mirada. ¿Por qué sentí la necesidad de explicarme?, no sabría decirlo.

—Devon, mi vecino. Le da de comer a mi gata cuando yo no estoy…

—¿Tiene copia de tus llaves?

—Sí. ¿De qué otra forma podría entrar a mi apartamento?

Seguí caminando, frunciendo el ceño, desconcertada. No esperaba que Sam fuera tan aprensivo.

—Confías demasiado en los extraños. Aunque es comprensible…, es un tipo bastante atractivo…

Que me parta un rayo si no había celos en esa velada acusación. Indignada por su prejuicio con respecto a mis decisiones, la Ryan mala salió a la luz para jugar un poquito con mi engreído jefe.

—¿Bastante? Yo diría extremadamente atractivo. Su cuerpo es atlético y estilizado, tiene una piel canela divina y esas largas y tupidas pestañas enmarcando sus ojos negros, realzan sobremanera sus finos rasgos latinos…

La apretada mandíbula de Sam me advirtió que tal vez era tiempo de quitarle el mando a la Ryan mala. Reprimí una sonrisa maliciosa, abrí la puerta con mis llaves y antes de entrar, aclaré:

—Es una pena que, en cuestión de gustos, tú tengas más probabilidades que yo de ser de su agrado…

Lo miré de soslayo y alcé la ceja, esperando a que sumara dos más dos.

—Ah… —dijo cuando comprendió, desapareciendo inmediatamente la dureza de sus ojos. Sonreí cuando noté que reprimía una sonrisa apenada.